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Authors: Michael Marshall

Tags: #Intriga

Los hombres de paja (15 page)

El cuerpo de Josie apareció diez días después, entre la maleza, junto a una carretera en Laurel Canyon, en un estado parecido al de la muchacha LeBlanc. A diferencia de la otra, era evidente que habían abusado sexualmente de ella durante un tiempo.

Para aquel entonces, el asesino ya tenía apodo. Los medios le llamaban el Repartidor. Lo había sugerido extraoficialmente el propio agente Monroe, que creía que restándole importancia, reduciendo su estatus al usar un apelativo así, se ganaría alguna ventaja para la investigación. Quien fuera que hubiese logrado raptar a tres chicas brillantes y sofisticadas en calles bulliciosas, asesinarlas y luego arrojar sus cadáveres en lugares públicos, sin ser visto ni dejar una sola pista, tenía que sentirse un poco herido con esa denominación burlona.

Que se ofendiera hasta reventar.

Nina no estaba de acuerdo. Por esa y otras razones, estuvo discutiendo el caso con John Zandt, a pesar de que él no estaba involucrado oficialmente en la investigación. Pero habían trabajado bien juntos en el caso del Cazatalentos. Quería conocer su opinión.

Zandt le explicó su punto de vista, aunque sin demasiado entusiasmo. Nina trabajaba en aquellos casos con una intensidad y un celo que él creía no poder compartir. Su matrimonio pisaba de nuevo suelo firme, y su hija había crecido y se había convertido en una joven personita que había consolidado su familia. Tenía el pelo de su madre, de un rubio rojizo intenso, casi caoba, pero los ojos de su padre, marrones manchados de verde. También ponía la música demasiado alta, su habitación era una pocilga, pasaba demasiado tiempo en internet y, muy de vez en cuando, apestaba a tabaco. Se peleaban. Por otro lado, acompañaba a su madre a comprar, aunque le pareciera súper aburrido, porque sabía que Jennifer disfrutaba de su compañía. En general, escuchaba a su padre cuando le hablaba, y contenía cualquier bostezo que pudiera antojársele. Sus padres no sabían que había fumado porros en más de una ocasión, y probado la cocaína, y que una vez robó un par de pendientes bastante caros. De saberlo, le habrían puesto el culo como un tomate, aunque tampoco se hubieran preocupado demasiado. Todo aquello entraba dentro de lo aceptable en el comportamiento errático propio de su época y lugar.

Lo fundamental era que Zandt se había hecho un poco viejo, y no quería pasar más tiempo del necesario pensando en las cosas terribles que el mundo es capaz de engendrar. Seguía adelante con su trabajo, y luego volvía a casa y seguía adelante con su vida. Después de investigar dos casos de asesinatos múltiples, había perdido interés en el estudio de los procesos mentales de los asesinos. Era algo a lo que podías dedicarte a fondo solo hasta que empezaba a trastornarte.

Una vez traspasado el glamour de su celebridad, Zandt descubrió que los asesinos en serie no eran como los retratan las películas: genios cautivadores, seres carismáticos llenos de maldad, cruzados solitarios de un arte sangriento. Más bien parecían borrachos, o gente ligeramente desequilibrada. Incapaces de mantener una conversación ni de hacer nada con sentido, apartados del mundo tras un modo de ver las cosas que jamás podría ser expresado ni compartido por quienes tienen otras opiniones. Los había de todas las formas, géneros y tamaños. Algunos eran monstruosos; otros, tipos bastante decentes, salvo por su propensión a matar a otras personas y a arruinar la vida de los que las aman. Al principio, Jeffrey Dahmer hizo todo lo que pudo para no llamar la atención sobre unos impulsos que pregonaban que sus deseos se alejaban mucho de la normalidad. No lo logró, ni mucho menos. No pidió clemencia cuando lo atraparon, no jugó con la policía, no hizo nada, excepto admitir su culpabilidad y expresar su arrepentimiento. Se comportaba todo lo bien que puede comportarse un asesino psicópata. Quedaba el detalle de que había acabado con la vida de dieciséis jóvenes en circunstancias demasiado horribles para resultar verosímiles.

Otros asesinos se regodeaban con su notoriedad, buscaban publicidad o privilegios a través de la manipulación de los medios y la policía, jugando con los sentimientos de gente a quien habían arrebatado algo irremplazable. Se deleitaban en lo que habían hecho, en sus preciados secretos. Devoraban las noticias hacían sobre sus juicios en los periódicos, profundamente orgullosos de haber conseguido la atención que siempre habían creído merecer. Eso no los hacía siempre peores. Tan solo les hacía diferentes. Ted Bundy. El Cazatalentos. John Wayne Gacy. Phillipe Gómez. El destapador de Yorkshire. Andrei Chikatilo. Algunos eran más guapos, otros más eficientes, otros inteligentes, otros al límite de la normalidad y otros eran, sin lugar a dudas, retrasados. Algunos parecían muchachos de lo más normal, a otros, en cambio, se les podría adivinar la pinta de psicópatas incluso desde el otro lado de una calle repleta de gente. Eran todos, sencillamente, hombres con tendencia a acabar con la vida de los demás, a ampliar sus experiencias sexuales a través de la tortura y la degradación de otras personas. No eran demonios. Solo hombres —y rara vez, mujeres— que hacían cosas inaceptables, síntoma de una neurosis obsesiva. No se trataba de una dicotomía entre el bien y el mal, sino de un espectro donde también entraban tipos que tenían que comprobar diez veces la hora que marcaba su reloj, o que eran incapaces de estar tranquilos hasta que la cocina estuviera impecable. Los asesinos en serie no son espeluznantes en y por sí mismos. Lo espeluznante es darse cuenta de que se puede ser humano sin sentir igual que el resto de los seres humanos.

Zandt conocía los factores que pueden dar lugar a un asesino en serie. Una madre violenta y dominante, un padre abusivo o débil. Experiencias sexuales tempranas y conflictivas, especialmente con padres, hermanos o animales. Haber nacido en Estados Unidos, la antigua Unión Soviética o Alemania, donde hay muchos más asesinos en serie de lo que les correspondería por cantidad de población. Exposición a cadáveres durante sus años de formación. Heridas en la cabeza o intoxicación por metales pesados en su juventud. Un hecho desencadenante, algo que convierta lo potencial en un hecho. Ninguna de estas condiciones era necesaria o suficiente, sino meras partes de un síndrome que en ocasiones proporcionaba un sustrato lo suficientemente oscuro para que creciera una flor con impulsos enfermos: un individuo ansioso, neurótico y violento, incapaz de vivir como los demás. La sombra de nuestras calles. El hombre del saco.

Zandt ya había visto bastantes casos. No quería conocer más. En sus pensamientos se refería siempre al Cazatalentos así: el Cazatalentos. Le había costado un poco no pensar en él con su nombre real y atribuirle la misma irrealidad de dibujo animado que, evidentemente, el asesino había creído que poseían sus víctimas. Si Zandt había sido incapaz de otorgar a los seis muchachos la dignidad de su individualidad, le parecía que lo menos que podía hacer era someter al Cazatalentos al mismo destino.

Mientras tanto, siguió trabajando en los típicos asesinatos por amor, drogas o dinero. Salía de copas con sus colegas, escuchaba lo que Nina contaba sobre sus intentos de relacionar las desapariciones de Josie Ferris, Elyse LeBlanc y Annette Mattison. Cenaba con su mujer, llevaba a su hija en coche a distintos lugares, iba al gimnasio.

El 15 de mayo de 1999, Karen Zandt salió de la escuela al final de la jornada. No volvió a casa.

Al principio, sus padres pensaron en lo mejor. Luego en lo peor. Al cabo de una semana recibieron un jersey.

Zandt llamó a Nina. Ella llegó muy deprisa con un par de colegas. No habían desenvuelto el paquete. Esta vez no había ningún nombre bordado, y no era un jersey de Karen. El suyo era de color melocotón, y este era negro. Había una nota metida dentro, impresa en letra Courier sobre un papel usado en hogares y oficinas de todo el país.

Señor Zandt:

Un «envío». Tendrá que esperar para el resto. He visto tu aflicción y el trabajo de tus manos, y los he reprendido.

El Hombre de Pie

Un mes más tarde hallaron el cuerpo de Annette Mattison en un cañón de las colinas de Hollywood. En el mismo estado que el de Elyse LeBlanc, la misma falta de pistas forenses. No hubo más raptos de muchachas, al menos de muchachas a cuya desaparición siguiera el envío de un paquete.

Tampoco se encontraron más cuerpos.

Al cabo de dos horas, la Promenade estaba casi desierta. Barnes & Noble y Starbucks habían cerrado. De vez en cuando pasaba alguien por delante del banco, borrachos de camino a Palisades para pasar la noche, empujando carritos colmados con sus pertenencias. Veían a un tipo sentado en un banco, con las manos abiertas apoyadas a los lados y mirando calle abajo. Ninguno se detenía a pedirle dinero. Seguían su rumbo.

Finalmente, Zandt se levantó y arrojó su vaso vacío a la papelera. Se dio cuenta de que podría haber entrado en la librería e investigado en qué puntos del local había encontrado el Hombre de Pie un buen lugar para observar a Sarah Becker. Aunque no había nada que lo probara, Zandt estaba convencido de que el asesino vigilaba de cerca a sus víctimas antes de asaltarlas. Algunos no lo hacían, la mayoría sí. Podía ser que Karen hubiese sido un caso especial. Un aviso del Hombre de Pie. Zandt no lo creía. Las chicas eran demasiado semejantes, las desapariciones, trabajadas con demasiada pulcritud.

Barnes & Noble podía esperar, tal vez para siempre. Había dejado que Nina le convenciera de regresar. La impresión que le causó lo que le había contado y mostrado ayudó. También quiso creer que en aquella ocasión iba a ser diferente, que sería capaz de hacer algo más que pasear por la ciudad, persiguiendo a su propia sombra, gritando en plena noche, sin encontrar jamás al hombre que le había arrebatado a su hija. Que la había aplastado con la palma de su oculta y rabiosa mano hasta la muerte. Aquella noche ya no lo creía.

Volvió andando al The Fountain y compró algunos víveres de camino. El vestíbulo del edificio estaba vacío, no había nadie detrás del mostrador. Muzak no estaba, y era difícil pensar que hubiera alguien más aparte de él mismo. El ascensor subía despacio y con ritmo irregular, dando a entender que la suya no era tarea fácil.

Mientras esperaba a que hirviera el agua, contemplaba de pie cómo en la CNN hacían cuanto podían por reducir la complejidad del mundo a los puntos clave que cualquier hombre de negocios fuera capaz de repetir como un loro durante el almuerzo. Al cabo de pocos minutos volvieron sobre una noticia de última hora. Un hombre de mediana edad se había paseado por la calle principal de un pequeño pueblo de Inglaterra, bien entrada la mañana. Llevaba un rifle con el que mató a ocho adultos e hirió a otros catorce. Nadie sabía por qué.

9

Estaba en el asiento del acompañante de mi coche con la puerta abierta. Eran poco más de las ocho de la mañana. Tenía un café con leche en una mano y un cigarrillo en la otra; los ojos muy abiertos y secos, y ya me arrepentía del cigarrillo. Antes fumaba. Fumé mucho durante un tiempo. Luego lo dejé. Concluí que era perjudicial. Pero aquella noche, que pasé conduciendo sin rumbo por carreteras oscuras como si intentara encontrar la salida en una red de túneles interminables, llegué a creer que fumar sería lo único que podría ayudarme. Si alguna vez has sido fumador, siempre habrá situaciones en las que sentirás que te falta algo si no tienes un tubito de hojas ardiendo entre los dedos. Sin un cigarrillo te sientes abandonado, solo y sin ideas.

Había aparcado en la calle principal de Red Lodge, un pequeño pueblo a unas ciento veinte millas al sureste de Dyersburg. Estaba sentado en el coche porque la tienda en la que había comprado el café —un lugarcito limpio y ordenado cuyos empleados presumían de delantal y de hoyuelos en sus moderadas sonrisas— era inflexible en su lucha contra las artes del tabaco. La calidad del café que se vende hoy en día en un lugar es inversamente proporcional a la probabilidad de que te dejen fumar un cigarrillo mientras te lo tomas. El café con leche era exquisito. Huelga aclarar entonces que había cabezas de fumadores colgadas en la pared del local. De mal humor, pedí el café para llevar, y observé a través del parabrisas cómo Red Lodge despertaba gradualmente a la vida. La gente iba de un lado a otro, abrían pequeños negocios donde se vendían el tipo de cosas que uno se compra para demostrar que ha ido de vacaciones. Llegaron unos cuantos tipos cargados con botes de pintura y se pusieron manos a la obra en la casa de enfrente, dispuestos a darle mayor encanto. Luego aparecieron varios turistas, envueltos en tanta ropa de esquí que casi habían alcanzado la forma esférica.

Dejé a medias un segundo cigarrillo con un estremecimiento y lo arrojé al suelo. No ayudaba. Solo servía para hacerme sentir culpable. Consciente de que mi fuerza de voluntad es tan débil como la luz de la estrella más lejana en una noche nublada, cogí el paquete del salpicadero y lo lancé apuntando a la papelera, que estaba clavada en un poste cercano y engalanada con una colección de pegatinas en las que podían leerse todo tipo de consignas cívicas. El paquete entró sin apenas tocar el borde. Nadie lo vio. Nunca lo ve nadie. Debe de ser raro ser jugador de básquet profesional. La gente está ahí para verte cuando encestas.

Dejé el hotel sin pagar. Sencillamente saqué la cinta del vídeo y me fui de la habitación. Es posible que en algún instante pensara en pasar por el bar, pero incluso mi atrofiado sentido de la oportunidad había juzgado que aquella no era la respuesta adecuada. En cambio, me sorprendí a mí mismo caminando hacia el coche, poniéndolo en marcha y alejándome de allí. Me puse a dar vueltas lentamente alrededor de Dyersburg, cruzando dos veces el lugar donde el coche de mis padres se había estrellado. La cinta estaba en el asiento del acompañante, a mi lado. La segunda vez que pasé por el cruce me lo quedé mirando, como si aquello pudiera ayudar de algún modo. No fue así, solo sentí un escalofrío, un espasmo ínfimo y glacial, demasiado pequeño para que nadie lo viera.

Al cabo de un rato, logré aumentar la velocidad y salir del pueblo. No seguía ningún mapa, me limitaba a avanzar por la carretera y giraba cuando se me antojaba.

Finalmente me encontré en la carretera I-90 cuando el cielo comenzaba a clarear. Me di cuenta de que necesitaba un café, o algo, y tomé el desvío que me condujo a Red Lodge más o menos a la hora en que todo comenzaba a abrir.

Me sentía vacío y mareado. Hambriento, quizá, aunque era difícil de decir. Mi cerebro estaba gastado como si hubiera estado dando vueltas durante demasiado tiempo y con demasiada energía con una marcha equivocada.

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