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Authors: Michael Marshall

Tags: #Intriga

Los hombres de paja (18 page)

—Debe de haber algo más en la casa —dijo al fin—.Algo que no hayas visto.

—Tendría que estar escondido dentro de una bombilla. Lo registré todo. No hay nada más.

—Todo cambia cuando sabes lo que buscas —dijo—.Tú creías que había que buscar otra nota. Así que eso es lo que esperabas encontrar. Ese era tu objetivo. Pensaste en los vídeos por casualidad.

—No —repuse—. Se me ocurrió porque la casa había sido dispuesta para ello. Pensé que mi padre quizá tuviera problemas con...

Mi voz se interrumpió. Me levanté y me puse a rebuscar en la funda del portátil.

—Copié su disco duro en una memoria externa. Es el único sitio, si se le puede llamar sitio, donde no he mirado.

Me senté en la silla que había junto a Bobby e introduje el pequeño cartucho en la computadora. En cuanto reconoció el disco, abrí una ventana de búsqueda y tecleé «hombres paja». Pulsé enter. La máquina zumbó y crujió durante unos segundos.

N
O SE HAN ENCONTRADO COINCIDENCIAS.

Probé solo con «paja». El mismo resultado.

—Bueno, eso es todo —dije—. El bar nos llama.

Me levanté esperando que Bobby hiciera lo mismo. Pero abrió otra ventana de búsqueda.

—¿Y ahora qué haces?

—Busco en el contenido de todos los archivos de texto. Si eso de los hombres de paja es algo gordo, lo lógico es que no haya ningún archivo con ese nombre. Habrán sido precavidos, aunque quizá aparezca en el interior de algún archivo.

Era un argumento razonable, así que esperé. La memoria tenía una gran velocidad de acceso y la operación solo tomó un par de minutos.

Luego nos dijo que el texto seguía sin aparecer en ningún lugar.

Bobby soltó una maldición.

—¿Por qué demonios no te dejó una carta o algo así explicándote lo que mierda fuera que quería decirte?

—Eso ya me lo he preguntado un millón de veces, y la respuesta es que no lo sé. Vamos.

Pero él no se levantaba.

—Escucha —le dije—, ya sé que todo esto lo haces por mí, y te lo agradezco. Sin embargo, en las últimas veinticuatro horas he descubierto que, o bien mis padres estaban locos y yo tengo un hermano gemelo, o bien estaban completamente locos y fingieron que tenía uno. Llevo días sin comer como Dios manda y además, esta mañana, y del modo más estúpido, me he fumado un cigarrillo y ahora querría fumarme cien más, toda mi energía mental la empleo en resistir la tentación. No aguanto ni un minuto más aquí. Me voy al bar.

Volvió la cabeza hacia mí, pero su mirada se perdía a lo lejos. Ya la había visto antes. Significaba que ni siquiera oía lo que le estaba diciendo, y que no lo oiría hasta que hubiera acabado con lo que se proponía.

—Nos vemos ahí —le dije, y me marché.

11

Recuerdo que de pequeño había algo que me llenaba de orgullo: no me picaban los mosquitos. Si íbamos de vacaciones a determinados lugares, o salíamos de excursión con la escuela en ciertas épocas del año, descubría que la mayor parte de la gente se despertaba cubierta de pequeñas ampollas rojas que escocían como demonios, por muchas cremas, espráis o mosquiteras que usaran. Yo no. A lo mejor tenía una picadura en el tobillo. Podéis pensar que es un motivo de orgullo un poco raro, pero ya sabéis qué pasa cuando uno es joven. Cuando descubres que no eres el centro de la creación, te alegra encontrar algo concreto que te diferencie del resto. Yo era el chico al que no le picaban los insectos. Tomen nota, damas y caballeros, y muestren un poco de respeto: He ahí el Chico Sin Picadas, el Niño Anti-Mosquitos. Luego, un día, cuando ya tenía veintitantos años, me di cuenta de que estaba equivocado. Tenía las mismas posibilidades de que me picaran que cualquier otro. La única diferencia es que yo no experimentaba una reacción alérgica tan fuerte, así que no me salían ronchas. Seguía siendo «especial» —aunque entonces tenía edad suficiente para saber que eso no era ningún mérito y también para no querer ser tan diferente—, pero no del modo que yo creía. Me picaban tanto como a los demás, así que el Chico Sin Picadas perdió todo su encanto de inmediato.

Sentado en el bar, esperando a Bobby, resultaba difícil evitar aquel recuerdo. Mi familia, mi vida, eran cosas que de repente ya no entendía. Era como si me hubiese dado cuenta de que siempre veía los mismos edificios al fondo de mi existencia, estuviera donde estuviese, y finalmente empezara a preguntarme si aquello no sería el decorado de una película. De hecho, sí veía los mismos edificios. Desde que dejé la Agencia, no había logrado llevar una vida estable, y volver a encontrarme con Bobby me había hecho ser más consciente de ello que nunca. Había trabajado de aquello y de lo otro. Vivía en moteles, restaurantes y aeropuertos regionales, hablaba con extraños, leía carteles escritos para la gente en general, jamás solo para mí. A mi alrededor todo el mundo parecía llevar vidas con sentido, gente con el aspecto de los tipos que salen por la tele. Contextualizados. Partes de un relato con las escenas habituales. La mía no parecía tener ninguno. La sección «El sitio de dónde vienes», había sido bruscamente borrada, a cambio había un número indeterminado de páginas en blanco.

Mi barman favorito estaba de servicio, y una vez más demostró ser un aliado capaz y eficiente. En nuestro reencuentro, abordó el tema del «incidente previo» del modo más directo.

—¿Volverá a sacar la pistola?

—No si me das cacahuetes.

Me dio unos cuantos. Decidí que era un buen barman. El lugar estaba libre de robots de multinacional, y los únicos clientes que había eran cuatro vejestorios sentados en un rincón. Cuando entré, me miraron con gravedad. No les culpo. Si llego a su edad, la juventud también me parecerá algo odioso. De hecho ya es así, ese atajo de delgaditos gilipollas con carita de bebé. No me extraña que la gente ultravieja sea tan arisca. La mitad de sus amigos están muertos, casi siempre les duele todo, y el próximo gran acontecimiento de sus vidas va a ser el último. Ni siquiera les queda el consuelo de pensar que ir al gimnasio mejorará un poco las cosas, que conocerán a alguien especial cualquier madrugada de viernes, que su carrera está a punto de dar un giro decisivo y que terminarán casados con una estrella de cine. Están de vuelta de todo eso, en un desierto gris y llano de dolores, de mala vista, de frío en el cuerpo y de poco que hacer salvo observar como sus hijos y nietos cometen todos los errores que les dijeron que no cometieran. No les reprocho que anden un poco decaídos, lo que me sorprende es que no salgan a la calle más viejos carcamales organizados en bandas, maldiciendo, borrachos y armando jaleo. Tal como van las estadísticas demográficas, puede que eso sea lo que se avecina. Pandillas de octogenarios, frenéticos y drogados. Aunque lo de frenéticos no creo que resulte, a no ser que se echen una frenética siesta de una hora por la tarde antes de salir.

Al cabo de un rato, el grupito del rincón terminó por asumir que yo había entrado al bar sin la intención de tocar ningún instrumento moderno ni de contravenir las costumbres sexuales establecidas. Así pues, siguieron con sus cosas; y yo, con las mías. Coexistimos, dos especies compartiendo con hostilidad el mismo pozo de agua.

Cerca de dos horas más tarde apareció Bobby avanzando a grandes pasos. Me localizó, cayó sobre mi reservado, le hizo una seña al barman para que le trajera dos más de lo que fuera que estuviera tomando yo y se sentó a mi mesa.

—Menuda pinta tienes.

Había una extraña mirada en su rostro.

—En una escala del uno al diez —le dije de pasada—, te doy un cinco.

—Muy bien —contestó—. He encontrado algo. Una cosa.

De repente sentí como crecía la tensión en mi interior, me levanté y vi que sostenía un puñado de papeles.

—Diles a los de recepción que me dejen usar una impresora —dijo—. ¿Dónde coño están nuestras bebidas?

En ese mismo instante apareció el barman con ellas.

—¿Más cacahuetes? —preguntó.

—Oh, no —dije yo—.Tenemos bastantes para los dos.

Y luego me reí durante un rato. Ya lo creo que me reí. El barman se fue. Bobby esperó pacientemente a que recuperara el control. Me llevó un tiempo. Creo que por un momento estuve a punto de perderlo por completo.

—De acuerdo —dije al fin—. Dispara.

—Primero, he echado otro vistazo en internet. Todavía no he encontrado ninguna referencia al término «hombres de paja» como algo real, pero he descubierto algunos datos enciclopédicos que lo relacionan con pérdidas de conciencia —algo así como la paja contra la carne, supongo— y también una historia sobre unos tipos que en el siglo pasado se plantaban delante de los tribunales con paja en los zapatos —esta parte no la he entendido muy bien— para indicar que ofrecían falsos testimonios a cambio de dinero.

—En otras palabras, monigotes al servicio de alguna ilegalidad —dije—. Como lo hablamos. ¿Y qué?

—Entonces revisé el disco —continuó, ignorándome—. Le hice un escaneo medio, en busca de archivos ocultos, particiones, esas cosas. Nada. Luego repasé el software, que no era mucho.

—Papá no era ningún forofo de la informática —le dije—. Por eso no me molesté en examinar su ordenador cuando estuve en la casa.

—Correcto. Pero sí usaba internet. Me encogí de hombros.

—El correo, alguna vez. Además, tenía una página web para sus negocios, pero el mantenimiento se lo hacía otra persona. Yo antes le echaba un vistazo de vez en cuando.

En cierto modo, me parecía más fácil que llamarle. Desde que abandoné la universidad, nunca supieron en qué andaba exactamente. Desde luego, jamás se enteraron de por qué no terminé el curso, ni para quién trabajaba. Mis padres eran de los que no parecen demasiado interesados en los asuntos de política. Aunque vivieron en los sesenta, como el vídeo que encontré dejaba más que claro. Si te toca vivir el Verano de los Pantalones Idiotas, supongo que terminas por adoptar ciertas actitudes al respecto. Descubrir que su hijo trabajaba para la CIA no les habría supuesto ninguna decepción insuperable. Se lo escondí sin darme cuenta de que eso significaba que tendría que esconderles todo lo demás. Claro que ahora resulta casi gracioso, habida cuenta de lo que ellos me habían estado ocultando.

Bobby sacudió la cabeza.

—En el disco tenía instalados el Explorer y el Navigator, y es evidente que los usaba muchísimo. La memoria caché era enorme, y tenía un quintillón de marcadores en ambos programas.

—¿Para qué tipo de cosas?

—Tú lo has dicho. Consultas. Tiendas online. Deportes.

—¿Nada de porno?

Rio.

—Nada.

—Gracias a Dios.

—Los revisé todos uno por uno. Incluso los que parecían más inofensivos, quería comprobar que no hubiera cambiado el nombre del marcador para ocultara adonde llevaba realmente el enlace.

—Eres astuto —le interrumpí—. Siempre lo he dicho.

—Tu padre también. Le había cambiado el nombre a uno, escondido en una carpeta con ciento sesenta marcadores sobre lo que me parece una de las facetas más aburridas del negocio inmobiliario. Se llamaba «Lotes recientemente vendidos Mizner / Entre costas», ¿te dice algo?

—Addison Mizner fue un arquitecto que proyectó mansiones durante los años veinte y treinta. Construyó un buen puñado de edificios de categoría en Miami y Palm Long Beach. Villas de estilo italiano. Muy buscadas e increíblemente caras.

—Sabes cosas bastante curiosas. Está bien. Pero el enlace no lleva a ninguna página relacionada con terrenos ni casas. Lleva a una página en blanco. Así que pensé: mierda, final de trayecto. Tardé varios minutos en darme cuenta de que la página estaba cubierta con un gráfico transparente que ocultaba la imagen de un mapa web. Cuando lo hube resuelto, pude navegar por un nuevo grupo de páginas con enlaces bastante raros.

—¿Cómo de raros?

Sacudió la cabeza.

—Raros. Eran como las típicas páginas de inicio, con demasiados detalles, mala puntuación y unos colores bastante discutibles, pero con un contenido del todo anodino. No obstante, había algo sospechoso, parecían falsas.

—¿Por qué iba alguien a colgar páginas falsas?

—Bueno —dijo—, eso es lo que yo me he preguntado. He seguido la mayoría de enlaces hasta el final o hasta que dieran un error 404. Pero el circuito seguía a través de páginas enlazadas, en las que solo uno de los enlaces parecía llevar ni que fuera dos páginas más allá. Entonces empecé a probar con las contraseñas. Al principio, recurrí a algunos truquillos de Java, cosas sencillas que podía piratear yo mismo usando algunos programas que he encontrado instalados en tu ordenador. Por cierto, necesitas ampliar la RAM. Me dieron por el saco unas cinco veces y entonces, espero que no te importe, cargué algunas llamadas de larga distancia a tu cuenta, pedí un poco de ayuda a varios amigos especialistas. Tuve que abrir unas puertas falsas de UNIX, y otras de porquerías de este tipo. Alguien que realmente sabía lo que se hacía había ocultado bien las cosas.

—Pero ¿para qué? Siempre puedes añadir el último sitio a la lista de favoritos, sea cual sea, y acceder directamente la próxima vez. ¿Para qué montar este recorrido si lo particular de la red es acceso no lineal?

—Mi hipótesis es que las direcciones cambian con regularidad —dijo Bobby—. En cualquier caso, tras muchas vueltas eso llegué al final.

—¿Y qué había?

—Nada.

Lo miré fijamente.

—Dilo otra vez.

—Nada. No había nada.

—Bobby —dije—, esta historia es una porquería. Apesta. ¿Qué quieres decir con «nada»?

Me acercó los papeles que traía. La primera hoja estaba en blanco, salvo por una breve frase centrada justo en medio de la página. Decía: NOS ALZAMOS.

—Es lo único que había —explicó—. Tantos obstáculos, que suponen dos horas de trabajo, para esconder una página Sin enlaces y con solo dos palabras. El resto de hojas son un simple listado de las rutas que he seguido para llegar allí, y alguno de los trucos necesarios para trazarlas. Además he conseguido la dirección IP de la última página y la he rastreado.

La mayoría de páginas web tienen nombres que, aunque a veces parecen trabalenguas, al menos se comprenden como palabras. Pero, de hecho, los ordenadores los consideran direcciones numéricas; 118.152.1.54, por ejemplo. A partir de esa forma básica de la dirección, uno puede rastrear la página hasta obtener una localización geográfica aproximada.

—Y bien, ¿dónde estaba?

—En Alaska.

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