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Authors: Michael Marshall

Tags: #Intriga

Los hombres de paja (26 page)

Bobby miraba concentrado a través del parabrisas, moviendo a un lado y a otro la cabeza, para ver las distintas bocacalles a medida que pasábamos por delante ellas. En todas se notaba la quietud del atardecer. El cuerpo de Mary yacía en un porche, a dos millas de distancia. Una ambulancia llegaría allí más deprisa de lo que habríamos tardado nosotros en llevarla a un hospital, y en cualquier caso ya estaba muerta, sin esperanzas. Tanto, Bobby como yo lo sabíamos.

Se encogió de hombros.

—La anciana debió de cruzarse en su camino. Como te dije, alguien iría atravesando los jardines. Ella oyó algo, salió. Así que le vaciaron medio cargador encima. Lo siento mucho, tío.

—Alguien va a mi casa para hacerme volar en pedazos, lleva una pistola con silenciador solo por si acaso. Se encuentra con una anciana inofensiva y se la carga. Así, tal cual.

—Esa gente va en serio, Ward, y no les gustas lo más mínimo.

Hizo derrapar el coche en una curva cerrada hacia la izquierda, y enseguida estuvimos de nuevo en el centro de la ciudad. Un camión de bomberos nos adelantó en la calle principal, encandilándonos con la sirena; iba en dirección contraria a la casa.

—¿Adonde coño va?

Detrás de nosotros un coche hizo sonar la bocina. Bobby y yo nos volvimos al unísono, vimos a un tipo en un pick-up indicándonos que el semáforo estaba verde y que tal vez nos apeteciera movernos. Bobby arrancó y embocó la calle detrás del camión de bomberos.

—El camión se ha equivocado de dirección, Bobby.

—Les di la misma dirección que tú me diste, y yo encontré la casa.

—Pero ¿por qué diablos...?

Me interrumpí. Ahora ambos veíamos un resplandor anaranjado justo delante de nosotros.

Bobby se detuvo abruptamente, sin indicarlo. Nos ganamos otro severo pitido del vejestorio del pick-up, que se giró para mirarnos con reprobación mientras nos adelantaba. No le prestamos demasiada atención. Nos habíamos dado cuenta de que el Best Western, o al menos una pequeña parte de él, estaba en llamas. Yo lo observaba con verdadera incredulidad, preguntándome cómo demonios había entrado Dyersburg tan de repente en uno de los círculos del infierno.

—Acércate más —dije débilmente.

Bobby condujo despacio, y en la siguiente travesía dejó la calle principal para rodear el hotel por una de las calles laterales. Nos detuvimos al cabo de esa calle, a unos cien metros del hotel. Desde allí pudimos observar que el incendio era relativamente pequeño y afectaba tan solo una extensión de unos treinta metros en una de las alas. El hotel sobreviviría para hospedar las próximas convenciones. Habían llegado ya cuatro camiones de bomberos, y mientras nosotros mirábamos se añadió un quinto. El otro extremo de la calle estaba abarrotado, y todavía pasaba gente corriendo junto al coche, apresurándose para ver mejor la emocionante escena. Diríase que la mitad de los efectivos policiales del pueblo se encontraban allí.

—¿Eso ha empezado por donde quedaba tu habitación?

Ni siquiera contesté. Me sentía mal. Por alguna razón, el ataque al hotel me impresionó como si fuera algo más personal que lo de la casa. Me preguntaba si mis vecinos estarían ahí, la gente que ocupaba las habitaciones contiguas.

—Ward, ese mensaje que les enviaste —empezó Bobby—, ¿qué les dijiste exactamente?

—Esto es ridículo —dije—. Está completamente fuera de medida. —Luego continué—: ¿Y qué pasa con la casa? Son unos...

—Seguramente ya tienen a alguien allí. Los vecinos también les habrán llamado. Y antes de que te pongas a preguntar por ahí, que sepas que tus cosas están a salvo.

—¿Qué cosas?

—Bueno, la ropa no. Mira en la parte de atrás.

Me giré y vi la bolsa de mi portátil en el asiento trasero del coche.

—Nunca des por sentado que estás seguro —dijo mientras tamborileaba con los dedos sobre el volante y contemplaba el fuego—. Soy un tipo de recursos. Ten siempre a mano lo que necesites, ese es mi lema. Creo que ha llegado el momento de largarnos de aquí.

Tenía ganas de subir a las montañas y matar a alguien. Bobby me leyó el pensamiento, y negó firmemente con la cabeza.

—Cuando hayan controlado el fuego, descubrirán en qué habitación comenzó. Es probable que se hayan tomado la molestia de hacerlo medio creíble. Pero con lo de la casa subirías directamente al puesto número uno de la lista de los más buscados de Dyersburg.

—Mierda, ¿en qué sentido? Yo no he hecho nada.

—¿La casa de tus padres está asegurada?

—Sí.

—¿Por un buen pellizco?

Suspiré.

—Posiblemente. No presté atención cuando me lo contaron. Y luego encontrarán a Mary y algún poli listillo decidirá pasarle el polvo, solo por si acaso. Había mucha sangre, seguro que encuentran alguna huella. ¿Tienen las tuyas, Bobby?

—Sabes que sí.

—Las mías también. Tienes razón. Es hora de marcharse.

Veinte minutos más tarde estábamos en el aeropuerto de Dyersburg.

16

Zandt llegó al Beverly Boulevard a las nueve de la noche. Estaba exhausto y le dolían mucho los pies. Además, estaba borracho.

A las tres de la mañana se encontraba delante del cine donde Elyse LeBlanc había sido vista por última vez. Los cines tienen un aspecto extraño a aquellas horas, igual que las tiendas y los restaurantes. De madrugada parecen lugares inexplicables, arbitrarios, arquitectónicos, como si nosotros fuéramos exploradores que se hubieran perdido todo lo que la civilización había sabido crear durante una o dos décadas. Pocas horas más tarde, vigilaba la casa en la que Annette Mattison pasó su última tarde con una amiga. Reconoció a la mujer que salió a las siete de la mañana, vestida con traje formal, camino a las catacumbas de la televisión. Zandt se había entrevistado con Gloria Neiden en más de una ocasión. Había envejecido mucho en los últimos tres años. Se preguntó si aún seguiría viéndose con Francés Mattison. Sus hijas se visitaban muy a menudo, y siempre recorrían a pie las tres cortas manzanas hasta sus respectivos hogares. Era lo acordado. Después de todo vivían en un barrio muy tranquilo, a la altura de Dale Lawns, 90210, y probablemente una de las razones por las que se pagan cantidades de siete cifras por una casa sea poder caminar bajo las estrellas después del anochecer. Zandt sospechaba que la relación entre ambas madres se había enfriado, si es que no estaba completamente muerta. Cuando Zoë Becker mencionó a Monica Williams, su voz adquirió un tono opaco, a pesar de que era bastante difícil responsabilizarla de la decisión que tomó Sarah de esperar por ahí hasta que su padre volviera a recogerla. Su pequeña comunidad había fallado. Cuando sucede algo así, uno se pregunta el porqué y busca alguien a quien culpar. La gente de intramuros está más cerca.

Zandt dio media vuelta cuando el coche de la señora Neiden pasó con un leve rumor. Era posible que ella le reconociera y seguir vigilando le habría hecho sentirse como otro hombre, el que había permanecido de pie frente a la casa, quizá en aquel mismo lugar, dos años antes.

Echó a andar. Avanzada la mañana llegó a Griffith Park, el lugar donde habían encontrado el cuerpo de Elyse. No había nada que lo indicara, si bien durante un tiempo hubo flores y todavía encontró los restos de un jarrón de vidrio. Se quedó ahí un buen rato, mirando hacia la ciudad brumosa, donde un millón de personas trabajaba, dormía y mentía, intentando medrar en aquella selva urbana.

Poco después entró en el primer bar. Y pronto en el siguiente. Entre uno y otro siguió caminando, y luego también, pero más despacio; sentía que su objetivo se le escapaba por entre los dedos. Había recorrido aquellos trayectos muchas veces. Y lo único que había sacado en claro era un dolor desgarrador. Aún oía las voces que le habían impulsado a empezar a caminar cuando Nina le dejó, los llantos de la añoranza, aunque, oscurecidos por la luz del día y la racionalidad, eran demasiado débiles para guiarlo a ningún lugar. Se le había salido la camisa del pantalón, y cuando se cruzaba con otros peatones percibía sus miradas escrutadoras. Se dice que uno puede descubrir a un policía por los ojos, por su mirada inquisitiva, que juzga suspicaz, desde una posición superior. Zandt se preguntaba si también era posible distinguir a alguien que ya no era poli por su mirada de mutilado, de cesado. Antes conocía esa ciudad, la conocía desde dentro. Había caminado por sus calles como el hombre a quien sus habitantes recurrían en tiempos de caos. Una parte del inmenso sistema. Ahora vivía sin esa aprobación. Ya no le identificaban, no tenía fama ni funciones. Era tan solo un hombre de la calle en una ciudad en la que muy poca gente iba a pie, y en la que quienes lo hacían, lo observaban sin precaución. Era un hábitat tan real como la estepa o un valle sombrío, no más distinto del campo que el Valle de la Muerte de Vermont, o Kansas del fondo del mar. La única diferencia estribaba en sus habitantes, en los tiznados de contaminación y en los cansados de pelear. En toda la gente.

A última hora de la tarde seguía caminando, tambaleándose un poco, por el margen de una carretera secundaria de Laurel Canyon. Los arbustos que antes crecían allí habían sido arrancados y sustituidos por una tira de asfalto quizá medio metro más larga que el cuerpo de Annette. Zandt estaba ya muy borracho, pero no lo suficiente para no darse cuenta de que alguien le observaba desde la seguridad de su precioso hogar al otro lado de la carretera.

Al cabo de unos minutos, un hombre salió de la casa. Llevaba pantalones de chándal y una camiseta gris pálido. Tenía un aspecto muy sano.

—¿Puedo ayudarle en algo?

—No —dijo Zandt.

Intentó sonreír, pero el hombre no lo captó. De haber visto su intento, Zandt no le hubiera culpado.

El hombre husmeó.

—¿Está usted borracho?

—Solo me quedaré un momento. Vuelva a casa. Enseguida me marcharé.

—De todos modos, ¿qué es eso?

El hombre se giró ligeramente, de modo que se vio que sostenía un teléfono móvil en la mano que escondía detrás de su espalda. Zandt le miró.

—¿El qué?

—El trozo de asfalto. ¿Por qué lo han puesto? No sirve de nada.

—Alguien murió aquí. O aquí lo encontraron muerto.

La expresión del hombre se amplió.

—¿Usted le conocía?

—No antes de que muriera.

—Entonces, ¿por qué se preocupa? ¿Qué era... una chica de la calle?

A Zandt se le hizo un nudo en la garganta. La escala móvil de la muerte, como si las putas, los drogadictos y los negros no fueran más que animalillos indeseables, como si jamás hubieran salido corriendo con una sonrisa a recibir a sus padres cuando regresaban, o dicho su primera palabra, o esperado durante largas noches la llegada de Papá Noel.

El hombre dio un apresurado paso atrás.

—Llamaré a la policía —amenazó.

—Llegarían demasiado tarde. Tal vez usted se merezca otro pedazo de asfalto, pero yo no apostaría por ello.

Zandt dio media vuelta y se alejó; el hombre se quedó igual, ni distinto ni más sabio.

Cuando finalmente llegó a Beverly Boulevard, pasó por delante del Hard Rock Café acomodándose la camisa y estriándose la chaqueta, tirando los hombros hacia atrás. Entró en Ma Maison sin incidentes, se arrastró directo hacia los baños. Tras lavarse la cara solo los camareros serían capaces de advertir que no era un huésped. Regresó al bar y se sentó a una mesa baja desde donde podía observar la calle. Después de caminar tanto, la suavidad de la butaca le hizo sentirse como si se hubiera sentado en una nube. Un hombre joven y complaciente le prometió que le traería una bebida.

Mientras esperaba, Zandt observaba la carretera en la que Josie Ferris había desaparecido. No era la última escena relacionada con los crímenes, pero no le apetecía pasar por la escuela de Karen, o por la casa donde vivía su familia. Y no serviría de nada ir al otro lugar, el último. Era un sitio creado por él. Aunque tenía relación con el caso, ahora no le sería de ninguna ayuda. No lo fue entonces. Quedarse de pie junto al cadáver del hombre al que había matado solo había servido para demostrar la sutileza de las distinciones que convertimos en ley.

Jennifer supo lo que había hecho. Se lo contó dos días después, cuando llegó el jersey. Pero no fue aquello lo que los condenó, al menos al principio. Ella comprendió sus actos, se lo perdonó todo excepto su error. Intentaron sobrellevarlo juntos. No lo consiguieron. Su situación era insostenible. O soportaba el horror de la desaparición de Karen y se mantenía fuerte ante su esposa, aunque por dentro se resquebrajara en mil pedazos, o le revelaba todo su dolor. Cuando por fin lo hizo, perdió el derecho masculino a la fortaleza sin ganar ninguna contrapartida en el terreno del trauma revelado, que es el dominio de las mujeres. Le correspondía a ella expresar su indignación; a él, soportarla.

Decidió que no podía seguir pretendiendo ser policía al mismo tiempo que ella se disponía a regresar con sus padres. Alguien les había robado su huevo de oro, y la gallina que lo puso estaba muerta.

Ahora, cuando volvía la vista atrás, pensaba que quien más se había equivocado era él. Su rigidez había provocado las líneas de falla. Ella le habría permitido cierta debilidad por una temporada. A menudo las mujeres son más sabias cuando hay que decidir qué reglas pueden relajarse. Las relaciones exigen flexibilidad, especialmente en momentos de gran ansiedad, esos períodos en los que sirven como pacto desesperado contra un mundo de oscuridad insoportable. Las parejas fuertes lucharán para mantener un equilibrio, sin tener en cuenta los cambios a corto plazo en los platillos. Aunque era un consuelo de doble filo, aquella idea le había permitido seguir adelante. A veces, la clave para recuperar la propia vida consiste en mirar hacia atrás, hacia una situación terrible, y darse cuenta de que, en parte, uno también es culpable. Antes de que eso suceda uno se siente en falso, herido, y es incapaz de encontrar la paz. Solo los niños y los que no comprenden que en una relación las causas apuntan en dos direcciones gritan «No es justo». Cuando logras entender que tú también te equivocaste, poco a poco el dolor se desvanece. Una vez te has dado cuenta de que fuiste tú mismo el que te hizo la cama, es más fácil acostarse en ella, por dura o sucia que esté.

Cuando llegó su Budweiser, la arrulló durante un rato en la mano, mirando ostensiblemente por la ventana. En realidad intentaba, como había hecho todo el día, ver un conjunto de hechos de un modo diferente. En un crimen sin pruebas que examinar, lo mejor es probar distintos modos de unir la información. La mayoría de los crímenes se reducen, en esencia a una sola frase. Huellas dactilares y un affaire y un cuchillo escondido apresuradamente y deudas y una coartada que se desmorona; a eso se dedicaban los tribunales, necesarios para mantener el orden. El auténtico crimen, en toda su gloria, se reduce a esto: la gente se mata la una a la otra. Los maridos matan a sus mujeres. Las mujeres matan a sus maridos, también, y a sus padres, y a sus hijos; y los hijos a los padres, y los extraños a otros extraños. La gente coge lo que no le pertenece. La gente incendia lugares por dinero o porque hay gente dentro. Cuando las manifestaciones concretas han sido engullidas por su archivo judicial correspondiente, la verdad general permanece. Puedes elegir a dos personas cualquiera y escribir las palabras «mató a» entre sus nombres.

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