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Authors: Michael Marshall

Tags: #Intriga

Los hombres de paja (24 page)

—Perfectamente. ¿Me permitiría ver los planos de las propiedades disponibles?

—Desde luego.

Volvió a rebuscar en su carpeta y extrajo un par de pliegos. Los extendió sobre la mesa y los sometí a un rápido examen. Eran detallados y estaban muy bien anotados. Lo que vi me interesó más de lo que esperaba.

—Interesante —dije—. Lamento no poder examinarla in situ en esta ocasión, pero ciertamente esto basta para mantener mi interés.

Me puse a doblar los planos, pero luego me di cuenta de que un hombre tan rico como yo dejaría que se ocupara otro de esa tarea tan poco importante. Así pues, me levanté. Mi abrupto movimiento los cogió a ambos desprevenidos, y se apresuraron a seguirme. Le ofrecí mi mano a la mujer y estreché la suya con firmeza.

—Gracias por su tiempo —dije como si estuviera ya pensando en otros asuntos—. Imagino que cualquier otra duda que pueda tener deberé hacérsela llegar a través del señor Farling.

—Así es como solemos hacerlo. ¿Puedo preguntarle cómo conoció la existencia de Los Salones?

Dudé un momento, pues pensé que admitir que solo había visto el folleto parecería poco convincente.

—Por unos amigos —dije.

Ella asintió de modo casi imperceptible. Buena respuesta.

Hice una inclinación con la cabeza y atravesé el vestíbulo sin esperar a Chip. Afuera permanecí un momento debajo de la marquesina, observando cómo caía la lluvia. Aunque hubiera tenido ánimos de desafiarla, vi que las edificaciones habían sido dispuestas de tal modo que no había posibilidad siquiera de vislumbrar la comunidad desde el exterior del vallado. Chip no bromeaba cuando me habló de la privacidad.

Pronto apareció y me condujo hasta el coche. Mientras subía advertí que otro vehículo acababa de cruzar la puerta y tomaba con velocidad el camino. Era uno de esos todoterrenos monstruosos, negro e inmenso. Dio un aparatoso giro para bordear la parcela y siguió hasta unos veinte pies más allá.

Me entretuve todo lo que pude en abrir la puerta, subir al coche y sentarme, incluso dejé un pie fuera para ganar tiempo. Mientras me ponía el cinturón, salió un hombre del edificio que acabábamos de abandonar. Era más o menos de mi altura, con el pelo de un rubio sucio, y caminaba con aire resuelto, la cabeza inclinada hacia el suelo. No nos miró en ningún momento, y la única impresión que saqué fue que era un hombre de rasgos fuertes, nada más. Mientras el tipo avanzaba hacia el vehículo, otro hombre saltó del asiento del conductor y rodeó el coche para abrir la puerta trasera. El hombre guardó ahí una maleta. Era una maleta grande, de un color azul petróleo, y tenía una cinta de papel alrededor del asa, con unas letras inscritas: LHR. Ambos subieron al coche.

Chip ya había arrancado el motor del nuestro, dio marcha atrás, embocó el camino y pronto hubimos dejado Los Salones a nuestras espaldas.

Chip permaneció en silencio la mayor parte del trayecto de regreso al pueblo. Intuía que la señorita Sin Nombre lo había sometido a un tercer grado en cuanto yo me fui, y que se estaba maldiciendo por no haber sido capaz de contestar correctamente a sus preguntas. Como por ejemplo quién era yo y de dónde venía. Hasta yo sabía que eso era lo primero que debía averiguar un agente, eran los aminoácidos del genoma de la transacción. Mi padre solía decir, en sus raros momentos de expansión, que son como la forma en que el bolsillo se porta con la mano de su dueño; con eso quería decir que debes conocer lo suficiente al tipo para acercarte a él del modo que él espera.

Chip me preguntó qué me parecía lo que había visto. Le dije que lo de Big Sky no tenía ningún interés, sobre todo después de ver lo que Los Salones podía ofrecer. No pareció sorprendido. Le pregunté a cuánta gente le había mostrado aquello. La respuesta fue ocho personas en los últimos tres años. Todas se habían sometido a las pruebas exigidas por la dirección. A ninguna se le ofreció la oportunidad de comprar.

Le miré.

—Esa gente pone quince, veinte millones en una cuenta, les muestra los números de sus negocios, ¿y ni así se convencen? ¿En serio quieren vender las casas?

—Exclusividad, señor Lautner. De eso se trata. —Me miró, para comprobar que contaba con toda mi atención—. Vivimos en un mundo extraño, ese es el tema. Tenemos el país más hermoso del planeta, la gente más trabajadora, y, sin embargo, hemos de vivir codo con codo con gente que querríamos ver en otro hemisferio. La cuestión tiene una dimensión histórica. Abrimos demasiado nuestras puertas, y las cerramos demasiado tarde. Dijimos: «Que venga todo el mundo, necesitamos sangre joven. Hay mucha tierra que llenar». Pero no nos preocupamos de traer a la gente adecuada. No pensamos con suficiente clarividencia en el futuro. Por eso la gente como usted viene al Oeste. Para escapar de las ciudades, de las hordas, para reencontrarse con sus compatriotas. Para volver a la forma de vida auténtica. No estoy hablando de la raza, aunque efectivamente tenga su papel. Hablo de actitud. De calidad. De gente que está hecha para vivir con los demás y gente que no. Así que algunas personas como usted vienen a un lugar como Dyersburg. Es una especie de filtro, y por lo general funciona estupendamente, aunque de vez en cuando tropiezas con gente que no llega al nivel. Estudiantes. Esquiadores palurdos. Basura blanca que trae la autopista. Gente que no lo entiende. ¿Qué le vas a hacer? No se puede impedir que los paisanos vayan de un lugar a otro, vivimos en un país libre. La única salida es mirar por ti mismo.

—¿Y eso cómo se hace?

—Afinando mucho el filtro. Siempre encuentras a alguien que piense como tú y te construyes un muro bien alto a tu alrededor.

—¿Eso representa Los Salones?

—En cierto modo sí. Pero sobre todo, claro, es una oportunidad inmobiliaria única.

—¿Si usted tuviera el dinero, se mudaría allí?

Rio, con un ruido breve y amargo.

—Sí, señor, claro que sí. Mientras tanto seguiré trabajando por mis comisiones.

Seguimos montaña abajo y llegamos a la pequeña planicie. Cuando llegamos a Dyersburg ya había oscurecido por completo, y la lluvia empezaba a amainar. Chip aparcó enfrente de su oficina y se volvió hacia mí.

—Entonces —dijo con una ancha sonrisa—, ¿qué va a hacer ahora? ¿Quiere pensar en lo que ha visto o prefiere volver a la oficina y que le enseñe otras ofertas para mañana?

—Querría hacerle una pregunta —contesté mientras miraba a través del parabrisas. La calzada estaba desierta.

—Dispare.

Parecía cansado, pero dispuesto. Mi madre siempre decía que el negocio inmobiliario no es para alguien que pretenda llevar un horario convencional.

—Según dice, hace poco que trabaja con Los Salones. ¿Había otra firma que se encargara de ello?

—Así es —dijo confundido—. ¿Por qué lo pregunta?

—¿Sabe si logró hacer alguna venta?

—No, señor. Tampoco tuvieron la cuenta demasiado tiempo.

—¿Por qué lo dejaron?

—El tipo murió, liquidaron el negocio. Los muertos no pueden vender casas.

Asentí, experimentando una gran calma interior.

—¿Cuánto se lleva de comisión por la venta de una casa así? Una linda suma, me imagino.

—Un buen pellizco —se permitió admitir con cautela.

Dejé que hubiera una pausa.

—¿Suficiente para matar a alguien?

—¿Qué?

—Ya me ha oído.

—Mi sonrisa había desaparecido.

—No sé de qué rae habla. ¿Piensa usted...? ¿Qué? ¿Qué insinúa, maldita sea?

Había algo en su negativa que no me gustaba; os quedaríais sorprendidos, y tristes, si supierais lo bien que miente la gente incluso en las circunstancias más difíciles. Chip parecía sincero, pero yo necesitaba que me convencieran. Había esperado. Me había portado bien. Ahora ya estaba harto de jugar.

Agarré a Chip por la cabeza y lo empujé hacia adelante, golpeándole la frente contra el volante. Lo hice de modo que la parte más dura del plástico le quedara directamente a la altura del tabique nasal. Luego tiré de nuevo de su cabeza hacia atrás.

—Te voy a hacer una pregunta —le dije mientras empujaba su cabeza para machacarla una vez más contra la columna de dirección. Chip soltó un leve gemido—.Y esta vez tengo que creerme tu respuesta. Necesito saber que me estás contando la verdad, y solo tienes esta oportunidad para convencerme. ¿Entendido?

Noté con la mano que asentía febrilmente. Lo levanté de nuevo tirándole del pelo. Le sangraba la nariz y una franja enrojecida le atravesaba la frente. Tenía los ojos muy abiertos.

—¿Mataste a Don Hopkins?

Negó con la cabeza. Negó y negó con los movimientos bruscos y frenéticos de un niño. Lo miré unos instantes. En otros tiempos tuve que tratar con muchos mentirosos. Yo mismo lo fui durante largas temporadas. Tengo buen ojo para cazarlos.

Chip no había matado a mi padre. Al menos no personalmente.

—De acuerdo —le dije antes de que se rompiera el cuello—. Pero creo que sabes algo sobre lo que le sucedió. Ahí va mi trato. Quiero que transmitas un mensaje. ¿Lo harás por mí?

Asintió. Pestañeó.

—Diles a esos nazis de la montaña que hay alguien interesado en ellos. Diles que no creo que mis padres murieran en un accidente. Y que quiero que paguen rigurosamente por lo que han hecho. ¿Entendido?

Asintió de nuevo. Le solté la cabeza abrí la puerta y salí del coche bajo la lluvia.

Una vez fuera me agaché para mirarle. Tenía la boca encogida por la impresión y el miedo, la sangre le resbalaba hasta la barbilla.

Me di la vuelta con un temblor en las manos, y me fui en busca de alguien que fuera más humano.

15

Bobby estaba apoyado en la barra de la cocina de casa de mis padres, bebiendo un vaso de agua mineral. Alzó la vista cuando me vio entrar, me observó mientras no me quedaba de pie y el agua se escurría hacia el suelo. Había llovido casi todo el rato cuando volvía caminando.

—¿Qué has hecho? —me preguntó suspicaz.

—Nada.

—De acuerdo —dijo al fin.

Cogí el vaso y me tomé el agua que quedaba de un solo trago. No recordé que procedía de la última lista de la compra que hicieron mis padres hasta que la hube apurado.

—¿Queda más?

—Un poco —dijo él.

—No te la bebas.

—Dejé el vaso en la encimera y me senté a la mesa. Por fin me acordé de quitarme el abrigo, casi como si hubiera escuchado una voz que me avisara de que iba a pillar una pulmonía. Por la ventana vi que había luz en el salón de casa de Mary. Confié en que no descubriera que yo todavía andaba por la ciudad. Era de mala educación estar por allí y no haberme dejado caer por su casa. Luego me di cuenta de que estaba sentado en una casa con varias luces encendidas y un coche aparcado afuera, así que seguramente ya lo sabía. No tenía la mente muy clara.

Bobby esperaba, de brazos cruzados.

—Así pues —le pregunté—, ¿qué tal te ha ido el día?

—Vamos, Ward —dijo en tono irritado.

Hice que no con la cabeza. Se encogió de hombros y lo dejó de momento.

—He ido a examinar el lugar del accidente. Por la posición de su coche, es completamente plausible que tu madre se comiera la curva. De hecho, es bastante cerrada, estaba oscuro y había niebla.

—Correcto —repuse, cansado—. Y tenía carnet desde hacía solo cuarenta años. Quizá nunca había tropezado con una curva cerrada, jamás había pasado por aquel cruce en todo el tiempo que llevaba viviendo aquí. Creo que la niebla y el zumo de arándanos fueron demasiado para ella. Ahora lo veo claro. Es un milagro que el coche no saltara por encima de la primera fila de edificios y fuera rebotando hasta el mar.

Bobby me ignoró.

—Hay una pequeña gasolinera en la esquina opuesta a la del accidente, y un videoclub un poco más allá en la misma calle. No hace falta decir que ninguno de los chicos con los que he hablado estaba allí la noche del accidente. El club es un negocio familiar regentado por dos hermanos. El que habló conmigo estaba seguro de que su hermano no se enteró de nada hasta que vio llegar el coche de policía.

—¿No oyó el ruido de un objeto metálico y pesado chocando contra otro? ¿Crees que podría tratarse de un montaje?

—Ya sabes cómo son esos sitios. Una tele gigante del año mil colgada del techo, una película de John Woo a un volumen que perfora los tímpanos, el chaval del mostrador matando la noche con unas cervezas y un porro del tamaño de un burrito. A lo mejor ni siquiera pestañearía aunque le machacaras la cabeza con un martillo. Así que fui a la gasolinera, y el dependiente me dio el número del gerente. Le llamé y conseguí la dirección del tipo que estaba de servicio aquella noche.

—¿Con qué pretexto?

—Que colaboraba en la investigación policial.

—Perfecto —dije—. Acabas de poner al departamento de policía local directamente detrás de mi trasero.

—Pero, Ward, ¿a quién coño le importa?

—Ya no estoy en el FBI, Bobby. Aquí, en el mundo real, la poli puede hacerte cosas.

Bobby hizo un gesto con la mano para indicar que aquello no era motivo de preocupación.

—Entonces fui a verle y confirmé que él tampoco había visto nada. Oyó un ruido, pero pensó que podría ser alguien jodiendo en la parte de atrás de la estación. Se puso nervioso y pensó en llamar a la poli, pero se dio cuenta de que había habido un accidente ahí fuera; en la gasolinera no había nadie y la policía ya estaba en el lugar de los hechos.

—Está bien —dije. No esperaba que Bobby sacara nada en claro examinando el lugar del accidente, pero él había insistido—. ¿Qué más?

—Luego, tal como habíamos acordado, vine hasta aquí y eché un vistazo.

—¿Encontraste algo?

Negó con la cabeza.

—¡Qué va! Nada en absoluto.

—Te lo dije.

—Así es. —Chasqueó la lengua—. No solo eres guapo, Ward, sino que además siempre tienes razón. Colega, ojalá fuera gay. Ya no tendría que buscar más. Eres el mejor. Ahora cuéntame algo tú.

—El lugar que aparece en la primera cinta de vídeo se llama Los Salones, y está en una barranca pasado el valle Gallatin. Hay que ser muy rico para vivir allí, ni siquiera te dejan ver las casas hasta que hayas demostrado que tienes fondos suficientes para comprar.

—Los Salones. ¿Qué significa este nombre?

Proferí un profundo suspiro.

—No sé. Quizá piensen en los salones del reino de los cielos. A lo mejor se creen dioses. Por el dinero que tienen, puede que lo sean.

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