Read Los hombres de paja Online

Authors: Michael Marshall

Tags: #Intriga

Los hombres de paja (28 page)

—No. No averiguamos nada que conectara a todas las chicas. No llegamos a dar con el tipo porque nunca descubrimos dónde había visto a las chicas por primera vez. Por eso, cuando Karen desapareció, regresé a los lugares donde habían sido secuestradas las muchachas. Eran los únicos puntos que las relacionaban con el asesino. Era todo lo que había dejado. No hay contactos. Ni modo de encontrar ninguno. Salvo que... la última vez el tipo regresó. Fue a visitar el lugar, y yo supuse que quería revivir lo que había sucedido allí. Y como lo vi en dos de los lugares, pensé que era él. Así que le seguí la pista y lo encontré.

—Pero entonces —dijo Nina midiendo cuidadosamente sus palabras—, descubriste que después de todo lo no era.

—Falso, el tipo al que maté era el que había secuestrado a alguna de las chicas.

—¿Insinúas que el actual es un imitador?

—No, digo que maté al camarero, no a quien pidió la cerveza.

—No lo entiendo.

—El que envió los paquetes no era el mismo que las secuestró.

Nina se quedó mirándolo.

—¿El Hombre de Pie decide que necesita una chica y hace un pedido? ¿Y entonces va el otro y la rapta por encargo? ¿Como si fuera una jodida pizza?

—Esa es la razón por la que no hubo más desapariciones después de Karen, aunque alguien enviara el paquete. El que las había raptado estaba muerto. El asesino seguía con vida.

—Pero los asesinos en serie no funcionan así. De acuerdo, ha habido unos cuantos que actuaron en pareja. Leonard Lake y Charles Ng. John y Richard Darrow. Los West, según como lo mires. Pero nada parecido a lo que propones.

—Hasta ahora no —confirmó él—. Aunque vivimos en un mundo cambiante, en el que todo es mayor, más brillante, mejor. Cómodo. A la carta.

—Entonces, ¿por qué no había ninguna relación entre las muchachas? Se supone que el secuestrador tenía un modus operandi habitual, según tú mismo has dicho. Deberíamos haber podido descubrirlo.

—En el caso de que se tratara siempre del mismo hombre.

Nina se limitó a mirarle y pestañear.

—¿Había dos secuestradores?

—Tal vez más. ¿Por qué no?

—Porque, John, en los últimos dos años solo ha habido una presunta víctima del Hombre de Pie. Sarah Becker.

—¿Quién dice que solo sea él? —Cogió la botella y descubrió que estaba vacía—.Tienes que tener más vino en alguna parte.

Nina le siguió mientras entraba en la casa. Zandt abrió la nevera y contempló su vacío con incredulidad.

—John, no tengo más bebida. ¿Qué insinúas con eso de quién dice que solo sea él?

—¿Cuántos asesinos en serie hay ahora mismo en activo en California?

—Al menos siete, puede que hasta once, según como definas...

—Exacto. Y esos son los que conocemos. En un solo estado, que por cierto está muy por debajo de la media. Digamos que hay unos ciento cincuenta en todo el país, y que entre diez y quince de ellos pueden ganar veinte mil por cabeza. Quizá más. Quizá mucho más. Eso nos da una buena base de clientes. De las grandes. Se puede conseguir un hermoso préstamo con un plan de negocios así.

—Aunque tuvieras razón, ¿en qué nos ayuda todo eso a encontrar a Sarah Becker?

—En nada —admitió, y su energía nerviosa se disipó abruptamente. Se frotó la frente con los dedos, muy fuerte—. Supongo que los federales continúan investigando todas las pistas que parten de la familia.

Nina asintió.

—Bueno —dijo con tono rendido y derrotado—. Entonces imagino que solo nos queda esperar. —Observaba la televisión enmudecida. Repasaba ahora asesinatos masivos recientes, con la excusa de la masacre en aquella calle de Inglaterra—. ¿Sigues este asunto?

—Intento evitarlo —contestó ella.

Permanecieron durante un rato de pie en la cocina, mirándolo. No había ninguna novedad. Todavía no se sabía por qué lo habría hecho aquel tipo. El registro de su casa había descubierto algunos volúmenes de literatura incendiaria, otra pistola, un ordenador repleto de pornografía y un cuadro muy malo con cierto número de figuras oscuras contra un fondo blanco, como fantasmas en la nieve.

Nada de eso había sido considerado relevante.

18

—Tienes que darme algo más que agua —había dicho Sarah.

Su voz le había parecido débil incluso a ella misma. Había repetido aquella frase muchas veces. Se había convertido en lo primero que decía cada vez que se abría la trampilla.

—¿No te gusta el agua?

—Me gusta el agua. Gracias por el agua. Pero necesito algo más.

—¿Qué quieres?

—Necesito comida. Algo que comer —tosió; ahora tosía mucho, y cuando lo hacía le venían arcadas.

—Se come demasiado hoy en día —dijo el hombre—. Más que demasiado. Engordan a los animales hasta que pesan toneladas, los matan para nosotros y luego nos los envían a la puerta de casa; y nosotros nos sentamos y comemos como cerdos en el comedero. Ya ni siquiera somos cazadores. Tan solo carroñeros. Hienas con vales de descuento que rebuscan entre los desperdicios pisoteados de otra gente a la que ni siquiera conocemos.

—Si tú lo dices. Pero tengo que comer.

—Tengo que comer, tengo que comer, tengo que comer —cantó el hombre.

Al parecer le gustaba el sonido que producían aquellas palabras, y siguió repitiendo la frase durante un rato. Luego permaneció unos instantes en silencio antes de observar:

—Antes aguantábamos sin comer durante días. Éramos delgados.

—Cierto, la Gran Depresión. Los años del Dust Bowl, bla, bla.

El hombre rió.

—Eso fue ayer y no tiene ningún interés. Me refiero a antes de la invasión.

—¿La invasión? —preguntó Sarah. Pensaba: «De acuerdo, ahí está. Hombrecillos verdes. Los rusos. Los judíos. Lo que sea».

Tosió con violencia otra vez, por un momento todo se hizo blanco ante sus ojos, y cuando se dio cuenta, su voz sonaba muy lejana, o como si usara uno de esos aparatitos que empleaba Cher para cantar
Believe
.

—Sí, invasión. ¿Cómo lo llamarías, si no? —preguntó él.

Sarah tragó saliva, cerró los ojos muy fuerte y luego los abrió de nuevo.

—De ninguna manera. Tengo demasiada hambre.

—No puedes comer.

El tono de voz del hombre le produjo un espanto repentino. No era como si solo quisiera decir que no podría comer nada hoy, sino que no podía comer, punto. En un tiempo sorprendentemente corto, Sarah se había adaptado a sus circunstancias actuales, ayudada por un sentido de deslocalización cada vez mayor. Pero la amenaza de no poder comer nada, jamás, fue suficiente para devolverla de nuevo y por completo a la realidad.

—Oye —dijo con voz intranquila—, debes de querer algo de mí. Algún motivo tendrás para hacer esto. Por favor, hazme lo que quieras y mátame o dame algo de comer. Tengo que comer algo.

—Abre la boca.

Lo hizo con avidez, la boca instantáneamente llena de saliva. Por un momento no ocurrió nada, luego apareció una mano. No sostenía nada que pareciese comestible, sino tan solo un pedazo de papel. La mano lo presionó sobre la lengua de Sarah, y luego lo sacó de nuevo. La muchacha se puso a llorar.

Durante unos segundos, el hombre no dijo nada; luego chasqueó la lengua.

—Ningún cambio —dijo—. Pequeño genoma testarudo.

El pedazo de papel cayó dando tumbos en el aire hasta el agujero, junto a ella.

—No has aprendido nada, ¿verdad?

Ella lloriqueó.

—No me has enseñado nada.

—Empiezo a dudar de ti —dijo—. Pensé que eras diferente. Que podrías cambiar. Fui a buscarte personalmente. Tenía planes para nosotros. Pero ahora me pregunto si serás capaz de hacerlo.

—¿Ah, sí? ¿Y eso por qué?

—Eres una perezosa malcriada, y no progresas nada bien.

—¿En serio? Bueno, pues tú eres un psicópata.

—Y tú una putilla estúpida.

—Que te jodan —dijo ella—. Eres un puto tarado, me voy a escapar de aquí y te voy a reventar la cabeza.

Mantuvo la boca cerrada cuando él le vertió agua.

Tardó mucho tiempo en volver.

19

Llegamos a Hunter's Rock a las tres de la madrugada, después de un vuelo breve y de un largo trayecto en coche. Tras aterrizar en Oregón, conduje por la autopista que sigue la frontera del estado, y luego por carreteras que recordaba de mucho tiempo atrás; me sentía como si estuviera rastreando las huellas de un explorador al que solo conociese por los libros, más que de regreso a las tierras de mi propio pasado. Gradualmente empezamos a pasar por lugares que había conocido bien, y se hizo más duro. Me desvié por carreteras que no eran las que llevaban directamente. Creo que Bobby se dio cuenta. No dijo nada.

Al fin, nos detuvimos en un motel que no reconocí, a unas veinte millas del pueblo. Yo estaba dispuesto a dormir en el coche, pero Bobby, siempre tan práctico, apuntó que al día siguiente el trabajo sería más provechoso si pasábamos algunas horas en una cama. Fuimos a la puerta de la oficina y llamamos. Tras un rato bastante considerable, apareció un tipo en camiseta y pantalones de pijama, y no se molestó en disimular su disgusto ante nuestra presencia. Admitimos que era tarde, pero le sugerimos que, ya que estaba despierto, podría cambiar de humor y darnos una habitación con dos camas.

Nos miró fijamente.

—¿Sois un par de pervertidos?

Le devolvimos la mirada y por supuesto decidió que peor que hospedar a dos supuestos homosexuales era que esos dos mismos homosexuales le dieran una brutal paliza en plena noche. Me pasó una llave.

Bobby se tumbó en una de las camas y se durmió de inmediato. Yo intenté hacer lo mismo, pero no podía estar quieto. Al final me levanté y salí de la habitación. Compré un paquete de cigarrillos en la máquina y fui hasta el centro del viejo patio, donde una barandilla herrumbrosa rodeaba los restos de lo que en su día fue una piscina. Empujé una silla desvencijada hasta un extremo y me senté allí, a oscuras. No había más luz que la rosada y polvorienta del cartel de habitaciones disponibles colgado encima de la puerta de recepción, una vislumbre de luna y algunos destellos sobre superficies duras y descascarilladas. Después de un rato saqué la pistola que Bobby me había dado. No tenía demasiado interés, así que me la volví a guardar en la chaqueta.

Luego me puse a observar las sombras de la piscina, preguntándome cuánto tiempo llevaría vacía. Bastante, a juzgar por su aspecto: había grietas en las paredes y el palmo de musgo y barro que se acumulaba al fondo era sin duda muy parecido al caldo primordial donde se originó la vida en la Tierra. Tiempo atrás estaría llena de agua fresca, y las familias mandarían a sus niños allí con alegría, contentos del alivio que eso suponía después de un largo viaje en coche. El cartel del hotel, descuidado y medio desteñido, parecía de mediados de los cincuenta. Podía figurarme cómo debía de ser la vida entonces, pero solo en forma de imágenes inmóviles: fotos fijas de los años gloriosos, los colores algo desvanecidos y todo congelado en un anuncio del estilo de vida que siempre nos han prometido. Un patio trasero lleno de luz y dulzuras, de barbacoas y firmes apretones de mano, de trabajo duro, amor verdadero y juego limpio. Así se suponía que tenía que ser la vida. En cambio, andamos desorientados, sin carisma, ni dirección, ni guión, y al final nos damos cuenta de que, de todos modos, tampoco había nadie mirando. Estamos tan acostumbrados a que ciertos acontecimientos se representen bajo ciertas formas que cuando de verdad nos suceden a nosotros, y nuestra vida no guarda ninguna semejanza con nuestras expectativas, no sabemos cómo se supone que deberíamos reaccionar. Nuestras vidas nos resultan irreconocibles. ¿Se supone que hay que seguir buscando la felicidad cuando todo parece tan equivocado, gris y fuera de lugar?

Imaginaba que Bobby ya había descubierto la verdad, y que mi nacimiento no estaba registrado en Hunter's Rock, pero tenía que comprobarlo por mí mismo. Durante todo el trayecto en coche con Chip Farling, los fríos dedos de mi infancia estuvieron tirando de mí. Tal vez carecía de importancia que mis padres hubiesen ido a algún otro sitio para tenerme a mí. Quizá salieron de fin de semana, la última oportunidad antes de que se ampliara la familia, y el parto los había sorprendido demasiado lejos de casa. Pero estas anécdotas son las que uno le cuenta a su hijo, las historias que hacen que una vida sea única. Solo puedo suponer que no me lo contaron porque, fuera donde fuese que nací, tuve un hermano gemelo. Por qué me lo habían escondido y por qué mis padres hicieron lo que hicieron eran dos cosas que todavía ignoraba. Quizá ese fuera el vacío en torno al cual, inconscientemente, había formado mi vida. Todo el mundo se siente así alguna vez. Pero yo me sentía así siempre. Y puede que hubiese encontrado el porqué.

No sé cuánto tiempo hacía que oía el ruido, no mucho, supongo. Pero gradualmente me di cuenta de que percibía un rumor de chapoteo. Parecía muy cercano, tanto que me volví. No había nada detrás de mí. Cuando me giré de nuevo advertí que había juzgado mal la procedencia, y que en realidad llegaba desde un extremo de la piscina. Orienté mi silla en esa dirección, sorprendido. Estaba demasiado oscuro para ver algo, pero el chapoteo se oía en la zona más alejada de la piscina. El agua subía de nivel, despacio, pero de forma notable. Ya no eran unos pocos centímetros, sino alrededor de medio metro. Entonces vi que había dos individuos en el extremo opuesto de la piscina, justo al fondo. Uno era un poco más alto que el otro, y al principio no eran más que borrosas siluetas. Se cogían de la mano mientras luchaban por avanzar, empujando el agua viscosa que no dejaba de subir. El chapoteo creció a medida que la piscina se llenaba cada vez más deprisa, y los movimientos de las dos figuras se hicieron más vigorosos mientras intentaban llegar al lado menos profundo, hacia mí.

En aquel momento, la luz de la luna iluminó las figuras y pude ver que se trataba de mis padres. Habrían avanzado más deprisa si se hubieran soltado, pero no lo hicieron. Incluso cuando el agua les llegaba por encima de la cintura, sus manos seguían entrelazadas por debajo de la superficie. Creo que me vieron. Al menos, miraban en mi dirección. La boca de mi padre se abría y se cerraba, pero no me llegó ningún sonido. El brazo que tenían libre cortaba la superficie, sin salpicar, y cada vez estaban más hundidos. No importaba lo mucho que se acercaran. La piscina no se hacía menos profunda. El agua no paraba de subir. No paró ni siquiera cuando les llegó a la barbilla, ni cuando empezó a rebalsar por encima del borde de la piscina y a extenderse como un mercurio oscuro alrededor de mis pies. Los ojos de mi madre conservaron la calma hasta el final: fue a mi padre a quien descubrí aterrado por primera vez en mi vida, y su mano fue lo último que se vio, cuando ya casi alcanzaban la otra punta, hundiéndose todavía, pero avanzando hacia mí.

Other books

Traction City by Philip Reeve
Paint Your Wife by Lloyd Jones
Daddy Dearest by Heather Hydrick
Believing Cedric by Mark Lavorato
The Curse of the Pharaoh #1 by Sir Steve Stevenson
Living With Syn by A.C. Katt
A Parliament of Spies by Cassandra Clark
The Orchard by Charles L. Grant