Los hornos de Hitler (31 page)

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Authors: Olga Lengyel

Tags: #Bélico, #Biografía

—Si su hermano atiende bien a mi familia —declaró con intención—, volverá usted a verlo.

No tardó la doctora Bohm en ser trasladada de Birkenau a Auschwitz, donde estaba instalado Capezius. No volvimos a saber de ella.

Estoy segura de que el doctor Klein estaba pensando otro tanto cuando me preguntó un día si tenía parientes en Transilvania.

—En dos días —me dijo—, pienso salir volando hacia Brasso. Tendría sumo gusto en llevar a su familia cualquier mensaje que usted me dé.

Durante un momento, me sentí tentada de decírselo. Mi cuñada vivía allí. Pero recordé el incidente de las tarjetas postales. A lo mejor, era peligroso dar su dirección a aquel asesino.

Por el mismo motivo, no quise preguntar a Klein por mi marido. Me temía que en lugar de ayudarlo, pudiera crearle algún peligro, si es que todavía seguía vivo. La experiencia me había enseñado que jamás debía fiarme de la «bondad» de aquellos nazis.

Capítulo XX

La resistencia

U
na opresión tan inhumana y violenta como la que teníamos que padecer siempre provoca de manera automática un movimiento de resistencia. Toda nuestra vida en el campo estaba caracterizada por este espíritu de resistencia. Cuando las empleadas del «Canadá» desviaban de su destino mercancías que debían salir rumbo a Alemania, para beneficiar a sus compañeras de cautiverio, estaban realizando un acto de resistencia. Cuando las trabajadoras de los telares retrasaban y hacían más lentas sus tareas, estaban ejecutando un acto de resistencia. Resistencia era el pequeño «festival» de Navidad que organizamos en las mismas barbas de nuestros amos. Resistencia era el acto clandestino de pasar cartas de un campo a otro. Y cuando tratábamos, y algunas veces conseguíamos, reunir a dos miembros de la misma familia —sustituyendo, por ejemplo, a una internada por otra en un equipo de camilleras— estábamos llevando a cabo un acto de resistencia. Éstas eran las principales manifestaciones de nuestra actividad clandestina. No era prudente forzar más las cosas. Sin embargo, había muchos actos de rebeldía.

Un día, cierta prisionera seleccionada arrebató el revólver a un guardián de las
SS
y se puso a darle golpes con él. Se explicaba aquel gesto, sin duda ninguna, como una explosión de valor desesperado, pero no produjo más efecto que la provocación de represalias en masa. Los alemanes nos consideraban a todos igualmente culpables, lo llamaban «responsabilidad colectiva». Las palizas y la cámara de gas explican en parte cómo es que en la historia del campo hubo tan pocas sublevaciones abiertas, ni siquiera cuando a las madres se las obligaba por la fuerza a entregar a sus hijos a la muerte. En diciembre de 1944, ordenaron a las prisioneras rusas y polacas que entregasen sus hijitos. La orden decía que iban a ser «evacuadas». Se produjeron escenas lamentables: las madres, transidas de dolor, colgaban cruces o improvisaban medallas para colgárselas del cuello a sus niños, con objeto de poderlos reconocer más tarde. Derramaban amargas lágrimas y se abandonaban a la desesperación. Pero no había rebeldía, ni suicidios siquiera.

Sin embargo, seguía activa una organización clandestina. Trataba de expresarse de innumerables maneras… desde la edición de un «periódico hablado» hasta el sabotaje practicado en los talleres, destinados a industrias de guerra, y más tarde a la destrucción de los crematorios por explosivos.

La palabra «periódico hablado» acaso resulte presuntuosa. Necesitábamos divulgar noticias de guerra que contribuyesen a elevar el espíritu de las internas. Después de resolver problemas técnicos de enorme dificultad, nuestro amigo «L» logró, gracias a la cooperación del «Canadá», construir una pequeña radio. El aparato se enterró. A veces, a altas horas de la noche, llegaban unas cuantas personas de confianza para escuchar las emociones de los Aliados. Luego las noticias eran propagadas verbalmente con la mayor rapidez posible. Los centros principales de nuestra difusión de noticias eran las letrinas o excusados, que habían alcanzado la misma categoría «social» que tuvieran en tiempos anteriores los lavabos y la enfermería.

Siempre resultaba interesante observar las reacciones de nuestros supervisores cuando llegaban hasta ellos noticias de guerra, pero pocas veces nos traía buenas consecuencias. El día después del bombardeo nutrido de una ciudad alemana, la radio del
Reich
anunció que se iba a proceder a tomar «represalias». Siempre que el
Reich
trataba de vengarse, asolaba primero nuestro campo con una monstruosa selección.

En cuanto a los guardianes, las derrotas continuas de la
Wehrmacht
los hacían entrar cada vez más en sospecha, y multiplicaban los controles y los registros. Los mismos jefes estaban nerviosos y preocupados. De cuando en cuando, hasta el doctor Mengele se olvidaba de silbar sus arias de ópera.

Algunos miembros de la resistencia de nuestro campo trataron de hacer llegar a los Aliados alguna noticia de nuestra situación desesperada. Esperábamos que la Royal Air Force o la Aviación Soviética apareciese un día para destruir los crematorios, con lo cual en algo se disminuiría la escala de exterminación. Un prisionero checo, que antes fuera cristalero y militante de izquierdas, logró pasar varios informes al Ejército Soviético. Había en la comarca algunos francotiradores que operaban por su cuenta, y me enteré de que habían logrado, no sé cómo, establecer contacto con el campo de concentración. Me dijeron que el explosivo utilizado más tarde para destruir los crematorios había sido proporcionado por estos guerrilleros.

Los paquetes de explosivos no eran mayores que dos cajetillas de cigarrillos, por lo que podían fácilmente esconderse en una blusa. ¿Pero cómo entró aquel explosivo en el campo?

Tenía entendido que guerrilleros rusos ocultos en las montañas habían enviado a unos cuantos de los suyos a las cercanías de Auschwitz. Establecieron contacto con un hombre de Auschwitz que trabajaba fuera del campo y pertenecía a nuestra organización clandestina. Los presos que trabajaban en las tierras de labor desenterraron los paquetes del lugar en que habían sido escondidos y los introdujeron fraudulentamente.

¿Por qué habían mandado aquellos explosivos? El objetivo estaba muy claro para todos los miembros de la resistencia… para volar el horrendo crematorio.

Unos cuantos de aquellos pequeños paquetes cayeron en manos de las
SS
Era casi inevitable, y provocó una reacción brutal. Se instalaron horcas, y los cadáveres colgaban de ellas todos los días. Siempre que los alemanes sospechaban alguna cosa, se daba una orden frenética:

—¡Registren todo!

Y un grupo de guardianes de las
SS
se abalanzaban a nuestras barracas. Lo levantaban y despedazaban todo, escudriñando hasta la última pulgada cuadrada del campamento en busca de más explosivos. Pero, a pesar de todo el lujo de precauciones que adoptaron, nuestro movimiento de resistencia seguía existiendo y funcionando. Sus miembros cambiaban, porque los alemanes nos diezmaban, aunque no supiesen quién pertenecía al movimiento. Sin embargo, nuestro ideal continuaba inmutable.

Un joven, a quien entregara el día anterior un paquete, fue ahorcado. Una de mis compañeras, temblando de miedo, me susurró al oído.

—Dime, ¿no es ése el mismo muchacho que estaba ayer en la enfermería?

—No —le contesté—. No lo he visto en mi vida.

Tal era la regla. Al que caía se le olvidaba.

No éramos héroes, ni pretendíamos pasar por tales. No merecimos ninguna Condecoración del Congreso, ni Cruz de Guerra, ni Cruces de la Victoria. Era cierto que emprendíamos misiones de lo más arriesgado, pero la muerte y el llamado peligro de muerte tenían un significado muy distinto para las que vivíamos en Auschwitz-Birkenau.

La muerte estaba siempre con nosotros, porque podíamos entrar en cualquiera de las selecciones que se realizaban cada día. Una sola inclinación de cabeza podría significar para nosotras la sentencia de muerte. El llegar tarde a la formación para pasar revista podría dar pie a que nos diesen un bofetón, o también a que el guardián de las
SS
montase en cólera, empuñase su Luger y nos dejase en el sitio de un disparo.

La idea de la muerte se había convertido en materia de nuestra misma sangre. Sabíamos que teníamos que morir, pasara lo que pasase. Nos matarían en las cámaras de gas, nos incinerarían, nos ahorcarían, o también pudieron fusilarnos. Pero los miembros del movimiento de resistencia sabíamos, por lo menos, que si moríamos, pereceríamos luchando por algo.

Ya dije en páginas anteriores que estuve sirviendo de estafeta de correos para las cartas y paquetes. Un día, me colé en la enfermería para deslizar un pequeño paquete debajo de la mesa. Según lo hacía, penetró inesperadamente un guardián de las
SS

—¿Qué estás escondiendo ahí? —me preguntó arrugando las cejas.

Creo que me puse lívida, pero logré dominarme y le contesté:

—Acabo de coger un poco de celulosa y estoy colocando el resto en orden.

—Vamos a ver si es verdad —gritó el guardián, cada vez más desconfiado.

Con mano temblorosa, saqué de debajo de la mesa una caja de curas y se la enseñé. Me acompañó la suerte. No insistió en seguir examinando lo demás. Me miró con ojos irritados y siguió adelante. Si hubiese registrado la caja, aquél habría sido el último día de mi vida.

Con frecuencia, tenía que recibir cartas o paquetes de internados que estaban trabajando en el campo. La persona intermediaria era siempre distinta. Para que me conociesen, llevaba una cinta de seda al cuello, a guisa de collar. Yo a mi vez tenía que hacer llegar la carta o el paquete a un hombre que tenía la misma señal. Muchas veces había que ir a buscarlo en los lavabos o en la carretera en que estaban trabajando los hombres.

Al principio, poco era lo que sabía de la índole de la empresa en que estaba tomando parte, pero me constaba que hacía algo útil. Aquello bastaba para darme ánimos. Ya no me dejaba deprimir por crisis de desesperanza. Hasta me violentaba para comer lo suficiente y estar en condiciones de seguir luchando. Comer y no debilitarse constituía también una forma de resistencia.

Vivíamos para resistir, y resistíamos para vivir.

La doctora Mitrovna, cirujana rusa de nuestro hospital, fue la primera mujer rusa que había visto en mi vida. Conocí a mujeres de muchos países, y tenía interés en ver cómo eran las de la Unión Soviética.

Era una mujer poderosa, de busto opulento, pelo oscuro y expresivos ojos castaños, que parecían atravesar a una de parte a parte cuando miraban. Era doctora de verdad y quería mucho a sus pacientes, a quienes defendía y por las cuales luchaba. Cuando el doctor Mengele selecciono a una mujer muy enferma para trasladarla a un «hospital central», la defendió con uñas y dientes y declaró con energía:

—No, está bien. Vamos a darla de alta en menos de tres días.

Lo sorprendente es que Mengele accediese. Creaba en torno suyo una atmósfera de respeto. Sin embargo, era la persona más llena y afectuosa que he conocido. Nadie tenía mayor capacidad de trabajo que esta mujer de cincuenta años. Cuando veía que yo estaba pálida de fatiga y que, a pesar de ello, seguía trabajando, me decía:

—Tú podrías ser una buena rusa.

Aquélla era la alabanza mejor que sabía hacerme. Cuando los rusos bombardearon las cocinas de las
SS
de Birkenau, muchas prisioneras resultaron heridas. Yo la observé detenidamente para ver si exteriorizaba algún favoritismo hacia sus compatriotas. Pero trató a todo el mundo con perfecta imparcialidad, repitiendo siempre y a cada uno de los heridos, sin excepción de personas, la misma palabra alentadora:


Charashov, charashov
, vamos, vamos. Por Nochebuena, se unió a nuestras celebraciones y bailó con las enfermeras. Aunque no tenía voz, cantó como una niña, sin timidez ninguna. Nos dijo que cuando estaba en su casa, siempre le habían gustado las fiestas, porque la comida era mejor. Al mismo tiempo, pudimos advertir claramente que respetaba el espíritu religioso de sus compañeras de cautiverio.

—Debemos recordar en esta Nochebuena que pasamos en el cautiverio —nos dijo—, que la gente de todas las naciones de Europa están unidas actualmente con la esperanza de la misma cosa… a saber, la libertad.

Más tarde conocí a otras mujeres rusas: unas agresivas, otras bondadosas y dulces. A través de ellas fui cayendo en la cuenta de que el Comunismo es como una religión para el pueblo ruso. Quizá fue su fe la que las ayudó a superar las dificultades y tribulaciones de la vida de Auschwitz-Birkenau mejor que otras prisioneras.

Cada vez que había que mandar al hospital del Campo F a una paciente, la doctora Mitrovna era la que decidía quiénes deberían portar la camilla. La primera vez que salí del campo por este motivo y se cerraron las puertas detrás de mí, empecé a llorar. Nos estaban siguiendo nuestros guardianes, pero las alambradas de púas no quedaban tan cerca. Había un poco más de espacio libre, y podíamos respirar a nuestras anchas. Por este motivo, consideraba aquella tarea digna de cualquier esfuerzo.

Nos llevó quince minutos a cinco de nosotras trasladar a las mujeres enfermas a la barraca quirúrgica. Allí presencié otro drama. Las doctoras salvaban con su intervención quirúrgica a muchas cautivas, y los alemanes mandaban a las pacientes a la cámara de gas.

Pero los médicos representaban su papel con una dignidad serena. Eché una mirada en torno mío por la sala de operaciones. La vista de aquellos instrumentos y de las figuras vestidas de blanco, así como el olor del éter, me trajeron el recuerdo de mi marido y de nuestro hospital de Cluj. Estaba hundida en aquel mar de añoranzas, cuando, de repente, alguien cuchicheó a mi oído:

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