Los hornos de Hitler (37 page)

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Authors: Olga Lengyel

Tags: #Bélico, #Biografía

El coche siguió avanzando. De cuando en cuando venían algunos miembros de las
SS
a mirar por la ventanilla. El espectáculo de las locas los divertía mucho.

Uno de los perturbados, verdadero «Musulmán», estaba masturbándose todo el tiempo. Dos mujeres se apretujaban una contra la otra, haciéndose el amor en el piso del vehículo. Otro, que fuera anteriormente profesor de matemáticas en Polonia, demostraba elocuentemente con numerosas gesticulaciones que el problema de la guerra podía ser reducido a una simple ecuación con cuatro incógnitas: X, Y, Z, y V, o sea, Churchill, Roosevelt, Stalin y Hitler. Había otros dos locos que, sin hacerle caso, refunfuñaban o vociferaban. Si hubiese yo tenido que permanecer más tiempo en el carro, creo que me habría llegado mi turno también a mí de perder la cabeza.

Por fin, la ambulancia se detuvo. Habíamos llegado al hospital de Buna. Unos cuantos enfermeros se ofrecieron a ayudarnos a trasladar adentro a los enfermos, después de bajarlos del vehículo. Pasábamos por la sección de cirugía cuando se abrió una puerta. Me encontré cara a cara con mi marido.

Al mirarme, palideció. Yo me quedé plantada y sin habla. Qué débil y avejentado estaba. Se le habían ensombrecido y ajado los rasgos fisonómicos y tenía el pelo blanco. Bajo su blanca blusa de médico, le vi los pantalones a rayas de los penados. No nos saludamos, porque no quisimos que los guardianes se enterasen de lo que estaba sucediendo.

Los enfermos fueron trasladados a la sala de experimentos. Allí, bajo la vigilancia de un doctor alemán, se les inyectaba una sustancia nueva, con la cual se trataba de producir en su sistema nervioso un
shock
. Las reacciones que acusaban eran observadas con gran minuciosidad.

Mientras se realizaban estos experimentos y los guardianes de las
SS
comían y bebían en la oficina del director médico alemán, logré reunirme otra vez con mi marido. Nos encontramos en la sala de operaciones, en medio de los instrumentos de pulido metal y rodeados de una atmósfera saturada de éter y cloroformo. No había comparación ni parecido ninguno entre nuestro miserable «cuartucho» de Birkenau y aquel establecimiento quirúrgico tan completamente equipado.

Los dos nos sentíamos tímidos y cohibidos, hasta el extremo de que no sabíamos de qué hablar y cómo romper nuestro silencio. ¡Tantas cosas habían ocurrido desde que nos viéramos por última vez!… ¿Cómo íbamos a ser capaces de pronunciar palabra, si todos nuestros pensamientos estaban llenos de amargura y tristeza? Ambos teníamos en nuestros labios los nombres de nuestros hijos y de mis padres, así como los de tantos y tantos amigos a los cuales habíamos visto perecer. Pero no pronunciamos nombre ninguno.

Fue él quien primero logró hacerse fuerte y murmurar unas palabras para darme alientos. En unas cuantas frases sobrias y rápidas, me contó lo que había sido de él y la satisfacción que le producía estar en condiciones de poder aliviar los sufrimientos de tantos seres humanos prisioneros allí. Estaba junto a la mesa de operaciones desde por la mañana hasta por la noche.

Hizo todo lo posible por consolarme y animarme. Me recomendó encarecidamente que no me desesperase ni desmayase, porque teníamos una tarea que cumplir en la vida. Era necesario que viviésemos para dar testimonio de lo que habíamos visto, y teníamos que trabajar hasta que llegase el día de la justicia final. Por último me suplicó que no volviese a arriesgar más mi vida intentando verlo de nuevo en Buna. Además, añadió, aquellas excursiones probablemente pronto quedarían suprimidas.

Y así sucedió, porque, efectivamente, aquél fue el último viaje, como había de enterarme unos cuantos días después.

¡Qué raudamente pasó el tiempo! Ya los perturbados estaban siendo llevados hacia la ambulancia. Habían quedado completamente exhaustos con los experimentos de que habían sido objeto. Yo tenía que reunirme con ellos.

Desde el camión, volví a ver a mi marido. Estaba de pie a la puerta del hospital. Tenía el rostro surcado de arrugas de angustia. Es la última vista que recuerdo de él. Más tarde me enteré de lo que había sucedido. Un prisionero francés liberado me escribió para decirme que el campo de Buna había sido evacuado y que se habían llevado a los internados para una larga jornada de camino. A pesar de la orden explícita de los alemanes, mi marido se inclinó para ayudar a un internado francés que se había desmayado. Trató de dar al pobre hombre una inyección de alguna sustancia estimulante para que pudiese continuar andando. Pero un guardián de las
SS
disparó en el acto contra los dos, matándolos.

Capítulo XXV

En el umbral de lo desconocido

L
a mañana del 17 de enero de 1945, aparecieron tropas de las
SS
en el hospital, recogieron todos los instrumentos de algún valor y los cargaron en camiones.

A medianoche, llegaron más
SS
, quienes nos ordenaron llevar inmediatamente las fichas de los enfermos y las gráficas de temperatura al «buró político». En menos de una hora, estaban los documentos reunidos frente a las oficinas de dicho departamento. Los amontonaron sobre el suelo y formaron una verdadera montaña de papeles. Entonces, llegó un guardián de las
SS
y les prendió fuego a toda prisa.

La
Lageralteste
convocó después al personal del hospital y nos anunció que era inminente la evacuación del campo. Teníamos que recoger nuestros efectos más indispensables y ponernos cuanta ropa de abrigo pudiésemos. Según las noticias que había recibido, íbamos a partir con dirección al interior de Alemania. Sin embargo, añadió con tristeza, no era improbable que hubiese algún cambio de planes.

—«Ellos» —así se expresó— pueden tomar otra decisión con respecto a nuestro destino.

En todo caso, las enfermas tenían que quedar detrás.

No podíamos hacernos demasiadas ilusiones. Los alemanes se proponían indudablemente exterminar a nuestras pacientes; aunque también podían ser sorprendidos de repente por los rusos, quienes ya no debían de andar muy lejos.

Por lo que atañía a nosotras, no sabíamos a qué carta quedarnos. Estábamos en un dilema: ¿no sería más prudente esconderse en cualquier rincón del campo y esperar a que llegase la hora de la liberación? ¿O convendría, acaso, partir con el resto y tratar de escaparnos mientras íbamos de camino? Cualquiera de las dos soluciones tenía sus peligros. Pero la evacuación hacia el interior de Alemania no podía terminar más que en la muerte.

Corrieron rápidamente los planes que se estaban tratando, de evacuación del campo. Una tensa muchedumbre de prisioneras se apretaba contra las alambradas de púas que separaban el campo de los hombres del de las mujeres. Lo mismo ocurría del otro lado de la valla. Eran los maridos, los novios, los amigos que venían a despedirse, porque no sabían si volverían a verse jamás. Todos tenían algo que decirse y todos estaban emocionados. A través de las alambradas se comunicaban a gritos direcciones y lugares de cita donde podrían encontrarse después de acabada la guerra. Como estaba terminantemente prohibido tener nada escrito, todos debían grabar profundamente en la memoria aquellas señas.

Se imponían los rumores más alarmantes. Algunos aseguraban que nos iban a asesinar a todos en la carretera. Otros anunciaban que los rusos se presentarían allí en unas cuantas horas y que sería mejor que los esperásemos sin cambiar de lugar.

El hospital fue testigo de escenas desgarradoras. Las enfermas estaban aterradas. Las que no tenían ya fuerzas para levantarse se dejaban caer de la cama, reclamando su ropa. Les distribuimos lo que teníamos, pero sólo pudimos vestir a unas cuantas. Obedecimos las órdenes y continuamos atendiendo a nuestras pacientes. Además no íbamos a marchar todas juntas. Algunas, entre las cuales estaba la doctora italiana Marinetti, se habían propuesto quedarse allí a toda costa. Otras no se sentían lo suficientemente fuertes para emprender un largo viaje.

Pero las enfermas no se resignaban. Las que no tenían ropa que ponerse se envolvían en sus mantas. Nadie tenía calzado ni medias, y se entabló una verdadera batalla por la posesión de unas docenas de pares de zapatos de madera que los alemanes habían desechado… y que tocaban a un par por cada veinte pacientes. Se utilizaban para ir a los evacuatorios.

Durante aquella mañana los alemanes nos reunieron en la
Lagerstrasse
en columnas de a cinco en fondo. Nos hicieron esperar una hora o dos, a pesar de que el frío era crudo. Luego nos mandaron de nuevo a las barracas.

Por la tarde llegó el nuevo comandante del campo, escoltado por una gran comitiva. Inmediatamente se llevó a cabo una severa selección. Todas las enfermas, y hasta las que no estaban oficialmente enfermas, pero que no parecían gozar de buena salud, fueron mandadas otra vez a las barracas. Muchas de ellas lloraban. Otras intentaron escabullirse entre los grupos de las que se iban. Pero los
SS
, siempre carentes de entrañas, las persiguieron a palos y a tiros de revólver.

Según estábamos esperando, abandoné las filas para hacer las últimas visitas a las enfermas. Habían desaparecido totalmente el orden y la disciplina. La mayor parte de las pacientes se habían tirado de la cama y vagaban alrededor de la estufa que había en medio de la habitación. Algunas habían invadido el cuarto de la
Blocova
y con los alimentos que habían encontrado acaparados allí, estaban haciendo
plazki
en una sartén. Yo tenía que volver a ocupar mi puesto en las filas, pero puse unas cuantas inyecciones a las que sufrían más para tranquilizarlas. Todavía no sabía a qué carta quedarme. ¿Debería permanecer allí? ¿O sería mejor marchar con las demás? Alguien me llamó. Una compañera había venido a darme un aviso.

Cuando me reuní al grupo, vi una larga cola que empezaba a desfilar por el campo de los hombres del otro lado de las alambradas de púas.

Eché una mirada sobre el vasto campo de Birkenau. Ante los Campos F, D y C y B-2 ardían grandes montones de papel. Los alemanes estaban destruyendo todo rastro documental de sus crímenes. Indudablemente, no querían que cayesen aquellos papeles en las manos de los rusos.

Minutos después, se presentó precipitadamente una prisionera y nos dijo:

—¡Prepárense a toda prisa! Creo que vamos a salir inmediatamente después de los hombres.

Se abrieron las puertas, y un destacamento de guardianes de las
SS
se lanzó a nuestro campo. Nos dispersamos para agarrar nuestros bultos. De repente me acordé de que no teníamos alimentos. Si íbamos a estar viajando varios días, nos moriríamos de hambre.

—¡Alto! —grité a mis compañeras, que corrían hacia las barracas—. No podemos salir sin pan. ¡Vamos a tirar la puerta del almacén!

Dije aquello con tal firmeza y autoridad que ni yo misma reconocí mi voz. Bastantes de mis compañeras se detuvieron. Repetí lo que acababa de decir. Empuñamos los picos que habían dejado los trabajadores y nos lanzamos al almacén.

Pasaron dos hombres de las
SS
en bicicleta, pero no les hicimos caso. Nos pusimos a demoler la puerta. Pronto nos apoderamos de todo el pan que quisimos.

Entonces nos sentimos invadidos por una ráfaga de furor destructivo. Estábamos intoxicadas con nuestro éxito. Acabábamos de destruir algo en un lugar en que hasta entonces habíamos sido víctimas del furor destructivo de otros.

—¡Abajo el campo! —gritamos como locas—. ¡Abajo el campo! ¡Viva la libertad!

Aquella escena era la realización de muchos sueños que había yo abrigado hasta entonces. Cuántas veces torturada por el hambre había dicho a mis compañeras:

—Cuando los rusos estén cerca, saquearemos los depósitos de pan.

—Oh, ésa es una idea fija tuya —solían contestarme, echándose a reír.

Cuando nos hicimos con suficientes provisiones, me precipité a la barraca y arreglé mis pertenencias. Tenía listo mi paquete; enrollé la manta y la até a los dos extremos, como el de un soldado.

Estaba frenética de emoción. Sentía que me ardían las mejillas. El enemigo estaba próximo a desplomarse. Había colaborado en el primer movimiento por la liberación de los oprimidos, de los humillados y de las masas diezmadas.

Nos lanzamos alegremente hacia la salida del campo. Oíamos detonaciones lejanas. ¿No eran aquellos los cañones que se acercaban?

Treinta guardianes estaban formados a las puertas. Antes de dejarnos salir, nos examinaron una a una a la luz de una lámpara de mano. Aquello iba a resultar otra selección. Las que fueron consideradas demasiado viejas o demasiado débiles eran empujadas otra vez al interior del campo.

Ya fuera del campo, tuvimos que formarnos, como estábamos acostumbradas de tantas veces, en columnas de a cinco en fondo. Comenzó otro nuevo periodo de espera, que duró aproximadamente unas dos horas, porque el convoy iba a constar de seis mil mujeres.

Luego los soldados de las
SS
cerraron las puertas del campo de concentración. Alguien gritó una orden. Nuestra columna se empezaba a movilizar. ¿Sería posible? ¡Estábamos saliendo de Birkenau… con vida!

Después de haber recorrido alguna distancia, llegamos a una vuelta de la carretera. Desde allí volvimos la vista para mirar por última vez a Birkenau, donde habíamos tenido que sufrir tan increíbles penalidades.

Se me vino a la memoria aquella tarde en que, rodeada de mis seres queridos, había llegado allá. Un océano de luz bañaba el campo. Ahora todo estaba hundido en las más profundas tinieblas, y sólo las cenizas incandescentes de los documentos en que constaban las incineraciones llevadas a cabo en los crematorios, proyectaban una luz macilenta sobre las barracas, sobre los perros policías y sobre las alambradas de púas. Pensé en mis padres, en mis hijos, en mi marido. El dolor y el remordimiento, que no me habían abandonado por un instante en todo mi cautiverio, me clavaron más hondamente sus garras en el corazón. ¡Ah, sabía bien claro lo que tenía que hacer! ¡Tenía que vengar a mis seres queridos! Para ello necesitaba reconquistar mi libertad. Para ello me fugaría… si podía.

Se empezó a escuchar un misterioso estruendo lejano… nos dijeron que estaba librándose un duelo de artillería un poco más lejos del bosque. ¡Entonces, aquello quería decir que nuestros liberadores estaban ya a tiro de cañón!

Los hombres de las
SS
nos metieron más prisa, obligándonos a caminar a paso rápido. Las luces de Birkenau fueron haciéndose cada vez más pálidas y diminutas. Birkenau, el matadero más grande de la historia del hombre, fue poco a poco desapareciendo de nuestra vista.

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