Este excelente Monseñor Meurin, erudito orientalista, no podría ser mejor comparado que con aquel arqueólogo polaco que había distinguido tan bien los restos de una estatua ecuestre en medio de las ruinas de una plaza pública de mi villa sub-lacustre.
Siempre me acordaré, como una de las horas más felices de mi vida, aquellas en las que me leería su manuscrito. Su gran volumen,
La Francmasonería sinagoga de Satán
, me sirvió admirablemente para convencer a mi amigo el doctor que existía, en verdad, un sentido secreto luciferino en todo el simbolismo masónico.
Había realmente estudiado el espiritismo, como aficionado curioso; sabía que existen por el mundo algunos creyentes en manifestaciones sobrenaturales, en fantasías, en aparecidos, en duendes, etc. Sabía que, en pequeños grupos de ocultistas, amables histriones hacen ver espectros a la buena gente demasiado olvidada de Robert Houdin. Pero ignoraba que en la masonería se entregaban a semejantes operaciones; ignoraba que hubiera un rito especial de ocultismo luciferino y masónico; ignoraba el Palladismo y sus Triángulos, los Magos Elegidos y las Maestras Templarias, y toda esa extraña organización suprema que yo había imaginado y que Monseñor Meurin y otros confirmaban científicamente.
A causa de libros tales como el de Monseñor Meurin, el doctor creyó en el Palladismo y en diversos personajes que ya comenzaban a aparecer, héroes de mi mixtificación. Pero no intenté por nada del mundo hacerle creer en la realidad de las manifestaciones sobrenaturales que pretendía contar.
En definitiva, he aquí cómo recurrí al concurso del doctor, mi amigo.
¿Quieres colaborar en una obra sobre el Palladismo? Yo conozco la cuestión a fondo; pero publicar rituales no ofrece el mismo interés que contar aventuras en calidad de testigo, sobre todo si esas aventuras son alucinantes… Además, para enternecer mejor a los cándidos, es preciso que el narrador sea él mismo un héroe; no un palladista convencido, sino un celoso católico que ha adoptado la máscara luciferina para hacer esta tenebrosa encuesta con peligro de su vida…
Mi amigo el doctor aceptó, y a fin de entretenerle con el pensamiento de que el Palladismo existía, a pesar de la simulación de hechos maravillosos atribuidos por nosotros a sus Triángulos, le hice recibir algunas cartas de Sophia Walder; Sophia se indignaba de que pretendiera conocerla.
El doctor me traía fielmente estas cartas.
A la tercera o cuarta que recibió, me dijo:
Verdaderamente tengo miedo que esta mujer nos haga un es-cándalo y demuestre por A más B que lo que vendemos en su nom-bre es pura fantasía.
Le respondí:
Tranquilízate. Ella protesta por la forma; en el fondo le divierte leer que ella tiene el don de pasar a través de los muros, y que posee una serpiente que con la punta de su cola escribe profecías en las espaldas. Me he puesto en contacto con ella; he sido presentado a ella; es una buena mujer. Es una palladista farsante; se ríe a carcajadas de todo esto… ¿Quieres que te la presente?
¿Cómo, pues?… ¡Ah! ¡Era feliz de establecer conocimiento con Sophia Walder!… Algunos días después envié a mi amigo una carta de la gran maestra palladista; consentía en su presentación. Concertamos la entrevista en mi casa; de ahí debíamos ir al encuentro de Sophia Sapho que nos invitaba a cenar… Mi amigo llegó vestido de etiqueta como si hubiera sido invitado al Elyseo. Le mostré la mesa servida en mi casa y, esta vez, le conté todo, o al menos casi todo.
¡Sophia Walder, un mito! ¡El Palladismo, mi más bella creación, sólo existía sobre el papel y en algunos millares de cerebros! No acababa de reponerse. Me fue preciso darle pruebas… Cuando se convenció, encontró que la mixtificación era divertida, y me ofreció su concurso.
Pero mi amigo el doctor no era suficiente para la realización de mi plan.
El Diablo en el siglo XIX
, en mi proyecto, debía preparar la entrada en escena de una Gran Maestra luciferina que se convertiría.
La obra que había firmado presentaba a Sophia-Sapho, pero bajo los colores más negros. Me había empeñado en hacerla lo más simpática posible a los católicos: era el tipo perfecto de la diablesa encarnada, encenagada en el sacrilegio, una verdadera satanizante, tal como se ve en las novelas de Huysmans.
Sophia-Sapho, o la señorita Sophia Walder, sólo estaba ahí para servir de contraste frente a otra luciferina, pero ésta simpática, una criatura angélica que vivía en este infierno palladista por azar de nacimiento, y que yo reservaba a la obra firmada por Bataille el cuidado de hacerla conocer al público católico.
Así pues, como esta luciferina excepcional debía convertirse en un momento dado, era preciso tener a alguien de carne y hueso, caso de que su presentación fuera indispensable.
Poco tiempo antes de encontrar a mi camarada de infancia, el doctor, las necesidades de mi profesión me habían hecho buscar una copista mecanógrafa, que era representante en Europa de una de las grandes fábricas de máquinas de escribir de los Estados Unidos. Tuve que darle para pasar a máquina un buen número de manuscritos en aquella época, vi que era una mujer inteligente, activa, que a veces viajaba por sus negocios; además, era de un carácter alegre, y de una elegante simplicidad, como es general en nuestras familias protestantes.
Nadie, mejor que la señorita Vaughan, podía secundarme. Toda la cuestión radicaba en si ella aceptaría o no.
No le hice la proposición a quemarropa. Primero la estudié. Poco a poco la fui interesando en la demonología con la que ella se divertía mucho. Me dije: ella es más librepensadora que protestante.
Hice con ella un trato: 150 francos por mes, a cuenta de la copia a máquina de los manuscritos, así como por las cartas de primera mano.
El Diablo en el siglo XIX
fue escrito principalmente para acreditar a Miss Vaughan, a la que destinaba desde entonces un gran papel en la mixtificación.
Nos limitamos a hacerla americana, a pesar de su accidental nacimiento en París. Situamos a la familia en Kentucky. Esto nos permitía hacer a nuestro personaje lo más interesante posible al multiplicar en torno suyo fenómenos extraordinarios que nadie podía controlar. Otro motivo era que habíamos situado en los Estados Unidos, en Charleston, el centro del Palladismo, dándole como fundador al difunto general Albert Pike, Gran Maestre del rito escocés en la Carolina del Sur. Este masón célebre, dotado de una gran erudición, había sido una de las altas luces de la Orden; le convertimos en el primer papa luciferino, jefe supremo de todos los francmasones del globo, conferenciando regularmente, cada viernes, a las tres de la tarde, con el señor Lucifer en persona.
Lo más curioso del asunto es que hay francmasones que han subido espontáneamente a mi barco, sin ser solicitados lo más mínimo; y este barco del Palladismo se ha hecho un verdadero acorazado, frente al remolcador que utilicé para mis fines en la caza de los tiburones de la rada de Marsella.
Con el concurso del doctor Bataille, el acorazado se convirtió en toda una escuadra; y cuando Miss Diana Vaughan pasó a ser mi auxiliar, la escuadra se transformó en flota.
Sí, hemos visto en los diarios masónicos, como la
Renaissance Symbolique
, avalar una circular dogmática en el sentido del ocultismo luciferino, una circular del 14 de julio de 1889 escrita por mí en París, y revelada como traída de Charleston a Europa por Miss Diana Vaughan de parte de Albert Pike, su autor.
Cuando yo nombré a Adriano Lemmi el segundo sucesor de Albert Pike al soberano pontificado luciferino —pues no fue en el palacio Borghese, sino en mi despacho, donde fue elegido papa de los francmasones—, cuando esta elección imaginaria fue conocida, los masones italianos, y entre ellos un diputado al Parlamento, creyeron que era verdad. Se han sentido vejados al saber, por las indiscreciones de la prensa profana, que Lemmi guardaba el secreto, y que les tenía al margen de este famoso palladismo del que ya se hablaba en el mundo entero. Se reunieron en un Congreso en Palermo, constituyeron en Sicilia, Nápoles y Florencia tres Supremos Consejos independientes, y nombraron a Miss Vaughan miembro de honor y protectora de su federación.
Un auxiliar inesperado —pero en modo alguno cómplice, aunque se haya dicho lo contrario— es el señor Margiotta, francmasón de Palmi, en Calabria. Se enroló como mixtificado, y fue más que los otros; y lo que resulta más divertido es que nos contó que había conocido a la Gran Maestra palladista en uno de sus viajes a Italia. Es verdad que le había llevado dulcemente a hacerme esta confidencia. Le había metido en la cabeza que este viaje había tenido lugar; había creado alrededor de él una atmósfera de Palladismo; le había hecho encontrar en Roma con un chambelán de León XIII que había hecho cenar con Miss Diana algún tiempo antes. Después le sugerí que Miss Vaughan, durante su pretendido viaje de 1889, en el que trajo a Europa la susodicha circular dogmática de Albert Pike, había recibido, durante dos tardes, en el hotel Victoria de Nápoles, a numerosos masones por grupos.
Más tarde, cuando juzgaba que era preciso impedir que la mixtificación, adivinada en Alemania, se hundiera en el silencio de una Comisión; cuando me puse de acuerdo con el doctor para hacer sonar el grito de victoria de la locura de los cardenales mixtificador, cuando Bataille y yo,
siempre de acuerdo
, aparentamos que nos tirabamos los trastos a la cabeza, el señor Margiotta, habiendo abierto finalmente los ojos, temió el ridículo y prefirió declararse cómplice antes que alistado ciega y voluntariamente en nuestra flota.
Pero no conviene que parezcamos más numerosos de lo que éramos en realidad. Éramos tres, y ya es bastante.
No es banal, en efecto, haber hecho que en nuestro siglo XIX fueran admitidas nuestras miríficas historias. No obstante, me pregunto hasta qué punto los altos aprobadores del Palladismo desvelado tendrán el derecho de enfadarse hoy. Cuando se sepa que han sido mixtificados, lo mejor será reír con la galería. ¡Sí, señor abate Garnier!, porque enfadándoos vos, todavía daréis más risa.
Los mixtificadores del Palladismo pueden dividirse en dos cate-gorías: Los que han estado de buena fe, totalmente de buena fe; los que han sido víctimas de su ciencia teológica y de sus estudios en-carnizados contra todo lo que toca a la Masonería. He necesitado hundirme hasta el cuello en estas dos ciencias para imaginar todo, completamente todo, de forma que ni unos ni otros pudieran des-cubrir la superchería.
Todo mi Palladismo había sido sólidamente construido en cuanto a la parte masónica propiamente dicha, puesto que los francmasones —¡los «treinta y tres», si os agrada más!— no han juzgado que el edificio era un vano milagro, y han pedido entrar.
Pero, aparte de esta primera categoría de mixtificadores, hay una segunda; y entre éstos no ha habido mixtificación absoluta. Los buenos abates y religiosos que han admirado en Miss Diana Vaughan una hermana masona luciferina convertida tienen el derecho de creer que existen estas masonas. Jamás las han visto; jamás las han encontrado; pero pueden decir que no las hay en sus diócesis. En Roma tampoco hay; en Roma todas las informaciones están centralizadas; en Roma no pueden ignorar que no hay más masonas que las esposas, hijas o hermanas de los francmasones, admitidas a los banquetes, a las fiestas abiertas, donde incluso ellas se reúnen aparte, muy honestamente, en sociedades particulares únicamente compuestas de elementos femeninos, como ocurre en los Estados Unidos con las Hermanas de la Estrella de Oriente o las Damas de la Revolución.
Con un poco de reflexión, es fácil comprender que, si existieran Hermanas masonas tales como los antimasones se las imaginan, habría habido conversiones y confesiones desde hace tiempo. La rapidez con la que se acogió en Roma la pretendida conversión de Miss Vaughan es significativo. ¡Pensad que Monseñor Lazzareschi, delegado de la Santa Sede ante el Comité Central de la Unión Antimasónica, hizo celebrar un
Triduo de Acción de Gracias
en la iglesia del Sagrado Corazón de Roma!
El Himno a Juana de Arco
, compuesto, por supuesto, por Miss Diana, letra y música, ha sido ejecutado en las fiestas antimasónicas del Comité romano; esta música, convertida casi en música sacra, ha sido oída con gran solemnidad en las basílicas de la Ciudad Santa. Es la melodía de la
Jeringa filarmónica
, parodia musical que uno de mis amigos, compositor y jefe de la orquesta del sultán Abd-ul-Aziz, compuso para las diversiones del serrallo.
Este entusiasmo romano debe hacer reflexionar.
Recordaré dos hechos característicos.
Bajo la firma del «Doctor Bataille» conté, y bajo la firma de «Miss Vaughan» confirmé, que el templo masónico de Charleston contiene un laberinto en cuyo centro está la capilla de Lucifer… (
Interrupciones
.)
Soy yo el que ha contado que en el templo masónico de Charleston una de las salas de forma triangular, llamada Sanctum Regnum, tiene por adorno principal la monstruosa estatua del Baphomet, a la que los Altos masones rinden culto; que otra sala posee una estatua de Eva que se anima cuando una Maestra Templaria es particularmente agradable al maestro Satán, y que esa estatua se convierte entonces en la demonio Astarté, viva por un momento, para dar un beso a la Maestra Templaria privilegiada. He publicado el pretendido plano de este inmueble masónico; este plano lo he dibujado yo mismo. Entonces Monseñor Northrop, obispo católico de Charleston, hizo un viaje a Roma con el solo objeto de certificar al Soberano Pontífice que estos relatos eran de la más pura fantasía. Este viaje habría pasado desapercibido si Monseñor Northrop no se hubiera dejado entrevistar durante el camino. Allí dijo: «Es falso, absolutamente falso, que los francmasones de Charleston sean los jefes de un rito supremo luciferino. Conozco muy especialmente a los principales de entre ellos; son protestantes animados de las mejores intenciones; ni uno solo sueña en entregarse a prácticas de ocultismo. He visitado su templo; no se encuentran allí ninguna de esas salas indicadas por el Doctor Bataille y Miss Vaughan. Ese plano es una broma.» Monseñor Northrop, al regresar de Roma ya no protestó; en adelante guardó silencio. Miss Diana Vaughan, por el contrario, replicó a la entrevista de Monseñor Northrop: ella dijo que el obispo de Charleston era francmasón, y ella había recibido la bendición del Papa.