Read Los muros de Jericó Online
Authors: Jorge Molist
El audaz conde de Foix tenía prisa por entrar en combate y no moderaba su avance, con lo que su retaguardia estaba dispersa y desordenada. Mientras, los infantes tolosanos, abandonando las máquinas de asalto, empezaron a correr hacia el de Foix en busca de protección contra los cruzados.
Pedro maldijo en voz baja, tanto a los cobardes escondidos en las tiendas del campamento como a los que tomaban demasiados riesgos. Ambos eran igualmente peligrosos para los suyos. Ése era uno de los inconvenientes de formar un ejército deprisa y corriendo, con gentes de distintas procedencias y viéndose obligados a combatir sin tiempo para acostumbrarse a una disciplina.
—Daos prisa en la formación —gritó Pedro, e hizo un gesto para que los suyos avanzaran de nuevo. Pero antes se dirigió al conde de Cominges—: Cominges, comandad vos la retaguardia de mi columna y a los caballeros retrasados. Y si el de Tolosa no acude rápido, defended mi flanco izquierdo de los cruzados.
—El de Foix está dejando atrás a sus infantes y a varios caballeros —advirtió Miguel de Luisián, que cabalgaba junto al rey—. Es imprudente entrar en batalla sin apoyo de los lanceros a pie cuando los cruzados llevan los suyos pegados a los caballos.
—Aun así, no podemos abandonarlo —repuso Pedro—. Si dejamos mucha distancia, la columna central francesa le atacará por su flanco izquierdo y lo destrozará.
—Pero eso significa dejar atrás a nuestros propios lanceros y a los caballeros del grupo de Cominges —dijo Hug de Mataplana—. Nos arriesgamos a que Cominges no pueda contener al tercer grupo cruzado y que nuestra propia columna sea atacada por centro e izquierda a la vez.
—Bien lo sé, Hug —contestó Pedro—, pero no va a quedar más remedio que proteger al de Foix de un ataque envolvente de la columna central. Si perdemos el flanco derecho de nuestro ataque, el que comanda Ramón Roger de Foix, la batalla se pondrá muy difícil. Nos acercaremos, a distancia suficiente de la columna central francesa, para que ésta no se atreva a atacarle.
—Entonces cargarán contra nosotros sin dar tiempo a que el grupo que manda el de Cominges nos alcance —dijo Hug.
—Además, la columna izquierda caerá sobre nuestra retaguardia. La situación no es bonita —añadió Miguel—. Que Dios nos ayude.
—Que se haga lo que Dios quiera —replicó Pedro II.
Miguel se santiguó, y Hug, que conservaba su humor a pesar de lo difícil de la situación, no perdió la ocasión de lanzarle una pulla.
—Después de la misa os he estado vigilando todo el tiempo, Miguel, y no os ha dado tiempo a pecar. No hace falta que os santifiquéis más.
—Lo hago pensando en vuestra negra alma —respondió rápido Miguel. Hug soltó una carcajada. Pedro murmuró de nuevo, como autoconvenciéndose:
—No es un suicidio. Es el juicio de Dios. —Y rezó—: Señor buen Dios, me someto a vuestro juicio. Tened piedad.
El conde de Foix, que se encontraba a unos seiscientos metros del grupo enemigo que llegaba por la derecha, se irguió en su caballo, espada en alto, y gritó:
—¡Por Foix, Occitania y el rey Pedro!
Sus caballeros gritaron a todo pulmón mientras levantaban las espadas, lanzándose a la carga contra la columna cruzada, y con ello obligaron a Pedro y su grupo a aumentar de nuevo el ritmo de trote. En perfecta formación, los cruzados reaccionaron cargando, en lugar de contra los caballeros de Foix, contra los infantes tolosanos, de forma que éstos quedaron en medio. En pocos momentos los tolosanos que huían y el grupo del conde que cargaba se mezclaron, mientras sus enemigos les atacaban.
Gritos, estruendo de armas chocando y relinchos de pánico de los caballos; se decidía el primer lance de la batalla.
La columna central de Simón de Montfort continuaba avanzando al paso y no parecía que fuera a intervenir contra los de Foix. Los caballeros del rey Pedro continuaban al trote; ya sólo les separaban quinientos metros. Pedro ordenó reducir la velocidad y pusieron los caballos al paso, esperando que el conde de Cominges, que llegaba por detrás, pudiera alcanzarlo pronto.
Mientras, los de Ramón Roger I parecían llevar la peor parte del combate; la confusión y el desorden del bando aliado eran enormes. Los jinetes tropezaban con los infantes y eran incapaces de organizarse para contraatacar. Los franceses, en sólida formación, manejaban las espadas con habilidad, y sus infantes con sus picas lograban derribar un buen número de jinetes aliados. Unos caballeros heridos empezaron a retirarse, mientras que el resto cedía terreno frente al empuje de los cruzados. Una tercera parte de los caballeros de Foix había caído ya, mientras que los cruzados parecían tener pocas bajas. Éstos se abrieron paso a golpe de espada en medio de un sangriento desorden de infantes que huían y caballeros que resistían. Entretanto al grupo del rey sólo le faltaban unos cuatrocientos metros para chocar contra los cruzados.
Y entonces ocurrió. De nada sirvió la bravura del conde de Foix. Sus caballeros empezaron a retirarse.
En aquel momento se oyó un gran griterío en la columna central francesa. ¿Estarían celebrando la victoria? No, no celebraban, atacaban, estaban cargando contra ellos.
El rápido derrumbe de Foix había dejado a Pedro en una posición muy apurada: no sólo tendría que luchar contra la formación central, que ya le atacaba de frente, sino que la primera columna cruzada, cuando terminara de dispersar al grupo de Foix, cargaría contra él por su flanco derecho, mientras que la tercera columna lo atacaría por la izquierda o por detrás. Si Ramón VI de Tolosa no se lanzaba a la lucha con sus caballeros de inmediato, estaba perdido. El corazón de Pedro batía acelerado, y sentía un nudo en la garganta. Estaban en mala situación para cargar, se encontraba lejos de los infantes y del grupo de Cominges, que se acercaba al galope. ¿Qué hacer? ¿Retirarse a la línea de arqueros?
Demasiado tarde. Si giraban, en unos momentos tendrían a la caballería enemiga a sus espaldas; el tiempo era demasiado justo para cambiar de dirección y no ser alcanzados. Y aun en el caso de que la mayoría de los caballeros pudiera escapar, los franceses destrozarían a los lanceros de a pie que estaban a medio campo. Además, lo más probable era que su propia caballería en retirada tropezara con los de atrás y que la confusión resultante fuera aún peor. Dios quería así su juicio. Si Él lo deseaba así, así sería. Como mandaba la tradición del juicio de Dios, Pedro se enfrentaría cuerpo a cuerpo en combate a muerte con sus enemigos.
—¡Caballeros! —gritó alzando su espada—. ¡Por Occitania Cataluña y Aragón! ¡Y por Dios!
—¡Por Dios y el rey Pedro! —gritó Miguel, cuya tronante voz se destacaba sobre el fragor del ejército al trote.
Y se lanzaron al galope en medio de un gran griterío.
Miguel, Hug y otros de los caballeros del rey se adelantaron a Pedro para protegerlo del primer choque, que se produjo pocos instantes después. El estruendo de hachas y espadas sobre metal se mezclaba con gritos y maldiciones formando un ruido ensordecedor.
Un caballero enemigo cruzó la primera línea a la izquierda de Pedro; habría recibido algún golpe, parecía confuso y su guardia estaba demasiado abierta.
Pedro le lanzó un mandoble de arriba abajo que el otro no pudo parar y el hierro penetró entre el casco y la frente, cortando violentamente por la nariz y la boca. Los ojos azules del hombre se abrieron con sorpresa, la espada cayó de su mano y su cuerpo se echó hacia atrás desplomándose de espaldas.
Pedro espoleó su caballo, que saltó hacia adelante, al tiempo que soltaba otro tajo a la espalda del cruzado que se batía con Hug y que en el intercambio de golpes había quedado en mala posición. El hombre se dobló hacia adelante, y Hug le asestó un golpe lateral en el cuello que rompió la malla. Sin emitir un quejido, el caballero cayó de lado, con el cuello doblado en posición extraña y borbotones de sangre brotando de la herida.
Más al frente y a la derecha, Guillem de Montgrony, el joven caballero que vestía las insignias reales, retrocedía ante el empuje de varios enemigos. A su lado, Gomes de Luna acababa de derribar a un francés. En un movimiento envolvente tres de los cruzados se colocaron a la espalda de ambos; estaban buscando matar rey. Pedro espoleó su caballo hacia adelante y gritó:
—¡Ayuda para Guillem!
Miguel, Hug y otros caballeros más, que nunca se separaban de Pedro, lo siguieron.
Demasiado tarde; Guillem y Gomes cayeron bajo una lluvia de golpes.
—¡Ése no era el rey Pedro! —gritó el caballero cruzado que parecía al mando del grupo—. El rey es más viejo y corpulento.
—¿Queréis al rey? ¡Aquí lo tenéis! —gritó Pedro al tiempo que descargaba un tajo sobre uno de los caballeros que habían atacado la espalda de Guillem y que justo había tenido tiempo de girarse y protegerse con el escudo.
—¡Dios! ¡Qué loco! —exclamó Miguel mientras cargaba contra otro de los cruzados a la izquierda de Pedro.
Llegando por la derecha, Hug atacó a un jinete que se dirigía contra el rey. Los franceses buscaban al rey Pedro y lo habían encontrado.
Pedro continuaba golpeando a su contrincante, que ya había logrado parar con el escudo tres golpes. El cruzado recuperó una buena posición y le envió un tajo de derecha a izquierda haciendo girar la espada por encima de la cabeza. Pedro se echó hacia atrás para esquivarlo y de inmediato hacia adelante con la espada horizontal, al hueco que el otro había dejado al final de la amplia curva en su mandoble alto. Le hirió en el costado, pero no lo suficiente para derribarlo. Su enemigo se dobló hacia adelante mientras con la espada, golpeaba con fuerza a Pedro. Éste se protegió con el escudo, pero la formidable fuerza del impacto hizo que la espada de su contrincante, aunque débil, le golpeara en el casco.
Su cabeza retumbó y sintió un dolor lacerante. Eso hizo que su siguiente golpe, ya en camino, diera sin la suficiente fuerza en la parte alta del brazo que sostenía el escudo de su enemigo.
Pedro se preparaba para recibir el siguiente golpe cuando el caballero cayó hacia adelante con un gran tajo en el costado propinado por Miguel. Éste se había librado de su contrincante y se colocó entre Pedro y los caballeros franceses que venían hacia ellos en multitudes.
—¡Es una trampa para mataros, mi señor! Poneos a salvo en la retaguardia. ¡Los cruzados os han descubierto y vienen a por vos!
Pedro se sentía cansado, como nunca se había sentido en una batalla, y la sangre en la cara le privaba de la visión del ojo izquierdo.
—No, mi buen Miguel, ahora es el momento del juicio —.le dijo.
—¡Ayuda para el rey! —gritó Miguel con su formidable vozarrón.
Hug, que también había terminado con su enemigo, se puso al lado de Miguel al tiempo que otro cruzado llegaba y le golpeaba con un tajo largo en el casco. La sangre empezó a brotar de su frente. Pero Hug hizo saltar a su caballo hacia adelante y con un movimiento horizontal de su espada, la colocó entre el escudo y el brazo derecho de su atacante, justo en pleno pecho. El hombre abrió los brazos y se desplomó hacia atrás. Un segundo adversario le envió un mandoble que Hug pudo parar a duras penas con su escudo; desequilibrado, golpeó a su vez al cruzado, que paró fácilmente el golpe. Hug se descubrió demasiado y, al contraatacar, el francés le alcanzó con un buen tajo en el hombro; la espada de Hug cayó al suelo, pero pudo mover su escudo a tiempo y parar el siguiente golpe. Intentó coger sus mazas de combate, que colgaban de su silla, sin conseguirlo. Pedro espoleó su caballo y llegando por detrás de Hug hundió su espada en la faz del cruzado. La sangre cubría buena parte de la cara de Hug, que tenía el brazo derecho colgando y sus mejillas pálidas como la cera.
—Es un honor tener como guardaespaldas a un rey. —Tuvo aún el humor de bromear—. Gracias, mi señor.
—Hug, retiraos —dijo Pedro.
—No, mi señor. No os abandonaré en el campo de batalla —repuso Hug mientras intentaba coger de nuevo las mazas de guerra, que colgaban de su montura. Su herida sangraba en abundancia, y las mazas cayeron al suelo.
—Idos, Hug, aquí molestáis y yo os quiero para otras batallas. ¡Os lo ordeno por vuestro honor y la fidelidad que me habéis jurado!
—¡Que el Dios bueno os proteja, mi señor! —Sosteniéndose a duras penas sobre el caballo, Hug se dirigió al campamento.
La situación en el grupo de Pedro era crítica. Cerca de una veintena de jinetes cruzados se habían lanzado sobre la cuadrilla de rey, de la que sólo cinco caballeros quedaban. Un grupo de unos veinticinco caballeros, con Dalmau de Creixeill al frente, se esforzaban por llegar en su ayuda, pero la caballería y los infantes enemigos, que a pie les atacaban con sus largas picas, se lo impedían.
—¡Id a la retaguardia, mi señor! —le gritó de nuevo Miguel—. ¡Rápido, don Pedro! ¡Antes de que nos rodeen!
Fueron sus últimas palabras. Un cruzado le estrelló un hacha en el casco, mientras otro le hundía la espada por debajo del escudo. Miguel se desplomó hacia adelante. Pedro espoleó su caballo enviando un tajo al primero de los verdugos de Miguel. El golpe dio en el cuello del caballo que se hundió de rodillas. Rápidamente levantó la espada hacia arriba hiriendo sin profundidad el pecho del caballero. Tuvo el tiempo justo de cubrirse con el escudo del golpe que el segundo jinete le lanzaba. Soltó un nuevo mandoble al caballero herido, que recibió un profundo tajo, rompiéndole la malla entre omoplato y esternón. Hombre y caballo empezaron a caer.
Pedro sintió entonces un golpe y un profundo dolor en su hombro izquierdo; el brazo que sostenía el escudo se desplomó y la defensa cayó al suelo. Casi de inmediato un terrible dolor en el costado; un soldado de a pie le había clavado su lanza.
—¡Dios mío! —musitó mientras perdía el equilibrio y caía del caballo.
Justo entonces un grupo de sus caballeros alcanzaba el lugar, haciendo retroceder a los cruzados.
Pedro no había perdido la consciencia. Allí frente a él, tendido en el suelo, estaba Miguel, su amigo, con su densa barba rubia y sus ojos azules abiertos. Miraba a un cielo que ya no veía; tenía la frente ensangrentada y abierta por un gran corte. Entre ambos, un pequeño riachuelo. Riachuelo de agua clara hacía unos momentos, llegó a pensar Pedro, ahora de sangre.
Pedro sabía que sus heridas eran mortales. Dios le había juzgado y le condenó.
Arriba sus caballeros luchaban aún, creando un espacio libre que lo protegía, y veía cómo jinetes de uno y otro bando iban cayendo. Él quería gritarles que todo estaba perdido, que se fueran. Que el juicio de Dios ya se había celebrado. Pero no pudo ni siquiera hablar. Quería que se retiraran, sabía que sus caballeros morirían antes que abandonarle a él allí, a pesar de que la batalla estaba ya perdida. La angustia que aquella certidumbre le causaba dolía más que sus heridas.