Los muros de Jericó

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Authors: Jorge Molist

 

La vida del joven ejecutivo Jaime Berenguer da un súbito cambio cuando se enamora de Karen, una atractiva abogada que trabaja, como él, en la Davis Communication Group, la más importante compañía de cine, televisión y comunicación de EE.UU, y cuando ésta le introduce en una extraña secta se desencadena una intriga fascinante.

Jorge Molist

Los muros de Jericó

ePUB v1.0

Mezki
17.09.11

Autor: Molist, Jorge©2000

Plaza & Janés

Colección: Plaza & Janés éxitos

ISBN: 9788401327896

MARTES
1

Levantando, pues, el grito todo el pueblo de Israel, y resonando las trompetas… de repente cayeron las murallas de Jericó, y subió cada cual por la parte que tenía delante de sí, y se apoderaron de la ciudad.

Y pasaron a cuchillo a todos cuantos había en ella, hombres, mujeres, niños y viejos…

Josué 6-20, 21

Las luces tenues del monitor y de una lamparilla de habitación de hotel iluminaban el teclado de un ordenador portátil y unas manos blancas, casi perfectas.

La pantalla se detuvo pidiendo una contraseña y los alargados dedos la introdujeron, tecleando con fuerza: «Arkángel.»

Varios mensajes esperaban en el buzón, pero las manos dirigieron el ratón a uno que firmaba Samael.

El único dedo imperfecto, el índice de la mano derecha, que mostraba un corte vertical dividiendo la uña al estilo pezuña de ungulado, pulsó con rapidez el botón
enter.

Un comunicado apareció en pantalla y los dedos se apoyaron en la mesita de noche.

«Se han seguido tus instrucciones al pie de la letra. En dos días, sonarán las trompetas de los elegidos y los muros de Jericó empezarán a derrumbarse. Samael.»

«Dios te bendiga, Samael. Y que ayude a nuestros hermanos», escribió como respuesta.

Y firmó: «Arkángel.»

Acto seguido las manos ordenaron el envío del mensaje y, una vez comprobada su salida, borraron ambos textos.

JUEVES
2

—Buenos días, señor Gutierres. —El guarda, pies juntos y sosteniendo un subfusil automático, mostraba al sonreír unos grandes incisivos superiores.

—Buenos días, Mike —respondió Gus Gutierres al tiempo que saludaba, con su mano enfundada en guantes de motorista, a los dos hombres que se encontraban en la garita de control.

—A pesar de lo tarde que regresaron anoche, se ha levantado usted antes que el sol. Un sueño muy corto.

—Sí, fue corto. —Su voz sonaba amortiguada por el casco—. Cenamos con el productor y el equipo de élite de una película que mañana inicia rodaje. Esas veladas se hacen interminables.

El gran portón metálico del rancho empezó a abrirse, y Gutierres lanzó una mirada a los monitores del circuito exterior de seguridad, que, a pesar de la distancia de varios metros, se podían ver iluminados en el puesto de guardia. Era un movimiento tan innecesario como reflejo. Sin duda el encargado del acceso había comprobado que nadie merodeara en la parte exterior de la entrada principal.

El faro de la Harley-Davison iluminaba el suficiente espacio para salir, y Gutierres hizo una seña para detener la apertura; no convenía que la entrada estuviera abierta más tiempo de lo necesario.

—Hasta luego —se despidió.

—Que tenga un buen día, señor.

Bajó la visera del casco y, encontrándose alejado del edificio principal de la finca, se concedió el placer de hacer rugir el motor a toda potencia.

Las primeras luces del día aparecieron cuando rodaba con rapidez por el camino flanqueado de eucaliptos y adelfas aún preñadas de tinieblas. Después de la noche de lluvia, la mañana prometía ser espléndida; pero Gus Gutierres no apreciaba la belleza del amanecer. El día empezaba para él con desazón, de forma extraña, e intuía que aquella jornada sería una hoja de calendario más en su purgatorio personal.

Se había despertado de madrugada, con una inquietud recurrente. Sentía la tensión acumulada entre la cruz de su espalda y la nuca en forma de dolor. «Algo va mal», le decía su cuerpo, sin poder precisar el origen de la preocupación. ¿Un presentimiento? ¿Sería el resultado de una pesadilla o simplemente uno de sus frecuentes ataques de perfeccionismo profesional?

Cualquiera que fuera la causa, no pudo conciliar de nuevo el sueño y decidió comprobar físicamente que todo estaba en orden. Sin remordimiento alguno, despertó a Bob para informarle de que debía tomar el mando en el rancho.

El tráfico era escaso y pudo llegar con rapidez a la oficina. De inmediato empezó a repasar la rutina de seguridad. Los controles funcionaban, todo estaba en su sitio. Pero su ansiedad persistía.

—No crees en las intuiciones; eres un profesional —murmuraba.

No obstante, detrás de una premonición podía ocultarse algo concreto. Su entrenamiento le llevaba a grabar en su memoria, en cualquier momento y lugar, la posición que ocupaban personas y objetos. Posteriormente era capaz de recordar las variaciones habidas, evaluando lo que tuviera un aspecto raro; todo lo extraño, cualquier cambio de rutina, era un peligro posible.

Pero a veces el subconsciente registraba detalles que la parte racional de su mente no percibía; aquellas imágenes o palabras se quedaban allí dentro, y la parte incontrolada de su cerebro permanecía funcionando incluso en el sueño. Cuando algo era inusual y no encajaba, rebrotaba en forma de inquietud, de una sensación —como la de aquella mañana— de que había algo fuera de su control. Por lo tanto, y por si acaso, a pesar de luchar contra temores y presentimientos, los tomaba en serio.

En lo concerniente a la seguridad de su jefe, Gutierres no consentía el menor asomo de una broma.

Antiguo guardaespaldas del presidente de Estados Unidos, era ahora mucho más que un experto en protección. Era el jefe de «los Pretorianos» de David Davis. Y ese título comprendía responsabilidades muy amplias y a veces inquietantes.

Mientras el sol se esforzaba en elevarse por encima de los montes San Gabriel, aquel hombre recorría cual alma en pena, encerrada en su castillo, los pasillos solitarios de la Torre Blanca, sede de la Corporación Davis, a la búsqueda del motivo de su insomnio.

—Todo está bien, todo va bien —repetía.

Pero el pertinaz dolorcillo entre espalda y nuca se empeñaba en contradecirle.

3

Demasiado formales. Algún residente del sur de California, con buenas dotes de observación, apostaría a que el conductor y su acompañante eran foráneos; quizá un par de operadores de bolsa procedentes de Nueva York o Chicago. Pero no habría apuestas; los cristales ahumados de la limusina blindada que conducían evitaban que fueran vistos.

Convencionales y holgados, los trajes de aquellos hombres ocultaban razones más convincentes que moda o comodidad; radioteléfonos y armas de fuego.

Solitario en la parte posterior del vehículo, y escondido detrás del
Wall Street Journal
, viajaba David Davis.

El espacioso compartimiento acentuaba aún más la pequeñez del cuerpo del viejo, que a fuerza de arrugas parecía haber encogido en su interior. De pelo escaso y blanco, sus ojos se movían vivos y oscuros tras la ampliación producida por las gafas.

A pesar de su aspecto frágil y de sus setenta y muchos años, Davis era un hombre presumido; alardeaba de ser el ciudadano de California con el mayor número de amenazas de muerte pendiendo sobre su cabeza. Sus acompañantes sabían que era cierto, y sus estudiadas maneras, más que formales, quizá fueran sólo producto de la tensión.

Cuando el coche giró a la derecha, el sol hacía brillar los penachos de las altas palmeras del bulevar y lanzaba reflejos desde la masa rectilínea del imponente edificio de acero, mármol blanco y cristal situado al fondo de la avenida.

Era la Torre Blanca, sede social de la Davis Communications Corporation, el
holding
de comunicaciones más poderoso del país, del cual el viejo era presidente ejecutivo y del Consejo de Administración.

Evitando la entrada del aparcamiento general, el vehículo se dirigió a una puerta que se abría en aquel momento.

Otro par de ejecutivos aguardaba en el interior del garaje. El de mayor edad, de anchas espaldas y mirada penetrante, esperó a que la entrada exterior del aparcamiento estuviera completamente cerrada, y sólo entonces abrió la puerta del coche.

—Buenos días, señor Davis.

—Buenos días, Gus. —El viejo descendió del coche—. Veo que hoy te has adelantado.

—Cierto. Quería resolver varios asuntos antes de su llegada.

—Bien, no tengo problema en que trabajes horas extras. Dime, ¿cuándo tengo la primera reunión?

—No tiene visitas en la agenda esta mañana, señor; sólo a las cinco de la tarde la junta con los presidentes.

—Gracias, Gus. —Precedido del conductor y su acompañante, el viejo fue hacia los ascensores.

El hombre les siguió, mirando con recelo a su alrededor. Continuaba sintiendo el dolorcillo de la espalda, cual reumático que, aun luciendo el sol, sabe que se aproxima la tormenta.

Gutierres siempre examinaba con mirada crítica de jefe perfeccionista a aquellos hombres de aspecto atildado. Eran guardaespaldas, pero él sabía bien que muy pocos estaban capacitados para cumplir con las exigencias del trabajo que se les encomendaba a éstos.

Se esperaba de ellos no sólo que fueran capaces de mantener una estricta seguridad en torno a Davis, dentro y fuera de las oficinas, sino también de realizar funciones secretariales y ejecutivas. Conocían a la perfección las relaciones, tanto de trabajo como de amistad, del presidente ejecutivo, identificando a cada persona por su nombre, aspecto e historia.

Universitarios, no desentonaban en la mesa del restaurante más
in
de Hollywood, siendo capaces de seguir con facilidad una conversación ya fuera de negocios o relativa a los últimos chismorreos sociales.

De hecho, la mayoría de las relaciones de Davis desconocía que aquel simpático individuo que se sentaba junto a ellos en la mesa les podría partir el cuello de un manotazo. Y que no dudaría un instante en hacerlo, de intuir una amenaza por su parte hacia su jefe.

—Les presento a Gus Gutierres, del Departamento Legal —decía Davis a sus interlocutores—. Hoy nos acompañará en nuestra conversación.

A esta guardia personal los empleados de la Torre la denominaban Pretorianos en recuerdo al ejército privado de los césares. Eran independientes del servicio de protección del edificio, que trabajaba uniformado, y cuyo jefe era el responsable de seguridad de la Corporación, Nick Moore.

Los Pretorianos eran respetados físicamente y temidos profesionalmente. En ocasiones, uno de ellos pasaba a ocupar un puesto en algún departamento de la Corporación, donde a partir de entonces progresaba en su trabajo como cualquier otro ejecutivo. En esta «segunda vida corporativa» los Pretorianos eran invitados con mayor frecuencia a reuniones en el exterior del edificio y se sospechaba que formaban un «canal de información» privilegiado.

Se decía que ganaban mucho más dinero por las mismas responsabilidades y que eran ascendidos antes que los demás.

De algo valdría que el presidente ejecutivo les confiara físicamente su vida.

—Buenos días, señor Davis —saludó, dando un respingo, la empleada que ocupaba el ascensor.

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