Los muros de Jericó (9 page)

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Authors: Jorge Molist

—Señor Ramsey —repuso Davis después de unos segundos—, creo que usted no se ha hecho cargo de la situación tal como es y se la voy a explicar. —Volvió a hacer una pausa—. Gran parte del dinero con que se paga su sueldo procede de los impuestos que paga la Corporación que yo dirijo. Y lo mismo ocurre con el sueldo de su jefe y el del jefe de su jefe. Con ese teléfono puedo llamar a alguien que va interrumpir cualquier reunión que tenga para contestar de inmediato mi llamada. Ese alguien puede patear su culo de tal forma que le quede plano para el resto de su vida. Y lo hará si yo quiero que lo haga, porque logró su puto trabajo gracias al apoyo que esta Corporación le dio. Y está cagado de miedo de perder su poltrona.

Apoyándose en el respaldo de la silla, Ramsey se tomó unos momentos antes de hablar.

—¿Le ayudo a decir lo que no ha podido decir? ¿Quería usted decir «Patear su puto negro culo», quizá? —Hizo una pausa—. ¿Está usted amenazando en público al oficial que conduce la investigación de un asesinato ocurrido en sus oficinas? Es usted muy poderoso, señor Davis, pero no ha podido evitar que asesinaran a su mejor amigo. Y no sabe quién lo ha hecho y si lo va a intentar de nuevo. Y si lo intenta no sabe si va a tener éxito también con usted.

» El poder tiene sus límites, señor Davis, y a veces una avispa puede herir a un elefante y el elefante no puede hacer nada contra ella. Y si el elefante tiene la suerte de poder alcanzar a la avispa, ello tampoco cura el dolor de la herida. Piénselo.

—Inspector —intervino Andersen—, no malinterprete la expresión del señor Davis; es lenguaje común en nuestro negocio. La Corporación colabora totalmente en la investigación.

—Gracias por tu ayuda, Andrew —cortó Davis—, pero no la necesito. Espero que trabaje usted tan bien como habla, Ramsey. Y respeto lo que ha dicho. Vamos a colaborar con usted, pero atrape a esos cabrones de Los Defensores de América pronto. Entonces tendrá más que mi respeto: mi agradecimiento personal. Y esto vale mucho en esta ciudad y en este país. Espero que maneje en todo momento el asunto con la mayor confidencialidad, en especial ante la prensa. Y no me falle, porque, si lo hace, entonces yo personalmente patearé su puto negro culo y haré que cincuenta más hagan lo mismo.

—Va usted muy aprisa —continuó Ramsey ignorando la amenaza de Davis—. Es muy posible que Los Defensores de América o Los Hermanos por la Defensa de la Dignidad sean una simple cobertura de algún otro grupo o interés. Dígame, ¿quién se beneficia con la muerte de Kurth? ¿Competidores? ¿Alguien que quería su puesto en la Corporación? ¿Enemigos personales? Estoy seguro de que manejar un estudio cinematográfico no es trabajo de hermanitas de la caridad. ¿Enemigos políticos? El señor Kurth tenía gran poder político. ¿A quién molestaba?

—¿Así que cree que Los Defensores de América son una tapadera? —murmuró Davis, pensativo.

—Mire, Ramsey —terció Gutierres—, llevamos años recibiendo amenazas de individuos y de grupos. Predicadores de iglesia nos han llamado el Anticristo y han promovido el boicot a nuestras producciones televisivas. Esa gente es real. Existe de verdad y muchos son capaces de matar.

—Sí, existen. Claro que hay muchos extremistas y locos. Sin embargo ¡qué bonita excusa! —repuso Ramsey.

—Ramsey —dijo Davis—, será una tarea muy difícil buscar enemigos y resentidos. Steve Kurth tuvo que pisar muchos pies y decir muchos noes en su trabajo. También yo. Esa búsqueda hará la investigación eterna.

—El análisis de los motivos puede dar algunas pistas —replicó Ramsey—, pero también los medios con que se valieron los asesinos. El señor Kurth era judío, como usted, ¿no es cierto?

—Sí, es cierto. ¿Y qué importa eso en la investigación?

—No lo sé aún. Puede importar tanto para la investigación como el hecho de que yo sea negro —repuso Ramsey con tranquilidad— o, al contrario, puede tener una importancia fundamental. ¿No es cierto que el señor Kurth no escondía su postura en el conflicto judío-palestino? ¿Y que era favorable a encontrar la paz a cambio de ceder territorios a los palestinos? ¿Y que usted también lo es? ¿Y que eso contraría a grupos muy poderosos que influyen directamente en el gobierno del estado de Israel? ¿No es cierto que han recibido cartas y llamadas amenazantes a causa de reportajes televisivos que proponían abiertamente la paz a cambio de concesiones? ¿Y que dichos grupos les consideran a ustedes traidores? ¿Y que algún rabino extremista les lanzó su maldición y condena? Ustedes tienen un gran poder para influir en el ciudadano americano y convencerle de quiénes son los buenos o los malos en el conflicto, y la opinión del ciudadano de la calle influye mucho más en la política del gobierno que la presión de los grupos financieros. Y la política del gobierno de Estados Unidos es fundamental para Israel. Luego eliminarles a ustedes puede tener un alto interés político.

—Creo que es usted el que tiene prejuicios racistas —le reprochó Davis—, y me temo que ve demasiadas películas de espías.

—Señor Davis, ha costado bastante poder identificar el explosivo usado pero, con la ayuda de algún amigo que trabaja en laboratorios especializados del FBI, lo logré. Es un explosivo raro. ¿Adivina cuál?

—Naturalmente que no. ¿Cómo diablos voy a saberlo?

—Se llama RDX. Un solo gramo es tan potente como un kilogramo de dinamita; pudo entrar en cualquier cosa sin ser detectado. El mecanismo detonador debía de ser también muy pequeño y, por lo tanto, de alta tecnología. ¿Sabe usted quién usa ese explosivo?

—¡Maldita sea, Ramsey! ¡Déjese ya de adivinanzas!

—El RDX es el explosivo favorito de los servicios secretos de algunos países —dijo Ramsey con una sonrisa—, en especial del servicio secreto israelí. Con ese explosivo y con un teléfono celular lograron matar al jefe de la milicia de choque de los integristas islámicos de Hezbolá, Isadín Ayash.

—¿Insinúa que están implicados?

—Podría ser —contestó Ramsey estudiando con detalle la expresión de la cara de Davis.

18

—Tendrás que ganarte tu invitación a la excursión de mañana. Yo no voy al bosque con cualquiera —le dijo Karen al despedirse después de la conferencia.

Ahora se encontraban cenando en un excesivo restaurante francés donde ella trabajaba con elegancia unos
escargots
y él tomaba un
foie
fresco. Traje y corbata eran obligados, y Karen vestía un elegante conjunto de noche oscuro con falda ceñida y escote generoso; el contraste con su cabello rubio y su piel muy blanca era espléndido. Estaba bellísima.

Karen decidió que parte del precio que él debía pagar para ser invitado a la excursión era una magnífica cena. Y que era ella la que escogía el restaurante.

Jaime, como comenzaba a ser costumbre en él, tuvo que cambiar los planes para la noche y el día siguiente. No se perdería por nada del mundo una oportunidad para estar con ella.

Era obvio que el restaurante era caro hasta la indecencia y que Karen no se ofrecería a pagar la mitad de la cuenta.

Aun así, él pensaba que era una buena inversión y que disfrutaría hasta el último de la larga hilera de dólares que costaría la cena.

—Háblame de la excursión de mañana. ¿Tengo que sacar el polvo a mi uniforme de
scout
?

—Iremos hasta la zona sur del Parque Nacional de los Secuoyas en coche y luego habrá que andar algunos kilómetros por el bosque. Almorzaremos con un grupo de amigos.

—¿Y qué vais a hacer allí? ¿Os dedicáis a invocar a los dioses del bosque? ¿Alguna ceremonia mística? ¿Brujería?

—En realidad ofrecemos sacrificios humanos, y tú eres el elegido —puntualizó Karen con amplia sonrisa.

La abogado sabía cómo mantener un buen combate dialéctico, disfrutaba con ello, y le encantaba devolver golpe por golpe. Maldita Karen, pensó. ¿Cómo logra controlar siempre la situación? Eso le retaba. ¡La veía tan hermosa! Se imaginó besándola en el bosque y fundiéndose con ella en un abrazo sobre un suelo cubierto de helechos.

—No pongas esa cara, hombre —azuzó ella ante su falta de respuesta—. Se trata de un gran honor.

—Bien, será un gran honor, pero te advierto que si la fiesta de mañana corre a mi cargo, entonces no pienso pagar también la cena de hoy.

Ella soltó una pequeña carcajada mientras atacaba al siguiente caracol. Parecía pasarlo muy bien, y eso llenó a Jaime de placer. Se animó a lanzar otra estocada.

—Al menos espero que, como es costumbre con los condenados, me concedas mi último deseo.

Karen detuvo su
escargot
a medio camino de la boca, mirándole con el cejo ligeramente fruncido y con un inicio de sonrisa en los labios. Había electricidad en sus ojos, y él sintió un estremecimiento en su interior. Al cabo de unos largos segundos Karen introdujo con lentitud el
escargot
en su boca sacando ligeramente la lengua y moviéndola levemente entre sus húmedos labios rojos. Luego apartó su mirada de la de Jaime para concentrarla en el plato mientras empezaba a manipular el siguiente animalito. No contestó nada, pero sus labios contenían aún aquella sonrisa. Él no recordaba haber visto nada tan sensual en toda su vida.

—Y aparte de las brujerías y de los sacrificios, ¿que más hacéis? —inquirió para romper el silencio en el que Karen se había encerrado para no responder.

—Pues vivir y disfrutar de la naturaleza, estar con los amigos y charlar. También ampliamos nuestro grupo. Somos gentes que compartimos ideas semejantes sobre la vida e invitamos a otros amigos para que conozcan nuestro pensamiento.

—¿Y qué relación tiene eso con la memoria genética que mencionó esta mañana Dubois?

—A veces mucho y a veces nada. —Había misterio en la ambigüedad—. Todo depende de hacia dónde vaya la conversación.

—¿Vendrá Kevin Kepler?

—Es posible; viene con frecuencia. —La sonrisa de Karen había desaparecido y se mostraba evasiva.

—¿Desde cuándo conoces a ese grupo?

—Ya hace algunos años —dijo luego de tomarse algún tiempo antes de responder—. Conocí a algunos cuando iba a la universidad. Después el círculo se amplió. Es gente que me gusta. Hablando de gustos, ¿qué tal tu
foie
?

—Excelente. ¿Y tus caracoles?

—Saben mejor si les llamas
escargots
. Me encantan, pero prefiero no pensar que son esas cosas que se arrastran por el jardín. —Era evidente que Karen quería desviar la conversación. Jaime pensó que era mejor no presionarla; ya iría conociendo las cosas a su tiempo.

—Hablando de gustos, estás muy hermosa.

—¡Hablábamos de comida!

—Cuando los cubanos estamos frente a una mujer tan hermosa como tú, decimos que está para comerla. Y tú estás para comerte.

—¿Ves cómo estamos hechos el uno para el otro? —le recordó mirándole con sus brillantes ojos azules y manteniendo una sonrisa irónica—. Yo sacrifico a las personas y tú te las comes.

—Pero mi forma de comer no duele, sino que gusta, y luego continuas más viva y feliz.

—¿Es una amenaza o una invitación?

—Una invitación.

—Muchas gracias, sabía que invitabas tú a la cena. —Cambió a una expresión severa frunciendo ligeramente las cejas—. ¿Sabes que con ese tipo de expresiones cubanas puedes tener problemas en este país?

—Hay ocasiones en que hay que aceptar problemas —repuso Jaime alargando la mano y tocando con la punta de sus dedos la mano de Karen. Ella no se movió y le continuó mirando como si no pasara nada. Se sentía tenso y con un pequeño nudo en el estómago. Pero no se podía librar de la fascinación que Karen ejercía sobre él—. Y por ti yo podría aceptar muchos problemas —concluyó.

—¿Es un cumplido o hablas en serio?

—Completamente en serio —dijo Jaime con la convicción interior de que era cierto.

Ella lo miró de una forma extraña.

Salieron a la fresca noche, y al arrancar su coche Jaime anunció:

—Te invito a una copa en un lugar muy peculiar.

—He espiado indiscretamente la factura y creo que debiera ser yo la que invitara ahora.

—Muy delicado de tu parte el sentir remordimientos cuando he pagado la cuenta, pero no te preocupes, se te pasarán con una copia. Disfrutemos de la noche.

—Lo siento. Mañana hay que madrugar. Otro día será, Jaime. Llévame a casa.

¡No le podía hacer eso!, pensó. ¡Estaba jugando con él!

—Karen, no me puedes hacer esto. Estoy fabulosamente bien contigo. Quédate un rato.

—No. Yo también lo estoy pasando bien, pero tú querías ir a esa excursión. Mañana estaremos todo el día juntos. Ahora llévame a casa, por favor.

—Pero, Karen —suplicó él con tono cómicamente lastimero—. Sólo una hora.

—Jaime, no estropees una velada tan deliciosa —le advirtió con tono serio—. Sé razonable. Dentro de unas horas nos veremos de nuevo. Ahora llévame a mi casa.

Él se sintió como si le hubieran abofeteado. No dijo más. Giró con un súbito golpe de volante en la siguiente esquina y condujo hacia la casa de Karen.

El silencio permitió oír la emisora de música
country
, que permanecía en un volumen bajo. Un vaquero de corazón destrozado reprochaba la ingratitud de su vaquera.

Luego de un largo silencio Karen preguntó:

—¿Vendrás a recogerme mañana o voy sola?

—Naturalmente que vendré.

—Gracias por su amabilidad, señor. A las ocho, por favor —dijo ella con tono dulce.

Was estaba de guardia y su cara se iluminó con una amplia sonrisa cuando se detuvieron en la barrera de entrada. Karen le saludó con la mano cuando abrió la barrera, y el hombre mantuvo su sonrisa moviendo la cabeza de arriba abajo afirmativamente.

Jaime arrancó, pero sentía grandes deseos de bajar del coche y darle un buen puñetazo al hombre en los dientes.

19

Jaime condujo el coche hasta la zona de aparcamientos de visitantes. Al salir dio un portazo más fuerte de lo necesario y, abriendo la puerta a Karen, le deseó buenas noches.

Ella le cogió la mano despidiéndose. El destello fugaz de una sonrisa brillaba en sus labios; Jaime hizo ademán de irse, pero ella continuaba sujetándole la mano. La miró de nuevo a los ojos; había una curiosa chispa de luz en ellos.

—¿Aceptaría el señor una copa en mi casa?

Jaime tardó unos momentos en superar la sorpresa. Luego mirando su reloj, intentó fingir indiferencia:

—Sí, acepto, pero tiene que ser rápido. Es tarde.

Ella no dijo nada, pero su sonrisa se amplió un poco más y, tirándole de la mano, lo condujo en silencio al interior del edificio.

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