Read Los muros de Jericó Online
Authors: Jorge Molist
El corazón de Jaime iba saltando en su pecho. ¿Estaba Karen jugando otra vez con él?
El apartamento era de estilo moderno, con paredes blancas y muebles negros. Grandes jarrones con flores de tela rompían el bicromismo. Por contra, los cuadros eran manchas de color. A Jaime le llamó la atención un tapiz, iluminado por un foco, que representaba una herradura con profusión de hilos plateados y dorados. Recordó el extraño anillo, también con una herradura, que lucía Dubois. ¿Casualidad?
—El bar está al fondo. —Karen interrumpió su pensamiento—. Un whisky con un hielo y Perrier para mí, por favor. Ponte cómodo.
Jaime se quitó la chaqueta y, tras encender la luz, empezó a servir dos whiskys.
Desde algún lugar Sheryl Crow cantaba
Leaving Las Vegas
cuando Karen se acercó. Los labios de ella, rojos y tentadores, se posaron en el vaso después de brindar con él.
—¿Quieres bailar?
—Encantada, señor.
Con su mano izquierda tomó la de ella, sujetándole el talle con la derecha. Era una cintura fina. Ella puso su mano en la espalda de él y empezaron a bailar con lentitud, ligeramente separados. Jaime se sentía embriagado por su perfume y por tenerla en sus brazos.
—Karen, eres deliciosa —dijo acercando su boca al oído de ella.
—Y yo me siento bien contigo.
Siguieron bailando unos momentos en silencio, y Jaime empezó a notar una erección.
Por un instante se sintió turbado. Luego pensó: «¡Qué diablos, somos un par de adultos y no se va a escandalizar porque yo la desee!» Al tirar suavemente de ella notó que se acercaba sin resistencia. Ahora sus senos y vientre le rozaban. Ella ya habría notado el mensaje del deseo. Jaime la besó con suavidad en el cuello mientras ella le acariciaba ligeramente, casi sin tocarlo, la nuca.
Él se sentía como si su libido estuviera a punto de hacerle estallar en mil pedazos. Rodaba cuesta abajo y sin frenos. Pero Karen disfrutaba practicando juegos y en cualquier momento podría sorprenderlo desagradablemente.
Intentó un beso en la boca. Sólo con los labios para tantear. Y como ella no apartaba los suyos, Jaime se lanzó a mayor profundidad. Fue un largo y delicioso beso que les hizo parar el baile y apretarse el uno contra el otro. Jaime la cogió de la mano y la condujo a un sofá blanco que guardaba mil promesas. Ella le decía bajito:
—¿Es ahora cuando me vas a comer?
Él no pudo menos que apreciar, aun en tal situación, el sentido del humor de la chica y le contestó en español, fingiendo, sin demasiado esfuerzo, una gran pasión:
—Sí, mi amor, enterita. Toda tú.
Karen quizá no entendió la respuesta, pero sí el tono, y rió suavemente.
Ya en el sofá, Jaime la volvió a besar mientras con una mano buscaba uno de los senos dentro del amplio escote y, acariciándolo, lo hizo salir. Estaba cálido como la boca de ella.
Pensó que tocaba el cielo. Al contrario de lo anticipado con Karen, ella le cedía la iniciativa, entregándose sin reservas y olvidando los juegos que él tanto temía.
Momentos después Jaime empezó a besarle el cuello, donde se entretuvo, para bajar lentamente hasta los pechos. Al empezar a mordisquear el pezón, oyó cómo ella suspiraba. Puso la mano desocupada sobre la rodilla, deslizándola lentamente por la media hacia arriba. Las medias se terminaron, y Jaime acarició la cálida y suave carne. Luego, levantando la costura de las braguitas, pasó su mano por debajo para acariciarle el sexo. Karen volvió a suspirar y, cuando apoyó su mano en la entrepierna de Jaime, él supo que no podía esperar más.
Buscó con su mano izquierda la cremallera de la espalda del vestido.
—Espera —dijo la chica girándose.
Jaime tiró de la cremallera suavemente hacia abajo. Al abrirse la tela oscura fue descubriendo una bella espalda de piel muy blanca y, al levantarse ella, el vestido cayó ayudado por un ligero tirón. ¡Qué bellas curvas de nalgas y caderas!
Él se dio prisa con su corbata, camisa y pantalones. Karen tenía una expresión seria cuando se giró, pero estaba intensamente provocativa. Se abrazaron y sus bocas se unieron de nuevo. Enloquecía con el contacto tibio de su carne.
Cuando Karen lo condujo al dormitorio, Jaime sólo se fijó en la cama, que tenía espacio suficiente para dos. Entre caricias y besos cayeron en el lecho y, desprendiéndose de su ropa interior, se colocó para penetrarla.
Pero empujándole el pecho con ambas manos Karen lo rechazaba.
Él sintió que su corazón se detenía. No. Ahora juegos, no. ¡No podía hacerle eso!
En la penumbra la miró a los ojos. Ella sonreía con timidez y un mirar dulce.
—Espera un momento —dijo.
Y moviéndose a un lado de la cama le entregó algo. Era un preservativo.
Jaime suspiró con alivio aunque contrariado. No deseaba otra cosa que sentir en su pene el interior de ella, pero resistirse era absurdo y estropearía aquel momento maravilloso.
Después de todo, ¿cómo podía esperar lo contrario de ella? Sí; parecía como si Karen hubiera perdido el control por primera vez. Pero, sin duda, era un descontrol muy controlado.
Ella dejó ahora que la penetrara sin ningún impedimento y lo abrazó con brazos y piernas mientras se fundían en un nuevo beso. Empezaron a moverse con urgencia salvaje; Jaime sentía que alcanzaba el cielo.
Al poco ella tiró su cabeza hacia atrás, sacudiendo el cuerpo mientras llegaba al orgasmo. Él no resistió más y los gemidos de ambos se unieron a la suave canción que venía del salón. Jaime se sintió estallar en el interior de ella. Era algo mucho más que físico. Eran sus nervios y su mente los que explotaban en una placentera sensación. Y se sintió lejos. Muy lejos.
Lejos de todas las cosas del mundo, de su vida y de su historia personal. Muy lejos de todo menos de la suave y tibia carne de ella.
—Te quiero —dijo cuando regresó a la conciencia.
Al cabo de un rato de silencio ella susurró:
—Quédate esta noche conmigo.
—¿Y la excursión de mañana?
—Pasaremos antes por tu casa para que recojas tus cosas.
—Luego de unos momentos de silencio añadió—: Yo te conozco, Jaime. Te conozco.
—Yo también te conozco, cariño, y ahora mucho más.
—Pero yo te conozco de antes.
—¿De antes?
—Sí —dijo ella abrazándole de nuevo y besándole en la boca.
Él correspondió con todo entusiasmo, sintiendo de nuevo la pasión que crecía en su vientre.
Y perdió todo interés por investigar la enigmática afirmación. Deseaba amarla otra vez, y no era momento para la charla.
Los dedos cliquearon en el ordenador en busca del mensaje de la noche.
—«Arkángel.»
Puntual como un centinela, esperaba el informe de Samael.
«Logramos poner al inspector Ramsey sobre una línea de investigación equivocada; no sospecha la presencia de nuestros hermanos en Jericó.
» Continuamos tomando posiciones decisivas a la espera de la caída del muro interior. Dos nuevos ejecutivos claves han sido contactados por nuestros hermanos. Uno ofrece grandes posibilidades de que se una a nuestro pueblo. Samael.»
Arkángel respondió: «Dios nos bendice, hermanos, con estos pequeños triunfos. Mantened la fe en nuestra victoria en el asalto final. Arkángel.»
Con movimientos precisos, Arkángel eliminó cualquier rastro de ambos textos.
—¡No! —gritó Karen—. ¡No! —Se agitaba con angustia intentando escapar de aquella visión y, al fin, cuando pudo abrir los ojos, se dio cuenta de que soñaba.
Se incorporó en la cama jadeando; un sudor frío le cubría la trente y el cuerpo. Lentamente los contornos familiares del dormitorio suavizaron su tensión.
—¡No! ¡Dios mío! ¡Otra vez no! —exclamó a media voz.
Jaime se había despertado sobresaltado por el primer gritó y le acariciaba las manos.
—Tranquila, mi amor, no es nada. Ya pasó todo. Estás aquí, conmigo.
Abrazando sus hombros, la acunó como a una niña pequeña. Ella se hizo un ovillo acurrucándose contra él.
—¿Qué ha pasado Karen? ¿Qué era?
—Nada, otra vez ese mal sueño. Me ocurre a veces. La misma pesadilla —murmuró. Pero ella sabía que no se trataba de un sueño.
—Cuéntamelo. ¿Qué pasaba?
—No puedo recordarlo con claridad, pero ahora ya estoy bien. Gracias, cariño.
Karen sí recordaba lo soñado. Demasiado bien. Recordaba a la perfección lo de esa noche y lo recordaba también de antes. Miró el despertador.
—Son sólo las cinco. Duerme.
Pero ella no pudo dormir. La pesadilla se repetía siempre igual, y las imágenes continuaban frescas en su memoria. Incluso la fecha: 1 de marzo del año del Señor de 1244.
Karen se revolvió en su camastro de pieles dispuesto en el suelo. No había dormido mucho. A pesar de su agotamiento, no podía dormir.
¿Era el hambre? No. La sed y el frío lacerante eran mucho peores.
La única luz de la estancia venía de las estrellas y entraba por un ventanuco del que colgaban los carámbanos de hielo. Un tenue arco de luz indicaba a sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, la abertura donde había estado la puerta de la estancia.
Dos días antes arrancaron puerta y ventana para quemar su madera. No para calentar cuerpos y manos, sino para fundir nieve y poder beber agua. El agua tibia era uno de los pocos placeres que les quedaban.
Se estremeció cuando una nueva ráfaga de aire helado cruzó el cuarto. A pesar de la capucha de piel que cubría su cabeza y casi todo su rostro, sintió que éste se cortaba un poco más.
Alguien se revolvió y gimió cerca. ¿Sería su querida Esclaramonda?
No. Lo peor no era la sed o el frío, sino el miedo. El Dios bueno le enviaba el sufrimiento físico para que éste le aliviara el temor penetrante que le encogía las entrañas. ¿O sería el hambre?
El viento traía también los quejidos de los heridos y el llanto de alguno de los pocos niños que sobrevivían. Cuando los lamentos cesaban por un instante, el silencio se hacía absoluto en la helada noche. Luego el aullido del viento iniciaba de nuevo el triste coro del sufrimiento humano. Y otra vez el miedo venía con el viento. Su cuerpo tembló. ¿Miedo o frío?
Sabía que ella, la señora de Montsegur, tenía privilegios. Descansaba sobre un suelo de madera, quizá el último grupo de vigas que quedaban y que no habían sido destinadas aún a la defensa o al fuego. Se levantó a tientas y tocó la pared helada. El frío traspasó su guante de piel.
Allí, a los pies del muro, había estado su último baúl. Ya sólo quedaba un pobre montón de objetos metálicos, su espejo y el vestido del rey.
Habían quemado los baúles y también las ropas más viejas en busca de la vida que daba el calor. Y antes quemaron los muebles. Sus joyas hacía tiempo que habían sido cambiadas por suministros e incluso para el pago de tropas. De nada sirvieron los mercenarios o los aventureros que acudieron para sostener el pueblo fortificado, tocado su corazón por las canciones de gesta del trovador Montahagol y sus amigos. Finalmente unos huyeron y otros murieron.
La cima de la montaña era como el lomo de un dragón gigante dormido y que se extendía de este a oeste, con su parte más baja en el Roc de la Torre y la más alta en el pueblo fortificado de Montsegur.
Dominando la parte alta de la cima de la montaña, el pueblo era inexpugnable, ya que no existía ninguna máquina de guerra que pudiera, desde la base del monte, lanzar piedras ni a una cuarta parte de la altura de donde ellos se encontraban.
Sin embargo, en octubre unos escaladores vascos a sueldo de los franceses lograron subir por la noche los sesenta metros de pared vertical y cogieron por sorpresa a los defensores del Roc.
Y una vez perdido el Roc, el muy superior ejército católico subió y fue conquistando, combate a combate, toda la parte este de la cima de aquel monte situado a mil doscientos metros de altura. Allí montaron sus catapultas y piedra tras piedra machacaban las casas y a sus habitantes encerrados en la fortificación.
Con la cima, se perdieron los caminos secretos que permitían la comunicación del monte asediado con el exterior. Y con ellos se perdieron los refuerzos, los suministros; la esperanza.
Luego, justo en Navidades, el enemigo logró tomar la barbacana este y los edificios exteriores al recinto central amurallado que contenían casi toda la reserva de leña; vital para sobrevivir al crudo invierno en las montañas.
De su joyero, un tiempo envidiado por todas las damas de Occitania y Provenza, sólo conservó su anillo de marquesa, regalo de su esposo, y el collar de oro con rubíes rojos como la sangre, regalo del rey.
Quitándose un guante tanteó en busca de esas dulces joyas cargadas de recuerdos. Notó el frío del espejo y pensó en su belleza, que antaño los trovadores se complacían en cantar.
El espejo era su amigo íntimo, que le devolvía una seductora sonrisa, por la que los caballeros occitanos competían. Su íntima amistad con el espejo había terminado hacía poco, al perder varios de aquellos dientes perfectos.
Las canciones sobrevivían a la belleza, y en ellas siempre sería bella. Pero la belleza del cuerpo se iba con el tiempo, como todas las ilusiones físicas que el Dios malo y el diablo habían creado. Pero, más que con el tiempo, la belleza se iba con las penas. No usaría nunca más el espejo.
Encontró las dos joyas y se las puso.
Luego bajó la capucha y, quitándose su abrigo de piel de oso, lo dejó caer. Se desnudó rápidamente, sintiendo cómo su cuerpo tiritaba de frío. Vestida sólo con las heladas joyas, tan cálidas en otro tiempo, encontró a tientas el vestido del rey y se lo puso.
A pesar de los treinta años pasados y de haber parido a cinco hijos, el vestido le sentaba bien.
Se arropó con el abrigo y, calzándose los guantes, empezó a andar a tientas hacia la ligera iluminación de la puerta. El suelo de madera crujía con sus pasos.
Llegando al dintel lanzó un beso con su mano a los que dormían en la oscuridad y sintió que las ráfagas de aire eran más fuertes y frías.
Con decisión inició el descenso de las escaleras de piedra, que bajaban desde lo alto del segundo piso del caserón fortificado hasta el nivel de la calle.
Un cielo cubierto de estrellas rutilantes se extendía sobre su cabeza, y abajo el pueblo herido, amortajado por la nieve, se alargaba hacia el este, rodeado aún de sus maltrechos muros.