Los muros de Jericó (11 page)

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Authors: Jorge Molist

En la oscuridad, a su derecha, estaba la cordillera pirenaica, con el macizo de San Barthelemy y Pic Soularac, de más de dos mil metros de altura, y que impedían a los cálidos vientos del sur llegar hasta allí.

Abajo, en el valle, también a la derecha, se distinguían las fogatas de los franceses que, mandados por el senescal de Carcasona, sitiaban la Cabeza del Dragón o la Sinagoga de Satanás, como ellos llamaban a su querida aldea de Montsegur. Allí estaban el arzobispo de Carcasona con sus temidos inquisidores y el obispo Durand, reputado como el mejor experto en máquinas de asalto que existía. Bien que probaba su fama, lanzando a sus cabezas bolas de fuego que prendían hasta en la roca y hundiendo paredes y murallas con las grandes piedras de sus catapultas.

Por la noche Durand detenía sus máquinas y dejaba que la naturaleza aplicara un arma más temible: el frío y la falta de leña.

Al fondo, en la muralla este, se distinguía el gran resplandor de la hoguera que los sitiadores habían encendido bajo el peñón rocoso sobre el que se levantaba, aún fuerte, una de las torres de defensa. Era peor que las máquinas de guerra del obispo.

—¡Aquí os quemaréis todos, herejes! —gritaba la soldadesca.

Sin embargo, ahora el mayor deseo de los sitiados era acercarse al resplandor de aquel fuego para aliviar el dolor lacerante del viento frío.

Pero sería un suicidio. Poco le duraría el placer del calor a quien asomara la cabeza por el muro este de la fortificación; los hábiles arqueros franceses, emboscados en la oscuridad de la noche, ensartarían al infeliz, como a una paloma, en sólo unos instantes.

Karen bajó por la escalera poco a poco, tanteando los escalones con sus pies enfundados en gruesas botas de cuero y piel. El suelo resbalaba con el hielo, y a su derecha estaba el negro vacío sin barandilla que protegiese.

Cuando logró alcanzar las losas de la calleja, avanzó hacia la plazoleta de casas apiñadas. El resplandor débil del único fuego que ardía dentro del pueblo salía de la casa que cobijaba a los heridos, enfermos y niños. Cruzó la plaza hacia el extremo opuesto con paso resuelto pero cauteloso; la tenue luz del caserón y de las estrellas guiaba sus pasos.

De repente se detuvo sobresaltada. En el centro de la plazuela, insinuada por el resplandor del caserón, había una figura, de pie, inmóvil en medio de su camino.

Sintió un vuelco en su corazón y el miedo le apretó el estómago. Un contorno blanco, casi luminoso, le daba un aire de ultratumba. ¿Será un aparecido? ¡Buen Dios! ¡Habían muerto tantos!

Permaneció quieta, con el vientre encogido, oyendo los murmullos del caserón y sintiendo el viento. Notó la ansiedad crecer en su interior al ver aquello avanzando hacia ella. Su corazón saltaba aterrorizado ante la presencia desconocida y trató de huir, pero no pudo. ¡Sus piernas no se movieron, no le obedecían! Angustiada, quería gritar.

Entonces era cuando despertaba. Deseaba continuar y terminar con aquello, pero despertaba.

Miró a Jaime, que dormía feliz a su lado, y acariciando su ensortijado pelo negro, que ya delataba alguna cana primeriza, y como si de una canción de cuna se tratase, le recitó:

—Quieres saber, querido Jaime, quieres saber, pero lo que aún no sabes es ¡cuánto te va a doler!

22

—¿Cómo lo pasaste anoche? —preguntó él.

Ella se lo quedó mirando, con una chispa alegre y maliciosa en los ojos, mientras vaciaba el contenido de la boca.

El frío del exterior y los cristales empañados daban sensación de intimidad a aquel restaurancito especializado en desayunos de carretera, cerca de Bakersfield. Era uno de esos lugares cutres, pero llenos de sabor, donde camioneros, policías y vendedores en ruta terminan tomando café juntos.

Ambos estaban hambrientos y pidieron unos grandes zumos de naranja, un par de huevos fritos con jamón y beicon, acompañados de patatas
half browns
, tostadas con mantequilla y mermelada. La pequeña y gastada mesa de formica estaba abarrotada de platos.

A pesar del aspecto basto del local, para Jaime aquél era el lugar más cercano al paraíso en el que había estado desde hacía muchos años. Unos tazones de café humeante de penetrante aroma completaban la escena. Y por encima de todo, ella. Karen. Tan hermosa. Allí, frente a él, al otro lado de la mesita, con su atrayente personalidad, que llenaba el casi desierto restaurante.

Jaime se sentía feliz, intensamente feliz. Le costaba trabajo convencerse de su suerte, de que aquello era real. Había conseguido a esa mujer de aspecto inalcanzable, y para su mayor felicidad el sexo había sido excelente. Al menos para él.

—No estuvo nada mal —respondió Karen, ya con la boca vacía—. No debes preocuparte, pasaste bien el examen. ¿Cómo le fue a don Jaime? —preguntó alcanzando su café y tomando un sorbo.

—A don Jaime, excelente. Pero su tarjeta de crédito está seriamente dañada.

El eco de la risa de Karen resonó dentro del tazón de café.

—Bueno, te invito yo al desayuno. No quiero que por mi culpa te pongan en la lista de los sin crédito.

—Gracias por preocuparte de mis finanzas.

—Espero que me invites a más cenas y para eso necesitas tu tarjeta de crédito en buen estado.

—Siempre tendré un buen crédito para ti, si hay un final de noche como el de ayer para mí.

Karen soltó una risita.

—Viciosillo —sentenció—. Tú invítame; luego el destino y la suerte dirán.

—Esperaba un compromiso más firme.

—¿De un abogado? ¡Debes de estar bromeando!

Ahora fue él el que soltó una carcajada. Ambos siguieron comiendo.

«Tendría que haber aprendido más de la vida», pensó Jaime. «Con un divorcio a cuestas y varias relaciones sentimentales antes y después, no debiera estar enamorándome así.» Se sentía como un colegial y más enamorado que la primera vez que amó. Éste debería de ser un mal que, como el sarampión, pasara con la edad, pero ahora, con casi cuarenta años, estaba como loco por esa coqueta que él intuía sumamente peligrosa. Y la sensación de peligro lo enloquecía más.

Pero algo sí había aprendido con los años: una felicidad plena como la que ahora sentía era un regalo de Dios infrecuente, y era pecado desaprovecharla. En aquella mañana él era intensamente feliz, y sabía que debería luchar mucho ere el futuro para conseguir más instantes como aquél.

Pero ahora, y hoy, eran momentos únicos. Miró cómo el primer rayo de sol traspasaba los entelados cristales. Olió el tocino y el café. Se extasiaba con el sonido de la voz de aquella mujer. Su sonrisa, la sonrisa de Karen, era mejor aún que el sol en la fría mañana. Y buscando espacio en la abarrotada mesita, capturó su mano y ella aceptó la caricia. Y al contacto de las manos se unió el de las miradas. Jaime sintió que las puertas del cielo se abrían y que una oleada de esa plena, infrecuente, embriagadora felicidad los envolvía.

Cruzaron Bakersfield y tomaron la 178 hacia Sierra Nevada. Al poco, a la izquierda de la carretera apareció el río Kern; luego los carteles anunciando la entrada del Bosque Nacional de los Secuoyas.

Siguieron un tiempo el curso del río, paralelo a la carretera, y Karen indicó a Jaime una zona de aparcamiento donde ya había un buen número de coches.

—Vamos, hay que andar un poco.

Se pusieron los chaquetones y guantes, y se sumergieron en la fresca mañana. Karen tomó un sendero ancho entre los altos árboles y avanzó como quien conoce bien el camino; Jaime, cogido de su mano, sentía el vértigo de la altura de los gigantes. Los rayos del sol y los ruidosos pajarillos jugaban allá arriba, a cincuenta metros de sus cabezas.

En un recodo tiró de ella hasta detrás de uno de los enormes troncos. Karen se dejó llevar y, abrazados, se besaron sobre el suelo del gran bosque. Lo que apenas hacía catorce horas era una fantasía resultaba ahora fácil. Pero él quería más.

—Vamos, Jaime, llegamos tarde —le cortó ella—. Y no nos van a esperar.

Jadeantes, soltando vapor por la boca al aire cristalino de la sierra y alegres, reanudaron el camino a paso rápido.

Al rato, tomando un caminito estrecho, llegaron a un claro entre los árboles más altos y allí se encontraron con unas cincuenta personas. El grupo charlaba, reía y tomaba café de varios termos gigantes. Mas allá se veían los todoterreno que sin duda habrían acarreado los suministros.

Karen fue recibida con numerosos y cálidos saludos, y empezó la sesión de presentaciones. A Jaime le ofrecieron un café, y un hombre llamado Tim le empezó a hablar sobre aquellos maravillosos árboles, mientras Karen entraba en una animadísima conversación con un grupo de tres mujeres que la acogieron con grandes muestras de entusiasmo y exclamaciones. Pasados unos minutos, Karen dejó de hablar y, acercándose a Jaime, le señaló a un hombre que, sentado y apoyado contra uno de los árboles, se dirigía a un grupo de unas diez personas que escuchaban con atención.

Era Peter Dubois, y parecía como si sólo hablara para los que estaban alrededor, pero en pocos momentos las conversaciones se apagaron y todo el grupo escuchaba.

—Es Peter, algunos le llaman «Perfecto» —le dijo Karen en voz baja—. Pero él prefiere que se le llame «Buen Hombre» o «Buen Cristiano». Así es como nosotros llamamos a los que tienen los conocimientos para enseñar y ayudar a los demás.

—A pesar de que alguno de estos gigantes que nos rodean tiene más de dos mil años, nuestra tradición es más antigua —decía Dubois—. Arranca de los tiempos bíblicos, pero casi la totalidad viene de las enseñanzas de Cristo, de la sabiduría del Cristianismo primero, del aprendido de la fuente original y transmitido en el Evangelio de san Juan. Las palabras de Cristo fueron mutiladas con el paso del tiempo, escondidas y censuradas por los que han usado la religión como una forma de someter al individuo. Somos depositarios directos de la herencia de los buenos cristianos. De aquellos que en el siglo XIII querían leer directamente de la Biblia y de los Evangelios para conocer la palabra primera y rechazaban las versiones oficiales. De los que no aceptaron los poderes y posesiones terrenales de la Iglesia por creerlos fuente de corrupción y de interpretación interesada de la palabra divina en favor de los poderosos de la tierra. De aquellos cristianos a los que los inquisidores católicos llamaron cátaros. De los que creían en la igualdad de la mujer frente al hombre y de unos hombres frente a los otros. De aquellos cristianos que creían en la reencarnación múltiple del individuo hasta que éste aprendía a vencer sus debilidades, venciendo así al Dios malo y al demonio.

Su voz se alzaba entre los árboles y subía al cielo. A Jaime, el bosque se le antojó una enorme catedral gótica. Dubois era un Predicador medieval. Estaban en otro tiempo, en otro lugar.

—Contra ellos se inventó la Inquisición y las Cruzadas de unos cristianos contra otros cristianos. Y fueron quemados en hogueras, exterminados. Sus posesiones fueron para otros. Sus patrias invadidas. La libertad murió entonces. Hará ochocientos años.

» Pero ellos sabían que volverían, y que serían mejores cuando volvieran, porque las almas evolucionan con el tiempo en su camino hacia la perfección.

» Nosotros somos sus descendientes espirituales y, aunque nuestras creencias hayan evolucionado, continuamos por su mismo camino.

» Amigos que os reunís con nosotros por primera vez, os invitamos a andar juntos el camino. El de la verdadera libertad. La libertad de la mente. Y la del espíritu.

Dubois calló, y por un momento el único discurso fue el del viento y los pájaros.

Luego otra voz se levantó en el claro. Era Kevin Kepler, al que Jaime no había visto antes. Estaba sentado a unos metros de Dubois.

—Lo que sí te pedimos es tu compromiso inmediato por la lucha hacia nuestro objetivo y la aceptación de nuestras normas. Y esa aceptación requiere una disciplina. Somos muchos y comprometidos. Tenemos algún poder ya, y el deber de usarlo para luchar por la libertad de la mayoría. Sí, por la libertad última, la libertad de pensamiento. Esa libertad se ve continuamente amenazada por grupos integristas de distintas tendencias que quieren imponer su creencia por la fuerza.

» A nosotros no nos importa qué religión defiendan, si siguen a Cristo, a Mahoma o a Confucio. Todos los que quieren imponer su credo como único válido, sin darle al individuo el derecho a comparar con ideas contrarias, son iguales, dañan a la persona robándole su libertad y retrasan su evolución hacia un ser mejor. —Kevin hizo una pausa y el grupo continuó silencioso—. Bienvenidos los que no nos conocíais; os invito a quedaros en nuestro grupo. Muchos lo haréis, porque los amigos que os invitaron saben que buscáis algo y que es muy probable que hoy lo encontréis. Si así es, estamos muy felices con vuestra llegada y os acogemos con alegría.

» Si no es así, también nos alegramos de que hayáis venido y os deseamos un feliz día de excursión. Sabed que cuando el camino de la vida os lleve a pensar de forma parecida a la nuestra, continuaréis siendo bienvenidos. —Hizo una pausa y sonrió—. No más sermones por hoy, sólo charlas de amigos. Y ahora, la comida.

23

—Ella miente, Andy —repitió Daniel Douglas.

—Puede ser, no dudo de tu palabra, pero ¿qué pruebas tienes?

—Andrew Andersen, el presidente de Asuntos Legales de la Corporación, sentado detrás de su mesa de escritorio, se apoyó en su sillón mientras alisaba su pelo rubio canoso con la mano.

El hombre vestía pantalón blanco, zapatos náuticos y jersey azul marino; parecía que iba o venía de una regata.

Al otro lado de la mesa, en pantalones vaqueros y jersey, se sentaban Douglas y Charles White, el presidente de Auditoría y Asuntos Corporativos.

La tercera silla, ahora vacía, había estado ocupada hasta unos minutos antes por Linda Americo.

Por alguna razón Andersen había querido poner su mesa como barrera, distanciándose de sus interlocutores, cuando generalmente usaba una mesa de cristal redonda situada en la otra sección de su despacho, donde las conversaciones tenían un aire más informal e igualitario.

—¡Por favor, Andy! He trabajado para la Corporación, con total fidelidad, durante quince años. No ha habido ninguna queja de mí, ni en lo profesional ni en lo personal. —Douglas estaba sentado en el borde' de su silla y miraba alternativamente a los otros dos—. Al contrario, hasta el momento todo han sido elogios y ascensos, y desempeño mi trabajo como vicepresidente a total satisfacción de mi jefe. ¿No es así, Charles?

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