Read Los muros de Jericó Online
Authors: Jorge Molist
—Sí, cierto. Cierto. Es su obligación —contestó Davis con una mueca que quería ser el inicio de una sonrisa—. Pero no es su trabajo habitual, y asume usted riesgos personales.
—Bien. Admito que me encantaría que se hiciera justicia con los asesinos de Linda. —Hizo una pausa y habló con lentitud— Y que no rechazaría un ascenso.
—No corra tanto —le cortó Davis con una sonrisa más lograda que la anterior. Era obvio que la respuesta le gustaba; era el lenguaje que el viejo entendía y al que estaba acostumbrado—. Ahora, basta de ese asunto. Quiero verle a las tres de la tarde. A ti también, Andrew.
Davis se levantó y, seguido por Gutierres, salió de la habitación sin despedirse.
—¿Qué tal, forastero? —ironizó Laura al verlo—. Creíamos que te había secuestrado una inglesita.
—Estoy bien. ¿Y tú? —respondió Jaime entrando en su despacho.
Laura le siguió dentro.
—Tienes una larga lista de llamadas pendientes y no has leído los mensajes de tu correo electrónico.
—Sí. Lo sé. He estado muy ocupado.
—Pues tu jefe no ha dejado de preguntar por ti. Quiere que lo llames de inmediato.
—Ya dije que un familiar tuvo un accidente. —A Jaime no le importaba ya demostrar el menosprecio que sentía por White—. ¿No le basta?
—Por lo visto no. Ha telefoneado un montón de veces preguntando dónde estabas. Mejor le llamas.
—No te preocupes, Laura. Le veré muy pronto. —Jaime estaba seguro de que Davis los confrontaría en la reunión de la tarde.
Laura leyó la lista de las llamadas recibidas durante su ausencia, resumió la correspondencia pendiente y otros asuntos menos urgentes. Pero para Jaime nada había más urgente o importante que lo que ocurriría en la tarde.
—Te veo ausente, jefe. ¿Seguro que todo va bien? ¿Te puedo ayudar en algo?
—No, gracias, Laura. De momento todo bien.
—¿No será de verdad un asunto amoroso? ¿La inglesita? —Laura lo miraba con picardía, levantando su labio superior.
—Bueno. Quizá haya algo de eso y de otras cosas. Pero no me interrogues ahora. Ya te contaré. Debo irme.
—¿Irte, Jaime? White se pondrá furioso si sabe que te has ido sin hablar con él.
—Pues no le digas que he venido.
—¿Y si me pregunta? ¡No querrás que mienta!
—Pues sí, miéntele. ¡Hasta luego!
Jaime salió de inmediato del edificio; condujo hasta Ricardo's para comer una pizza de reparto con Karen y Ricardo y relatarles lo ocurrido. Luego regresó directamente al salón donde había estado por la mañana y tuvo que soportar media hora de retraso, una espera interminable, antes del inicio de la reunión.
—La muestra de información que hemos comprobado es correcta. —Davis hablaba serio, calmado—. Es un caso muy grave de fraude. Usted dijo que hay mucho más. Que se trata de un complot orquestado por una secta y que los asesinatos de Steven y de Linda forman parte de la trama en la que están involucrados altos directivos de la Corporación. ¿Se reafirma en lo dicho?
—Sí, aunque no tengo pruebas directas contra dichos directivos en lo que se refiere a los asesinatos.
—Sin embargo nos dará todos los nombres, ¿verdad? —intervino Gutierres.
—No. No daré nombres de los que no tenga pruebas fehacientes; no quiero demandas por calumnias.
—¿Qué me dice de su jefe, Charles White? —continuó Gutierres.
—Su implicación en el fraude es evidente, y las pruebas están sobre la mesa.
—Bien. No perdamos más tiempo. Que pase White —dijo Davis.
Gutierres salió y entró al poco con White, y le indicó que se sentara a uno de los extremos de la mesa.
White, pálido, miraba en silencio a los presentes con sus ojos azules desvaídos, inexpresivos y que ahora parecían muertos, opacos. Cuando vio a Jaime, no dijo nada.
—Charles —empezó Davis—, Berenguer ha presentado documentos que prueban un fraude en los estudios Eagle por el que me han robado millones de dólares. Daniel Douglas, tu director de auditoría, al que despedimos por acoso sexual, está implicado, y Linda Americo, la chica que lo denunció, fue asesinada en Miami cuando recopilaba las pruebas. Todo apunta a tu implicación en el robo, ya sea de forma directa o encubriéndolo. Quiero escuchar tu versión.
—En mi vida he participado en fraude alguno —repuso White aparentemente tranquilo—. Te están engañando. Linda, junto con Berenguer, pertenecía a una secta llamada los cátaros. Otros empleados como Karen Jansen y su jefe, aquí presente, Andersen, también son cátaros. Quieren tomar el control de esta compañía. Pretenden hundirme con calumnias y que Berenguer sea ascendido para así ganar mayor control sobre la Corporación. Este hombre —señaló a Jaime con su dedo índice— desapareció hace unos días, supongo que para preparar esta falsedad. Si aquí hay una víctima de un complot, soy yo. Pregúntale a Berenguer, y que niegue, si se atreve, que pertenece a la secta cátara.
—Es una defensa absurda —afirmó Jaime, sintiendo cómo ahora todas las miradas recaían en él—. Las irregularidades ocurrieron en producción, donde yo no tengo responsabilidad ni acceso. Si yo hubiera participado en el complot, éste afectaría a las áreas de distribución.
—Estabas de acuerdo con Linda —repuso, rápido, White elevando la voz—. Ella sí tenía acceso a producción y te tenía a ti de maestro. Vosotros organizasteis el fraude y ahora me acusáis a mi. Ése es el complot. ¡Responde! ¿Era Linda cátara? ¿Lo eres tú? Responde: sí o no.
—¡Qué tontería! —repuso Jaime logrando mantener la calma a pesar del ataque—. Linda fue asesinada por investigar el fraude, y las pruebas que obtuvo son concluyentes: te implican a ti y a los de tu secta de los Guardianes del Templo. No te pongas en ridículo defendiéndote como gato panza arriba. Esto ha terminado.
—No quiere contestar —dijo White mirando a Davis—. Pertenece a una secta que busca controlar la Corporación —luego miro a Jaime—. ¡Responde de una vez! Di, si te atreves, que no eres de la secta de esos cátaros que fueron quemados por herejes en la Edad Media. ¡Reconócelo!
—No estamos en la Europa de la Edad Media, sino en Estados Unidos de América y en el siglo XX. No tengo por qué responder a esa pregunta ni lo haré.
—¿Lo ves, David? Tiene mucho que ocultar. —Y volviéndose acusador hacia Jaime añadió—: Lo preparaste todo durante esos días que no viniste a la oficina, ¿verdad?
Jaime lanzó una mirada a Davis, que observaba el enfrentamiento con ojos chispeantes. No contaba ni con un contraataque tan enérgico ni con el aplomo mostrado por White, pero cuando se disponía a replicar Davis cortó con voz potente:
—Basta ya de mierda, Charles. Llegas tarde; Andersen me lo ha contado todo y Berenguer ha traído las pruebas: tú y los tuyos sois culpables de robo, encubrimiento y seguramente de asesinato. No me importa la religión de los que trabajan conmigo; cátaros, judíos, budistas o católicos, mientras no se asocien para cometer delitos, tienen derecho a juntarse entre ellos cuando quieran.
Jaime miró aliviado a Andersen; le había dado la impresión de que se estaba escondiendo, dejándole a él solo para que diera la cara y corriera los riesgos. Ahora comprendía que, después de la reunión de la mañana, había hablado a solas con Davis y le había contado lo suficiente sobre los cátaros para prevenir el tipo de ataque que White intentaba a la desesperada.
—Pero, David… —masculló White, notando ahora que todas las miradas que convergían en él se habían tornado hostiles.
—Pero nada, cabrón de mierda —interrumpió Davis, que aguardaba a que White hablara para cortarle, con el gesto sádico del gato que juega con su presa indefensa, esperando un movimiento para asestarle el siguiente zarpazo—. Me has traicionado, hijo de puta. Me has robado. Y habéis matado a mi mejor amigo. —Davis guardó silencio.
—Te han engañado. —Los ojos de White estaban desorbitados—. Quieren hundirme. Tienes que darme la oportunidad de defenderme…
—¡Defenderte! —gritó Davis—. ¡Aquí tienes las pruebas! ¡Defiéndete si puedes! —Y arrojó en la mesa los dossiers mientras nombraba los casos de fraude más importantes y las compañías implicadas.
—Si ha habido un fraude, yo no tengo nada que ver. —El hombre hablaba ya sin convicción.
—Es imposible que esto haya ocurrido sin que tú lo supieras ¡Completamente imposible! —Ahora el viejo bajó la voz a un susurro—. Tú me tomas por tonto, y yo estoy mirando a un muerto. Ya huelo tu cadáver.
Jaime pudo ver cómo, antes de responder, su jefe lanzaba una mirada temerosa a Gutierres, que lo contemplaba con rostro impasible.
—Por favor, David. Te equivocas. —Con los ojos húmedos tembloroso, White había perdido su seguridad de repente, parecía presa del pánico, a punto de derrumbarse. Su mirada, baja, no resistía la de Davis y su vista se perdía en algún punto de la mesa.
Jaime, que siempre lo había visto frío y seguro de sí mismo, estaba desconcertado, sorprendido. Había oído historias de lo duro que podía ser Davis, pero jamás antes, tuvo ocasión de presenciarlo: el viejo mostraba sus dientes y los ojos le brillaban con alegría siniestra. De pronto a Jaime se le antojó un monstruo antiguo y amenazante salido de un pasado de hacía ocho siglos.
—No me equivoco, cabrón, no me equivoco. Pero seré generoso: te ofrezco un trato para que salves tu piel.
White levantó sus ojos diluidos y miró a Davis con esperanza.
—Si me cuentas todos los detalles de la conspiración y me das los nombres de mis empleados infieles, indicando su nivel de responsabilidad, irás a la cárcel, pero al menos salvarás el pellejo.
—No puedo —dijo White, con voz tenue, al cabo de unos instantes.
Jaime sabía que no podría denunciar a la secta. Davis no perdonaba, pero los Guardianes tampoco.
—Sí puedes. —El instinto negociador de Davis afloraba—. Si la información es correcta y de calidad, quizá te consiga un pasaje para el extranjero; te librarías de la policía y de tus propios amigos.
White no respondió. Su cabeza estaba baja y hacía leves movimientos negativos con ella.
—Bien. Tienes veinticuatro horas para pensarlo —le dijo el viejo al cabo de un rato—. Quiero verte aquí mañana a las cuatro y media. Ve a tu casa y no salgas de ella hasta que vayamos por ti. Deja tus llaves, tarjetas y códigos. No pases por tu despacho ni cojas el coche de la compañía. Obviamente estás despedido. Gus. —Gutierres se incorporó—. Llévatelo fuera y que dos de tus hombres lo conduzcan a su casa. —Davis se dirigió de nuevo a White, que se levantaba—. Te quiero mañana aquí con toda la información. Ahora sal de mi vista.
—David —le dijo Andersen cuando hubieron salido—, creo que lo más prudente es entregarlo ahora mismo a la policía. Nos evitaríamos complicaciones.
—Sí, pero nunca jamás tendríamos la lista de todos los implicados en el asunto. Quiero saber quiénes son. No, Andrew; lo haremos a mi manera.
—Corremos el riesgo de que se fugue, que invente algo nuevo, que se comunique con los suyos —intervino Jaime, al que no le hacía ninguna gracia que White anduviera suelto por ahí.
—No se preocupe, Berenguer. —Davis sonrió enseñando unos dientes amenazadores—. No podrá escapar. No se atreverá siquiera a salir de su casa.
—Bueno —contestó Jaime imaginando lo que eso podría implicar.
—Ahora hablemos de usted —continuó Davis—. Tengo aquí la hoja de la última evaluación que White le hizo. Es francamente buena. He decidido que efectivo de inmediato ocupe usted su puesto. De momento no habrá ningún anuncio oficial y su prioridad será obtener toda la información posible sobre el complot. Póngase en marcha ahora mismo. Cooper y los de finanzas le ayudarán en todo lo que necesite.
» Usted y Andersen se coordinarán con el inspector Ramsey; cuéntenle lo que sepan que pueda ayudar en la investigación del asesinato de Steven. Estoy seguro de que Beck, el agente especial del FBI, acudirá a verlo tan pronto como se entere del asunto. Trátelo con cortesía, pero no le dé muchos detalles. Washington sabe de inmediato lo que éste sabe y no quiero a Washington sabiendo demasiado. —Davis se levantó, dirigiéndose a la puerta sin esperar respuesta de Jaime a su nombramiento.
Jaime pensó rápido. Aquel final era mucho mejor de lo que él había podido imaginar. ¡La batalla estaba ganada! Sintió el dulce sabor de la victoria. Pero múltiples pensamientos le asaltaban.
—Señor Davis.
—¿Qué? —Davis estaba ya en la puerta y se giró.
—Deseo conservar a mi secretaria.
Davis lo miraba como si hubiera dicho una gran tontería.
—Berenguer, en su nueva posición debe aprender a no importunarme con detalles obvios. Háblelo con Andrew Andersen. —Y salió.
Jaime se quedó mirando la espalda de Davis mientras Andersen y Cooper le tendían la mano felicitándolo. Viejo, encogido y aferrado desesperadamente al poder como un heroinómano a su droga, pensó. De pronto algo se le hizo evidente.
—Pero yo te conozco —murmuró entre dientes—. De hace mucho, mucho tiempo.
—¡Padrísimo! ¡Ganamos! —El júbilo de Ricardo se transmitía a la perfección a través del hilo telefónico, y Jaime pensó que hacía siglos que le debía una victoria—. Esta noche lo celebraremos en grande; le pediré a Karen que invite a algunos de esos cátaros cantamañanas para una fiesta.
—De acuerdo, Ricardo, pero no hasta tarde. No quiero empezar mi nuevo empleo con mal pie.
—Felicidades, don Jaime. —La voz de Karen sonaba cálida y en español—. Te quiero.
—Y yo a ti. Muchísimo —contestó Jaime, sorprendido, en inglés—. No sabía que hablaras español. ¿Dónde lo has aprendido?
—Con Ricardo, esperando tu llamada.
—Gracias por el detalle, pero no confíes en Ricardo como maestro. Si quieres conocer mi lengua materna, mejor te la enseño yo personalmente.
Karen rió.
—¡Bromeas! —exclamó Laura.
—No. Acaba de ocurrir hace unos minutos allí arriba, en el Olimpo donde habita Davis.
—¡Qué mal nacido ese White! ¡Pobre Linda!
—Por el momento guárdalo como la confidencia de una secretaria. ¿OK? No tenemos aún pruebas que relacionen a White con el asesinato.
—Pero al menos podré contar lo de tu ascenso.
—Lo mío sí, aunque no es oficial aún. Y lo tuyo también. Te vienes conmigo.
—¿De verdad?
—Absolutamente. Tú y yo somos un equipo.
—¡Fabuloso, jefe! ¡Gracias por la promoción! —gritó Laura cogiéndole del cuello y dándole un beso en cada mejilla. El tercero fue largo y en los labios. Luego se separó de él mirándolo con sonrisa pícara—. Bien, ahora hablemos de temas serios. Más responsabilidad, más dinero. ¿En cuánto me vas a subir el sueldo?