Los muros de Jericó (47 page)

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Authors: Jorge Molist

—Gracias por recibirme tan rápido. —El tono de Beck se había tornado oficial, y sacando una pequeña libreta y un lápiz se dispuso a tomar notas—. La situación ha cambiado mucho desde la última vez que nos vimos. Ahora Ramsey está con Davis interrogando a White en la planta de arriba, y acordamos que, mientras tanto, yo avanzaría con usted. Para empezar, ¿me puede explicar de dónde obtuvo la información sobre el fraude que White orquestó?

Un tipo incisivo, rápido, pensó Jaime antes de responder:

—No digo que White fuera el cerebro del fraude, sino que era parte de él. Hay un extenso grupo organizado detrás de ese asunto y del asesinato de Kurth.

—Interesante. Dígame, ¿de qué grupo se trata?

—Es una secta radical, denominada los Guardianes del Templo, que pretende controlar la David Communications; el fraude y el asesinato son simples pasos hacia dicho control.

—Bien, pero no ha respondido a mi pregunta. —La sonrisa en la cara del agente mitigaba la presión—. ¿De dónde obtuvo la información?

—Una amiga mía la recopiló, pasándomela antes de morir.

—¿Se refiere usted a Linda Americo?

—Sí. ¿Cómo lo sabe?

—Sé mucho sobre el caso, Berenguer, llevo tiempo estudiándolo. Y también sé que usted, Linda y otros más pertenecen a otra secta; se autodenominan «buenos cristianos», aunque histórica y popularmente se les conoce como cátaros. Está claro que en nuestra anterior entrevista no nos dijo usted toda la verdad. —Ahora su semblante era serio y lo miraba escudriñándolo con sus ojos azules.

—No es una secta —protestó Jaime—. Es sólo un movimiento filosófico y religioso.

—¿Ah, sí? —Los ojos de Beck brillaban—. Entonces ¿cómo es que se han tomado el trabajo de probar que existe un fraude dentro de la Corporación y que hay otra secta implicada en ello? Parece que su movimiento filosófico no se contenta sólo con lo espiritual, también se mezcla en las intrigas de este mundo.

—¿Qué hay de malo en denunciar el delito?

—Denunciar delitos no es la misión de un grupo solamente religioso. Mi especialidad en el FBI es el seguimiento de las actividades de las sectas. Como puede imaginar, es un trabajo muy confidencial; mientras no cometan delitos, nuestra Constitución no sólo protege a cualquier grupo de lunáticos, sino también la identidad de sus integrantes. —Beck, apoyado en el respaldo de su silla, observaba a Jaime y sonreía con suficiencia—. Usted no se da cuenta, pero ha sido captado por una secta que lo utiliza y cuyos fines no son sólo espirituales; también persiguen el poder terrenal.

Jaime empezaba a inquietarse. Aquel hombre resucitaba sus peores temores.

—Usted ha dicho que, de no cometer delito, cualquier creencia religiosa está protegida por nuestra Constitución. Los cátaros no han cometido delito alguno.

—Pero lo utilizan a usted. ¿Cómo lo captaron? ¿Alguna bella mujer lo sedujo? ¿Qué tal esa Karen Jansen? A su compañero Daniel Douglas le ocurrió lo mismo con Linda Americo. ¿Lo recuerda?

Jaime sintió la boca seca y una punzada en las tripas. Esas dudas ya las había sufrido con anterioridad, logrando acallarlas; pero ahora que ese hombre abría la herida de nuevo, el maldito dolor regresaba.

—¿O quizá usaron su sistema de hipnosis para hacerle creer que usted fue un cátaro antiguo? —continuó Beck después de una pausa durante la cual estudió las reacciones de Jaime—. ¿No es asombroso cómo logran hacerle creer que se ha reencarnado? Tienen un sofisticado sistema de implantación de vivencias inventadas. ¡Qué bonito artilugio de control sobre los demás! Y lo usaron con usted, ¿no es cierto, Berenguer?

Jaime no contestó, sentía la sangre subiéndole a la cabeza. ¿Le habrían engañado en todo como sugería ese hombre?

Al cabo de unos momentos de silencio, viendo que Jaime no hablaba, Beck continuó:

—Lo están usando para sus fines y luego intentarán engañar a muchos más. Pero la justicia los detendrá. Nosotros los detendremos. Necesito su colaboración.

—¿Qué quiere de mí?

—Quiero que me dé las llaves, las claves secretas y la ubicación de la entrada escondida del lugar que llaman Montsegur. El FBI precisa de su ayuda para encontrar pruebas que demuestren que los cátaros son una secta peligrosa; que actúan ilegalmente y que le engañaron a usted
y
a muchos más.

—¿Que le dé las claves secretas? —Jaime estaba asombrado por lo mucho que el FBI sabía sobre los cátaros—. ¿Quién le ha dicho que yo conozco tal lugar? Y si existe, ¿por qué no le pide a un juez una orden de registro?

—Sabemos que usted ha estado allí. Y usted sabe que ha sido utilizado por los cátaros para que les ayudara a lograr sus propósitos. —El tono del hombre era amistoso—. Ayúdenos. Se trata de una operación encubierta; no podemos ir aún a un juez. Necesitamos pruebas y las obtendremos en Montsegur. Usted no debe ninguna fidelidad a esa gente. Le han engañado. Esa Karen es la amante de un tal Kevin Kepler; a usted lo ha seducido para utilizarlo y luego lo abandonará. Ayúdenos a probar que usan métodos ilegales y los meteremos en la cárcel.

Jaime sintió que su triunfo del día anterior se desvanecía de repente; Beck había hecho al fin diana y lo hería en sus dudas más profundas. Sentía un sufrimiento hondo e insoportable. ¿Lo utilizaba Karen?

Un odio rencoroso hacia aquel individuo, que destrozaba sus ilusiones, creció en él. No podía ser; él no renunciaría a su felicidad tan fácilmente. Intentó pensar. No todo encajaba aún en la historia.

—¿Cómo sabe eso, Beck? ¿De dónde ha sacado la información?

—No importa ahora. En el FBI tenemos muchas fuentes. Ya le he dicho que soy especialista en el estudio de sectas y llevo tiempo detrás de los cátaros. Es muy probable que fueran ellos los de la bomba contra Kurth. Déme lo que le pido, Jaime. Karen se está acostando con Kevin a sus espaldas. Le hará bien saber toda la verdad y ver que los que se han burlado de usted, utilizándolo como a un muñeco, se llevan su merecido.

—No sé de qué me habla, Beck. —Jaime sentía la punzada en el estómago convertirse en dolor—. Vaya usted al juez y que le dé una orden de registro. Lo que usted propone es ilegal.

—No es ilegal si usted nos acompaña. Ayúdeme y se alegrará de hacerlo.

—Le he dicho que no sé de qué me está hablando.

—Miente usted, Berenguer, es un estúpido al que engañan. —Beck hablaba ahora con tono autoritario. Luego consultó su reloj de pulsera—. Mire, no tengo tiempo que perder. Déme las llaves y los códigos. Si no, usted será acusado junto con los otros.

—¡Váyase al diablo! —estalló Jaime, que sentía su dolor transformarse en cólera contra aquel hombre—. Y salga de aquí de inmediato. No tengo por qué aguantarle esa mierda.

—Se pone usted difícil, Berenguer. —Beck sonreía—. Si no me cree, le voy a ofrecer una prueba definitiva.

—¿Qué prueba?

—Llame a su secretaria, que venga un momento.

—¿Laura? ¿Por qué razón debiera llamarla? ¿Por qué razón debiera hacerle caso alguno a usted?

—¿Teme la verdad? ¿Prefiere vivir engañado? Por favor, llámela. —Beck le hablaba ahora con suavidad y acentuaba su sonrisa.

Jaime decidió aceptar el reto y levantándose de la mesa de conferencias pulsó el teléfono para llamar a su secretaria. Laura apareció en la puerta casi de inmediato.

—¿Ha llegado la señorita Jansen? —preguntó Beck a Laura.

—Está esperando fuera.

—¿Karen? —Jaime se asombró—. ¿Qué hace Karen aquí?

—Me he tomado la libertad de llamarla en su nombre —dijo Beck—. Estaba seguro de que usted querría saber la verdad. —Luego Beck se dirigió a Laura—. Por favor, dile a la señorita Jansen que pase.

97

Gutierres observaba a White con atención. Había algo que no le gustaba, algo iba mal; radicalmente mal. White había llegado puntual a la cita de las cuatro y media. Cómo no. Tres pretorianos lo habían recogido en su casa para conducirlo a la Corporación. De hecho, habían establecido turnos de guardia noche y día para evitar que White escapara. Tres hombres vigilando todas las salidas posibles. Tuvieron algún problema inicial con el servicio de vigilancia privado de la lujosa urbanización donde White tenía su casa. Nada que el nombre de Davis, un poco de intimidación y una buena propina no pudieran solucionar.

Se alegraba de que White hubiera obedecido a Davis no saliendo de casa. De lo contrario, sus hombres se lo habrían impedido. Lo cual era ilegal y, aunque Gutierres no tenía un excesivo respeto a las leyes, sabía que debía ser cuidadoso para evitar problemas.

Pero su preocupación no procedía de aquella pequeña ilegalidad. White había cambiado, no era el del ayer. Al hablar, el hombretón movía sus grandes manos en gestos amplios. Sus ojos desvaídos no rehuían la mirada como en el día anterior. Y se mostraba seguro.

—Insisto en que todos los documentos que Berenguer trajo ayer son falsos —decía—. Si alguien ha estado robando a la Corporación, han sido los cátaros.

—¿Cómo me sueltas eso? —replicó Davis airado—. Las pruebas son irrefutables, la documentación es auténtica.

—Debe de haber un error.

—Bob. —Davis se dirigía al presidente de Finanzas—. Tu revisaste los documentos. ¿Qué dices?

—No hay la menor duda. La documentación es de primera mano.

—Insisto en que yo no tengo nada que ver con esto y se me está difamando.

—¡Ya basta, Charles! —intervino Andersen—. Habla de una vez, confiesa la trama. David te permitirá salir de ésta sin cargos. Es una oferta generosa. De lo contrario, tenemos al inspector Ramsey esperando en la sala contigua para que te detenga. Luego te machacaremos en los tribunales y nadie te librará de una larga estancia en la cárcel.

—Sucio cátaro —repuso White con desprecio, y miró a otro lado.

Algo no funcionaba, volvió a pensar Gutierres. Esa arrogancia; White estaba demasiado seguro de sí mismo. Repetía una y otra vez que era inocente, que los Guardianes no existían, y no lograban sacarle nada. El miedo del día anterior se había disipado. ¿Por qué?

98

—Gracias Mike, puedes retirarte —le dijo Beck al guarda de seguridad que acompañaba a Karen—. Por favor, Laura, quédate con nosotros. Señorita Jansen, mi nombre es John Beck y soy del FBI. Me gustaría que participara en nuestra conversación. Señoritas, Jaime, ¿quieren sentarse, por favor?

—Jaime, ¿qué ocurre? —preguntó Karen mientras se sentaban—. Me ha llamado un guarda diciéndome que necesitabas verme con urgencia. ¿Va todo bien?

—No estoy seguro; yo no te he llamado. —Jaime se dirigió a Beck, airado—. ¿Cómo se atreve usted a llamar a la señorita Jansen usando mi nombre y sin mi consentimiento? ¿Cómo se atreve a tutear a mi secretaria y a darle órdenes? ¿Quién se ha creído que es?

—Tranquilo, Berenguer. ¿No quería saber la verdad? Pues está a punto de saberla. Para empezar, sepa que Laura, su secretaria, pertenece también a la secta cátara. —Beck hizo una pausa para estudiar la expresión de Jaime—. Sorpresa, ¿verdad? Los cátaros lo han estado espiando durante mucho tiempo, desde antes de que conociera a la señorita Jansen; lo espiaron a través de su secretaria. Así sabían todo lo referente a su carrera profesional, sus datos personales, sus puntos débiles y cómo podían captarle para su secta. Y ésa fue la misión de la señorita Jansen, ¿no es cierto, Karen?

—Jaime, este individuo es un Guardián del Templo —dijo Karen, alarmada—. Estoy segura.

Jaime se sentía confuso; Laura, su secretaria, lo espiaba para los cátaros. Buscó sus ojos, pero ella mantenía la vista en Beck y sus miradas no se cruzaron. Luego sería cierto.

Karen tampoco negaba haberle captado para los cátaros y, a su vez, acusaba al agente del FBI de ser uno de los Guardianes.

Demasiada información, demasiadas sorpresas al mismo tiempo. Y demasiadas preguntas por hacer.

—Karen, ¿por qué no me contasteis que Laura era de los vuestros?

—Ya sabes que nos protegemos ocultando la identidad de nuestros fieles; ella tampoco supo que estabas con nosotros hasta ayer.

—Y así evitaron que conociéramos el papel que usted, Berenguer, jugaba en la intriga —intervino Beck—. El secretismo cátaro es ciertamente incómodo.

—¿Y cómo supo usted que Laura es cátara? —inquirió Jaime a Beck, que lo miraba sonriente.

—Sólo hay una forma por la que Beck puede saber que Laura es creyente cátara; que la propia Laura se lo haya dicho —interrumpió Karen—. Sólo Dubois, Kevin y yo misma lo sabíamos. Y sólo hay un motivo por el que Laura revelaría su pertenencia: que sea también de los Guardianes del Templo. ¡Es una doble agente!

—Es usted muy lista, Karen. Más que el señor Berenguer. No me extraña que lo pudiera usar a su antojo.

—¡Basta de esta mierda! —dijo Jaime poniéndose de pie de un salto—. ¡Beck! ¡Salga de inmediato de mi despacho!

—La verdad duele a veces; ¿no es así, Berenguer? Usted quería saber. Aquí tengo la última prueba y estoy seguro de que le interesará verla. —Beck se inclinó hacia la bolsa de deporte abriendo lentamente la cremallera. Luego sacó una pistola con el silenciador montado. Sonreía y apuntaba a Jaime—. Ésta es la última prueba. ¡Ahora siéntese estúpido! Laura, coge la otra pistola.

Jaime obedeció y Laura sacó un arma, también con el silenciador montado, de la bolsa y se colocó al lado de Beck.

—Laura está con nosotros desde siempre. Su padre era un buen Guardián del Templo. Laura se infiltró en los cátaros siguiendo nuestras instrucciones y ha sido nuestra baza secreta en este juego. Su posición en el Departamento de Auditoría era muy útil; permitía que apreciáramos desde fuera cómo funcionaba el sistema montado por White y Douglas. Sus informaciones tanto sobre la secta cátara como sobre lo que ocurría en la Corporación han sido claves. ¡Gracias, Laura! —Ella le sonrió—. ¡Ah! Y si yo me distraigo, no hay problema. El dossier que hoy he leído sobre Laura dice que es una tiradora de primera. ¿No es así?

—Aprendí con papá —informó ella con una nueva sonrisa.

—Está usted loco, Beck. ¿Qué piensa hacer? ¿Matarnos? No va a conseguir nada. Todos saben ya lo de su secta y tienen las pruebas del fraude; ahora White debe de estar confesando y dándole nombres a Davis. Están ustedes perdidos. ¿Cómo puede ser tan estúpido como para venir aquí con esas armas? ¿Por dónde cree que va a salir? Deje sus juguetes encima de la mesa, no haga tonterías.

—Es usted un patético ingenuo, Berenguer. Ya sé que matándolos sólo a usted y a la señorita Jansen no nos libraríamos del lío en que nos han metido. Hay que reconocer que nos pillaron por sorpresa. Pero ¿se cree que vamos a permitir que nos derroten? ¿Así, sin más? Nos han obligado a trabajar aprisa y hemos tenido que ensayar, esta misma mañana, nuestro plan de emergencia Pero ahora todo está listo y le contaré lo que ocurrirá: acosados por la investigación del inspector Ramsey, esta tarde, los componentes de la secta de los cátaros, en un movimiento desesperado asaltarán las plantas trigésimo primera y segunda del edificio central de la Davis Communications.

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