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Authors: Jorge Molist

Los muros de Jericó (22 page)

—Buenos días, Beck —le saludó el hombre al tiempo que de una mirada percibía la mano del agente que, dentro del chándal, se aterraba a las cachas del revólver—. Puede dejar su arma tranquila. Hoy no tengo intención de hacerle daño. —Gus Gutierres, también en atuendo de deporte insinuaba una sonrisa divertida y le hizo un gesto para que continuara corriendo.

—Buenos días, Gutierres. —Beck continuó su carrera, ahora con Gutierres al lado—. No esperaba visitas. Porque imagino que nuestro encuentro no es casual, ¿verdad?

—Claro que no. Ese tipo de asuntos prefiero tratarlos en el bar, pero no parece que usted visite tales lugares.

—Me ha estado vigilando.

—¿No se ha dado cuenta? ¡Bien!

—¿Qué quiere? —Beck empezó a acelerar el ritmo de su carrera; era una forma de relajar la tensión que la inesperada visita le provocaba.

—Desde la cena en el rancho no hemos vuelto a hablar, pero usted ha estado entrando y saliendo a su antojo de la Torre Blanca haciendo muchas preguntas. —Gutierres le seguía sin dificultad.

—Cierto. ¿Y?

—No le he impedido hablar con quien usted ha querido y preguntar lo que se le antojara. Sin embargo, usted no me ha dado ninguna información sobre las sectas que dijo estaban tomando posiciones de control en la Corporación. Y ha llegado el momento de que me dé los detalles.

—¿Y si me niego? —Beck se sentía molesto. El tono de Gutierres era demasiado perentorio, sin duda se le había pegado la arrogancia de su jefe. Y el hecho de sorprenderlo como lo había hecho corriendo en la madrugada, alarmándolo, escondía una amenaza intencionada. Gutierres le decía con aquello que podía apuntarle en la nuca cuando quisiera y se lo advertía sin verbalizarlo.

—Washington tendrá que buscarse a otro hombre. Será declarado
persona non grata
en la Corporación. Le prohibiré la entrada en nuestras instalaciones y el inspector Ramsey tampoco se esforzará en mantenerlo al día.

—No puede hacer eso. —Aceleró de nuevo el ritmo, ya muy veloz, de su carrera.

—Claro que puedo. Davis puede, luego podemos. —Gutierres se puso a su altura sin dificultades; no parecía que el esfuerzo afectara su capacidad de hablar.

—¿Qué quiere saber?

—Todo lo que usted sepa.

—Jamás le contaré todo lo que sé. La información es poder. —Beck se notaba jadeante.

—Bien. Déme algo que me satisfaga. ¿De qué secta hablaba la semana pasada en el rancho?

—Hablaba de los cátaros, pero también dije que no teníamos la certeza de que estuvieran implicados en el asesinato de Kurth. Sabemos que también hay creyentes de otras sectas infiltrados en su Corporación.

Beck redujo el ritmo de su carrera, no podía mantenerlo a la vez que la conversación; en cambio el pretoriano parecía poder hacer ambas cosas sin problemas. El maldito Gutierres se anotaba otro punto; tenía que aceptarlo, pero se dijo que ya encontraría una ocasión futura para ajustarle las cuentas.

—Los cátaros son una secta, que dice viene del siglo XII europeo, pero están surgiendo con fuerza en los últimos años aquí, en Estados Unidos. Ya tienen sedes en más de cuarenta estados. Creen en Cristo y en la reencarnación. Una mezcla muy comercial, que coincide con las tendencias de la
New age
, que está triunfando últimamente en el país y en California en especial. Se expanden rápido y continuarán haciéndolo.

—Déme nombres.

—Su jefe espiritual en California es un tal Peter Dubois y, aunque oficialmente es profesor de historia, es posible que sea su máximo líder religioso. Pero tienen una segunda faceta, más ideológica, más política; ésta la lidera un tal Kevin Kepler, un carismático profesor de sociología moderna en la UCLA. Gracias a él, el grupo se expande rápidamente en medios universitarios. El contenido ideológico que proponen parece inocuo, pero existe una parte hermética en la secta que es impenetrable y creemos que contiene planes concretos para la obtención de poder terrenal. Esos planes incluyen a su Corporación.

—Déme nombres de empleados nuestros.

—Tenemos sospechas, pero nada concreto. No le daré nombres sin tener la seguridad.

—No me ha dado suficiente información, Beck.

—Creo que tiene usted bastante material para trabajar, Gutierres. Averigüe usted y luego comparamos notas. Su sede oficial esta en Whilshire Boulevard, como Club Cristiano Cátaro. De acuerdo, ya nos veremos.

Sin añadir más, Gutierres giró acelerando su carrera hacia un coche de cristales oscuros que les seguía a distancia. Beck se detuvo y contempló, brazos en jarras y jadeante, la partida de Gutierres con la vista empañada por el vapor de su propio aliento. Las luces de la mañana crecían.

VIERNES
41

Por un lado la avenida está bordeada por edificios de los años veinte y treinta, en tonos pastel, que convertidos en hotelitos se ofrecen como restaurantes y lugares de copas y que, gracias a la personalidad del
art déco
, hicieron de la zona el emblema de Miami. La otra acera da a una ancha playa que limita la isla con el océano Atlántico.

Una multitud variopinta de turistas procedentes de todo el mundo, en mezcla dinámica con la fauna local, abarrotaba el paseo mientras un guitarrista callejero cantaba el ya clásico de Gloria Estefan
De mi tierra bella
. Aunque invierno, en aquella noche de viernes el clima era suave, invitaba a caminar, y la calle estaba atestada de coches circulando lentamente con sus luces puestas. La gente, a pie o en automóvil, era la protagonista de un variado espectáculo donde cada cual oficiaba a la vez de actor y de mirón.

Linda Americo y su equipo de auditores salían del restaurante cubano situado en el Ocean Drive de Miami Beach donde habían cenado. Se sentían relajados ya que por fin habían terminado su auditoría de la serie televisiva que los estudios Eagle rodaba en Miami y volvían, al día siguiente, a casa. Al viejo LA.

—Es un completo desperdicio meterse en el hotel con este ambiente. ¿Qué tal si vamos a tomar unas copas donde podamos mover un poco el cuerpo? —propuso Frank.

—Buena idea —aprobó de inmediato John—. Ya dormiremos mañana en el avión de regreso. Me han recomendado un par de lugares que están aquí mismo. ¿Os apuntáis, chicas?

—¿Por qué no? —dijo Dana—. Hemos trabajado todas las horas que tiene el reloj y el informe está casi listo. Nos merecemos saborear un poquito de Miami Beach. ¿No crees, Linda?

Linda había anticipado que esto ocurriría la última noche en Miami y también su respuesta.

—Desde luego que nos lo merecemos, Dana, se ha hecho un gran trabajo. Pero lo siento, yo he de ir al hotel —contestó con una amplia sonrisa.

—Vamos, jefa, no seas aguafiestas —repuso Frank—. Todo está bajo control, relájate. Danos un descanso.

—Vente con nosotros —le dijo Dana cogiéndola del brazo cariñosamente—. O vamos todos o ninguno. No me dejes sola con este par de pesados.

Linda rió con una alegre carcajada.

—Dana —repuso—, estoy segura de que no sólo lo vas a pasar en grande con ellos, sino de que vas a evitar que este par de brutos se metan en líos por acosar a alguna chica latina. Anda, ve y diviértete.

Linda tenía buenas razones para no quedarse. A pesar de que era un par de años mayor que Frank y de ser su jefe, éste se mostraba más cariñoso de lo normal y quizá intentara una aproximación en el plano personal. No quería quedarse en una situación de «dos parejas». Frank era un chico atractivo y simpático con el cual, en otra situación, a Linda no le hubiera importado incluso salir pero, luego de su
affaire
con Douglas, su nombre estaba por razones obvias en boca de mucha gente, y no podía permitirse ni siquiera el menor comentario que fomentara en la Corporación su fama de promiscua.

—Además —añadió—, me encuentro un poco cansada y aún tengo que trabajar aquí mañana. Tengo cita con el productor de la serie para que dé su versión, para el informe de auditoría, sobre las irregularidades que aparecen en la contabilidad y el sistema de decisión de proveedores. Y ya sabéis la fama de hijoputa que tiene el individuo; no será una entrevista fácil. Os deseo un buen viaje de regreso.

—Vamos, jefa. —Ahora Frank le cogía también del otro brazo—. No seas estirada y ven un ratito con nosotros. Sólo una copa. Media horita.

A Linda no le apetecía nada ir al hotel y la forma en la que Frank le había cogido el brazo le produjo un agradable estremecimiento; pero respondió:

—No, Frank. Ya sabéis que no soy estirada. Pero hoy no puedo, de verdad. Id y divertíos. Yo cojo un taxi y me voy al hotel.

—¡Por favor, Linda! —intervino ahora John—. No nos dejes solos. ¿Qué haremos sin jefa?

Linda soltó otra carcajada.

—Os vais a divertir como nunca, seguro. Ahora me voy. Pasadlo bien, os veo en Los Ángeles.

—Espera Linda —intervino de nuevo Frank—. Te acompaño. Que se queden éstos a tomar su copa.

Linda se dijo que bajo ningún concepto regresaría al hotel sola con Frank. No importaba en absoluto lo que pasara después; lo que importaba eran los sabrosos comentarios que la noticia generaría.

—No, Frank, de ninguna forma. Es tu última noche en Miami, diviértete. Te lo has ganado.

—No te dejaremos ir sola a estas horas de la noche —insistió Frank—. Me siento obligado a acompañarte. A mí no me importa tomar una copa solo en el hotel.

—¡Voy a volver sola, Frank! —aclaró Linda con tono enérgico, para luego suavizarlo con una sonrisa—. Si os sentís mejor, me podéis acompañar hasta el taxi.

42

—¿Puedo ayudarla en algo, señorita? —El recepcionista mostraba su mejor sonrisa de dentífrico.

—Despiérteme mañana a las siete, por favor. Habitación 511.

—Desde luego, señorita Americo —convino el hombre, una vez tecleado el ordenador y consultada la pantalla—. ¿Desea mañana el
Wall Street Journal
como de costumbre?

—Sí. Muchas gracias.

—Que tenga muy buenas noches, señorita Americo.

—Gracias, usted también.

El
hall
estaba concurrido en aquel momento; visitantes orientales, una pareja esperando el ascensor. Unos turistas de la tercera edad, ellos con pantalones claros de cuadros y ellas con una adaptación oxigenada de un peinado de los sesenta, salieron riendo del restaurante para dirigirse al bar. ¿Dakota del Norte o Dakota del Sur?, se preguntó Linda. Un hombre sentado en una de las butacas
art déco
color naranja pastel hablaba por un teléfono móvil y a través de los cristales biselados con cenefas del bar, que aparentaba lleno, un grupo parecía celebrar algo con grandes carcajadas.

Linda apresuró el paso al oír la campanilla del ascensor abriendo su puerta y se unió a la pareja que entraba; latinoamericanos identificó, y seguramente de luna de miel, dedujo por el aspecto acaramelado.

—Buenas noches —les deseó al detenerse el ascensor en la planta quinta, teniendo la seguridad de que realmente iban a disfrutar de una gran noche.

—Gracias —respondió la chica.

Linda empezó a andar sobre la moqueta de suave color verde pastel con ribetes naranja. ¿Dónde habría metido la tarjeta magnética que daba acceso a la habitación? Sí, la encontró allí, en el bolso. Un hombre joven, alto, rubio y vestido con traje y corbata venía por el pasillo en dirección contraria; se encontrarían a sólo unos pasos de la habitación de ella.

No le daba tiempo a entrar en la pieza y no quería tener la puerta abierta cuando el chico se cruzara con ella. Como no veía motivos para retroceder hacia el ascensor, continuaría por el pasillo para luego regresar a la habitación. Linda mantuvo la tarjeta en la mano, avanzando con paso decidido; al cruzarse con el hombre, apreció sus ojos azules y facciones regulares a pesar de una nariz algo aplastada. Le saludó con un breve «hola».

El hombre hizo un gesto de saludo con la cabeza mientras esbozaba una sonrisa torcida. Justo lo había rebasado cuando sintió un violento tirón; el individuo la cogía por atrás cubriéndole la boca con la mano. Y en el cuello, Linda sintió la mordedura fría de una hoja de acero.

—Pórtate bien y no te pasará nada —le dijo aquel individuo con una voz levemente ronca pero agradable. Acento de Nueva York. Fue el primer estúpido pensamiento que le vino a la cabeza—. Vamos a tu habitación —ordenó el hombre.

Linda intentó calmarse y pensar fríamente. El corazón le saltaba alocadamente en el pecho. No. La habitación no. Sería lo último que haría.

—Será mejor que obedezcas o te corto el cuello —le apremio con voz suave pero decidida—. Como grites, estás muerta. ¿Te portarás bien? —le dijo ahora como si ella fuera un niño pequeño.

Linda decidió aparentar que le obedecería y dijo sí con la cabeza.

—Así me gusta —aprobó el muchacho satisfecho—. Vamos, muévete.

Linda se dirigió a la habitación 515. Simularía que no funcionaba la tarjeta.

—Eso es un error, bonita. —La navaja le pinchó el cuello y ella echó hacia atrás para evitar la hoja; estaba segura de que le había hecho un corte. Al retroceder se encontró a sus espaldas, fuerte como un muro, el pecho del hombre—. Tu habitación es la 511.

¿Cómo sabe el número? ¿Qué querrá?, se preguntaba Linda, aún más asustada, mientras el hombre la conducía a su habitación.

—Ábrela—dijo.

En aquel momento Linda oyó la campanilla del ascensor. Pudo ver de reojo cómo alguien entraba por el pasillo. ¡Quizá fuera aquélla su única posibilidad! Fingió abrir la puerta colocando la tarjeta en la ranura y golpeó, con todas sus fuerzas, con el codo hacia atrás. Al dar en lo que calculaba era la boca del estómago del hombre, la navaja se separó de su cuello, y soltándose de una sacudida salió corriendo hacia la persona que llegaba.

—¡Ayúdeme! —le gritó.

Ella había visto aquella cara antes. ¡Era el hombre del teléfono móvil del
hall
! Se quedó quieto, como sorprendido. Luego, al llegar ella a su altura y antes de que Linda pudiera reaccionar, el individuo le propinó un fuerte bofetón que la hizo caer al suelo. Linda intentaba entender la nueva situación cuando sintió que con una cinta adhesiva la amordazaban y en unos segundos le sujetaron las manos a la espalda. Era algo frío. ¿Unas esposas?

A pesar de medir más de metro setenta y estar proporcionada en peso, la levantaron como a una pluma. El chico abrió la habitación con la tarjeta, y sin conectar las luces la empujaron hacia dentro. Linda tropezó, cayendo al suelo boca abajo. Al mirar hacia las ventanas vio una hermosa luna cuarto creciente que, en camino a su plenitud, lanzaba sus misteriosos rayos dentro de la habitación oscura. Las ventanas. Quizá su última posibilidad de escapar. Pero desde un quinto piso eso equivalía al suicidio. Y Linda quería vivir.

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