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Authors: Jorge Molist

Los muros de Jericó (21 page)

Lo cierto es que se zambulló como había aprendido a hacer de niña desde las barcas en el Mediterráneo cuando su padre era cónsul de Tolosa en Barcelona. Sintió que entraba en un mar caliente y que los tules de su querido vestido y su antes brillante cabellera negra se convertían en luz y en calor, mucho calor.

—Y no nos dejes caer…

Continuaba sintiendo la paz.

Del impacto en el centro de las brasas del fuego se levantaron innumerables pavesas que, brillantes, se elevaron con el aire caliente hacia el alba.

Pero que no llegaron a las distantes y frías estrellas que contemplaban, indiferentes, su fin.

Karen despertó de su visión. Estaba allí, en su cama, en su apartamento de Los Ángeles. Sentía el calor agradable de las sábanas. La pesadilla había llegado a su fin.

Lo que tanto había anhelado y tanto había pretendido forzar en las ceremonias frente al tapiz cátaro acababa de ocurrir ahora espontáneamente en pleno sueño. Intentó fijar las imágenes y las emociones en su memoria. Pero ¿cómo olvidarlo? Había logrado desbloquear su memoria y avanzar hasta el final de su ciclo. Y ahora, superados el dolor y la angustia, el sentimiento era profundo y hermoso. ¡Qué terrible historia! Pero ¡qué bella! Jamás olvidaría aquellos momentos vividos. ¿Vividos cuándo? ¿Hacía segundos o siglos?

Tendió sus brazos, aún con las imágenes de su ensoñación en los párpados. Buscaba a alguien pero no encontró a nadie. Sólo el vacío. Le faltaba el calor de otro cuerpo, el calor de Jaime.

¿Dónde estaba? Había huido. Llamó a su apartamento a las diez, a las once y a las doce sólo para oír la voz rancia y enlatada de Jaime desde su contestador. Miró el reloj de la mesilla de noche. Las tres de la madrugada. Y Jaime se encontraba allí fuera, perdido en la oscura noche de infinitas posibilidades de aquel gigante conglomerado de ciudades llamado Los Angeles.

Jaime tenía miedo. Sí, tenía miedo de ella y del juramento de fidelidad y obediencia hecho a la congregación cátara. A perder su libertad. Esa libertad herencia de familia. Una herencia que, como toda utopía, jamás se convertiría en moneda.

Estaba huyendo. ¿Cuán lejos? ¿Por cuánto tiempo? Karen no lo sabía, pero deseaba que volviera pronto. ¡Ahora mismo! Ella sí necesitaba compartir con alguien la maravillosa experiencia de aquella noche, pero especialmente con Jaime.

Sabía que volvería. Nadie había resistido jamás la necesidad de cerrar el ciclo de memoria espiritual una vez abierto. Jaime querría volver a retomar las imágenes y sentimientos del rey Pedro y no se detendría hasta conocer el final. Aunque con ello sufriera. Aunque se convirtiera en esclavo del pasado y renunciara a parte de su libertad.

Karen se levantó de la cama, fue a la cocina y abriendo el refrigerador sacó un botellín de Perrier. Puso una generosa ración de whisky añejo de malta en un vaso y lo rebajó con el agua. Acercándose al gran ventanal del salón cerró las luces y descorrió la cortina. La noche estaba silenciosa y la luna en un brillante cuarto creciente. Se sentó sobre la mullida alfombra blanca agradeciendo lo bien que la arropaba su viejo y poco sexy camisón de algodón. Y miró las luces de la ciudad. Allí, en algún lugar, estaba Jaime. Quizá él no lo supiera aún, pero volvería a ella.

Karen lo deseaba y sabía que ocurriría. Sólo tenía que esperar. Como había hecho antes, tanto tiempo atrás. Tantas veces. Sólo había que aguardar a que él viniera. Y vendría.

Clavó sus ojos azules en la oscuridad.

—Ven —le dijo.

38

Ricardo localizó a Marta bailando un merengue suelto en la pista con un hombre. De hermoso pelo negro y ojos expresivos, Marta tendría unos treinta y algo. Llevaba un vestido oscuro de falda corta que marcaba las bonitas curvas de sus caderas y luego se acampanaba ligeramente para dejar descubiertas unas largas, consistentes y bien torneadas piernas. Tenía gracia y estilo al moverse. Sin ningún miramiento hacia su pareja de baile, Ricardo la llamó pidiendo a otra chica que bailaba en la pista que la avisara, ya que la música impedía que le oyera. Cuando Marta miró a Ricardo, éste le indicó con grandes gestos que se acercara.

—Marta, te presento a mi mejor amigo, Jaime —le dijo cuando Marta llegó hasta ellos—. Le he hablado mucho de ti y está loco por conocerte —mintió Ricardo con descaro.

—Encantada.

—Un placer.

Se dieron la mano.

—Los dejo. Tengo un negocio que atender. Pero antes necesito hablar algo en privado con Marta —dijo Ricardo tirando de ella y empezando a cuchichear al oído de la chica mientras lanzaba miradas picaras a Jaime.

Marta parecía divertirse y miraba a Jaime con una sonrisa que se hacía más ancha o se cerraba según la historia que Ricardo contaba.

—A ver cómo te portas —retó éste a Jaime al irse.

Quedaron frente a frente, ambos sonriendo, Jaime con su cubalibre en la mano, y Marta mirándolo con atención, con las suyas cogidas a la espalda.

—¿Qué te ha contado ese sinvergüenza de mí? —preguntó Jaime.

—Cosas buenas. Pero lo que yo quisiera saber es lo que te ha contado de mí.

—Maravillas; vamos, que eres la candidata ideal para mi próximo matrimonio. —Jaime conocía bien el estilo de su amigo.

Marta soltó una carcajada.

—A mí me ha dicho que eres un alto ejecutivo divorciado, que tienes mucho dinero y el corazón destrozado. Mi misión de esta noche es curártelo.

Jaime rió con ganas; típico de Ricardo.

—Ricardo es un buen amigo. ¿Piensas aceptar la misión?

—Bueno, acabo de conocer a un muchacho que no está nada mal y lo he dejado en la pista plantado —contestó ella fingiendo que tomaba una decisión importante—. Por otra parte tú vienes muy bien recomendado, y Ricardo me ha amenazado con no dejarme entrar más en el club si no te trato bien. Dime, ¿cuán interesado estás tú en que yo acepte la misión?

—Interesadísimo. Mi corazón está empezando ya a curarse un poquito sólo de verte.

—Bien, pues ven conmigo a la pista. Me voy a dar el placer de tener dos galanes por un ratito —le dijo con un gracioso guiño—. Pero tú llevas un poco de ventaja.

Jaime la siguió hasta la pista pensando que Marta sabía jugar bien sus cartas. Ella le presentó a su acompañante y sin dar más explicaciones se puso a bailar. Con ritmo y provocativa, Marta evolucionaba entre los dos hombres, y sentir que tenía que competir por ella hizo que el deseo creciera en Jaime.

Luego de varias piezas empezó a sonar un bolero, y justo al identificar la música el rival de Jaime pidió el baile a Marta. Ésta se excusó diciéndole que Jaime le había solicitado el primer lento justo al entrar en la pista y cogió a Jaime para bailar.

—Espero que después de lo que le he contado a ese muchacho, sabrás bailar el bolero.

—Por favor, ¿no has notado mi acento cubano al hablar? ¡Mi abuelo inventó el bolero!

Marta rió alegremente, y ambos se concentraron en bailar.

Al cabo de un rato Jaime invitó a la chica a tomar una bebida en la barra. Hablaron. Ella era americana de primera generación y había prosperado; máster en ciencias económicas, trabajaba para un importante banco del sur de California. Hacía tiempo que se había independizado de su familia y del barrio, y vivía sola en su propio apartamento. Eso no les gustaba a sus viejos, aunque se sentían orgullosos de su hija. Pero la vida la había puesto en una situación en la que no tenía que depender de sus padres ni de ningún hombre, y ella disfrutaba de su libertad. Ricardo tenía razón hasta el momento. Era una mujer estupenda, y la emoción de la caza le estaba haciendo olvidar a Jaime la experiencia de aquella mañana.

Sobre las tres Marta miró el reloj, y Jaime le preguntó si deseaba irse. Ella dijo que sí, y Jaime la miró a los ojos con una leve sonrisa y preguntó:

—¿Tu casa o la mía?

—La tuya —dijo Marta, y un pequeño escalofrío de placer anticipado recorrió el cuerpo de él.

Salieron a la transparente noche. Él la cogió por la cintura; ella hizo lo mismo y anduvieron hasta el coche en silencio, viendo el brillo de las luces.

De pronto a Jaime le pareció ver algo extraño, pero familiar en la oscuridad. Era como un destello azul, ¿quizá verde?, de unos ojos femeninos que le reclamaban desde la noche profunda. Veía los ojos y oía unas palabras que no entendía, pero que le llamaban. Algo fuera de su control ocurría en su interior.

Tenía a su lado una hembra como pocas tuvo antes. Y la deseaba. Pero algo lo atraía hacia otra mujer. Era una obsesión.

«Como mariposa a la llama», le avisó su voz interna.

—Tonterías —murmuró.

—¿Dices algo? —preguntó Marta.

—¡Oh! Nada, mi amor. Que estoy feliz de estar a tu lado —contestó Jaime abriéndole la puerta del coche.

DOMINGO
39

Cuando Jaime despertó, avanzada ya la mañana, en su cama, medio cubierta por una sábana dormía Marta; ambos estaban desnudos. Apartando las ropas contempló a su compañera.

De formas generosas pero sin exageración, Marta era un bello ejemplar de mujer. Otra vez Jaime comparaba. No pudo, a lo largo de la noche, quitar de su mente la imagen de Karen, hasta el punto de que en algún momento llegó a creer que era a ella a quien hacía el amor en el cuerpo de Marta. ¿Por qué?

Karen debía de ser bruja y él estaba embrujado. Las dos mujeres no se parecían en nada; Marta tendría casi la altura de Karen, aunque los miembros y curvas de Karen eran más estilizados. Una era de pelo rubio, la otra morena. Marta tenía la tez blanca con un ligero bronceado, Karen era más pálida. Una seducía con unos hermosos ojos oscuros almendrados, los otros eran de un azul intenso. El vello púbico de una era rubio y escaso, mientras que el de la otra formaba graciosos rizos negros. Con una hablaba en español, con la otra en inglés. Marta era más madura, más desinhibida en el sexo, tomando iniciativas que Jaime desconocía en Karen. Había sido una noche excelente, pero ¿qué era lo que estaba mal? Había traicionado a Karen. ¿Era eso lo que le dolía?

¿O era el obsesivo recuerdo de la experiencia del día anterior en el refugio secreto de los cátaros?

Cualquiera que fuera la causa, Jaime no experimentaba la satisfacción y el relajo que debía sentir luego de una noche de caza, en la que había cobrado una pieza tan hermosa como la que tenía en su cama. ¿Por qué?

Marta abrió los ojos. Miró a Jaime y, sonriendo, alcanzó la sábana para luego cubrirse pudorosa.

—Buenos días —saludó tapándose hasta la altura de la boca.

—Buenos días, Marta. ¿Cómo estás?

—Genial. ¿Y tú?

—Excelente. Ha sido una noche fabulosa.

—Bueno, me alegro. Misión cumplida. Ricardo me dejará volver al club.

—¿No me dirás que lo has hecho por Ricardo? —preguntó Jaime escandalizado.

—No, tonto. Te conocí por él, pero luego yo escogí entre dos opciones y no me arrepiento de la elección.

—Menos mal.

—Bien —continuó Marta con una sonrisa burlona—. ¿Qué haces ahí de pie y en cueros? ¿Alguna exhibición de atributos por si no me enteré? Estuvo bien anoche, pero tampoco hay para tanto.

Jaime no esperaba la pulla. En realidad estaba tan concentrado en sus pensamientos que no se había dado cuenta de estar desnudo y en una posición exhibicionista. Rió con ganas.

—Decidía si ir a la ducha o a la cocina a preparar el desayuno.

—¡A la ducha! —gritó Marta saltando alegremente de la cama. Jaime la persiguió.

En la ducha hicieron de nuevo el amor, bajo el agua, explorándose los cuerpos. Marta era imaginativa y una compañera alegre. Luego de secarse, fueron a la cocina, donde se vistieron sólo con los delantales. Jaime observó que el trasero de Marta no era elevado y respingón como el de Karen, pero era redondeado, contundente y tremendamente sexy.

Prepararon un abundante desayuno con aromáticas tostadas, huevos fritos, beicon y café. Todo estaba perfecto, pensó Jaime, pero ¿por qué se sentía inquieto? ¿Por qué no disfrutaba del momento y de la deliciosa mañana?

—Marta.

—Dime, Jaime.

—Hoy es el día que tengo para ver a mi hija y hemos quedado en comer juntos —mintió—. Espero que no te molestes si no te invito, pero tiene ocho años y es muy sensible a mis amistades femeninas.

Marta parecía desilusionada, pero sonrió.

—No importa —dijo—. Otro día será.

Cuando Jaime la dejó en su casa, ella le besó en los labios y se despidió.

—Llámame.

—Lo haré. Gracias por esta noche.

—Adiós, Jaime.

Pero los pensamientos de Jaime ya estaban en otro lugar y, olvidándose de la multa del día anterior, aceleró hacia donde su mente había pasado la noche. ¡Dios, por favor, que Karen esté en su apartamento!

El guarda de la puerta era desconocido para Jaime y con una desesperante parsimonia llamó por el telefonillo interior mientras Jaime agonizaba en la espera. ¿Habría salido?

Al fin le franqueó la barrera haciendo un gesto para que pasara y Jaime suspiró aliviado.

Al abrirle la puerta Karen vestía un viejo y cálido camisón; no dijo nada, se lo quedó mirando de arriba abajo y le tendió los brazos. Jaime la abrazó con fuerza, se sentía tan feliz que las lágrimas asomaron a sus ojos.

—Karen. Gracias por esperarme, amor mío.

Karen lo hizo pasar cerrando la puerta, y con el siguiente abrazo Jaime sintió que había llegado a casa. Al hogar. Ya no tenía más preguntas. Al menos no entonces. No quería más que disfrutar de aquel momento maravilloso.

Karen tampoco hizo preguntas. Sólo murmuró:

—Sabía que volverías.

MARTES
40

Los jardines que limitan la playa de Santa Mónica se encontraban desiertos al amanecer. Una brisa fría agitaba las palmeras, y el océano Pacífico, oscuro y lejano, se distinguía al fondo, más allá de las zonas destinadas a deporte y de la ancha playa.

John Beck, pantalón corto, chaqueta de chándal y cabeza cubierta con la capucha, corría cumpliendo su rutina de deporte matinal. Le encantaban la soledad de aquellas primeras horas y el frío, que hacía humear el vapor que expulsaba por la boca.

Pero aquella mañana percibió que no estaba solo. Su ritmo era rápido, pero oía el sonido de otras zapatillas de deporte acercándose detrás de él. Inusual.

Aunque ahora su trabajo en el FBI era más de despacho, no había perdido los reflejos y desconfiaba de lo insólito. En aquel momento y lugar, lo extraño jamás traería buenas noticias. El otro se acercaba. Sin dejar de correr, abrió su chándal aferrando el revólver. Notaba que el desconocido estaba ya casi encima de él. Entonces, saltando a un lado, se encaró con él.

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