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Authors: Jorge Molist

Los muros de Jericó (18 page)

El juglar levantó su mirada e hizo sonar de nuevo el laúd.

¡Qué crueldad la de Simón de Montfort cuando tomó Lavaur el año pasado! ¡Doña Guiraude de Montreal, la hermosa dama de los bellos ojos oscuros, fue violada, arrojada a un pozo y, aún con vida, la apedrearon hasta enterrarla por completo! ¡ Y el malvado Simón ahorcó a su valiente hermano Aimeric y, en aquel triste día de primavera, quemaron en la hoguera a cuatrocientas personas indefensas!

Un murmullo de indignación, casi un clamor, se levantó cuando el juglar hizo una pequeña pausa. Jaime sentía su turbación crecer.

¡Mientras el rey don Pedro lucha contra el infiel, el traidor Simón, a pesar del juramento de fidelidad que le hizo, asesina a sus buenos súbditos cristianos! ¡Y ríen los franceses cuando llaman cobarde a nuestro buen rey don Pedro!

—¡Maldito hereje! —se oyó gritar al tiempo que con gran estropicio de copas y platos Miguel de Luisián saltaba por encima de los tablones de la mesa.

Miguel se precipitó hacia Huggonet, que había parado de cantar y le miraba con ojos desorbitados. En el corto camino que le separaba del juglar, Miguel había sacado su daga, cuyo filo brillaba amenazante al sol del atardecer.

El juglar reaccionó tarde y sólo tuvo tiempo de dar un paso atrás mientras su laúd caía al suelo.

Miguel le agarró con una mano el cuello mientras le pinchaba el pecho a la altura del corazón.

—¡Te voy a enseñar, traidor, lo que le ocurre a quien insulta a nuestro señor!

El juglar parecía un muñeco en manos del hombretón rubio, que lo colocó delante de sí agarrándole del pelo, apoyando la daga en el cuello y haciéndole mirar hacia Jaime. Detrás de Miguel se había colocado otro hombre rubio que todo el mundo identificó como Abdón, el escudero, también con la daga desenvainada cubriendo las espaldas de su señor.

—¡Piedad, señor! —acertó a gritar Huggonet—. ¡Lo dicen los franceses no yo!

Con más ruido de copas y platos, Hug saltó a su vez por encima de la mesa, mientras sacaba su daga gritando:

—¡Soltadlo, Miguel!

La multitud se sacudió en un rugido, y grupos de caballeros y tropa intentaban llegar al centro del círculo, algunos ya con cuchillos en mano. Los guardias del rey no conseguían contener a la soldadesca exaltada.

—Soltadlo vos si os atrevéis —contestó Miguel mostrando en una amenazante sonrisa unos dientes que le conferían aspecto aún más leonino. Mientras, presionaba con su daga el cuello del juglar, que intentaba echar la cabeza hacia atrás.

Huggonet gritó con una voz que no recuperaba su potencia:

—¡Oh, rey Pedro! ¡Salvadme! ¡Traigo recado para vos!

Jaime recuperó la iniciativa. Era obvio que, en unos instantes, otra batalla ocurriría en aquel lugar, y levantándose gritó con una voz tan potente que logró dominar el tumulto y que a él mismo sorprendió:

—¡Deteneos todos! ¡Quien dé un paso más será ahorcado en la madrugada! Y vos, Miguel, soltad de inmediato a Huggonet.

—Sí, mi señor —dijo Miguel al tiempo que con su daga hacía un rápido corte en el cuello del juglar.

Y Huggonet cayó a los pies del aragonés con el cuello ensangrentado.

32

Como en el despertar de una pesadilla, Jaime continuaba viendo el cuello bañado en sangre de Huggonet y la sonrisa de Miguel de Luisián. Más que sonrisa, era la exhibición de los afilados colmillos de un león rubio, que, disfrutando de la agonía de su presa, retaba a quien se atreviera a disputarla.

Poco a poco recuperó conciencia de dónde se encontraba, y ante sus ojos la imagen borrosa del singular tapiz se fue aclarando. Ahora los personajes estaban inmóviles.

Oía al Buen Hombre rezar una monótona e incomprensible cantinela en voz baja y notaba el calor de sus manos. El extraño olor de las candelas era más fuerte, más penetrante, y debajo de la túnica su cuerpo estaba empapado en sudor. ¡Dios, qué sensación! ¡Era como si todo hubiera ocurrido sólo segundos antes!

Hizo un gesto para incorporarse pero sintió que le fallaban las fuerzas y, dejándose caer de nuevo, cerró los ojos. Aún veía la sangre y los dientes de Miguel. Cesando en su rezo, Dubois apartó las manos de su cabeza, y Jaime experimentó una sensación de frío en el lugar donde éstas habían descansado.

—Jaime, ¿te encuentras bien? —Era Karen, que le acariciaba la mano con ternura.

Tardó en responder:

—Sí. —Abrió los ojos y al fin consiguió incorporarse.

—Lo ha vivido, ¿verdad? —le interrogaba Kepler, y Jaime se sorprendió de que aún continuara a su lado—. Ha viajado realmente a su pasado del siglo XIII, ¿cierto?

—¿Cómo lo sabe? ¿Cómo puede saber lo que he vivido?

—Fácil, amigo —Respondió Kepler con lentitud—. Porque es lo que estábamos esperando. ¿O he de llamarle don Pedro? Además, usted ha gritado, dándonos órdenes. No le he entendido mucho, pero con toda seguridad era en la vieja lengua de oc, o en catalán antiguo.

Jaime estaba atónito. Había deseado aquello, pero jamás hubiera esperado que le ocurriera de verdad. Se sentía confuso. Necesitaba pensar.

—Jaime —le dijo suavemente Dubois—, ¿se encuentra en condiciones de hablar ahora? Es una experiencia dura y traumática; voy a intentar ayudarle.

—Sí, pero quisiera vestirme antes. Tengo frío. —Su propio sudor le daba escalofríos.

—Cámbiese; cuando termine continuaremos la conversación aquí.

Luego de secarse con la túnica, se vistió y, al regresar, encontró a Dubois solo en la habitación, relatándole su experiencia con todo detalle.

—Es usted afortunado —afirmó éste—. Los casos en que tal vivencia acontece justo en el bautismo espiritual son poquísimos, y eso tiene un significado.

—¿Qué significado?

—Que usted no sólo es quien creíamos que era, sino que está predestinado a tener un papel clave. Tiene una misión que cumplir.

—¿Cómo puedo ser quien ustedes creían que era? —Jaime se extrañó—. ¿Quiere decir que me estaban buscando? Y si es así ¿cómo han podido encontrarme?

—Porque algunos de nosotros ya estuvimos antes donde usted ha estado hace unos momentos. Y logramos reconocerle.

—¿Que lograron reconocer en mí al personaje que acabo de vivir? —Jaime no podía salir de su asombro—. ¿Quién me reconoció? ¿Cómo es posible? ¿Y de qué misión me habla?

—Ya ha sufrido por hoy suficientes emociones; si hubiéramos querido adelantarle lo que acaba de vivir, jamás nos habría creído. Ahora no tiene más remedio que creer. Algunas de las respuestas a sus preguntas le vendrán solas, cuando avance en su experiencia; otras se las daremos más adelante, cuando asimile lo de hoy. También hay preguntas que aún no se han formulado, y respuestas demasiado peligrosas por ahora. Confíe en nosotros, déjese llevar, y en su momento lo sabrá todo.

—¿Qué puedo saber hoy?

—Sepa que se ha colocado en un nivel muy avanzado de nuestro grupo. Sepa que está unido a nosotros de forma indisoluble, porque una parte de usted, lo que algunos llamarían el verdadero yo, ha vivido antes. En una de sus vidas anteriores compartió tiempo y designios con muchos de los que formamos este grupo. El rey Pedro II el Católico, que vivió en la Edad Media a caballo de los siglos XII y XIII, es uno de sus antecesores espirituales. Teníamos la sospecha y ahora tenemos la certeza.

—¿Qué debo hacer ahora?

—Asimilar lo de hoy. Pensar sobre ello. Ahora ya es un iniciado y quizá experimente por sí mismo, sin la ayuda de nuestro rito, nuevas vivencias. Pero no las fuerce, deje que lleguen a usted con naturalidad. Ha revivido un instante concreto de la vida de un personaje histórico del que posiblemente jamás había oído hablar antes. ¿No es así?

—Cierto. No estoy familiarizado con la historia antigua.

—Mejor. Deje que la historia brote de usted. Pedro II de Aragón aparece en los libros de historia. No consulte ninguno. No pregunte a expertos. No deje que lo que ha quedado escrito del personaje le condicione; debe terminar su ciclo de recuerdos y entonces podrá compararlo vivido con lo que ha quedado escrito.

Jaime dedicó unos minutos a considerar las palabras de Dubois.

—Tiene sentido lo que dice —respondió finalmente.

—Ahora Karen y Kevin le conducirán de nuevo al lugar donde se encontraron. Lamento las precauciones de seguridad, que quizá le puedan parecer ridículas, pero pronto podrá conocer la ubicación de este lugar y entenderá la necesidad de tenerlo en secreto. Por ahora sepa que ha estado en nuestro Monte Seguro y que sólo tienen acceso a él las personas comprometidas con nuestra organización. Disfrute del fin de semana y no se aleje mucho de Karen. Estoy seguro de que ella permanecerá muy cerca de usted.

—¿Por qué cree eso? —Jaime se preguntaba qué sabría Dubois de su romance con Karen. ¿Estaría su amor en los planes de los cátaros?

—Ella le ha apadrinado en su bautizo espiritual, lo que comporta una responsabilidad. Karen debería cancelar cualquier compromiso que tuviera este fin de semana para estar cerca de usted. Es un momento difícil y ella debe ayudarle. Kevin es igualmente responsable, pero me da la impresión de que usted va a preferir a Karen. —Luego de una pausa añadió con una sonrisa que no mitigaba su intensa mirada—: ¿Me equivoco.

33

Se sentía extraño; las gafas opacas no sólo le impedían ver el camino de regreso, sino que simbolizaban su situación en aquella desconcertante aventura, en la que andaba ciego. Lo que en la mañana parecía un juego ahora era demasiado real y escapaba del todo a su control. Pero alguien sí estaría controlando el juego mientras él, como una marioneta, tenía que danzar según se tensaban los hilos que otro movía. Ese pensamiento lo irritaba.

Sin embargo, la experiencia vivida había sido extraordinaria, inesperada y real. Tenía mil preguntas, se sentía excitado; pero también confuso. Necesitaba pensar, entender lo que pasaba, asimilarlo y quizá al final del proceso pudiera llegar a creer en lo increíble.

Karen intentó entablar conversación con él un par de veces durante el trayecto de vuelta, pero Jaime se mostraba cortante y ella decidió respetar su silencio e intercambiar algún comentario intrascendente con Kepler. Finalmente llegaron al centro comercial y subieron al coche de Karen.

—¿Puedo quitarme las gafas? —preguntó él justo cuando el coche arrancó.

—Sí. Lamento el misterio, pero hay que proteger aquel lugar.

—¿Para qué necesitáis un lugar seguro? —inquirió Jaime—. En este país cualquier religión que respete una mínima legalidad está permitida.

—Pronto lo entenderás. Quizá algún día necesitemos ese refugio secreto, al que llamamos Montsegur. Por favor, no preguntes más ahora sobre él, sólo confía en mí —le dijo con gracioso gesto de súplica—. ¿De acuerdo?

—Karen, entiende que, conforme avanzo, este asunto es cada vez más misterioso. En lugar de respuestas sólo encuentro nuevas preguntas y me pides que confíe. Y lo hago, pero me encuentro bailando en un baile en el que otro pone la música. La sensación no me gusta.

—Bueno, pero al menos bailamos juntos. ¿No te consuela? —Ella compuso una de sus encantadoras sonrisas—. Dame tiempo y date tiempo. Poco a poco vendrán las respuestas. No es un viaje de turismo a la playa de Waikiki en Hawai, sino un viaje espiritual; no hay agencia de viajes y apenas mapas. Yo también tengo muchas preguntas y ando mi camino en ocasiones a tientas.

—¿Te apetece pasta con una buena ensalada? —exclamó de pronto excitada—. Conozco un restaurante italiano con un gran ambiente, y está cerca de aquí. Invito yo. Me contarás tu experiencia, ¿verdad?

El restaurante era un lugar con encanto; la comida y el vino estaban francamente bien, y a Jaime el humor le mejoraba conforme comían. Karen escuchaba muy atenta su relato y de cuando en cuando le interrumpía con una pregunta.

—Estos recuerdos inician un ciclo; tenemos el privilegio de revivir las enseñanzas de nuestras experiencias pasadas —le explicó cuando él terminó su relato—. Hay algunas lecciones ya aprendidas, que están incorporadas en nuestro subconsciente. Por desgracia hay experiencias no superadas o vicios que arrastramos a otras vidas, y así vamos de equivocación en equivocación hasta que aprendemos. Éste es el proceso que nos acerca cada vez más a píos. ¿Te fijaste en el tapiz?

—¿Cómo no me iba a fijar? Es fascinante.

—Es una pieza auténtica del siglo XIII, bordada por la propia Corba de Landa y Perelha y sus damas cátaras, aunque el dibujo, quizá el modelo, es del siglo XII. Expertos en arte románico lo atribuyen a un misterioso artista desconocido, un verdadero Picasso del siglo XII. Le llaman El Maestro de Taüll. A pesar de lo poco que ha llegado a nosotros de lo que él pintó, es evidente que fue un genio.

» Los cátaros rechazaban el culto a las imágenes, y por eso, y porque la Inquisición quemó todo lo que encontró de ellos, ese tapiz es único. Lo usaban para enseñar conceptos elementales a los niños y a los no iniciados; traza algunos elementos básicos de la fe de los cátaros de aquel tiempo. Es parte del legendario tesoro que se salvó de Montsegur, el original Montsegur; un pequeño pueblo fortificado, refugio de los últimos cátaros, que resistió la Inquisición. —A Karen le brillaban los ojos y sus palabras denotaban pasión—. Con el tapiz y varios libros que contenían la verdadera fe cátara, unos pocos creyentes escaparon por los caminos secretos de la montaña antes de que el pueblo cayera en manos de nuestros enemigos. Durante varios siglos estas enseñanzas y creencias se han mantenido en secreto para evitar persecuciones, transmitiéndose la fe en grupos muy reducidos.

—¿Cómo llegó el auténtico tapiz a América? —La buena comida había mitigado el espíritu crítico de Jaime, pero no del todo—. ¿No será una imitación o un engaño moderno?

—Al tapiz se le ha hecho la prueba del carbono y, en efecto, data de los siglos XII o XIII. Ancestros de Peter Dubois lo trajeron de Francia con la esperanza de poder extender la fe con más libertad en el Nuevo Mundo. Hace pocos años que el catarismo salió de sus círculos secretos, aunque las cuestiones más complejas se reservan sólo para los iniciados, los que tienen el privilegio de haber revivido vidas pasadas.

—¿Qué significa la gran herradura en el centro del tapiz?

—Es el símbolo de la reencarnación para los cátaros. Ahora, con la moda de la espiritualidad oriental, la idea empieza a ser aceptada, pero en Europa, hace ocho siglos, ellos ya creían en ella.

—Sería por eso por lo que los quemaban —repuso Jaime con una sonrisa cínica.

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