Read Los muros de Jericó Online
Authors: Jorge Molist
—Dos. —Beck pronunció el número en voz más alta.
Jaime notaba cómo los pensamientos e imágenes se agolpaban en su mente. ¡Maldita sea! ¿Por qué tiene que terminar así? ¡Otra vez no! El recuerdo de su muerte en la batalla de Muret llegaba nítido. Al menos entonces sabía en qué se había equivocado. ¿Qué había hecho mal ahora? ¡Otra vez perdía! Con rapidez de vértigo vinieron a su mente escenas de su niñez, el nacimiento de su hija, Jenny, su primer encuentro con Karen; y la intensidad con la que la había amado y la amaba.
—Te quiero, Karen —dijo quedamente.
—Te quiero, Jaime —contestó ella.
—Y tres.
El ruido sordo del disparo a través del silenciador se mezcló con el sonido indecente de hueso y carne reventando. En algún lugar del despacho la bala rebotó luego de cumplir con su nefasto cometido.
El segundo pretoriano tuvo que abandonar a su compañero en la escalera y a duras penas logró refugiarse de los disparos detrás de la puerta blindada.
—¡Era una trampa! —exclamó Gutierres, y pidió a un pretoriano que se asegurara de que el inspector Ramsey, que había salido de la salita de espera al oír los disparos, no entrara en la reunión. Luego se dirigió a grandes zancadas a la sala.
El puñetazo partió los labios de White, que cayó de su silla al suelo. Gutierres había recorrido la distancia de la puerta hasta él tan rápido que el hombretón no tuvo ni tiempo de incorporarse. Los demás se levantaron de las sillas para ver con una mezcla de horror y morbosidad, cómo Gutierres lo machacaba a patadas. Nadie dijo nada. La siniestra alarma amortiguaba el sonido de los golpes y los lamentos de White. Cuando Gutierres se sintió satisfecho, tirando del cabello gris de White lo hizo sentarse en el suelo, para de inmediato colocar su pistola frente a los ensangrentados labios. Golpeó la boca hasta que White la abrió e introdujo el cañón del arma hasta el fondo.
—Por última vez, ¿qué está pasando? —Y dejó transcurrir unos instantes clavando su mirada en los ojos desorbitados del hombre. Luego apartó el revólver.
—Quieren matarles a todos. —Las palabras salían con dificultad de los labios hinchados—. Asaltarán esta planta.
—¿Cuántos son?
—Quizá unos veinticinco o treinta.
—¿Cómo podemos salir de aquí?
—No pueden. Toda posibilidad ha sido considerada.
—Debemos comunicarnos a toda costa con el exterior. —Gutierres se dirigía por primera vez al resto de los presentes—. Los Guardianes nos tienen sitiados y han bloqueado los teléfonos. A falta de un plan de acción para escapar, debemos esforzarnos en pedir ayuda. Intenten una y otra vez la comunicación tanto con sus teléfonos móviles como con los fijos.
Ocurrió con mucha rapidez; no había terminado Beck de pronunciar el número «tres» cuando Laura, veloz, le encañonaba a la sien, disparando de inmediato.
Jaime vio cómo una masa de despojos sangrientos salía por el lado derecho de la cabeza. Por unos segundos, Beck se mantuvo de pie, con la sonrisa aún en la cara y una expresión de sorpresa. El brazo de la pistola cayó, mientras el cuerpo se desplomaba golpeando la mesa antes de hacerlo en su asiento. Y allí quedó, en una extraña posición, de rodillas en el suelo, cabeza apoyada en la silla y una mirada vacía perdida en el techo.
—¿Hablamos ahora de mi aumento de sueldo? —Laura, brazos en jarras, sujetando aún la pistola, sonreía mostrando los dientes en una expresión felina que Jaime no recordaba haber visto en ella, pero que le era familiar. La miró con asombro sintiendo un alivio infinito. Ahora percibía el olor a pólvora. La situación era surrealista—. Bueno, ¿qué hay de mi aumento? —insistió Laura.
Jaime necesitó tiempo para reaccionar.
—¡Concedido! —exclamó al fin, admirando su extraño sentido del humor—. Pero antes tienes mucho que contarme.
—No hay tiempo ahora —intervino Karen, teléfono en mano—. Beck tenía razón. Están cortadas todas las líneas.
—Debemos ayudar a los de arriba —dijo Laura—. Jaime, tú tienes experiencia con armas. ¿Verdad?
—Alguna.
—¿Y tú, Karen?
—No.
—Entonces, Jaime, coge la pistola de Beck, ponte su chaleco y cuélgate al cuello la máscara antigás. ¿Sabes cómo funciona?
Jaime manipuló la mascarilla, afirmando luego con la cabeza.
—Ahora, mientras están entretenidos con los explosivos, podemos limpiar la escalera de emergencia norte para que Davis y los suyos escapen.
—Un momento, Laura —le detuvo Jaime—. ¿Cómo sabrán que nosotros somos los buenos? Los pretorianos dispararán al primero que vean.
—Hay que correr el riesgo —repuso Laura—. Si el asalto triunfa moriremos igualmente, incluso si lográramos escapar del edificio. Los conozco. Te seguirían toda la vida hasta terminar contigo.
—Hay otra alternativa —advirtió Karen.
—¿Cuál?
—El cableado de ordenadores interior del edificio es independiente de las líneas telefónicas, ¿cierto?
—Sí.
—Veamos si el correo electrónico interno funciona.
—Dudo que en esta situación Davis se entretenga leyendo sus mensajes —dijo Laura.
—Quizá sí lo haga —afirmó Jaime—. Los de arriba deben de estar intentando comunicarse con el exterior de cualquier forma posible.
Avanzó a zancadas hasta su mesa y tecleando en el ordenador accedió al correo interno de la Corporación sin mayores problemas.
Escribió un mensaje dirigido a Davis con copia a Gus Gutierres. Llevaba la indicación de «muy urgente», titulándolo «Vida o muerte».
«Aquí Jaime Berenguer. Están a punto de romper el suelo de su planta y lanzar gases lacrimógenos para hacerles salir. Protéjanse. No salgan al techo, les esperan helicópteros. Tenemos dos armas. Podemos limpiar la escalera norte para que bajen y tomen posiciones aquí.» Jaime envió el mensaje rezando para que lo recibieran.
Laura y Karen, a sus espaldas, contenían el aliento mirando la pantalla del ordenador con ansiedad mientras Jaime repetía envíos. Lo intentó dos veces más, sin resultados; el tiempo corría en su contra. Decidieron un último intento antes de salir al pasillo.
Los sitiados del piso treinta y dos se aplicaron con desesperación para comunicarse con el exterior.
Gutierres se maldecía a sí mismo por no haber anticipado aquello. Pero ¿quién lo iba a suponer? Jamás hubiera imaginado que los Guardianes pudieran organizar un asalto dentro del edificio de la Corporación. Aunque sí debiera haber sospechado de Moore, el jefe de seguridad. Pero, aun sospechando de él, ¿cómo podía ocurrir aquello? Los Guardianes debían de estar muy preparados, muy seguros de su victoria para atreverse a tanto.
Trenzaba alternativas de escapatoria posibles. Nadie percibiría desde fuera el sonido de los disparos, la insonorización interna haría que el ruido casi no saliera al exterior. Los ascensores estaban bloqueados y les esperaban en las escaleras. Podían salir al tejado del edificio e intentar descolgarse por las pequeñas barcas que utilizaban los operarios de limpieza de cristales. Seguro que el enemigo había tenido ya en cuenta esa alternativa y los estaría esperando. Sólo usaría esa vía cuando agotara todas las posibilidades de escapatoria. Mientras, lo mejor era resistir allí e intentar comunicarse.
El correo electrónico interior estaría seguramente cortado junto con las líneas de teléfono. Probaría si había salida al exterior. En el peor de los casos, si el cableado funcionaba, al menos podría dejar en el sistema un mensaje de acusación, un testamento. Quizá los asaltantes no lo pudieran borrar. Entró en el correo, y con sorpresa leyó un mensaje en entradas: «Vida o muerte».
¡Al fin un mensaje de Gutierres! El pretoriano, desesperado, debía de haber estado tratando de enviar mensajes de socorro al exterior cuando recibió el suyo.
A Jaime le sorprendía que los Guardianes tuvieran aquel fallo. Quizá no pudieron desconectar el cableado en las dos últimas plantas o quizá planeaban borrar en la central de correo interno los mensajes una vez que nos mataran a todos, meditaba.
«Aquí Gutierres. ¿Cómo sé que es usted y no una trampa?»
—¡Maldita sea, ahora ese hijo de puta no se fía! —exclamó Jaime, forzándose a pensar. ¿Qué le podía decir a Gutierres para que supiera que realmente era él? Escribió la respuesta. En español. Sabía que Gutierres lo entendía. «Ayer le pedí a Davis que quería conservar a mi secretaria. Me dijo que no le importunara con tonterías y hablara con Andersen. Usted no estaba allí, y tampoco White; compruébelo con Davis y Andersen. Y va a tener que confiar o están muertos. Nos reconocerán porque llevaremos una servilleta roja encima del chaleco antibalas. En un minuto estaremos limpiando la escalera.»
Entonces una explosión sonó en el pasillo. Al cabo de un minuto otra más lejana. De nuevo otra cercana; estaban volando trozos del techo para lanzar los gases.
Jaime envió el mensaje y sacando de un cajón unas servilletas de papel rojas le dio un par a Laura.
—Ponte una servilleta cuando bajen los de arriba. Ahora vamos fuera; con la máscara puesta los Guardianes no nos reconocerán.
—¡Gutierres dice que está de acuerdo! —gritó Karen, que manipulaba ahora el ordenador.
—Lo siento, Karen —dijo Laura, tomando la iniciativa—. Tenemos que salir, pero sólo hay dos juegos de chalecos, máscaras y armas. No puedes venir con nosotros. Es demasiado peligroso, pero también lo es quedarse aquí. Vendrán a ver qué le ha pasado a Beck.
—Deberás esconderte en algún sitio para que no te vean —terció Jaime—. ¡Ya sé! Estábamos limpiando los armarios de detrás de mi mesa. Si quitamos las estanterías, cabrás dentro.
Sin más comentarios Jaime fue al armario, lo abrió y quitando los estantes los puso en otro armario, también en proceso de limpieza. Karen entró y comprobaron que cabía, aunque en posición medio inclinada.
—Algún día me vengaré de esta ofensa, Jaime —intentó bromear—. ¡Por favor, no cierres con llave! Sujetaré la puerta desde dentro. ¡Buena suerte! Te quiero. Que el buen Dios nos ayude.
Besando sus labios, Jaime revivió la angustia de Pedro al despedirse de Corba. Luego ajustó con cuidado la puerta mientras musitaba un «Dios mío, ayúdanos».
—¡Vamos allá! —dijo a Laura colocándose la máscara antigás.
Al salir al pasillo encontraron la puerta de la escalera de emergencia, situada a pocos metros a su derecha, abierta. Más al fondo en un área entre despachos, vieron cascotes en el suelo y un boquete en el techo, bajo el cual había cinco hombres con chalecos antibalas y máscaras ya puestas. Uno se disponía a lanzar, a través del agujero en el techo, una granada de gases al piso de arriba, y los demás lo cubrían.
Daniel Douglas y otro hombre, aún sin máscara y armados con escopetas, a mitad de camino entre la puerta y el grupo, contemplaban la operación. A su espalda, en el pasillo, casi frente los ascensores, pudieron ver a más asaltantes bajo otro agujero en el techo.
Jaime sentía la adrenalina correr por su sangre y sus sienes palpitando. No tenía miedo, sólo inquietud por Karen y una intensa agitación; con paso rápido, siguió a Laura, que entraba en la escalera de emergencia. Algunos de los Guardianes los miraron sin reaccionar; la máscara y el chaleco eran un excelente disfraz.
En un descansillo de la escalera, a mitad de camino del piso superior, habían colocado una mesa a modo de barricada, y dos hombres se parapetaban apuntando hacia arriba, en espera de la salida del grupo de Davis. Con su elegante traje arrugado, uno de los Pretorianos estaba tendido en el tramo de escalera que continuaba hacia abajo. Tenía los ojos abiertos y su blanca camisa manchada de sangre. Jaime reconoció al que escribía las actas en la reunión del día anterior. Un tercer hombre con chaqueta antibalas y rifle les salió al encuentro.
—¿Habéis lanzado los gases ya? —preguntó con acento neoyorquino al verles la máscara puesta.
Era aquel tipo joven de aspecto sádico llamado Paul. Por toda respuesta, Laura le colocó la pistola con silenciador en la cara, disparando. El individuo cayó hacia atrás, mientras ella se lanzaba escaleras arriba seguida por Jaime. Los dos hombres tras la mesa notaron que algo pasaba y uno volvió la cabeza. Laura, a dos metros, hizo blanco en él. El otro intentó girarse y Jaime disparó. La bala dio en la mesa. Cuando el hombre ya le encañonaba, Laura le colocó una precisa bala en el centro de la frente. Jaime estaba impresionado; Laura era una tiradora de élite y mantenía una admirable sangre fría.
Levantando su máscara, Jaime le advirtió:
—¡Cuidado, ahora vendrán desde la puerta!
Laura cogió una de las escopetas y las municiones de los bolsillos del muerto, luego bajaron hacia la puerta. En el umbral aparecieron los dos hombres del pasillo. Laura disparó al primero certeramente y la detonación produjo un gran estruendo; el segundo era Daniel y disparó su escopeta, pero su primer tiro se perdió en el techo. Las dos balas que Jaime le envió dieron en el chaleco antibalas y en una pierna. El tipo volvió a disparar mientras caía, pero tampoco acertó. Laura y Jaime respondieron al mismo tiempo y la cara de Daniel se llenó de sangre. Jaime no sintió lástima, sólo alivio.
—Coge ahora la escopeta; es una Remington 870; excelente a media distancia. ¡Y no te olvides de los cartuchos! —le dijo Laura quitándose la máscara y dejándola colgada del cuello—. Tenemos que cubrir la puerta.
—¡La servilleta! —avisó Jaime al oír ruido arriba. Ambos la colgaron a la espalda del chaleco.
¡Tumbad las mesas que podáis y cubrios atrás! —gritó Gutierres—. ¡Van a volar el suelo! —Pero él continuó tecleando su ordenador impasible a las explosiones. Por suerte las alfombras amortiguaron parte de los cascotes y nadie resultó herido. Tenían poco tiempo.
Gutierres ordenó que se agruparan junto a la puerta de emergencia norte y que Bob, el pretoriano más corpulento, ayudara a White, que casi no podía andar. En precaución de otro intento de asalto, colocaron varias mesas como barricadas frente a la puerta. Sólo había dos máscaras de gas para caso de incendio, y el jefe de los Pretorianos las reservó para Davis y él mismo. El resto debería proveerse de toallas mojadas en los aseos.
Así esperaron unos minutos. Sonaron disparos en la escalera, y al terminar éstos Gutierres dijo:
—Salgamos. Mike y Richy, los primeros. Yo os sigo y, si todo está bien, luego los demás. Al final Charly y Dan protegiendo al señor Davis.