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Authors: Jorge Molist

Los muros de Jericó (52 page)

—¡La paella está lista y hay que empezar a comerla en cinco minutos!

—Ahorita termino, don Joan, y nos sentamos. Prometido, cinco minutos —informó Ricardo, que preparaba las hamburguesas ayudado por Laura.

—¿Qué dicen? —preguntó Karen.

—Que hay que sentarse a comer en cinco minutos.

—¿Cuándo te diste cuenta de lo de Laura?

—Cuando estábamos atrincherados en la escalera me explicó que nos habíamos conocido en tiempo de los cátaros. Estamos vivos gracias a su puntería y sangre fría; se comportó en el tiroteo como si tuviera costumbre de mil batallas. Ya antes había notado en ella algo a la vez extraño y familiar; primero deseché la idea, pero al final de la refriega estaba seguro: ¡ella es Miguel de Luisián! Alférez real y, junto con Hug de Mataplana, mi mejor amigo entonces.

—Ya te dije que según las enseñanzas cátaras, las almas creadas por el Dios bueno no tienen sexo. —Karen sonreía divertida—. El sexo y los cuerpos son invención del Dios malo y de su demonio tentador.

—Pues vaya jugada del demonio si nos llega a tocar a ti y a mí el mismo sexo —balbució Jaime con tono jocosamente alarmado—. ¿Qué haríamos?

—No sé tú, pero ya sabes que yo tengo al menos otra alternativa. —Karen se puso a reír al ver la expresión en la cara de Jaime—. ¡Es broma tonto!

Pero a Jaime el comentario no le era gracioso y se quedó en silencio. El recuerdo de Kevin flotaba ahora entre los dos, y el temor a perder a Karen dentro de pocos meses llegó como un rayo. ¡Dios! ¿Sería verdad que lo utilizaba? Quiso apartar el maldito pensamiento; el presente era lo que contaba, y en este momento ella era suya.

Karen se divertía, pero al ver las nubes de tormenta en los ojos de Jaime intentó suavizarlo:

—Eres un hombre afortunado; tu amor de entonces es tu amor de hoy.

—Esposa —cortó Jaime.

—De acuerdo, esposa —aceptó ella besándole en la mejilla—. Y no sólo has encontrado a tus dos mejores amigos de ayer, sino que quizá terminen casándose.

—¿Tú crees? ¿Has hablado con ella? —Jaime recuperó el placer de la conversación—. ¿Qué te dijo de Ricardo?

—Que es muy atractivo y que se siente muy bien con él, pero intuyo que tiene algún problema en lo sexual. Creo que ella opina que Ricardo es demasiado licencioso; un depravado sexual o algo así.

—Eso ya lo creía hace ocho siglos. —Jaime reía—. Cierto que Ricardo es o ha sido muy mujeriego, pero el problema de Laura es que sabe demasiado. Ella se acuerda de aquella vida anterior y Ricardo no. Y claro, lo de acostarte con un amigo no debe de ser tan fácil, ya sabes, demasiado morbo.

—No se trata de eso. —Karen también rió—. Yo creo que el problema viene de la tradición ultrapuritana de su familia. Recuerda que Laura fue una Guardián del Templo totalmente convencida. Y cuando se encuentra con Ricardo, éste le hace un par de gracias, la invita a bailar, le dice lo hermosa que es y le propone que se acuesten. Por la soltura de Ricardo, Laura comprende que éste es su estilo habitual y llega a la conclusión de que tu amigo es un crápula.

—Lo que demuestra que tengo una secretaria muy lista. Pero las cosas irán bien. Ricardo está loco por ella y dispuesto a enmendarse. Ayer noche salieron juntos. Y Ricardo me ha contado, muy feliz, que ella se dejó besar en la boca. Ya verás como éstos se casan.

—Sí, pero será una relación difícil.

—Todo lo que vale cuesta —sentenció filosófico, pensando en su propio caso.

—¡Ya llega la ensalada! ¡Todos a la mesa! —gritó Jenny, la hija de Jaime, trayendo un gran cuenco de ensalada y seguida por su abuela Carmen.

Todos se pusieron a comer con apetito, y las invitadas elogiaron calurosamente la paella de Joan.

—Muchas gracias —respondía feliz y orgulloso.

—¡Hombre de Dios! —le censuró Carmen—. ¡Háblales en inglés, que no te entienden!

—Entienden lo de «gracias» —se defendió Joan—. Y por eso les hablo en español, para que lo aprendan. Saber algo de español les puede servir de mucho en el futuro.

Ricardo y Jaime cruzaron una mirada sonriente, sabiendo que se avecinaba una de las graciosas discusiones en las que el matrimonio Berenguer se enzarzaba cuando tenía un público de confianza enfrente.

—¡No! ¡Fíjate, Jaime! —Carmen gesticulaba—. Toda la vida tu padre peleando y chivando con el catalán. Y ahora a su nieta y a las yankies les quiere hablar en español. ¿Tú me entiendes? ¡Vaya castigo de viejo peleón que tengo que aguantar! —Luego Carmen se dirigió de nuevo a Joan—: ¡A ver si asustas a las chiquitas y estos dos se nos quedan para vestir santos!

—Vieja gruñona —le reprochó cariñosamente Joan—. Lo que te ocurre es que tienes envidia porque tu arroz cubano no te sale tan bien como mi paella.

—¡Pero padre! —Jaime decidió echar leña al fuego—. Cuéntame eso. Siempre nos hiciste hablar en catalán contigo. ¿Por qué la misma batalla, para que primero Jenny y ahora Karen y Laura hablen español? ¿Es que de viejo has cambiado tus principios?

—¡Ay hijo! —contestó Joan con una sonrisa y aparentando resignación—. Me temo que con ellas llego una generación tarde. ¡No tienen ni idea de dónde está ubicado el lugar donde nací!

—¡Vaya! —Jaime continuó presionándolo—. ¡Así que de viejo has renunciado a tus ideales!

—No, Jaume —repuso cortante—. Sólo los he adaptado al clima.

Jaime se lo quedó mirando pensativo, intentando adivinar qué quería decir con aquello y luego miró a Karen, que seguía la conversación con atención, sin entender nada, pero intuyendo su contenido.

Desde el otro extremo de la mesa, Ricardo hizo una broma en inglés a Carmen, y ésta contestó con una contagiosa risa a la que se unieron los demás.

La conversación, ahora en inglés, se fue a otros asuntos.

La comida había terminado, y también la sobremesa. Carmen estaba con Jenny; había echado a todos los demás de «su» cocina y sólo aceptaba la ayuda de su nieta.

Ricardo pretendía enseñarle las flores más escondidas del amplio jardín a Laura, quizá esperando la recompensa de otro beso.

Y en la mesa, Joan Berenguer disfrutaba de su segundo café, su copa de brandy español y su gran cigarro habano ilegal. Al otro lado, Jaime y Karen le acompañaban incluso con un puro, mientras el sol de invierno bañaba la mesa del jardín y una suave brisa movía las hojas de los árboles. Nadie hablaba, y la sensación de paz era extrema. Jaime pensó que aquél era uno de esos momentos a los que uno se debe aferrar, coleccionar su recuerdo. Era feliz. Pero las preguntas volvían para enturbiar el instante. ¿Cuánto tiempo duraría lo suyo con Karen? Deseaba que para siempre, pero él no tenía la respuesta. ¿Cuánto era real en aquello y cuánto manipulación? ¿Qué pretendían en realidad los cátaros? ¿Quién era el jefe oculto? Le costaba creer que fuera Andersen. El elegante marinero sería un gran abogado, pero luego de verle actuar en los últimos días estaba seguro de que él no era el líder. ¿Quién sería?

¿Qué importa? se dijo: En esta vida jamás se tienen todas las repuestas; hay que saber vivirla y disfrutarla con todas sus incertidumbres. Y él quería vivir aquellos instantes al máximo. Miró a Karen. ¡Cómo la quería! Ella lo miró a él y le dedicó una sonrisa deliciosa. Luego le hizo un gesto de complicidad señalando a Joan. Jaime entendió.

—Joan —le dijo en inglés—, Karen tiene una pregunta para ti.

—Dime, bonita. —Sonreía bajo su blanco bigote.

—¡Vamos Jaime! —protestó ella—. Si es lo que pienso, es demasiado íntimo para que se lo pregunte yo. Tú eres su hijo, y a ti te corresponde formular ese tipo de preguntas.

—Bien, de acuerdo —aceptó, e hizo una pausa antes de preguntar—: Padre, te fuiste de tu tierra en busca de la libertad, cruzaste el Mediterráneo y luego el Atlántico para rastrearla en Cuba. Luego nos llevaste a Nueva York y finalmente a California continuando en tu empeño. ¿La has encontrado al fin? ¿Eres un hombre libre?

Joan había estado escuchando, afirmando con la cabeza conforme su hijo hablaba, pero al terminar éste se quedó inmóvil y pensativo. Soltó un par de volutas de humo. Luego miró hacia los árboles más lejanos del jardín y su vista se perdió en sus horizontes interiores.

—Mira, Jaume. —Joan hizo una larga pausa—. En algún lugar de mi largo camino sentí cansancio, me senté y decidí hacer un pacto entre mis ideales y mis limitaciones.

Los jóvenes se miraron con sorpresa mientras Joan les contemplaba sujetando su puro cerca de la boca.

—¿Quieres decir que renunciaste a tu búsqueda?

—Yo sólo he dicho que hice un pacto.

—Pero pactar es ceder, no alcanzar lo que se desea —intervino Karen—. ¿No es una renuncia?

—Sí y no.

Se quedaron callados mirándolo en espera de una aclaración. Joan tomó un lento sorbo de brandy, dio una profunda calada a su puro, bebió un poco de café expreso y les sonrió.

—Hace muchos años un amigo mío me dijo que había aprendido a pactar entre sus sueños y sus limitaciones. El hombre había corrido el mundo persiguiendo sus sueños. Y sus sueños siempre corrían más que él.

» Entonces yo me escandalicé tanto como quizá vosotros lo hayáis hecho hace un momento. Pero la vida me enseñó que, para ganar, muchas veces hay que pactar. Desde que mi amigo pactó consigo mismo, logró soñar lo que podía alcanzar y así alcanzó, al fin, sus sueños. Joan hizo otra pausa repitiendo la ceremonia del brandy, el puro y el café—. ¿Sabéis, queridos Karen y Jaume, lo que es la libertad?

—Bueno… —Jaime inició una respuesta.

—Una utopía —cortó Joan—. La libertad es un concepto, algo que sólo existe en la mente, y que es distinto para cada individuo y tiene una parte física y otra mental. Una vez que la parte física está cubierta en un mínimo razonable, lo demás pertenece a la mente. Libertad es poder hacer lo que uno desea. Yo he aprendido a saber desear. Yo hago lo que deseo. Soy libre.

Se lo quedaron mirando pensativos mientras Joan volvía al café, el puro y el brandy.


¡Granpa!
—Jenny llegó corriendo de la cocina seguida de Carmen, que portaba una nueva cafetera humeante. La niña se sentó junto a Joan y cogiéndolo de un brazo posesivamente, le pidió—: Abuelo, cuéntanos una historia de Cuba o de España.

—Sí, mi amor. —Y sonriendo a los adultos les dijo—: Pero no cerréis vuestro pacto antes de los sesenta años.

—¿Por qué no antes? —inquirió Karen.

—Porque si pactáis demasiado pronto, no tendréis historias que contarles a vuestros nietos.

LUNES
115

—Extraño mensaje en el correo electrónico. —Davis levantó la vista de los contratos que revisaba para mirar a Gutierres—. Está dirigido a usted con copia para mí.

—¿De qué se trata?

—Permítame que lo ponga en pantalla. —Gutierres entró dentro del e-mail de Davis utilizando la clave secreta de éste—. Aquí está. Fíjese. Lista de líderes de la secta. Lista de nombres de empleados y grado de implicación. Bajo. Medio. Alto. Mucho más de lo que usted pidió.

—Me alegro. Ya sabía que Berenguer es en el fondo de los míos. Es mejor sacarle el ojo a tu enemigo antes de que éste te lo saque a ti. —Davis hizo una pausa mirando la pantalla, y luego añadió en tono bajo—: White y Douglas están muertos, y a Nick Moore le esperan un juicio y años de cárcel. Ya hablaremos cuando salga. —Señaló nombres en la pantalla—. Ya sabes lo que hay que hacer. Empieza por Cochrane y con esos otros dos, como líderes principales. Cuando termines revisaremos los siguientes de la lista.

—Sí, señor. —Gutierres anotó los nombres en su agenda y Davis regresó a los contratos, con toda naturalidad, como si sólo hubiera pedido un café.

Luego de unos minutos, Gutierres reinició la conversación.

—Pero aquí está lo extraño. El acceso al e-mail de Linda Americo no se anuló cuando fue asesinada; su nombre está como firmante del mensaje y han usado su ordenador y su clave personal para transmitirlo. Todo igual que como si ella lo enviara; pero, claro, sabemos que está muerta. —La voz de Gutierres sonó irónica—. ¿Un mensaje desde el más allá?

—No, Gus —respondió Davis luego de pensar—. Los muertos no envían mensajes. Ésta es una forma segura de mandar la información sin dejar rastro de quién la envió. Muy hábil, en especial si luego hay muertes y las cosas se complican.

» Además, ya sabes que la señorita Americo era cátara y que los cátaros creen en la reencarnación. Tengamos algo de fe, Gus. Linda Americo se ha reencarnado y nos está pidiendo que hagamos justicia con sus asesinos. —Con una sonrisa añadió—: Sí. Me gusta la idea. El mensaje procede en realidad de Linda. Y Berenguer es un buen cátaro que jamás daría una información que conduzca a alguien a la pena de muerte. ¿No dicen los cátaros que ellos son la Iglesia del amor?

Gutierres afirmó con la cabeza.

—Pues Berenguer es cátaro por causa del amor. Del amor de una mujer. —Davis miró pensativo, a través de la mesa de nogal, más allá de sus ventanales, hacia un azul océano Pacífico y añadió—: Está enamorado, mucho, pero no creo que ni ciega ni locamente. Tampoco parece que sea un tipo dispuesto a perder la cabeza por puro amor cátaro.

—Tengo la impresión de que Berenguer no ha enviado ese mensaje —interrumpió Gutierres.

—Claro que lo ha enviado él. ¿Quién si no?

—La información es demasiado completa; hay nombres de gente de poca relevancia, es mucho más de lo que usted pidió. Ha sido enviado por alguien que pretende que erradiquemos hasta el último guardián. Alguien que persigue obtener poder dentro de la Corporación. Podría ser el verdadero número uno cátaro, el líder oculto.

—Quizá tengas razón en que los cátaros traman algo más, pero el mensaje lo ha enviado Berenguer. Me gusta ese chico y nos puede ser útil en un futuro; sin los Guardianes del Templo para mantener un equilibrio, quizá en unos años tengamos demasiados cátaros fanáticos en la Corporación.

Gutierres miró atentamente al viejo y supo que pensaba a muy largo plazo. ¡Claro que Davis no creía en la reencarnación! Era un esfuerzo inútil para él: ¡no pensaba morirse!

El pretoriano continuaba pensando que el mensaje no venía de Berenguer. Se encogió de hombros, no por indiferencia, sino porque otra vez el dolorcillo de una premonición le mordía en la cruz de la espalda.

VIERNES
116

La pantalla parpadeó; unos dedos nerviosos teclearon el código: ARKÁNGEL

El ratón fue a «mensaje nuevo». «Hermanos, ayer noche murió otro de los nuestros. Muchos cayeron en la batalla de Jericó, pero los asesinatos continúan.

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