Read Los muros de Jericó Online
Authors: Jorge Molist
—Pero ¿qué dice, Beck? ¡Está loco! —exclamó Jaime.
—Bueno, le estoy contando la versión que se hará oficial, y no me interrumpa; no tengo tiempo para contarle los detalles. Tenemos la suficiente fuerza política para que me nombren investigador oficial de los hechos. Por lo tanto, la versión oficial que se publicará y mi versión coincidirán al ciento por ciento. Por cierto, en este momento yo no estoy aquí, pero ustedes sí, y se disponen al asalto. Dentro de unos minutos harán ustedes sonar la alarma general del edificio y se correrá la voz de que hay amenaza de bomba. Los guardas de seguridad dirán a los empleados que cojan sus vehículos, que vayan a casa y que debido a la hora, no regresen hasta mañana. Cuando Davis salga de su reducto, ustedes, los cátaros, lo asesinarán junto a Ramsey, a todos los Pretorianos y a los demás que conozcan la historia que usted contó ayer. Como el viejo ha mantenido el asunto confidencial, todos los que saben del asunto están ahora en esas dos plantas.
—No engañará a Davis, no saldrá sin asegurarse de que la alarma no es una treta. Es demasiado listo.
—Es una posibilidad; molesta, pero una posibilidad. No hay problema. Si eso ocurre, los haremos salir.
—¿Cómo? Aquello es una fortaleza.
—Gases lacrimógenos. Todo está planeado al detalle. —Beck sacó un par de chalecos antibalas de la bolsa y dos máscaras antigás—. Laura, ponte un chaleco —le dijo a la chica para luego dirigirse a Jaime—. Como pueden comprobar ustedes, los cátaros han venido muy bien preparados. Van a provocar mediante explosiones varios agujeros en el techo y a través de ellos lanzarán bombas de gases lacrimógenos a la planta superior. Los de arriba tendrán que salir. Si lo intentan por el techo del edificio, un par de helicópteros se encargarán de ellos. En todo caso, los gases lacrimógenos nos permitirán subir por la escalera de emergencia, volar las puertas de seguridad y asaltar la planta.
» Bueno, se supone que todo esto será obra de ustedes, los cátaros, claro. ¡Y qué pena! Los investigadores sólo encontraremos cadáveres en esta planta y en la superior. Luego se retirarán ustedes a Montsegur, donde por alguna razón desconocida el resto de los supervivientes cátaros se suicidarán. Ya se sabe. Una secta de lunáticos. Allí no se encontrará ningún documento sobre la historia que usted contó ayer. Y si algo aparece, me encargaré de ello en la investigación.
En aquel momento se oyó un golpe en la puerta y un hombre rubio, de unos veinticinco años, apareció en el umbral. Vestía un chaleco antibalas, con una máscara antigás colgada del cuello, y llevaba un rifle en su mano.
—Todo listo, Joe —le dijo a Beck con un marcado acento neoyorquino—. En dos minutos haremos sonar las alarmas y bloquearemos los ascensores.
—¿Habéis tomado posiciones en las escaleras de emergencia?
—Sí. Esperaremos a que bajen. No podrán escapar.
—¿Quién queda en esta planta?
—Un par de secretarias en el ala sur. Están bajo control y los guardas de seguridad las evacuarán cuando la alarma empiece a sonar.
—Muy bien, Paul. No me esperéis, empezad según el plan acordado. Yo aún tengo trabajo aquí.
—Si quieres te ayudo, jefe; ya sabes que soy bueno obteniendo información. Y me encantan las chicas. —Sonriendo, el hombre lanzó una significativa mirada a Karen.
—No, gracias. Hoy no. Ya me las arreglaré.
Haciendo un gesto de decepción, salió cerrando la puerta tras de sí.
—¿Cómo ha conseguido pasar todo ese arsenal a través del sistema de seguridad? Los guardas son de su secta, ¿verdad? —preguntó Karen.
—En efecto, tenemos muchos amigos entre los guardas de seguridad del edificio. Los mismos que, cuando empiece a sonar la alarma, van a desconectar la telefonía interna. Nadie podrá llamar afuera. Nadie se podrá comunicar dentro.
—No les servirá de nada. Davis y los suyos utilizarán los teléfonos móviles —afirmó Jaime.
Beck lo miró como a un alumno retrasado.
—¡Naturalmente que está previsto! Somos profesionales, señor Berenguer; hemos traído un equipo que produce interferencias en las comunicaciones telefónicas sin hilos, sean analógicas o digitales. Ni una sola palabra, ni un solo lamento saldrán del edificio.
Las miradas de Jaime y Karen se cruzaron. Todo estaba perdido. Beck y Laura, sentados frente a ambos, descansaban sus pistolas encima de la mesa, aunque las mantenían bien sujetas. Jaime observó que el dedo índice de la mano derecha de Beck, el apoyado en el gatillo, tenía una extraña cicatriz que, dividiendo la uña en dos, recordaba la pezuña de un ungulado.
—Laura. —Jaime la miró a los ojos—. ¿Cómo puedes hacerme esto, luego de tantos años trabajando juntos?
—También tú has trabajado muchos años con White y no te preocupa lo que le has hecho.
—Pero él estaba robando. ¡Maldita sea, Laura! ¡Si viniste a celebrarlo ayer noche con nosotros! ¡Ayer eras nuestra mejor amiga y hoy nos apuntas con un arma!
—Yo no quería venir; esto no es de mi agrado. Pero mis superiores dijeron que debía hacerlo y lo he hecho.
Fue entonces cuando la alarma empezó a sonar con un gemido angustioso.
Gutierres sentía que algo fallaba. White se mostraba arrogante, no parecía un hombre que temiera ir a la cárcel o recibir un disparo en la espalda al entrar en casa. Pero ayer sí tenía miedo. ¿Qué ocurrió durante la noche? Habló con los suyos. ¿Qué le dijeron para tranquilizarle? Nada legal. A White no lo salvaban de la cárcel, a estas alturas, ni el mejor abogado ni la mayor fianza. David podía hacer eso y más.
Instintivamente empezó a contar sus efectivos. Los seis hombres que habían hecho las guardias de noche y mañana en la casa de White descansaban. Ocho más tenían el día libre, y treinta se encargaban de la vigilancia del rancho. Había creído que todo estaba bajo control y sólo tenía ocho hombres en el edificio. Más los guardas de seguridad. Quizá treinta más.
No le cabía en la cabeza que los amigos de White intentaran algo en el edificio de la Corporación. ¿Y por qué no? Si Berenguer estaba en lo cierto, alguno de ellos debió de ayudar a los que pusieron la bomba. ¿Cuán fiables sería el resto de los guardas? El testarudo de Davis siempre quiso tener dos cuerpos de seguridad independientes y no le hizo caso cuando tantas veces él le propuso unificarlos bajo su mando. Los guardas habían mostrado con frecuencia rivalidad con respecto a los Pretorianos. Pero ¿cuán fiables serían ahora?
De pronto Gutierres sintió cómo se le erizaba el pelo del cogote al cruzar por su mente una duda, un oscuro presentimiento. Levantándose de la silla salió presuroso de la habitación ante la sorpresa de los que intentaban que White confesara.
Cogió el teléfono y llamó al pretoriano que vigilaba la limusina en el garaje.
—Rob, ¿todo bien?
—Aburridamente bien.
—¿Has visto a alguien en la última media hora?
—Bueno, sí, de hecho… —La comunicación se cortó.
Gutierres llamó varias veces sin poder contactar. ¡El rancho! ¡Haría venir a todos los disponibles!
Intentó una y otra vez hablar con el rancho a través del teléfono fijo. Luego con el móvil. No había línea. ¡Estaba incomunicado! Entonces la alarma del edificio empezó a sonar.
—¡Mierda! —dijo lanzando el teléfono al suelo—. ¿Cómo he podido ser tan estúpido? ¡Es una trampa!
Al oír el ulular de la alarma Jaime sintió que era el principio del fin. Su mano buscó la de Karen, sujetándola con fuerza. ¿Qué importaba ahora que lo hubiera utilizado? Jaime sabía que entre los «cadáveres» que Beck mencionaba aparecerían los suyos. No le guardaba rencor a Karen por haberle metido en aquella aventura; al contrario, la amaba más ahora, sabiendo que todo terminaría en unos momentos. Hubiera podido terminar bien. Y aun con un final triste, también habría valido la pena; Karen le había llevado, de una existencia monótona, a amar, sufrir y gozar de la vida con una intensidad nunca sentida antes. Ocho siglos en dos semanas.
—No nos queda ya tiempo y quiero la información que le he pedido, Berenguer —presionó Beck—. Déme los códigos de acceso a Montsegur.
—Necesita entrar de forma no violenta en Montsegur para escenificar su acto final de suicidio de la secta, y Laura no sabe los códigos ¿cierto? —Beck hizo una pequeña inclinación afirmativa con la cabeza—. Y luego, ¿qué? No puede dejarnos con vida; nos asesinará. ¿Qué gano dándole los códigos? Nada. No tiene con qué negociar.
Beck esperó unos momentos antes de responder y lo hizo de forma lenta, recalcando las palabras:
—Sí tengo. Y se llama dolor. Voy a pedir que venga Paul y que pase un buen rato con la señorita Jansen. Delante de usted. O ella o usted me darán lo que quiero. En poco tiempo, se lo aseguro. Dénmelo ahora y así se ahorran el sufrimiento.
—No tiene tiempo de que ese cafre de Paul haga a Karen lo que debió de hacer con Linda Americo en Miami. No sirve su amenaza.
En aquel momento, se oyeron varios estampidos en el exterior. Continuaron por un minuto y luego se hizo el silencio.
Gutierres dio instrucciones a sus hombres para que nadie abandonara la planta trigésimo segunda y, luego de comprobar que los ascensores estaban bloqueados, se dirigió a la sala de conferencias con rapidez. A pesar de la alarma nadie se había movido, y Davis continuaba su infructuoso interrogatorio a White. Sin pronunciar palabra, Gutierres agarró a White por las solapas de su chaqueta. White era corpulento, pero Gutierres lo era tanto o más y, de un tirón, lo hizo incorporar.
—¿Qué está pasando? —le interrogó casi escupiéndole en la cara.
—Está sonando la alarma —respondió White con un asomo de sonrisa.
Gutierres le soltó las solapas y rápido, casi antes de que White terminara de hablar, le propinó un bofetón con el revés de su mano haciéndole caer en la silla.
—¿Qué está pasando? —repitió.
—No lo sé. ¿Cómo lo voy a saber si estoy aquí? —White hablaba ahora alterado y cubriéndose con la mano la mejilla—. Sólo sé que está sonando la alarma.
—¿Qué está pasando? ¿Qué traman tus amigos? —La marca de sus mandíbulas apretadas era el único signo de tensión en el rostro de Gutierres—. Cuéntame todo lo que sabes; y como mientas, te voy a cortar los huevos. ¡Habla!
—No sé nada. Te lo juro.
En aquel momento el teléfono de la sala de juntas sonó. Gutierres lo miró con extrañeza mientras el pretoriano que tomaba las minutas de la reunión descolgaba el auricular.
—Es para usted —dijo ofreciéndoselo a Gutierres.
—Gutierres. —Éste reconoció la voz de Moore, el jefe de seguridad del edificio—. Tenemos un incendio causado por una pequeña explosión en el piso dieciséis en el ala sur. No se ha podido controlar aún. Debemos desalojar de inmediato el edificio por la escalera de emergencia norte. Siguiendo normas de seguridad, el ascensor ha sido bloqueado. Hay amenazas de más bombas; salgan de ahí lo antes posible.
—¿Por qué no funcionan los otros teléfonos?
—No lo sé. Quizá el incendio ha afectado algunas líneas. ¡Salgan ya!
—De acuerdo. Gracias.
Gutierres colgó el teléfono, para descolgar de nuevo e intentar una llamada al exterior. No consiguió tono. Intentó una llamada al propio Moore. Tampoco. Las líneas interiores tampoco funcionaban.
—¡Que nadie se mueva de la sala! —ordenó mientras salía por la puerta.
Fuera, estableció posiciones de guardia para sus hombres y escogió a dos para que inspeccionaran la salida por la escalera de seguridad norte.
—Extremad la precaución —les dijo—; puede ser una trampa.
—Laura, ve a ver qué ocurre —dijo Beck al oír los estampidos.
Laura hizo el gesto de levantarse, pero antes de que saliera se abrió la puerta y apareció otro hombre equipado de forma semejante al anterior. ¡Era Daniel Douglas, el ex compañero de Jaime!
—¿Ha empezado ya la fiesta, Daniel? —preguntó Beck.
—Un par de guardaespaldas salieron por la escalera de seguridad norte. Los esperábamos, intentamos asaltar el piso veintidós pero estaban preparados y nos recibieron a tiros. Cazamos a uno el tipo ha caído muerto en la escalera, pero los de arriba nos rechazaron, encerrándose a cal y canto. Vamos a colocar las cargas explosivas en el techo. —Luego lanzó una mirada de triunfo a Jaime y le dijo—: Te creías muy listo, Berenguer. Lograste incluso que el viejo te ascendiera a presidente, ¿verdad? Pensabas que nos habías derrotado a mí y a los Guardianes. ¡Qué estúpido!
Jaime estaba sorprendido, sabía que Douglas era uno de los principales implicados en el fraude; pero no se lo imaginó así, con las armas en la mano en el asalto del edificio de la Corporación. Mantuvo su mirada, pero no respondió. Ante su silencio, Douglas dijo a Beck:
—Termina pronto con ellos.
—De acuerdo. Pero tú a lo tuyo; no debes mezclar en esto tus sentimientos personales. Seguid sin mí, según lo planeado; aún tengo asuntos que resolver aquí.
—De acuerdo, Arkángel. —Y dedicándoles a Karen y Jaime una sonrisa satisfecha, Douglas salió dando un portazo.
—Bien, por una vez tiene razón, Berenguer. No me da tiempo de llamar a Paul para que haga hablar a su amiguita, pero le contaré el programa. El primer disparo será al estómago de su chica; el segundo a los intestinos. Producen una muerte muy lenta y dolorosa. Ella suplicará morir y haré que usted lo vea; usted lo pasará aún peor que ella. —Beck apuntó al estómago de Karen—. Laura, vigila a Berenguer; que no haga ninguna tontería. Jaime, su última oportunidad de hablar.
—No digas nada. —Karen hablaba calmada—. Moriremos igualmente, y el dolor no durará siempre. Prefiero sufrir físicamente a darles una victoria.
—La cátara quiere ser mártir, ¿verdad? Bien, Berenguer. Su última oportunidad; cuento hasta tres y disparo. Uno. —Beck se levantó de la silla apuntando el vientre de Karen.
Jaime vio en la expresión fría y determinada del hombre que éste era un asesino y que disfrutaba con aquello. Miró luego a Laura, que, también de pie, pálida pero firme, le encañonaba a él. Veía el siniestro agujero del cañón apuntándole al estómago. No podía creer que ésa fuera la Laura que conocía; parecía una pesadilla y sintió un sudor frío.
Evaluó las posibilidades de saltar a un lado para intentar despistarles. Eran nulas; lo acribillarían de inmediato. Era imposible escapar de la habitación y, aun consiguiéndolo, lo cazarían en el pasillo como a un conejo. No le daría ese placer a Beck. Apretó la mano de Karen, y ella le devolvió el apretón.