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Authors: Jorge Molist

Los muros de Jericó (51 page)

Gutierres dejo caer el vehículo hacia atrás por la rampa hasta llegar a la pared del fondo. Fuera se oían disparos; Bob y Charly se estarían enfrentando a los guardas. De nuevo aceleró la limusina, impactando la tremenda masa otra vez contra los coches. Estos saltaron unos metros más allá dejando el paso libre, pero el vehículo se caló. Ahora las balas rebotaban en los cristales y en los bajos en busca de los neumáticos.

Cuando Gutierres puso en marcha el coche, lo lanzó a toda velocidad hacia la avenida de las palmeras. Hacía sonar la bocina y al saltarse el primer semáforo le dijo a Ramsey:

—Inspector, ¿quiere comprobar si su móvil funciona bien aquí?

Ramsey estableció contacto telefónico con facilidad y empezó a dar instrucciones.

Gutierres observaba preocupado a su jefe a través del retrovisor; éste no había pronunciado una sola palabra desde hacía mucho tiempo. Ni siquiera respondía al excitado parloteo de Andersen; tenía la mirada perdida, como si estuviera abatido ¿Habría sufrido un shock? Como a todo humano, la edad le afectaba, y aquélla no era una aventura para sus setenta años. El viejo estaba sumergido en sus propios pensamientos. Ensimismado.

—Gus —dijo al cabo de un rato.

—Sí, señor Davis.

—Quiero que localices a nuestro mejor guionista. A Sheeham o a Weiss. Mejor a Sheeham. Lo quiero ver mañana sin falta.

—Sí, señor —contestó Gutierres extrañado.

—Aquí hay material para una buena película de acción, y los decorados costarán poco dinero.

Gutierres sonrió al ver el brillo de los ojos de Davis a través del retrovisor. El viejo diablo continuaba en forma.

112

—No disparéis hasta verles la cara —dijo con voz queda Laura—. Dan, tú dispara a las piernas, Jaime y yo, a la cabeza. Cuando caigan hay que asegurarse de que estén muertos.

Todos callaron. La alarma continuaba sonando y desde abajo se oían los lamentos de Cooper.

Los de arriba se movían con cuidado. Un hombre fue bajando con lentitud y giró en el recodo de la escalera; estaba armado y llevaba puesta la máscara antigás. Le seguía otro. Los de abajo dispararon, y el hombre cayó hacia adelante por la escalera hasta el rellano de la planta, frente a la mesa. El otro escapó.

—No le hemos dado al segundo —dijo Jaime.

—Han caído al menos diez de los suyos —comentó Laura—. Contando a los llegados de fuera y los guardas de seguridad del edificio, no serán más de treinta y cinco. Y Beck está muerto. Deberían darse cuenta de que han fracasado.

—Tendrán aún la esperanza de coger a Davis —razonó Dan.

En aquel momento oyeron varios disparos justo detrás de ellos. Los primeros eran de pistola, pero un par de escopeta les siguieron.

—Dan, Jaime, ¡abajo! —gritó Laura.

Al llegar, vieron que la puerta del piso inferior estaba entornada. Mike, medio incorporado en el descansillo, pistola en mano les dijo con voz débil:

—Han intentado atacar desde el piso treinta, pero los he rechazado. Estoy seguro de que le he dado a uno.

—Tenemos suerte de que no se puedan comunicar y lanzar ataques coordinados —dijo Jaime—. Dan, quédese con Mike. Yo vuelvo con Laura.

Justo cuando Jaime daba media vuelta para subir, intentaban un nuevo asalto desde la planta treinta y una. Laura devolvía el fuego, y Jaime notó un fuerte golpe en el hombro derecho, cayendo hacia atrás pero dando, por fortuna, con la espalda en la pared; el chaleco le había salvado. Laura, bien parapetada, continuaba disparando con acierto, y los otros se retiraron. Jaime, adolorido, logró llegar detrás de la mesa.

—Son unos fanáticos testarudos —se quejó Laura—. Como sigan así, al final van a lograr su propósito de eliminarnos; espero que no lo intenten con explosivos.

—Ha pasado ya tiempo suficiente para que Davis y los suyos escapen. —A continuación Jaime se puso a gritar—: ¡Hey! ¡Estáis perdidos, mamones! ¡Hace mucho que Davis escapó! ¡La policía ya viene hacia acá! ¡Tenéis poco tiempo para salvar el culo!

No recibió otra respuesta que la de la alarma y los ayes de los heridos.

—¿Tú crees que funcionará? —preguntó Laura.

—Es lo único que podemos hacer. —Y se puso a gritar de nuevo—: ¡Salid corriendo ahora que podéis! ¡Davis ha escapado del edificio! ¡Estáis perdidos!

Algo cayó rebotando por los escalones. Jaime se escondió instintivamente detrás de la mesa.

—¡Las máscaras! —gritó Laura, que no se había movido—. ¡Una granada lacrimógena!

Jaime se puso la máscara e hizo signo a Laura de que le cubriera. Luego, con la culata de su escopeta, empujó con cuidado la humeante granada hasta el hueco de la escalera, por donde cayó. Al regresar junto a Laura, los hombros de ambos se tocaban y así esperaron en silencio obligado. Los pensamientos de Jaime regresaron a su amada. ¡Karen! ¡Dios mío! ¡Que esté bien Karen! Ella conocía el papel de Laura, lo había utilizado como dijo Beck, pero ya no importaba; con tal de que lo amara sólo un poco de lo que él la amaba a ella, la perdonaba.

Laura. Años trabajando juntos. Monotonía, aburrimiento y, de pronto, esto. ¿Quién sería?

Pasaron unos diez minutos de tensa espera y no ocurrió nada. La maldita alarma continuaba sonando angustiosa, y los lamentos de Cooper ya no se oían; Jaime no podía más. Tocó el hombro de su compañera y le hizo una seña indicando que él salía al piso trigésimo primero, ella negó con la cabeza y le hizo gesto de que esperara. Jaime esperó. El humo era ya poco denso. Cinco. Seis minutos más. No aguantaba su inquietud por Karen, no aguantaba la maldita máscara en la cara. Finalmente se incorporó. Laura le tocó el hombro para avisarle que ella también iba. Pasaron por encima de la mesa, apuntando hacia el pasillo de la planta trigésimo primera. No había nadie al frente de la puerta. Laura cubrió la escalera hacia arriba, pero también estaba desierta. Jaime sentía el corazón acelerado. ¡Que esté bien Karen! Saltaron el montón de cadáveres y entraron en el pasillo. También desierto. Aparentemente los Guardianes se habían marchado de la zona con prisa, abandonando los cadáveres. Jaime se lanzó a grandes zancadas hacia su nuevo despacho.

La puerta del despacho estaba cerrada, y cuando entraron vieron que los gases no habían llegado allí. El cadáver de Beck se encontraba tendido en el suelo, alguien había estado allí manipulándolo. Jaime se quitó la mascarilla y llamó con los nudillos al armario donde Karen se refugiaba. No hubo respuesta.

—Karen, el peligro ha pasado. ¿Estás bien?

Volvió a llamar y la puerta se abrió ligeramente, luego más. Allí estaba Karen, con gesto de dolor y encogida.

—No.

—¿Qué te pasa? —preguntó Jaime alarmado.

Al salir, Karen le dedicó una gran sonrisa.

—Me he roto dos uñas aguantando la puerta del maldito armario desde dentro —dijo antes de abrazarlo.

VIERNES
113

—¿Por qué debo suponer que los cátaros son mejores que los Guardianes? —inquirió Davis.

Jaime lo miró, y su cubierto se detuvo a medio camino de la boca. «Será una comida amistosa», le había anticipado Gutierres al invitarlo. Y ahora se encontraba frente a frente con el viejo, en su lujoso salón comedor, que sin solución de continuidad se expandía en una enorme área diáfana, ocupando una buena extensión del ala sur de la planta trigésimo segunda del edificio corporativo. Los desperfectos del intento de asalto habían sido pequeños en aquel lugar y fueron los primeros en ser reparados.

Una cuidada decoración establecía, con una mínima presencia de paredes, varios ambientes permitiendo el recogimiento del despacho, el relax del comedor y una amplia sala de estar que podía acoger fiestas con cientos de invitados. Antigüedades, obras de arte moderno y un mobiliario ecléctico se combinaban con gusto y estilo.

Los grandes ventanales ofrecían una vista en un ángulo de más de ciento ochenta grados, en la que el océano brillaba al fondo, más allá de Santa Mónica e incluso por encima de Palos Verdes, al sur. Hoy era un día claro y brillante, y Ruth había hecho bajar algunos de los cortinajes para moderar la intensa luz exterior.

—Gracias a los cátaros ha descubierto un fraude de millones, salvando su vida y evitando que una secta fundamentalista controle la Corporación. ¿Le parece poco? —respondió Jaime.

—Cierto, pero los cátaros han obtenido mayor poder. ¿Cómo sé que no intentarán lo mismo que los Guardianes?

—Yo soy el único que ha ganado poder, y ha sido porque usted me lo ha dado. Usted tiene buenos informadores, sabe que los cátaros no son una secta; no persiguen el poder material como otros hacen, sólo quieren el desarrollo espiritual de la humanidad. No luchamos para controlar la Corporación, sino para evitar que otros, de ideología ultraconservadora y fundamentalista, tomaran el poder. Creemos que los mensajes que lanza al mundo la Corporación son neutrales o buenos para el desarrollo de un individuo mejor y deseamos que así continúe.

—Entonces ¿los cátaros aprueban mi línea editorial? —Davis sonreía divertido.

—Sí, y seremos buenos aliados, tómenos como tales. Todo el mundo necesita amigos; usted también.

—Me han informado que es usted un cátaro reciente.

—Cierto.

—¿Sabe?, tiene usted un gran futuro. —La sonrisa de Davis se había tornado irónica—. Y ya que está en cambiar de religiones, quizá le pudiera recomendar otra que le iría mejor profesionalmente.

Jaime lo miró con atención. Su cara de vieja esfinge arrugada mantenía aquella sonrisa difícil de interpretar; no podía creer lo que el viejo le estaba diciendo. ¿Lo estaría probando? ¿Sondeaba su reacción? O quizá le tanteaba seriamente.

—Este tipo de conversación es anticonstitucional, señor Davis.

—No. En absoluto. Tengo un testigo que jurará que no hemos hablado de eso —dijo señalando a Gutierres, que les acompañaba en la comida.

—Habla usted de abrazar una fe como de inscribirse en un club. «Hágase socio de mi club. Tendrá ventajas sociales y quizá laborales.»

—¿De qué se asombra? La gente cambia. De trabajo, de religión y de amantes. Usted se divorció hace unos años y hace unas semanas cambió de religión. ¿Por qué no iba a cambiar de nuevo?

—Es imprudente negarle alternativas a la vida —contestó Jaime con cuidado—, pero no hay ganancia profesional que me compensara de la pérdida afectiva que sufriría con un cambio.

—¡Ah! —Davis amplió su sonrisa, lanzando una mirada a Gutierres, que mantenía su expresión impasible—. Esa rubita, ¿verdad?

Sin contestar, Jaime se concentró en la comida.

Después de una pausa, el tono de Davis cambió al tiempo que su sonrisa se esfumaba.

—Lo ocurrido hace una semana es muy grave. Me refiero a los Guardianes. Murieron algunos de los nuestros y muchos de ellos, pero no necesariamente los más importantes. No puedo esperar a que usted reúna pruebas para llevarlos a la justicia. De algunos jamás probaremos nada; confiaba en que White hablara, pero no lo hizo. Sé que los cátaros han tenido agentes dobles infiltrados y quiero que me dé la lista de los cabecillas máximos de esa secta. Quiero saber quiénes en la Corporación pertenecen a ella, y su grado de responsabilidad. La muerte de Kurth continúa impune, y yo conozco otra forma de justicia más rápida y segura.

—Los cátaros jamás lo aceptarán. El «ojo por ojo» va contra sus principios; es propio del Dios malo, el Dios del odio. Los nombres que le daré serán los de quienes tengamos pruebas para llevarles a los tribunales.

—Yo sí creo en el «ojo por ojo». Y no le pido nada a los cátaros. Se lo pido a usted. Esa gente es aún peligrosa y hay que cortar la cabeza de la víbora antes de que vuelva a morder.

—Lo que insinúa es ilegal. Si yo le doy los nombres sabiendo las intenciones que tiene, me convierto en su cómplice y puedo ir a la cárcel por ello. No pienso hacerlo.

—¡Maldita sea, Jaime! —Davis golpeó la mesa—. ¡No sea estúpido! Usted y su amiguita peligran tanto o más que yo. Los Guardianes sí creen en la venganza, y ustedes les deben varios «ojos». Me he informado sobre los antiguos cátaros; un tal Brice Largaud escribió: «En la historia, el catarismo fue esa Iglesia que sólo tuvo tiempo de perdonar y desaparecer.»

» ¿Qué pretenden? ¿Perdonarles y desaparecer de nuevo cuando ellos recuperen fuerzas y se puedan vengar? ¡Claro que los cátaros no son una secta! ¡Son una pandilla de estúpidos!

Jaime se encogió de hombros.

—Los cátaros nunca le ayudarán a que haga su propia justicia. ¡Nunca! Va contra lo más fundamental de sus creencias. Y yo estoy con ellos.

—¡No sea bobo! ¿Se quiere usted suicidar? Olvídese de esa gente. Es su propia vida la que se juega. Y quizá la mía. Y eso no se lo consiento. —El viejo hizo una pausa y luego continuó con toda su energía—. Y ya no se lo pido, ¡se lo ordeno! ¡Quiero esos nombres!

Davis hablaba ahora con la fuerza intimidante que le hacía legendario en Hollywood. Pero Jaime no se sentía intimidado, al contrario, sentía la indignación crecer dentro de sí y se encontró odiando a aquel viejo arrugado y pequeño. Lo odiaba desde mucho antes.

—¿Qué pretende hacer, Davis? ¿Crear otra vez la Inquisición? ¿Le gusta mandar a la gente a la hoguera, verdad? Le gusta oler la carne quemada y el sufrimiento ajeno. —Jaime se puso de pie. Sentía, surgiendo de su interior, un resentimiento antiguo y profundo hacia el viejo—. Después de ocho siglos quiere repetir la historia, sólo que con otras víctimas. Quiere volver a exterminar, ¿verdad? ¡No cuente conmigo!

—No sé de lo que está hablando. —Davis le miraba sorprendido.

—Pues yo sí. —Jaime arrojó la servilleta con rabia encima de la mesa—. Gracias por su comida —dijo antes de darle la espalda y dirigirse a los ascensores—. Pero la invitación tenía un precio demasiado alto —añadió a media voz y sin girarse.

Las miradas de Davis y Gutierres se cruzaron interrogándose.

SÁBADO
114

—¿Cómo crees que les va? —preguntó Karen.

—Con dificultades, pero existe una fascinación entre ellos —respondió Jaime—. Nunca he visto a Ricardo tan enamorado, persigue a Laura como si se tratara de su primer amor.

Jaime y Karen reposaban en un sillón columpio en el cuidado jardín de los Berenguer, en Laguna Beach. Buganvillas, rosales y colibríes. Tomaban una Coronita y la mesa estaba ya dispuesta en el jardín. Joan Berenguer había terminado de cocinar una paella que colocó orgulloso en una mesita lateral. El viejo permanecía de pie junto a su obra de arte y anunció en español:

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