Read Los niños del agua Online
Authors: Charles Kingsley
—Pero, ¿no podrías haberlos salvado de convertirse en simios? —preguntó la pequeña Ellie finalmente.
—Al principio sí, cariño; si se hubieran comportado como hombres y se hubieran puesto a trabajar para hacer lo que no les apetecía. Pero cuanto más esperaron y se comportaron como las bestias tontas, que sólo hacen lo que les apetece, más bobos y torpes se hicieron hasta que al final ya eran incurables, pues habían desperdiciado su inteligencia. Este tipo de cosas contribuye a que yo sea tan fea y por eso no sé cuándo voy a ser hermosa.
—¿Y dónde están, ahora? —preguntó Ellie.
—Justo donde deben estar, cariño.
—¡Sí! —afirmó el hada, solemnemente, medio por dentro, mientras cerraba el maravilloso libro—. Ahora la gente dice que puedo convertir a las bestias en hombres mediante las circunstancias, la selección, la competición, etcétera. Bueno, puede que tengan razón y, vuelvo a repetir, puede que no la tengan. Ésa es una de las siete cosas que tengo prohibido desvelar hasta que vengan las Cocqcigrues y, en todo caso, no es de su incumbencia. Fueran quienes fueran sus antepasados, son hombres y les aconsejo que se comporten como tales y actúen en consonancia. Pero que recuerden esto: que cada cuestión tiene dos caras y un camino de bajada pero también uno de subida. Si yo puedo convertir a las bestias en hombres, también puedo, por las mismas leyes de las circunstancias, la selección y la competición, convertir a los hombres en bestias. Tú, pequeño Tom, has estado una o dos veces muy cerca de que te convirtiera en una bestia. Efectivamente, si no hubieras decidido emprender este viaje y ver el mundo, como un buen inglés, de lo único que estoy segura es de que habrías acabado como un tritón en un estanque.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó Tom—. Y no sólo en el estanque, también estaría envuelto en el cieno. Me voy ahora mismo, aunque sea hasta el fin del mundo.
Y poniéndose al niño en su regazo,
dijo esa vieja Nodriza, la naturaleza:
«Para ti ha escrito tu padre
este libro de cuentos, su regalo».
Dijo: «Ven a errar conmigo
por regiones vírgenes
y lee lo que aún no se ha leído
en los Manuscritos de Dios».
Y el niño vagó más y más lejos,
con la vieja Nodriza, la naturaleza,
quien le cantaba noche y día
las rimas del universo.
L
ONGFELLOW
—Bueno —dijo Tom—, estoy listo para irme, aunque sea hasta el fin del mundo.
—¡Ah! —exclamó el hada—, ése es un chico valiente y bueno. Pero si quieres encontrar al señor Grimes, tendrás que ir más lejos que al fin del mundo porque está en El-otro-Lado-de-Ningún-Sitio. Tendrás que ir al Muro Brillante y pasar la puerta blanca jamás abierta; luego llegarás al Lagodepaz y al Puerto de la Madre Carey, donde van las buenas ballenas cuando mueren. Allí, la Madre Carey te enseñará cómo se va a El-otro-Lado-de-Ningún-Sitio, donde encontrarás al señor Grimes.
—¡Ay, Dios mío! —se lamentó Tom—. Pero no sé cómo se va al Muro Brillante, ni dónde está.
—Los niños tienen que molestarse en descubrir las cosas por sí mismos; si no, no se harán hombres. Así que tienes que preguntarlo a todas las bestias del mar y a los pájaros del aire y, si eres bueno con ellos, algunos te dirán cómo se llega al Muro Brillante.
—Bueno —dijo Tom—, va a ser un largo viaje, de modo que lo mejor sería marcharme ahora mismo. Adiós, señorita Ellie, ya sabes que me estoy haciendo mayor y que tengo que irme a ver el mundo.
—Ya sé que tienes que hacerlo —respondió Ellie—, pero no me olvides, Tom. Te esperaré aquí hasta que regreses.
Le tomó de las manos y le dijo adiós. Tom volvió a desear besarla, pero pensó que no sería respetuoso, teniendo en cuenta que era una dama de nacimiento; de modo que prometió que no la olvidaría. Sin embargo, el pequeño remolino que tenía por cabeza estaba tan obsesionado en irse a ver el mundo que en cinco minutos se olvidó de ella. No obstante, aunque su cabeza la olvidara, me complace decir que su corazón no.
Así pues, preguntó a todas las bestias del mar y a todos los pájaros del aire, pero ninguno sabía cómo se iba al Muro Brillante. ¿Y por qué? Aún estaba demasiado al sur.
Entonces encontró un barco mucho más grande de lo que jamás había visto —un galante buque de vapor, con una gran nube de humo coleando por detrás—, y se preguntó cómo podía avanzar sin velas y se acercó nadando para echarle una ojeada. Un grupo de delfines estaba haciendo carreras dando más y más vueltas alrededor del barco, tres veces más rápido que él, y Tom les preguntó cómo se iba al Muro Brillante. Pero no lo sabían. Luego intentó averiguar cómo se movía el barco y, finalmente, descubrió la hélice, que lo embelesó tanto que se pasó el día jugando debajo de la aleta, hasta que casi se quedó sin nariz por culpa de las aspas, y pensó que ya era hora de irse. Después contempló a los marineros en la cubierta y a las damas, con sus sombreros y sus parasoles; pero nadie lo podía ver porque nadie tenía los ojos abiertos (ya que, de hecho, los ojos de la mayoría de la gente no lo están).
Finalmente, una dama muy bonita salió a la galería, vestida con ropa de luto de viuda de un color negro profundo y con un bebé en brazos. Se apoyó encarada a la galería y miró más y más al fondo, en dirección a la alejada Inglaterra. Y mientras miraba, cantó:
Suave, suave viento, que desde el dulce sur te deslizas,
sopla por el mar estival tus telarañas de nubes plateadas;
finas, finas hebras de bruma que envuelven dedos cubiertos
de rocío, tejed un velo de cendal moteado para sombrearnos a mí y a
este niño mío.
Profundo, profundo Amor, que en tu abismo descansas,
emerge, oh Señor, por tierra, aire y mar a tus anchas;
corazones rotos y cansados que se esconden en Tu templo
bendito, protegednos, pobres de nosotros, del dolor, el pecado y la
vergüenza a mí y a este niño mío.
Su voz era tan suave y tenue, y la música del aire tan dulce, que Tom podría haberse pasado el día escuchándola. Entonces, mientras cogía al bebé apoyada en la barandilla de la galería para enseñarle cómo saltaban los delfines y cómo borboteaba el agua en la estela del barco, mira por dónde, el bebé vio a Tom.
Tom estaba seguro de ello, pues, cuando sus ojos se encontraron, el bebé sonrió y levantó las manos, y Tom también sonrió y levantó las suyas. Entonces, el bebé pataleó y se impulsó, como si quisiera saltar por la borda para acercarse a Tom.
—¿Qué has visto, cariño? —preguntó la dama, y sus ojos siguieron a los del bebé hasta que descubrió a Tom, nadando allá en el fondo, sobre las burbujas de la espuma.
Dio un chillido y un respingo; pero luego dijo en voz baja: «¿Niños en el mar? Bueno, quizá sea el lugar más feliz para ellos». Saludó a Tom con la mano y gritó: «Espera un poco, cariño, sólo un poco, puede que vengamos contigo y descansemos en paz».
En ese instante, una vieja niñera, vestida toda de negro, salió, habló con ella y se la llevó adentro. Tom partió hacia el norte, triste y pensativo. Contempló cómo el gran barco de vapor se desvanecía en el anochecer, cómo las luces del barco se asomaban, una a una, y volvían a perecer y cómo la larga estela de humo se esfumaba hacia la bruma nocturna, hasta que todo se perdió de vista.
Entonces volvió a nadar hacia el norte, día tras día, hasta que por fin se encontró al Rey de los Arenques, a quien por la nariz le crecía una almohaza y en la boca, como puro, tenía un espadín. Tom le preguntó cómo se llegaba al Muro Brillante. El arenque engulló el espadín por la cabeza y respondió:
—Yo de ti, joven caballero, iría a la Rocasola y se lo preguntaría a la última de las alcas. Forma parte de un clan muy antiguo, casi tan antiguo como el mío, y sabe muchas cosas que estos advenedizos modernos no saben, como muy posiblemente ocurre con las damas de las casas antiguas.
Tom le preguntó dónde podría encontrarla y el Rey de los Arenques se lo dijo con mucha amabilidad, pues era un buen caballero cortés de la vieja escuela a pesar de ser horriblemente feo e ir emperejilado de un modo muy extraño, como los dandis viejos que holgazanean en las ventanas de los clubs.
Justo cuando Tom le había dado las gracias y ya se iba, le gritó:
—¡Eh! Oye, ¿sabes volar?
—Nunca lo he intentado —respondió Tom—. ¿Por qué?
—Porque, si sabes, te aconsejo que no le digas nada a la vieja dama sobre ello. Lo entiendes, ¿no? Adiós.
Tom avanzó durante siete días y siete noches en dirección noroeste, hasta que tropezó con un gran cardumen de bacalaos; algo que no había visto jamás. Abajo, decenas de miles de grandes bacalaos se pasaban el día tragando marisco y, por encima merodeaban cientos de tiburones azules que se los zampaban cuando subían. Así que se comieron, se comieron y se comieron los unos a los otros, como habían hecho desde la creación del mundo, pues aún no había venido ningún hombre a pescarlos y a averiguar cuan rica es la vieja Madre Carey.
Allí Tom encontró a la última de las alcas, sola y de pie sobre las Rocasolas. Era una gran dama, vieja, de un metro de alta y muy erguida, como una antigua jefa de un clan de las Highlands. Llevaba un vestido negro de terciopelo, una toca y un delantal blancos, y su nariz tenía un caballete muy salido (que es una marca clara de una raza elevada). Encima sobresalían unas grandes gafas blancas que le daban un aspecto muy singular; no obstante, era la antigua costumbre de su casa.
En lugar de alas, tenía dos bracitos con plumas con los que se abanicaba. Continuamente se quejaba del calor espantoso. Además, no dejaba de cantar para sus adentros, con una voz suave, una vieja canción que aprendió cuando era una pequeña bebé-pajarito, hace mucho tiempo:
Érase una roca con dos pajaritos,
uno se fue nadando y el otro se quedó solito,
con una tra-la-ra-la-dama.
Luego no había ninguno, pues el otro lo siguió,
y la pobre roca sola se quedó;
con una tra-la-ra-la-dama.
Lo correcto sería: se fue «volando» y no «nadando», pero, como no podía volar, tenía derecho a cambiarla. Sin embargo, era una canción muy adecuada, porque ella era una dama.
Tom se le acercó con una actitud muy humilde y le hizo una reverencia, y lo primero que ella le dijo fue:
—¿Tienes alas? ¿Puedes volar?
—Dios mío, no, señora; no pienso en cosas así—contestó el astuto Tom.
—Entonces será un gran placer hablar contigo, querido. Hoy en día, ver criaturas sin alas resulta muy alentador. Ciertamente, ahora todos los nuevos pájaros advenedizos tienen que tener alas y vuelan. ¿Para qué les servirá volar y elevarse por encima de la posición que les corresponde en la vida? En los tiempos de mis antepasados no había ningún pájaro que pensara en tener alas y se las arreglaban muy bien sin ellas. Ahora todos se ríen de mí porque me mantengo fiel a la antigua usanza. Caramba, incluso los frailecillos y los araos aliblancos tienen alas, los muy vulgares, y son diminutos, los pobres; y mis propias primas, las alcas comunes, que son gente de buena familia, también las tienen, y tendrían que saber que no deberían imitar a los que son inferiores a ellas.
Y seguía y seguía mientras Tom trataba de introducir alguna palabra de lado. Y al final, cuando la vieja dama se quedó sin aliento y volvió a abanicarse, lo consiguió. Le preguntó si sabía cómo se iba al Muro Brillante.
—¿Al Muro Brillante? ¿Quién, sino yo, podría saberlo mejor? Todos vinimos del Muro Brillante hace miles de años, cuando hacía un frío decente y el clima era adecuado para la gente de buena familia. Sin embargo, menudo calor hace ahora y qué criaturas voladoras más vulgares, que vuelan arriba y abajo y se lo comen todo, de manera que se echa a perder la caza de la gente de buena familia, y uno no puede ni ganarse la vida o ni siquiera aventurarse a alejarse de la roca por miedo a que una criatura que hace mil años no se habría atrevido a acercarse a menos de un kilómetro choque contra ti... ¿De qué hablaba? Vaya si hemos ido cada vez a menos, querido, y no nos queda nada más que el honor. Yo soy la última de mi familia. Cuando éramos jóvenes, un amigo mío y yo vinimos y nos instalamos en esta roca para apartarnos de la gente baja. Antaño fuimos una gran nación y nos extendimos por todas las islas del Norte. Pero los hombres nos dispararon mucho, nos golpearon mucho en la cabeza y nos cogieron los huevos. Caray, si no te lo crees, dicen que en la costa de Labrador los marineros solían poner un tablón desde la roca a la cubierta de una cosa que llamaban barco y nos hacían pasar por el tablón a cientos, hasta que caíamos desplomados en el centro del barco. ¡Luego, supongo que se nos comían, los muy asquerosos! Bueno, pero, ¿de qué hablaba? Al final ya no quedó ninguno, salvo en el viejo Alcaskerry, tocando la costa de Islandia, donde no podía subir ningún hombre. Incluso allí no estuvimos en paz, pues un día, cuando yo era una muchacha muy joven, la tierra se tambaleó, el mar hirvió, el cielo se oscureció, todo el aire se llenó de humo y polvo, y el viejo Alcaskerry se precipitó dentro del mar. Evidentemente, todos los araos aliblancos y los frailecillos se fueron volando, pero nosotras éramos demasiado orgullosas para hacer eso. Algunas se hicieron añicos, otras se ahogaron y las que quedaron vivas se fueron a Eldey. Los araos aliblancos me han dicho que ahora ya están todas muertas y que, del mar, ha surgido otro Alcaskerry cerca del viejo, pero es un lugar tan pobre y llano que no es seguro, así que aquí estoy, sola.
Ésta fue la historia del alca que, aunque pueda parecer extraña, es verdadera.
—¡Ojalá hubierais tenido alas! —dijo Tom—. Así, también habríais podido escapar volando.
—Sí, jovencito. Y si las personas no se comportan como caballeros y damas y se olvidan de que los nobles deben actuar con nobleza, vivir en este mundo les parecerá tan fácil como a los que no les importa lo que hagan. Caray, si no me hubiera acordado de que los nobles deben actuar con nobleza, ahora no estaría sola. —Y la pobre dama suspiró.
—¿Y por qué sucedió así, señora?
—Verás, querido, un caballero vino aquí conmigo y, después de estar aquí durante algún tiempo, quiso casarse conmigo; de hecho, me pidió la mano. Bueno, no lo culpo, entonces yo era joven y muy guapa, no lo niego, pero, mira, no quería ni oír hablar de eso porque era el marido de mi hermana fallecida, ¿sabes?
—Claro que no, señora —aseguró Tom, aunque era evidente que no sabía nada de eso—. Supongo que estuvo muy enferma.
—No me entiendes, querido. Lo que quiero decir es que, siendo una dama y teniendo unos sentimientos correctos y honorables, como siempre ha tenido nuestra casa, consideré que mi deber era desairarlo, empujarlo y darle picotazos continuamente para mantenerlo a la distancia adecuada. A decir verdad, una vez le di un picotazo demasiado fuerte al pobre, se cayó de espaldas desde la roca y, realmente, tuvo muy mala suerte, pero no fue culpa mía. Un tiburón que pasaba por allí lo vio y se lo zampó. Desde entonces he vivido sola... Con una tra-la-ra-la-dama. Y muy pronto desapareceré, queridito mío, y nadie me echará de menos. Entonces, la pobre roca se quedará sola.