Read Los niños del agua Online
Authors: Charles Kingsley
Por entonces se sintió tan cansada que tuvo que irse a almorzar. Después del almuerzo, volvió a ponerse manos a la obra y llamó a todos los maestros crueles: regimientos y brigadas enteras. Cuando el hada los vio, frunció el ceño de un modo terrible y empezó a trabajar en serio, como si la mejor parte de la tarea diaria aún tuviese que llegar. Más de la mitad de los maestros eran monjes viejos asquerosos, sucios, desaliñados, mugrientos y malolientes que, en vez de atreverse a golpear a un hombre de su talla, se divertían pegando a los niños pequeños, tal como puedes ver en el cuadro del viejo Papa Gregorio (aunque fuera un hombre justo cuando se inmiscuía en cosas que podía entender), enseñando a unos niños a cantar el fa-fa-mi-fa con un azote de nueve ramales debajo de su silla. Como no tenían hijos, se les metió en la cabeza (como todavía ocurre con algunos) que eran las únicas personas del mundo que sabían manejar a los niños: fueron los primeros que importaron a Inglaterra, en los antiguos tiempos anglosajones, la moda de tratar a los niños insolentes, y también a las niñas, peor de lo que tratarías a un perro o a un caballo. Pero la señora Hagancontigocomohiciste se ocupó de ellos hace ya mucho tiempo y les hizo probar sus propias varas (y puede que les sentara muy bien).
Les dio unos buenos cachetes, los golpeó en la coronilla con reglas, les pegó con la palmeta en las manos y los acusó de contar mentiras y de ser tal o cual suerte de gente. Y cuanto más se indignaban, juraban por su honor y aseguraban que decían la verdad, más afirmaba ella que no, que sólo contaban mentiras. Finalmente, los azotó a todos de forma contundente con su gran vara de abedul e impuso a cada uno el castigo de aprenderse de memoria trescientas mil líneas de hebreo antes del viernes siguiente. Al oírlo, todos gritaron y aullaron tanto que sus bocanadas subieron mar arriba como las burbujas del agua con gas. Y eso explica que haya burbujas en el mar. Existen otras razones, pero ésa es la que principalmente concierne a los chiquillos.
Para entonces, el hada estaba tan cansada que se alegró de dejar de trabajar, puesto que ese día había hecho una buena tarea.
A Tom, la vieja dama no le disgustaba del todo. Pero no podía evitar pensar que era un poco rencorosa (y no me extraña que lo sea, la pobrecilla, pues si para volverse guapa tiene que esperar a que las personas hagan como quisieran que les hicieran a ellas, tendrá que pasar muchísimo tiempo).
¡Pobre señora Hagancontigocomohiciste! Le aguarda un trabajo muy duro y en abundancia. Todo habría ido mejor si hubiera sido lavandera de nacimiento y pasara el día sobre la tina; pero, mira, la gente no siempre puede escoger la profesión que quiere.
Sin embargo, Tom deseaba hacerle una pregunta. A pesar de todo, cuando ella lo miraba, no parecía en absoluto enojada. De vez en cuando, se le dibujaba una sonrisa divertida en la cara y se reía entre dientes de una forma que dio coraje a Tom hasta que preguntó:
—Usted perdone, señorita, ¿me permite hacerle una pregunta?
—Pues claro, cielo.
—¿Por qué no trae aquí a todos los patronos malos y les da también su merecido? Los intermediarios que dan palizas a los pobres niños mineros, los de las fábricas de clavos que liman la nariz a los chiquillos y les dan martillazos en los dedos y todos los patronos deshollinadores, como mi patrón, Grimes. Lo vi caer en el agua hace mucho tiempo, así que estaba seguro de que estaría aquí. Estoy convencido de que fue lo bastante malo conmigo.
Entonces la vieja dama adoptó un aspecto tan severo que Tom se asustó mucho y se arrepintió de haber sido tan atrevido. Pero no estaba enfadada con él. Únicamente respondió:
—Los vigilo durante toda la semana y ahora están en un lugar que es muy distinto a éste, porque sabían que estaban obrando mal.
Habló muy bajito, pero había algo en su voz que hizo que Tom sintiera un hormigueo de pies a cabeza, como si se hubiera metido en un cúmulo de ortigas de mar.
—En cambio, estas personas —prosiguió—, no sabían que estaban obrando mal. Sólo eran estúpidas e impacientes y, por lo tanto, sólo las castigo hasta que sean pacientes y aprendan a utilizar el sentido común como seres razonables. Sin embargo, en cuanto a los deshollinadores, los niños mineros y los chiquillos de las fábricas de clavos, mi hermana ha puesto a buenas personas para detener ese tipo de cosas. Y le estoy muy agradecida, pues si ella consigue evitar que los patronos crueles maltraten a los pobres niños, yo me volveré hermosa como mínimo mil años antes. Y ahora sé bueno y haz como quisieras que te hicieran a ti, lo cual ellos no hicieron, y entonces, cuando el próximo domingo venga mi hermana, Madame Hazcomoquisierasquetehicieranati, puede que te haga caso y te enseñe cómo debes comportarte. Ella entiende de eso mejor que yo.
Y se fue.
Tom se alegró mucho de oír que no había ninguna posibilidad de volver a encontrarse con Grimes, aunque le daba un poco de lástima, teniendo en cuenta que a veces solía darle los restos de su cerveza. Así pues, Tom se propuso ser bueno durante todo el sábado. Y así fue, pues no asustó a ningún cangrejo, ni hizo cosquillas a ningún coral vivo, ni metió ninguna piedra en la boca de las anémonas para hacerles creer que era la cena. Cuando llegó el domingo por la mañana, se presentó la señora Hazcomoquisierasquetehicieranati. Los niños pequeños empezaron a bailar y a dar palmas, y Tom también bailó con todas sus fuerzas.
En cuanto a esta hermosa dama, no sabría decirte de qué color era su pelo ni sus ojos. Y Tom tampoco, pues cuando alguien la mira, todo lo que puede pensar es que tiene la cara más dulce, amable, tierna, divertida y alegre que nunca haya deseado ver. Tom se fijó en que era una dama muy alta, igual de alta que su hermana; pero, en lugar de ser retorcida y callosa, escamosa y espinosa, era la criatura más bonita, suave, rechoncha, tersa, cariñosa, adorable y deliciosa que nunca había arrullado a un niño. Entendía muchísimo de niños, pues había muchos que eran suyos, hileras y regimientos enteros, y aún hoy sigue teniéndolos. Siempre que disponía de tiempo libre, su gran deleite era jugar con los niños, con lo cual demostraba ser una mujer con sentido común, pues los niños son la mejor compañía y los compañeros de juego más agradables del mundo; al menos, eso es lo que creen todos los sabios del planeta. Por lo tanto, cuando los niños la vieron, naturalmente fueron todos hacia ella, la estiraron hasta que se sentó sobre una piedra, se subieron en su regazo, se colgaron de su cuello y la tomaron de las manos. Entonces, todos se metieron los pulgares en la boca y empezaron a arrimarse y a ronronear como gatitos, tal como deberían haber hecho.
Mientras tanto, los que no encontraron sitio se sentaron sobre la arena y acurrucaron los pies (pues, verás, en el agua nadie lleva zapatos, salvo las vigilantes de la playa, que tienen miedo de que los niños del agua les pinchen los callos de los pies). Tom se quedó observándolos, ya que no comprendía lo que pasaba.
—Y tú, ¿quién eres, cariño mío? —preguntó la dama.
—¡Ah, ése es el nuevo! —gritaron todos, sacándose los pulgares de la boca—. Nunca ha tenido una madre. —Y todos volvieron a meterse el pulgar en la boca, pues no querían perder ni un minuto.
—Entonces yo seré su madre y tendrá el mejor sitio. Así que todos vosotros salid ahora mismo.
Levantó dos brazadas de niños —novecientos debajo de un brazo y mil trescientos debajo del otro— y los lanzó al agua, hacia la derecha y hacia la izquierda. Sin embargo, se inmutaron tan poco como los niños malos de Struwelpeter cuando Santa Claus los remojó en el tintero. Y ni siquiera se sacaron los pulgares de la boca, sino que volvieron hacia el hada chapoteando y serpenteando igual que renacuajos, hasta que llegó un momento en que no se la podía distinguir debido al enjambre de niños que la cubría de pies a cabeza.
Pero tomó a Tom en brazos y lo acomodó en el lugar más acogedor de todos; lo besó, le dio palmaditas y le habló con voz tierna y baja de cosas de las que él nunca había oído hablar en su vida. Tom la miró a los ojos y la amó, la amó hasta que se quedó profundamente dormido de puro amor.
Cuando se despertó, ella estaba contando un cuento a los demás niños. ¿Qué cuento les contaba? Les contó un cuento que comienza cada Nochebuena y que, sin embargo, no termina jamás de los jamases. Mientras hablaba, los niños se sacaron los pulgares de la boca y escucharon muy serios, aunque para nada tristes, pues nunca les contaba nada triste. Tom también escuchaba y en ningún momento se cansó de escuchar. Estuvo escuchando tanto rato que se volvió a quedar profundamente dormido y, cuando se despertó, la dama todavía estaba arrullándolo.
—No te vayas —susurró el pequeño Tom—. Esto es muy bonito. Nunca nadie me había abrazado.
—No te vayas —repitieron todos los niños—. Aún no nos has cantado una canción.
—Bueno, sólo tengo tiempo para una. Así que, ¿cuál queréis?
—¡La muñequita que perdiste! ¡La muñequita que perdiste! —gritaron a la vez todos los niños. Entonces la extraña hada cantó:
Una vez tuve una dulce muñequita, queridos míos,
¡Mira que cantar una canción tan tonta un hada como ella!
¡Y mira qué niños del agua más tontos, que les gustaba!
Bueno, verás, en las profundidades del mar no tienen la ventaja de contar con los
Razonamientos
de la Tía Agitate.
—Bien —le dijo el hada a Tom—, hazlo por mí. ¿Vas a ser bueno y vas a dejar de atormentar a las bestias del mar hasta que vuelva?
—¿Volverás a abrazarme? —le preguntó el pobrecillo Tom.
—Por supuesto que sí, pichoncito. Me gustaría llevarte conmigo y darte abrazos durante todo el camino, sólo que no debo hacerlo.
Y se fue.
Así que Tom trató de ser bueno y, después de este episodio, mientras vivió, dejó de atormentar a las bestias del mar. Y te aseguro que aún está muy vivo.
Ay, qué buenos serían los niños si tuvieran una mamá amable y cariñosa que los abrazara y les contara cuentos. Y cómo les asustaría ser malos y hacer brotar lágrimas en los bonitos ojos de sus mamás.
¡Ay, mi niño! Si bien eres glorioso en la noche
de la libertad nacida del cielo, en la cúspide de tu Ser,
¿por qué haces que los Años traigan
el yugo inevitable con tan intenso pesar...
luchando, así, ciegamente contra tu santidad?
Muy pronto tu alma soportará su carga terrenal
y la costumbre se posará sobre ti con un peso
plomizo como el hielo y casi tan profundo como la vida.
W
ORDSWORTH
Ahora viene la parte más triste de todo mi cuento. Sé que habrá gente que se reirá y dirá que hago mucho ruido y pocas nueces. Pero conozco a un hombre que no se reiría. Era un oficial con unos bigotes grises largos como tu brazo, que una vez, estando rodeado de gente, confesó que dos de las escenas más estremecedoras del mundo, que lo conmovían hasta hacerle llorar —lo cual trataba de impedir por todos los medios— eran un niño con un juguete roto y un niño robando golosinas.
Las personas que lo acompañaban no se burlaron de él; sus bigotes eran demasiado largos y demasiado grises para eso.
Sin embargo, cuando se hubo ido, todos lo llamaron sentimental. Todos, excepto una querida dama cuáquera con un alma blanca como su gorro que, evidentemente, no tenía una especial debilidad por los soldados. Esta dama afirmó en voz baja, como los cuáqueros:
—Amigos, a mi juicio ése es un hombre verdaderamente valiente.
Creerás que Tom se hizo muy bueno cuando consiguió todo lo que quería o deseaba; pero, de ser así, estás muy equivocado. Tener comodidad es algo muy bueno, aunque no hace buenas a las personas. Efectivamente, a veces las hace malas, tal como hizo con los americanos y con la gente de la Biblia, que se dedicaron a engordar y a dar coces, como caballos sobrealimentados y subexplotados. Y lamento decir que eso fue lo que le ocurrió al pequeño Tom, pues le llegaron a gustar tanto los caramelos de mar y las piruletas de mar que su estúpida cabecita no podía pensar en otra cosa: siempre quería más y se preguntaba cuándo volvería la extraña dama, qué le daría, cuánto y si obtendría más que los demás. De día, no pensaba en otra cosa que no fuesen piruletas y de noche sólo soñaba en dulces. Y entonces, ¿qué pasó?
Que empezó a espiar a la dama para ver dónde guardaba las golosinas. Empezó a esconderse, a mirar a hurtadillas, a seguirla por todas partes y a fingir que estaba mirando hacia otro lado o que iba a hacer otra cosa, hasta que averiguó que las guardaba en un armario de nácar. Y, mira por dónde, el armario estaba abierto.
Sin embargo, cuando vio todas las cosas bonitas que había dentro, en lugar de sentirse complacido, se sintió muy asustado y deseó no haber ido nunca. Después decidió tocarlas —y lo hizo—, luego sólo quiso probar una —y lo hizo—, a continuación pensó en comerse dos, luego tres y así sucesivamente. Entonces le aterrorizó la idea de que la dama pudiese volver y pillarlo, y empezó a engullirlas tan rápidamente que dejó de degustarlas y de sentir algún placer. Después le dolió la barriga y pensó en comerse la última, pero continuó con otra y con otra hasta que se las zampó todas.
Y durante todo el rato, justo detrás de él, estuvo la señora Hagancontigocomohiciste.
Habrá quien dirá: «Pero, ¿por qué no cerró el armario con llave?». Sí, ya lo sé. Puede parecer algo extraño, pero nunca deja el armario cerrado: todos los que quieran pueden ir, servirse y, por lo tanto, comer. Es muy raro, pero es así, y estoy seguro de que la dama sabe lo que se hace. Tal vez quiere que la gente no meta los dedos en el fuego para evitar que se queme.
Se quitó las gafas, puesto que no le gustaba ver demasiado. Entonces, sintiendo una gran pena, arqueó las cejas hasta donde le empezaba el cabello y sus ojos se abrieron tanto que habrían podido albergar todos los dolores del mundo, y se llenaron de grandes lágrimas, como les sucede a menudo.