Los niños del agua (13 page)

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Authors: Charles Kingsley

Así que Ellie y el profesor iban caminando por las rocas, mientras éste le mostraba alguna de las diez mil cosas bonitas y curiosas que se pueden ver allí. A pesar de todo, a la pequeña Ellie no la complacían en absoluto. Prefería jugar con niños vivos o incluso con muñecas, fingiendo que estaban vivas, y finalmente dijo con sinceridad:

—Todas estas cosas no me interesan porque no pueden jugar ni hablar conmigo. Si ahora hubiese niños en el agua, como solía haberlos, y los pudiera ver, eso sí me gustaría.

—¿Niños en el agua, extraño pichoncito?—se sorprendió el profesor.

—Sí —contestó Ellie—. Sé que solía haber niños en el agua, y también sirenas y tritones. Los he visto a todos en casa, en un cuadro de una hermosa dama que navega sobre un carruaje tirado por delfines, con niños volando a su alrededor y uno sentado en su regazo, donde las sirenas nadan y juegan, y los tritones tocan las caracolas como si fueran trompetas. Se llama
El triunfo de Galatea
y hay una montaña en llamas en el fondo. Está colgado en la gran escalinata. Lo he mirado desde que era un bebé y he soñado con él cientos de veces. Es tan hermoso que tiene que ser de verdad.

Pero el profesor no tenía la más mínima intención de aceptar que las cosas fuesen verdaderas sólo porque alguien las encontrara hermosas. En ese caso, afirmó, los Baltas tendrían mucha razón si consideraran adecuado comerse a sus abuelos porque creyeran que era muy feo ponerlos bajo tierra. Efectivamente, el profesor fue más allá y sostuvo que ningún hombre sería forzado a considerar algo como verdadero, a menos que lo pudiese ver, oír, probar o palpar.

Defendía unas teorías muy extrañas sobre muchísimas cosas. Una vez, incluso se puso de pie en la Asociación Británica y manifestó que los simios, igual que los hombres, tenían hipopótamos mayores en el cerebro. Lo cual era algo sorprendente, pues, si fuera así, ¿qué sería de la fe, la esperanza y la caridad de millones de inmortales? Quizá pienses que hay otras diferencias más importantes entre un simio y tú, como la capacidad de hablar, hacer máquinas, diferenciar el bien del mal, rezar las oraciones y otras menudencias por el estilo. Pero eso, cielo, son ideas infantiles. No hay nada tan fiable como el gran test del hipopótamo. Si tienes un hipopótamo mayor en el cerebro, no eres un simio, aunque tengas cuatro manos, te falten los pies y seas más simiesco que los simios de todos los simiales. Sin embargo, si algún día se descubre un hipopótamo mayor en el cerebro de un solo simio, nada salvará a tu tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-tatara-retatara-requetatara-abuela de ser también un simio. No, mi chiquitín, recuerda siempre que la única y verdadera, cierta, final y primordial diferencia entre tú y un simio es que tú tienes un hipopótamo mayor en el cerebro y él no. Y que, por consiguiente, si descubren uno en su cerebro será algo muy malo y peligroso que horrorizará a todo el mundo, como se supone que se horrorizaron con lo que dijo el profesor. Aunque, de necho, no importa, porque —como dirían Lord Thundreary y otros— nadie tiene hipopótamos en el cerebro salvo los hombres. De modo que si se descubriera un hipopótamo en el cerebro de un simio, no sería lo mismo, ya sabes, sería algo distinto.

Pero el profesor fue, siento decirlo, incluso más lejos, pues en la Asociación Británica de Melbourne, Australia, de 1899 [sic], leyó una ponencia que aseguraba a todos aquellos que se creían mejores o más listos para todo lo novedoso que no existía, que nunca había existido y que no podía existir ningún ser racional o semirracional, salvo los hombres, en ningún sitio, en ningún momento y de ninguna manera. Que las ninfas, los sátiros, los faunos, los esquimales, los enanos, los trols, los elfos, los gnomos, las hadas, los duendes, las ondinas, los wills, los kobolds, los leprechaunos, los cluricaunos, las banshees, el fuego fatuo, los diablillos, los lutinos, los magots, los goblins, los afrits, los marids, los jinns, los ghouls, los peris, los deevs, los ángeles, los arcángeles, los imps, los espectros o cosas peores no eran nada de nada, sino puras majaderías, aire. Tuvo que levantarse muy temprano por la mañana para demostrarlo y por eso desayunó la noche anterior. Pero lo demostró, al menos para quedarse a gusto. Hubo un gran teólogo, uno muy inteligente, que le dijo que lo consideraba un saduceo; y seguramente estaba en lo cierto. Y el profesor, como respuesta, le aseguró que lo consideraba un fariseo; y seguramente también estaba en lo cierto. Pero no discutieron lo más mínimo, pues cuando los hombres son hombres de mundo, las palabras mayores no les afectan, igual que el agua que cae por la espalda de un pato. Así que el profesor y el teólogo se encontraron por la noche a la hora de la cena. Después de comer se sentaron juntos en el sofá durante una hora, hablaron de la situación del trabajo femenino en el continente antártico (pues nadie habla de trabajo después de un clarete) y el uno juró al otro que eran la mejor compañía que se habían encontrado en su vida. ¡Qué ventaja es ser hombre de mundo!

Por todo esto, podrás suponer que el profesor no estaba de acuerdo con la pequeña Ellie. Le hizo un sucinto compendio de su famosa ponencia en la Asociación Británica de forma adaptada a la mente de una joven. Pero, como ya hemos hablado de sus argumentos en contra de los niños del agua (y con una vez es suficiente), no los vamos a repetir aquí.

Ahora bien, supongo que la pequeña Ellie era una niñita estúpida porque en vez de dejarse convencer por los argumentos del profesor se limitó a hacer la misma pregunta:

—Pero, ¿por qué no hay niños del agua?

Confío y espero que el hecho de que en ese instante el profesor pisara el borde de un mejillón muy afilado y lamentablemente se hiciera daño en uno de sus callos fue lo que causó que respondiera bruscamente, olvidando que era un hombre científico y que, por lo tanto, debía haber tenido en cuenta que él mismo podía no saberlo; y que también era un lógico y que, por lo tanto, debía haber tenido en cuenta que no podía demostrar una negación universal. Como decía, confío y espero que fuera el hecho de que el mejillón le hiciera daño en el callo lo que causó que el profesor respondiera tan bruscamente:

—Porque nanay.

Lo cual no estaba muy bien dicho, mi chiquitín, pues, como debes saber por los
Razonamientos
de la Tía Agitate, si el profesor estaba tan enfadado como para decir una cosa así, tendría que haber dicho: porque no hay, porque no hay ninguno o porque no hay absolutamente ninguno; o (si él también hubiera leído a la Tía Agitate) porque no existen.

Entonces metió la red por debajo de las algas tan violentamente que pilló al pobrecillo Tom.

Sintió que la red pesaba mucho y la sacó rápidamente, con Tom enredado en las mallas.

—¡Caramba! —gritó—. ¡Qué gran holotúrido rosa, con manos y todo! Debe de estar conectado con los sináptidos.

Y lo sacó.

—¡De hecho, tiene ojos! —volvió a gritar—. ¡Entonces, tiene que ser un cefalópodo! ¡Qué cosa tan extraordinaria!

—¡Nanay! —exclamó Tom tan alto como pudo, pues no le gustaba que lo llamaran con malos nombres.

—¡Es un niño del agua! —gritó Ellie. Y obviamente lo era.

—¡Bobadas del agua, querida! —rebatió el profesor, y se giró con brusquedad.

Era innegable. Era un niño del agua y un minuto antes había dicho que no existían. ¿Qué iba a hacer?

Le habría gustado llevarse a Tom a casa dentro de un cubo, por supuesto. No lo habría puesto en alcohol. Claro que no. Lo habría dejado vivir, lo habría mimado (pues era un viejo caballero muy amable), habría escrito un libro sobre él y le habría adjudicado dos largos nombres, de los cuales el primero diría un poquito sobre Tom, y el segundo, todo sobre él. Pues, obviamente, lo habría llamado Hydrotecnon Ptthmllnsprtsianum o cualquier otro nombre largo, ya que ahora los científicos se ven forzados a llamarlo todo con nombres largos, porque, desde que empezaron a hacer nueve especies de una sola, ya han agotado todos los nombres cortos. Pero... ¿qué le dirían los eruditos después de su discurso en la Asociación Británica? ¿Y qué diría Ellie después de lo que le acababa de explicar?

Una vez, hubo un viejo y sabio pagano que dijo:
Maxima debetur pueris reverentia
(la mayor reverencia hay que dedicarla a los niños), es decir, que los mayores nunca deberían decir ni hacer nada mal delante de los niños para no dar un mal ejemplo. Sin embargo, el Primo Cramchild asegura que significa: «El mayor respeto hay que esperarlo de los chiquillos».

Él se crió en un país donde no se espera que los chiquillos sean respetuosos, porque todos son tan buenos como el presidente... Bueno, cada uno conoce perfectamente sus propios asuntos, de modo que puede que lo sean. Pero para hacer justicia al pobre Primo Cramchild, teniendo en cuenta que no comparto su opinión, puesto que hay que tener una misión moral y que no se le puede considerar un erudito y apenas una autoridad... bueno, para él era una gran tentación. Sin embargo, hay gente, y me temo que el profesor era uno de ellos, que interpreta esta frase de una forma incluso más extraña, curiosa, parcial, deshonesta, trastornada, del revés y patas arriba que el Primo Cramchild. Porque hacen que signifique que debes mostrar respeto a los niños sin confesarte nunca equivocado ante ellos, aunque sepas que lo estás, para que no pierdan la confianza en los mayores.

Pues bien, si el profesor le hubiera dicho a Ellie: «Sí, cariño, es un niño del agua y es algo maravilloso. Demuestra lo poco que conozco las maravillas de la naturaleza, a pesar de haber trabajado honradamente durante cuarenta años. Te acabo de decir que no podían existir tales criaturas y, mira por dónde, aquí ha aparecido una que ha aturrullado mi engreimiento y me ha demostrado que la naturaleza puede obrar, y ha obrado, más allá de todo lo que la pobre mente del hombre es capaz de imaginar. Así que demos las gracias al creador, inspirador y señor de la naturaleza por todas sus maravillosas y gloriosas obras, e intentemos descubrir algo de ella». Creo que si el profesor le hubiera dicho esto, la pequeña Ellie lo habría creído con mayor firmeza, lo habría respetado y lo habría querido más que antes. Pero él opinaba algo distinto. Vaciló un momento. Quería quedarse a Tom y, sin embargo, en cierto modo, deseaba no haberlo atrapado. Finalmente, sintió ansias de deshacerse de él. De modo que se giró, golpeó a Toro con el dedo, a falta de nada mejor que hacer, y comentó de manera despreocupada: «Mi doncella, seguro que anoche soñaste con niños del agua y te han llenado la cabeza».

Durante todo ese rato, Tom pasó un miedo horripilante y atroz, y se quedó tan callado como pudo, aunque le hubieran llamado holotúrido y cefalópodo, porque tenía la idea fija en su cabecita de que si un hombre vestido lo pillaba, quizá lo vistiese a él también y lo convirtiese de nuevo en un deshollinador sucio y negro. Pero cuando el profesor lo golpeó, ya no lo pudo soportar y, a medio camino entre el miedo y la rabia, plantó cara al asedio con la misma valentía que un ratón en una esquina y mordió el dedo del profesor hasta que éste sangró.

—¡Uy!, ¡ay!, ¡ay! —gritó y, contento por tener una excusa para deshacerse de Tom, lo soltó encima de las algas. Entonces, Tom se zambulló en el agua y desapareció al instante.

—¡Pero era un niño del agua, lo he oído hablar! —exclamó Ellie—. ¡Oh, se ha ido! —Y saltó de la roca para tratar de asir a Tom antes de que se escabullera en el mar.

¡Demasiado tarde! Y lo peor de todo fue que, al saltar, resbaló, rodó dos metros, se dio con la cabeza en una roca puntiaguda y se quedó inmóvil.

El profesor la levantó, intentó despertarla, gritó su nombre y se echó a llorar sobre ella, ya que la quería muchísimo: pero no se despertó. De modo que la izó en brazos, la llevó con la institutriz y se fueron todos a casa. Pusieron a la pequeña Ellie en la cama y la dejaron allí, inmóvil; sólo de vez en cuando se despertaba y llamaba al niño del agua, pero nadie sabía de qué hablaba y el profesor no contó lo sucedido, pues se sentía avergonzado.

Al cabo de una semana, una noche en que la luna brillaba, entraron las hadas volando por la ventana y le trajeron un par de alas tan bonitas que no pudo resistir ponérselas. Ellie salió volando con ellas por la ventana y viajó por tierra, por mar, por las nubes, allí en lo alto, y nadie la vio ni oyó hablar de ella durante mucho tiempo.

Por eso dicen, que todavía nadie ha visto nunca a un niño del agua. Por lo que a mí respecta, creo que los naturalistas se los encuentran a docenas cuando salen a dragar, pero no dicen nada y los vuelven a tirar al agua por miedo a que sus teorías queden anuladas. Pero, ya sabes, el profesor fue descubierto, como lo es todo el mundo a su debido tiempo. Un hada terrible y vieja pescó al profesor, le palpó los bultos de la cabeza, le leyó el horóscopo y le sacó las manchas interiores con cuidado, de modo que sabía lo que éste haría con tanta certeza como si lo hubiera visto en un libro impreso, como dicen en mi querido sudoeste de Inglaterra. Así lo hizo, y fue descubierto con anticipación, como ocurre siempre con todo el mundo. Además, algún día, la vieja hada descubrirá a los naturalistas, hará que todo esto salga en el
Times
y entonces... ¡A ver quién se ríe!

Inmediatamente después, la vieja hada le apretó las clavijas con severidad. Ella dice que siempre es más severa con las personas que son mejores porque hay más posibilidades de curarlas y que, por lo tanto, son los pacientes que mejor le pagan, pues tiene que trabajar con el mismo salario que los médicos del emperador de China (qué lástima que no sea así con todos): si no hay curación, no hay paga.

Así que le apretó las clavijas al pobre profesor. Puesto que no estaba satisfecho con las cosas tal como son, le llenó la cabeza con las cosas tal como no son, para ver si le gustaban más. Dado que decidió no creer en los niños del agua cuando vio a uno, le hizo creer en cosas peores que los niños del agua: en unicornios, dragones, mantícoras, basiliscos, anfisbenas, grifos, fénix, rochos, orcos, hombres canicéfalos, perros tricéfalos, geriones de tres cuerpos y otras criaturas agradables que la gente cree que hasta ahora no han existido y que espera que nunca existan, aunque no sepan nada sobre el asunto ni esperen saberlo. Estas criaturas alteraron, aterraron, aturrullaron, exasperaron, confundieron, asombraron, horrorizaron y pasmaron totalmente al pobre profesor de un modo tan absoluto que durante tres meses los médicos afirmaron que no estaba en sus cabales; y quizás estaban en lo cierto, como ocurre de vez en cuando.

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