Los niños del agua (5 page)

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Authors: Charles Kingsley

Finalmente llegó abajo. Pero, mira por dónde, no estaba abajo del todo —tal y como normalmente se encuentra la gente cuando baja una montaña, pues al pie del peñasco había montones y montones de piedra caliza despeñada de todos los tamaños, algunos de la medida de tu cabeza y otros grandes como una diligencia. Entre ellas había huecos llenos de dulce helecho del páramo y, antes de que Tom acabara de pasarlos, volvió a encontrarse a plena luz del sol. Entonces sintió, de una vez por todas y de repente —como le ocurre generalmente a la gente— que estaba r-e-n-d-i-d-o, rendido.

Debes tener en cuenta, chiquitín, que vas a estar rendido unas cuantas veces en tu vida, si llevas una vida como la que debe llevar un hombre, aunque seas muy fuerte y sano. Y cuando lo estés, te parecerá una sensación muy fea. Espero que ese día tengas a un amigo firme y tenaz a tu lado que no esté rendido; porque si no lo tienes, es mejor que te quedes donde estés y esperes a que lleguen mejores tiempos, como hizo el pobre Tom.

No podía seguir. El sol abrasaba y, no obstante, se sentía totalmente gélido. Estaba hambriento y, sin embargo, se creía muy enfermo. Distaban tan sólo doscientos metros de suaves pastos entre él y la casa de campo pero, a pesar de ello, no podía andar hasta allí. Oía el murmullo del arroyo sólo un campo más allá y, sin embargo, le parecía como si estuviera a ciento cincuenta kilómetros.

Se echó sobre la hierba hasta que los escarabajos se le subieron encima y las moscas se posaron sobre su nariz. No sé cuándo se habría vuelto a levantar, si no hubiera sido porque todo tipo de mosquitos se compadecieron de él. Unos cuantos tocaron sus trompetas tan alto en sus oídos y otros le mordisquearon tanto las manos y la cara —allí donde podían hallar un espacio libre de hollín— que finalmente se despertó y cayó a trompicones por un pequeño muro, hacia un camino estrecho, hasta dar con la puerta de la casa.

¡Vaya si era una casa bonita y cuidada! Tenía setos de tejo podados alrededor de todo el jardín —y también en la parte interior— cortados en forma de pavo real, trompetas, teteras y todo tipo de siluetas raras. De la puerta abierta llegaba un ruido como el de las ranas de la Gran A (un terreno triangular de Eversley con un sendero en el centro como la barra de la letra A), cuando anuncian que al día siguiente va a hacer un calor achicharrante y ni yo, ni tú, ni nadie, tenemos la menor idea de cómo lo saben.

Tom se acercó despacio a la puerta abierta, que estaba toda adornada con clemátides y rosas, y luego echó una ojeada, medio asustado.

Junto al hogar vacío, repleto con un jarro de hierbas de dulce aroma, estaba sentada la anciana más hermosa que se haya visto jamás, vestida con una falda roja, un camisón corto de cotonada y un gorro blanco y limpio, cubierto con un pañuelo de seda negro, que llevaba atado por debajo de la barbilla. A sus pies estaba echado el abuelo de todos los gatos y frente a ella se encontraban, sentados en dos bancos, doce o catorce chiquillos limpios, sonrosados y rechonchos, que aprendían el abecedario y armaban un buen barullo.

¡Qué casita más agradable! El suelo de piedra estaba reluciente y limpio. Había unos grabados antiguos muy curiosos en las paredes, un viejo aparador negro, de roble, lleno de brillantes platos de peltre y de bronce, y un reloj de cuco en la esquina, que empezó a sonar cuando Tom apareció. No es que Tom lo hubiera asustado, tan sólo anunciaba las once en punto.

Todos los niños se sobresaltaron al ver la figura negra y sucia de Tom: las niñas empezaron a llorar y los niños empezaron a reír, y todos lo señalaron muy groseramente, aunque Tom estaba demasiado cansado para que eso le importara.

—¿Quién eres y qué quieres? —gritó la anciana—. ¡Un deshollinador! ¡Fuera! Aquí no quiero deshollinadores.

—Agua —imploró el pobrecillo Tom, muy débil.

—¿Agua? Hay toda la que quieras en el arroyo —dijo ella, muy áspera.

—Pero no puedo llegar hasta allí, estoy muerto de hambre y de sed —y se desplomó en el umbral, apoyando la cabeza sobre el buzón.

La anciana lo examinó a través de sus gafas durante un minuto... dos... tres... y luego dijo:

—Está enfermo y un niño es un niño, sea deshollinador o no.

—Agua —pidió Tom.

—¡Dios me perdone! —y guardó las gafas, se levantó y se acercó al muchacho—. El agua no te va a hacer bien; te daré leche.

Se fue, arrastrando los pies, a la habitación contigua y trajo un vaso de leche y un trocito de pan.

Tom se bebió la leche de un trago y luego levantó la vista, reanimado.

—¿De dónde vienes? —inquirió la anciana.

—Del páramo, ahí arriba —dijo Tom, y apuntó hacia el cielo.

—¿De Harthover? ¿Y has bajado por el peñasco de Lewthwaite? ¿Estás seguro de que no mientes?

—¿Por qué tendría que mentir? —respondió Tom, y apoyó la cabeza sobre el poste.

—¿Y cómo llegaste hasta allí?

—Venía de la Villa —Tom estaba tan cansado y desesperado que no tuvo ni los ánimos ni el tiempo para inventarse una historia, de modo que contó toda la verdad en unas cuantas palabras.

—¡Bendito seas! ¿Y no has robado nada, entonces?

—No.

—¡Bendito seas!, no lo dudo. ¡Ángela María, Dios ha guiado al niño porque era inocente! ¡Se ha ido de la Villa, ha atravesado el páramo de Harthover y ha bajado por el peñasco de Lewthwaite! ¿Cómo sería posible algo así, si Dios no lo hubiera guiado? ¿Por qué no te comes el pan?

—No puedo.

—Está bueno, lo he hecho yo misma.

—No puedo —aseguró Tom, y apoyó la cabeza sobre las rodillas y luego preguntó—: ¿Es domingo?

—Pues no. ¿Por qué tendría que serlo?

—Porque oigo repicar las campanas de la iglesia, como en domingo.

—¡Bendito sea el cielo! El niño está enfermo. Ven conmigo, que te instalaré en alguna parte. Si estuvieras un poco más limpio, te pondría en mi cama, por el amor de Dios. Ven, ven por aquí.

Pero cuando Tom intentó levantarse, estaba tan cansado y mareado que ella tuvo que ayudarlo y llevarlo.

Lo instaló en una cabaña anexa, sobre la suave y dulce paja y sobre una alfombra vieja; le pidió que descansara de su caminata, que se durmiera; y le explicó que volvería para verlo cuando terminara la escuela, en una hora.

Así pues, volvió dentro, esperando que Tom se durmiera profundamente y al instante.

Pero Tom no se durmió profundamente.

En lugar de eso, no paró de dar vueltas a uno y otro lado y de dar patadas de una forma rarísima. Sentía tanto calor por todo el cuerpo que tuvo el deseo de meterse en el río y refrescarse. Entonces se medio durmió y soñó que oía a la pequeña dama de blanco gritándole: «¡Uy, qué sucio estás! ¡Ve a lavarte!». Después, que oía a la mujer irlandesa diciendo: «Los que quieran estar limpios, limpios estarán». Luego oyó las campanas de la iglesia repicar tan fuerte y tan cerca que se convenció de que tenía que ser domingo, a pesar de lo que la anciana había dicho. Iría a la iglesia a ver cómo es una iglesia por dentro, pues el pobrecillo no había entrado en ninguna en toda su vida. Pero la gente no lo dejaría entrar si estaba lleno de hollín y suciedad. Antes tendría que ir al río a lavarse. Y decía en voz alta una y otra vez, aunque al estar medio dormido no se daba cuenta:

—Tengo que estar limpio, tengo que estar limpio.

Y, de pronto, se encontró no sobre la paja en la cabaña anexa, sino en medio de un prado, sobre el camino, con el arroyo justo enfrente, diciendo continuamente: «Tengo que estar limpio, tengo que estar limpio». Había llegado hasta allí con sus propias piernas, medio dormido y medio despierto, como hacen a menudo los niños que salen de la cama y dan vueltas por la habitación cuando no se encuentran muy bien. No obstante, no estaba nada sorprendido y continuó hasta la orilla del arroyo, se echó sobre la hierba y miró dentro del agua de piedra caliza, transparente, muy transparente, con todos los guijarros en el fondo, brillantes y limpios, mientras las pequeñas truchas plateadas salían disparadas del susto al ver su negra cara. Tom se mojó la mano y encontró el agua fría, fría, fría, y se dijo: «Voy a ser un pez, voy a nadar en el agua, tengo que estar limpio, tengo que estar limpio».

Así que se quitó toda la ropa con tanto apremio que rasgó alguna pieza (lo cual era muy fácil con esos harapos viejos). Sumergió sus pobres pies doloridos en el agua, y luego las piernas, y cuanto más se adentraba, más repicaban las campanas de la iglesia en su cabeza.

«Uy —se dijo Tom—, tengo que ir rápido y lavarme; ahora las campanas repican muy alto y pronto van a parar, y entonces van a cerrar la puerta y seguro que no voy a poder entrar.»

Tom estaba equivocado, ya que en Inglaterra las puertas de las iglesias se dejan abiertas durante toda la misa para todo aquel que quiera entrar, ya sea feligrés anglicano o disidente: turco o pagano. Y si un hombre se atreviera a echarlo —siempre y cuando se comportara discretamente— la gran ley inglesa castigaría merecidamente a ese hombre por haber expulsado a una persona apacible de la casa de Dios, que nos pertenece a todos por igual. Pero Tom no lo sabía, como tampoco sabía muchas otras cosas que la gente debería saber.

Y en ningún momento advirtió la presencia de la mujer irlandesa, que esta vez no estaba detrás de él, sino enfrente.

Porque justo antes de acercarse a la orilla del río, ella se había metido en el agua fría y transparente; entonces, su chal y su falda se fueron flotando corriente abajo, mientras las verdes plantas acuáticas flotaban a su alrededor y los nenúfares blancos rodeaban su cabeza. De pronto, las hadas del arroyo surgieron del fondo y se la llevaron en brazos, pues era la reina de todas ellas y quizá de muchas más.

—¿Dónde has estado? —le preguntaron las hadas.

—He estado aliviando la almohada de personas enfermas y murmurando dulces sueños a sus oídos; y abriendo las ventanas de las casas de campo, para dejar salir el aire sofocante; y llevándome a los chiquillos de las cloacas y de las charcas sucias, donde se reproducen las epidemias; y alejando a las mujeres de las puertas de las tabernas y también frenando las manos de los hombres que pegan a sus mujeres; y haciendo todo lo posible para controlar a los que no se controlan. Y aunque eso es poco, es una tarea cansada para mí. Pero os he traído a un nuevo hermanito, lo he protegido durante todo el camino hasta aquí.

Entonces, al descubrir que había llegado un nuevo hermanito, todas las hadas rieron de alegría.

—Pero cuidado, doncellas, no os debe ver ni debe saber que estáis aquí. Ahora no es más que un incivilizado, como las bestias que sucumben, y de las bestias que sucumben debe aprender. Así que no debéis jugar con él, ni hablar con él, ni dejar que os vea; sólo aseguraos de que no sufra ningún daño.

Entonces las hadas se pusieron tristes porque no podían jugar con su nuevo hermanito; sin embargo, siempre hacían lo que les mandaban.

Después, su reina se alejó flotando por el río hacia el lugar de donde había venido. Pero claro, todo esto Tom ni lo vio ni lo oyó; y quizá, si lo hubiera visto u oído, nada de esta historia habría cambiado, pues tenía tanto calor y sed, y deseaba tanto estar limpio de una vez, que se zambulló tan rápido como pudo en el arroyo frío y transparente.

Dos minutos después de entrar en el agua, se durmió profundamente y tuvo el sueño más tranquilo, alegre y apacible de toda su vida. Soñó con los prados verdes por los que había andado esa mañana, los altos olmos, las vacas durmiendo y, después de eso, ya no soñó nada de nada.

La razón por la que cayó en un sueño tan delicioso es muy simple y, sin embargo, casi nadie la ha averiguado: las hadas simplemente se lo llevaron.

Hay quien cree que las hadas no existen. Eso es lo que el Primo Cramchild dice a los chiquillos en sus
Conversaciones
. Bueno, quizá no existan... en Boston, Estados Unidos, donde él creció. Allí sólo hay una pandilla de espíritus torpes, incapaces de hacer que las personas escuchen sin pegar un puñetazo en la mesa: pero se ganan la vida así y supongo que no quieren nada más que eso. La Tía Agitate, en sus
Razonamientos sobre economía política
, también afirma que no existen. Bueno, quizá no existan... en su economía política. Pero éste es un mundo muy grande, muchacho —gracias a Dios, pues si no, entre miriñaques y teorías, a algunos de nosotros nos aplastarían—, y hay mucho sitio para las hadas, aunque la gente no las vea; a menos que, claro, miren en el lugar adecuado. Verás, las cosas más maravillosas y poderosas del mundo son precisamente las cosas que nadie puede ver. Hay vida en ti, y esa vida en ti es lo que te hace crecer y moverte y pensar; y, sin embargo, no la puedes ver. Hay vapor en una máquina de vapor, y eso es lo que la hace moverse; y, no obstante, no lo puedes ver. Así que puede que haya hadas en el mundo y puede que sean ellas justamente las que hacen que el mundo gire al compás de la vieja melodía de:

C'est l'amour, l'amour, l'amour
Qui fait le monde a la ronde

Y, sin embargo, nadie puede verlas, salvo aquellos cuyos corazones giren al compás de la misma melodía. En cualquier caso, haremos creer que hay hadas en el mundo. No será la última vez que tendremos que hacer que muchas personas crean. Y, no obstante, no hay ninguna necesidad de ello. Las hadas tienen que existir, dado que éste es un cuento de hadas. Y ¿cómo se podría contar un cuento de hadas si las hadas no existieran?

¿Encuentras la lógica a esto? Quizá no. Entonces no te molestes en buscar la lógica a un montón de razonamientos similares a éste, ya que los vas a oír antes de que te salgan canas en la barba.

La amable anciana volvió a las doce, al finalizar la escuela, para ver a Tom; pero allí ya no había ningún Tom. Echó un vistazo para ver si encontraba sus huellas, pero el suelo era tan duro que no había ni rastro, como dicen en mi querido North Devon. Y si, cuando crezcas, te conviertes en un hombre valiente y sano, puede que algún día sepas lo que significa «ni rastro» y puede que también sepas —espero— lo que significa un rastro (un rastro ancho, de zarpas robustas, que hace que, al verlo, un hombre apague el puro, apriete los dientes y ciña la cincha). Espero que sepas lo que significa «cuernas», si las tiene, y que identifiques las primarias, las secundarias, las terciarias y las puntas; y que veas algo que valga la pena ver entre el bosque de Haddon y el acantilado de Countisbury, junto al señor Palk Collyns, el cazador de ciervos, para que te marque el camino y te cure los huesos tan pronto como te los hayas hecho añicos. Sólo que, cuando ese alegre día llegue, por favor, no te rompas el pescuezo empantanándote en un lodazal en el que confío no vas a meterte, pues eres hombre de brezal, tanto de crianza como de nacimiento.

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