Read Los niños del agua Online
Authors: Charles Kingsley
Un caluroso día de junio, Tom se deleitaba en la superficie del agua cazando moscas de pesca y dando de comer a las truchas, cuando se fijó en una nueva especie, una criaturita de color gris oscuro con una cabeza marrón. Realmente, era una criatura muy pequeñita, pero se esforzó al máximo, como debería hacer la gente. Ladeó la cabeza hacia arriba, levantó las alas, la cola, elevó los dos plumeros de la punta de la cola y pronto tuvo el aspecto del hombrecillo más gallito de todos los hombrecillos. Y así lo demostró, ya que en vez de alejarse brincó sobre el dedo de Tom, se quedó allí sentado tan atrevido como nueve sastres juntos y dio un grito con la vocecita más minúscula, estridente y chillona que hayas oído nunca:
—Te lo agradezco mucho, de verdad, pero todavía no la quiero.
—¿Querer qué? —dijo Tom, muy desconcertado por su insolencia.
—Tu pierna, ya que eres lo bastante amable como para extenderla y que yo me pueda sentar. Tengo que ir a vigilar a mi mujer durante unos minutos. ¡Dios mío, qué empresa más pesada es una familia! (A pesar de que el muy granuja y holgazán no hacía nada de nada y dejaba a su pobre mujer poner sola todos los huevos.) Cuando vuelva, te agradecería que tuvieras la bondad de dejar extendida la pierna justo como está ahora.
Y salió volando.
Tom pensó que era un tipo muy frío y aún más cuando regresó en cinco minutos y dijo: «Uy, ¿te has cansado de esperar? Bueno, la otra pierna también me servirá».
Y de un salto se puso sobre la rodilla de Tom y empezó a charlar animadamente con su voz chirriante.
—Así que vives debajo del agua, ¿no? Es un lugar muy descuidado. Yo viví allí durante algún tiempo, y era un sitio muy dejado y sucio. Pero decidí que eso no iba a durar. Así que me hice respetable, me mudé a la superficie y me puse este traje gris. Es un traje muy profesional, ¿no crees?
—Realmente es muy elegante y discreto —aprobó Tom.
—Sí, durante un tiempo, cuando uno se convierte en hombre de familia, debe ser discreto, elegante, respetable y ese tipo de cosas. Pero a decir verdad, ya me he cansado. Considero que el trabajo que he hecho esta última semana me valdrá para toda la vida. De modo que me pondré un traje de baile, saldré, seré un hombre elegante, veré el alegre mundo y bailaré un poco. ¿Por qué no ser jovial, si se puede?
—¿Y qué será de tu mujer?
—¡Bah! En realidad es una criatura feúcha y estúpida y no piensa en nada más que en los huevos. Si decide venir, pues que venga; y si no, pues me voy sin ella. Y aquí estoy.
Mientras hablaba, se puso pálido y luego muy blanco.
—¡Hala, te has puesto enfermo! —exclamó Tom.
Pero no obtuvo respuesta.
—Estás muerto —continuó Tom, mirando cómo se quedaba quieto sobre su rodilla, blanco como un fantasma.
—¡Que no! —respondió una vocecita chirriante sobre su cabeza—. Éste de aquí soy yo, con mi traje de baile, y eso es mi piel. ¡Ja, ja! ¡Tú no sabrías hacer un truco así!
Tom no sabía hacerlo, como tampoco Houdin, ni Robin, ni Frikell, ni ningún prestidigitador del mundo. Pues el muy granuja había abandonado su piel de un salto y la había dejado encima de la rodilla de Tom: los ojos, las alas, las patitas y la cola, exactamente como si tuvieran vida.
—¡Ja, ja! —rió, meneándose y brincando arriba y abajo, sin parar ni un instante, igual que si tuviera el baile de San Vito—. Ahora soy un tipo guapo, ¿eh?
Y tenía razón, pues su cuerpo era blanco, su cola naranja y sus ojos reflejaban todos los colores de la cola de un pavo real.
Lo más singular eran los plumeros que tenía en la punta de la cola, que habían crecido cinco veces más que antes.
—¡Ah! —dijo—, ahora voy a ver el alegre mundo. La vida no será difícil, pues no tengo boca, como ves, ni interior, de modo que nunca padeceré hambre ni me dolerá la barriga.
Y así fue. Se había hecho igual de seco, duro y vacío que una péñola, tal como se merecen los tipos bobos y frívolos como ése.
Sin embargo, en vez de avergonzarse de estar vacío, se sentía muy orgulloso, como tantos y tantos señoritos refinados, y empezó a flirtear, a dar volteretas arriba y abajo, y a cantar:
Yo cantaré y mi mujer bailará para que el día sea alegre;
pues el más sabio siempre será
aquel que de las preocupaciones se aleje.
Bailó aquí y allá durante tres días y tres noches, hasta que se cansó tanto que se cayó al agua y se fue flotando río abajo. Tom nunca supo qué fue de él, aunque tampoco se preocupó, pues lo oyó cantar hasta el final mientras se alejaba en la corriente:
—¡Aquel que de las preocupaciones se aleejeee!
Y si él no se preocupó, los demás tampoco.
Otro día, Tom protagonizó una nueva aventura. Él y su amiga la libélula estaban sentados sobre la hoja de un nenúfar, mirando cómo bailaban los mosquitos. La libélula se había comido tantos como quiso y estaba tranquila y adormilada, pues el sol brillaba y calentaba mucho. Los mosquitos (a quienes la muerte de sus pobres hermanos les importaba un pepino) bailaban alegremente a menos de un metro sobre su cabeza y una gran mosca negra se situó a medio centímetro de sus narices, para lavarse la cara y peinarse el pelo con sus patitas. Pero la libélula ni se inmutó y continuó charlando con Tom sobre los tiempos en que vivía bajo el agua.
De repente, Tom oyó un ruido rarísimo río arriba: arrullos, gruñidos, gemidos y chillidos, como si pusieras dentro de una bolsa a dos palomas silvestres, nueve ratones, tres cobayas y un cachorro ciego, y los dejaras allí para que se pusieran cómodos e hicieran música.
Miró aguas arriba y descubrió algo que le pareció igual de raro que el ruido: una gran bola que rodaba sin parar por el arroyo, que ora parecía un suave pelaje marrón, ora vidrio reluciente. Sin embargo, no era una bola, pues a veces se partía y saltaba disparada en pedazos, y luego se volvía a juntar. Mientras tanto, el ruido se oía más y más alto.
Tom preguntó a la libélula qué podía ser aquello; pero, claro, ella, con su corta vista, no podía verlo aunque no estaba ni a tres metros de distancia. Así que se tiró de cabeza al agua de un ágil saltito y se fue a echarle un vistazo. Cuando se acercó, la bola resultó ser un grupo de cuatro o cinco hermosas criaturas, mucho más grandes que Tom, que estaban bañándose, rodando, zambulléndose, retorciéndose, forcejeando, abrazándose y besándose, mordiéndose y arañándose de la manera más encantadora que se había visto jamás. Si no me crees, ve al parque zoológico (pues me temo que no hay otro lugar donde lo puedas ver más de cerca, a menos que te levantes a las cinco de la mañana, vayas hasta la llanura de Cordery y eches un vistazo alrededor del flexible árbol desmochado que cuelga sobre el agua estancada, donde a veces crían las nutrias) y dime si las nutrias, cuando juegan en el agua, no son las criaturas más alegres, ágiles y graciosas que hayas visto nunca.
Sin embargo, cuando la más grande de ellas vio a Tom, se separó de las demás como una flecha y gritó en el lenguaje del agua, con un tono muy agudo: «¡Rápido, niños, aquí hay algo de comida. Y se acercó al pobre Tom mostrando un par de ojos tan malvados y unos dientes tan afilados en su boca sonriente, que éste, que pensaba que era muy bonita, se dijo a sí mismo: «Obras son amores y no buenas razones». Acto seguido, se escabulló entre las raíces de los nenúfares tan rápido como pudo, se giró y le hizo muecas.
—Sal de ahí —dijo la malvada nutria— o será peor para ti.
Pero Tom la miró entre dos raíces gruesas y luego las sacudió con todas sus fuerzas, haciendo unas muecas horribles todo el rato, del mismo modo que, en su vida anterior, sonreía burlonamente a las ancianas a través de las rejas. Sin duda, era un maleducado: Tom aún no había completado su educación.
—Venga, vamonos, niños —dijo la nutria, disgustada—; de hecho, no vale la pena comérnoslo. No es más que un tritón repugnante que nadie se comería, ni siquiera esos vulgares lucios del estanque.
¡Yo no soy un tritón! —protestó Tom—. Los tritones tienen cola.
—Eres un tritón —insistió la nutria, muy segura—, veo claramente tus dos manos y sé que tienes cola.
—Te digo que no —repitió Tom—. ¡Mira esto! —Dio la vuelta a su hermoso y pequeño ser, y te aseguro que tenía tanta cola como tú.
La nutria habría podido salir de ésta diciendo que Tom era una rana; pero, igual que mucha gente, una vez que había dicho algo lo mantenía, fuera correcto o erróneo. De modo que contestó:
—Te digo que eres un tritón y, por lo tanto, así es; no eres la comida apropiada para gente de buena alcurnia como yo y mis niños. Puedes quedarte ahí hasta que los salmones te coman (sabía que no lo harían, pero quería asustar al pobre Tom). ¡Ja, ja! Te comerán y nosotros nos los comeremos a ellos.
Entonces la nutria soltó una carcajada terriblemente malvada y cruel, como a veces lo hacen. La primera vez que las oigas seguramente creerás que son diablos.
—¿Qué son los salmones? —preguntó Tom.
—Peces, caray de tritón, grandes peces, buenos peces para comer. Son los señores de los peces y nosotros somos los señores de los salmones —y se echó a reír de nuevo—. Los cazamos a lo largo y a lo ancho de los remansos y los conducimos hasta un rincón, pobres bobos. Son muy orgullosos e intimidan a las pequeñas truchas y a los pececitos hasta que nos ven venir. Entonces, de pronto, se vuelven muy mansos y los pillamos, aunque no nos dignamos a comérnoslos enteros; únicamente les mordemos de cuajo su suave cuello y chupamos su dulce jugo. ¡Oh, qué bueno! —y se relamió sus malvados labios—. Luego los tiramos, y vamos y cazamos otros. Van a venir pronto, niños, van a venir pronto. Ya huelo cómo se acerca la lluvia desde el mar y después... ¡un hurra por la crecida del río, por los salmones y montones de comida durante todo el día!
La nutria se enorgulleció tanto que dio un par de volteretas y luego se quedó erguida con medio cuerpo fuera del agua, y con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Y de dónde vienen? —preguntó Tom, muy encogido, pues estaba considerablemente asustado.
—Del mar, caray de tritón, del grande y ancho mar, donde se podrían quedar y estar seguros, si quisieran. Pero los muy bobos suben desde allí abajo, por el gran río, y nosotras venimos para vigilarlos; y cuando vuelven a bajar los seguimos. Allí pescamos lubinas y gados, pasamos unos días muy alegres en la costa, nos revolcamos en las olas y dormimos calentitas en las rocas cálidas y secas. Ay, eso sería buena vida, niños, si no fuera por los horribles hombres.
—¿Qué son los hombres? —preguntó Tom, aunque de algún modo parecía que ya lo sabía antes de preguntarlo.
—Seres bípedos, tritón. Y, ahora que me acerco para mirarte, de hecho son algo parecidos a ti, si no tuvieras cola (se había empeñado en que Tom debía tener cola), sólo que muchísimo más grandes, lo cual es peor para nosotros. Pescan los peces con anzuelos y sedales, que a veces se nos meten entre los pies, y ponen nasas en las rocas para coger langostas. Arponearon a mi querido marido, el pobre, cuando salió a buscar algo de comida para mí. Entonces yo estaba tumbada en las rocas: pasábamos una mala época, pues el mar estaba tan bravo que los peces no podían acercarse a la costa. Pero al pobrecillo lo arponearon y vi cómo se lo llevaban sobre una vara. En fin, mi pobre amado perdió su vida por vosotros, hijos míos, por lo obediente que era.
La nutria se puso tan sentimental (porque las nutrias pueden ponerse muy sentimentales cuando quieren, como muchísimas personas crueles y avariciosas que no hacen ningún bien a nadie) que se fue navegando solemnemente arroyo abajo y, por esta vez, Tom no la volvió a ver. Tuvo suerte al irse, porque justo en ese momento bajaron por la orilla siete pequeños y bravos terriers, olisqueando y ladrando, escarbando y chapoteando a gritos, persiguiendo a la nutria. Tom se escondió entre los nenúfares hasta que se fueron, ya que no se dio cuenta de que en realidad eran las hadas del agua que habían venido a ayudarlo.
Pero no podía evitar pensar en lo que había dicho la nutria sobre el gran río y el amplio mar. Mientras pensaba en ello, le entraron ganas de ir a verlos. No sabía por qué, pero cuanto más lo pensaba, más descontento se sentía respecto al estrecho y pequeño arroyo donde vivía y a todos los compañeros que tenía. Quería salir al ancho mundo y disfrutar de todas las maravillosas vistas de las que estaba seguro había a montones.
Un día, partió riachuelo abajo. Pero era un riachuelo muy poco profundo y cuando llegó al bajío no pudo seguir nadando debajo del agua, pues ya no quedaba agua debajo de la cual poder nadar. De modo que el sol le quemó la espalda y enfermó; por eso dio media vuelta y se quedó inmóvil en el remanso durante una semana entera.
En cierta ocasión, al anochecer de un día muy caluroso, vio algo.
Había tenido un día muy tonto y las truchas también, pues no se movieron ni un centímetro para cazar una mosca, aunque había miles en el agua, sino que se quedaron dormitando en el fondo, a la sombra de las piedras. Tom también se durmió; le gustaba abrazarse a sus costados suaves y frescos porque el agua estaba muy caliente y le resultaba muy desagradable.
Sin embargo, cuando empezaba a anochecer, oscureció de golpe. Tom levantó la mirada y vio que un manto de nubes negras se extendía a lo largo del valle sobre su cabeza, posándose sobre los peñascos a derecha e izquierda. No sintió miedo, pero se quedó quieto; todo se quedó quieto. No se oía ni el susurro del viento ni el gorjeo de un pájaro y, a continuación, plof, unos cuantos goterones de lluvia cayeron en el agua. Uno le dio a Tom en la nariz y lo obligó a bajar la cabeza al instante.
Luego, los truenos rugieron y los relámpagos se encendieron por todo Vendale. Estallaban una y otra vez de nube en nube, de acantilado en acantilado, de tal modo que incluso las rocas del arroyo parecían temblar. Tom miró hacia arriba desde dentro del agua y pensó que era la cosa más prodigiosa que había visto en su vida.
Pero no se atrevió a sacar la cabeza fuera, pues la lluvia caía a cántaros y el granizo martilleaba como perdigones sobre el arroyo, batiéndolo y haciendo espuma. El arroyo pronto subió con más y más caudal, con más y más maldad, lleno de escarabajos y palos, de pajitas, gusanos, huevos podridos, cochinillas, sanguijuelas, trastos sueltos, maremágnums, y esto, lo otro y lo de más allá: las suficientes cosas como para llenar nueve museos.
Tom apenas podía sostenerse contra la corriente y se escondió detrás de una roca. En cambio, las truchas no lo hicieron, porque salieron disparadas de entre las piedras y empezaron a zamparse los escarabajos y las sanguijuelas, de forma muy avariciosa y peleona, y a nadar con grandes gusanos colgándoles de la boca, dándose tirones y coletazos para quitárselos las unas a las otras.