Read Los niños del agua Online
Authors: Charles Kingsley
¡Mira que recorrer todo ese camino, enfrentarse a tantos peligros y, a pesar de ello, no encontrar a ningún niño del agua! ¡Qué duro! Bueno, realmente le pareció duro. Pero las personas, incluso los niños pequeños, no pueden obtener todo lo que desean sin haberse esforzado por conseguirlo, chiquitín, como algún día aprenderás.
Tom permaneció sentado encima de la boya durante largos días y largas semanas, observando el mar y preguntándose cuándo volverían los niños del agua. Pero nunca volvieron.
Entonces empezó a preguntar a todos los seres extraños que venían del mar si habían visto a alguno. Hubo quien le dijo que sí, y hubo quien no le contestó nada.
Se lo preguntó a las lubinas y a los gados, pero perseguían a las gambas con tanta avidez que ni se molestaron en decirle alguna palabra.
Luego se acercó una flota entera de caracoles de mar de color púrpura, que iban flotando cada uno sobre una esponja llena de espuma. Tom les preguntó:
—¿De dónde venís, hermosas criaturas? ¿Habéis visto a los niños del agua?
Y los caracoles de mar respondieron: «No sabemos de dónde venimos y tampoco adónde vamos. Nos pasamos la vida flotando en medio del océano, con la cálida luz del sol sobre nuestras cabezas y la corriente del Golfo de México debajo. Con eso nos basta. Sí, quizás hayamos visto a los niños del agua. Hemos visto cosas muy extrañas mientras navegábamos». Y los muy bobos y felices se fueron flotando, y todos desembarcaron en la arena.
Entonces llegó un gran pez luna muy perezoso, del tamaño de un cerdo gordo cortado por la mitad. Él también parecía que estuviese cortado por la mitad y que lo hubieran estrujado dentro de un guardarropa hasta quedar plano; aunque, en contraste con su gran cuerpo y sus grandes aletas, tenía una boca de conejito, no más grande que la de Tom. Cuando Tom lo interrogó, le respondió con una vocecita chirriante y débil:
—Te aseguro que no lo sé; me he perdido. Yo quería ir a Chesapeake y me temo que, no sé cómo, me he equivocado. ¡Madre mía! Y todo por seguir esa agua calentita tan agradable. Seguro que me he perdido.
Cuando Tom se lo volvió a preguntar, sólo contestó: «Me he perdido. No me hables, quiero pensar».
Sin embargo, como les ocurre a muchísimas personas, cuanto más trataba de pensar, menos pensaba. Tom vio que fue a trancas y barrancas durante todo el día hasta que los guardacostas divisaron su gran aleta sobresaliendo del agua, remaron hasta allí y le clavaron el bichero. Se lo llevaron al pueblo, lo expusieron haciendo pagar un penique por persona y se sacaron un buen jornal. Pero, claro, eso Tom no lo sabía.
Después, se acercó rodando un banco de marsopas —papas, mamas e hijitos—, todos muy suaves y relucientes, porque las hadas los barnizan a muñeca cada mañana. Al acercarse, suspiraron con tanta suavidad que Tom se armó de valor para hablar con ellos. Pero todo lo que dijeron fue: «Chsss, chsss, chsss», pues eso era todo lo que habían aprendido a pronunciar.
Más tarde llegó un banco de cetorrinos —algunos de ellos largos como un bote— y asustaron a Tom. Pero eran unos tipos perezosos y bondadosos, y no tiranos avariciosos como los tiburones blancos, los tiburones azules, los tiburones de las profundidades y los peces martillo, que se comen a los hombres; ni como los peces sierra, las zorras de mar y las oreas, que cazan a las pobrecillas ballenas. Los cetorrinos se acercaron, refregaron sus grandes costados en la boya y se quedaron tumbados, tomando el sol con sus aletas traseras fuera del agua. Habían comido tantos arenques que estaban muy atontados y Tom se puso muy contento cuando un bergantín carbonero los ahuyentó, porque, la verdad, apestaban y tuvo que taparse la nariz durante el rato que estuvieron allí.
Luego se acercó una criatura muy bonita, como una cinta de plata pura con cabeza afilada y unos dientes muy largos, que parecía muy enferma y triste. A veces no podía evitar rodar hacia un lado y entonces salía disparada, relumbrando como un fuego blanco; después se volvía a poner enferma y se quedaba quieta.
—¿De dónde vienes? —le preguntó Tom—. ¿Y por qué estás tan triste y enferma?
—Vengo de las Carolinas del Norte y del Sur, de los bancos de arena bordeados de pinos, donde las grandes rayas saltan y ondean, como murciélagos gigantes, sobre la marea. Pero he vagado yendo más y más al norte, montada en la traidora y cálida corriente del Golfo de México, hasta topar con los fríos icebergs que flotan en medio del océano. De modo que me enredé entre los icebergs y me congelé con su aliento helado. Pero los niños del agua me ayudaron a desenmarañarme y me liberaron. Ahora me voy recuperando día a día, pero estoy muy enferma y triste: quizá no pueda volver a casa nunca más para jugar con las rayas.
—¡Anda! —gritó Tom—. ¿Has visto niños del agua? ¿Has visto a alguno por aquí cerca?
—Sí. Si ayer por la noche no hubieran vuelto a ayudarme, se me habría zampado una gran marsopa negra.
¡Qué irritante! Los niños del agua cerca de él y, sin embargo, no encontraba a ninguno.
Entonces se alejó de la boya. Solía pasear por la arena y rodear las rocas, salía por la noche —como el tritón abandonado del hermosísimo poema del señor Arnold, que algún día tendrás que aprenderte de memoria— y acostumbraba a sentarse en la punta de una roca, entre las relucientes algas, durante las mareas bajas de octubre, mientras gritaba y llamaba a los niños del agua. Pero nunca oyó ninguna voz que le respondiera. Al final, se quedó muy enjuto y flaco a causa de su agitación y su continuo llanto.
Sin embargo, un día encontró a un compañero de juegos entre las rocas. ¡Qué pena! No era un niño del agua, sino una langosta; y una langosta muy distinguida, pues tenía percebes vivos en las garras, lo que representa una gran marca de distinción en el reino de las langostas que, igual que la buena conciencia o la Cruz Victoria, no se puede comprar con dinero.
Tom no conocía a ninguna langosta y ésta lo fascinó extraordinariamente, pues le pareció la criatura más curiosa, rara y ridícula que había visto. Y en eso no estaba muy equivocado, porque todos los hombres ingeniosos, todos los hombres científicos y todos los hombres imaginativos del mundo —metiendo a los antiguos pintores alemanes de espectros en el mismo saco— no podrían inventar nada tan curioso, ni tan ridículo como una langosta, incluso si se hirvieran todas sus ideas en un mismo cazo.
Tenía una garra nudosa y otra serrada, y a Tom le deleitaba contemplar cómo se agarraba a las algas con su garra nudosa mientras cortaba ensalada con la serrada, y luego se las metía en la boca, después de olerlas, como un mono. Y los pequeños percebes siempre lanzaban sus redes, rastreaban el agua y se preparaban para recibir una ración de lo que hubiera para cenar.
Pero lo que dejó más perplejo a Tom fue cómo se impulsaba: ¡pam!, como el juego de la rana saltarina que te fabricas con el hueso de la pechuga de una oca. Efectivamente, daba unos saltos maravillosos y además hacia atrás. Cuando quería meterse en una grieta estrecha que estaba a diez metros, ¿qué crees que hacía? Si hubiera entrado de frente, evidentemente no habría podido darse la vuelta. Así que solía entrar de cola, con la espalda extendida para que la guiaran sus largas antenas, que tienen el sexto sentido en las puntas (y nadie sabe lo que es el sexto sentido). Luego retorcía los ojos hacia atrás, hasta que casi se le salían de sus órbitas, y después: ¡presenten armas... apunten... fuego! ¡Pam! Entonces salía disparada y entraba de un salto en el agujero. A continuación se asomaba y hacía girar sus bigotes, como diciendo: «¿A que no sabes hacer eso?».
Tom le preguntó sobre los niños del agua. «Sí», respondió. Los había visto a menudo. Pero no les tenía demasiada consideración. Eran unas criaturitas entrometidas que iban por ahí ayudando a los peces y a las conchas que se metían en líos. Claro, desde su punto de vista, le habría dado vergüenza que la ayudaran unas suaves criaturitas que ni siquiera tenían caparazón en la espalda. Había vivido en este mundo el tiempo suficiente como para cuidar de sí misma.
La vieja langosta era orgullosa y no muy educada con Tom; aunque más adelante descubrirás que tuvo que cambiar de opinión antes de que todo acabara, como ocurre habitualmente con las personas engreídas. Sin embargo, era tan divertida y Tom estaba tan solo que no pudo reñir con él. Solían sentarse en los agujeros de las rocas y charlar durante horas y horas.
Un día de aquellos, Tom participó en una aventura muy extraña e importante. Tan importante que estuvo a punto de no encontrar jamás a los niños del agua. Seguro que eso te habría sabido mal.
Espero que durante todo este tiempo no te hayas olvidado de la pequeña y blanca dama. En cualquier caso, ahora aparecerá esa limpia, blanca, buena y pequeña preciosidad, como siempre fue y siempre será. Sucedió durante los días cortos y agradables de diciembre, cuando el viento siempre sopla del sudoeste hasta que el viejo Papá Noel llega y extiende el gran Carito blanco, y los niños y niñas están listos para dar a los pajaritos su cena de Navidad a base de migas... Sucedió (como iba diciendo) durante los agradables días de diciembre, cuando Sir John estaba tan ocupado cazando que nadie en casa podía sacarle ni una sola palabra. Cazaba cuatro días a la semana realizando una gran cacería; los otros dos días ejercía la judicatura y acudía a la junta de guardianes, y actuaba con muy buena justicia. Cuando llegaba a casa a tiempo, cenaba a las cinco, pues odiaba esa nueva moda absurda de cenar a las ocho durante la temporada de caza, lo cual obliga a un hombre a pedir al lacayo el favor de darle carne de ternera y cerveza frías al llegar a casa. De esta forma, pierde el apetito, y luego duerme en el sofá de su dormitorio, agarrotado y cansado, durante dos o tres horas antes de poder cenar como un caballero. Cuando seas tu propio dueño, pequeñín, debes ser como Sir John y, si quieres leer mucho y montar mucho a caballo, mantén los horarios tradicionales de Cambridge —el desayuno a las ocho y la cena a las cinco—, con lo cual conseguirás hacer el trabajo de dos jornadas en una sola. Aunque, claro, si encuentras un zorro a las tres de la tarde, lo persigues hasta que oscurezca y lo dejas a más de treinta kilómetros de casa, debes retrasar la cena hasta que puedas cazarlo, tal como han hecho hombres mejores que tú. Sólo debes tener en cuenta que si a ti te entra hambre, a tu caballo no; no obstante, dale sus gachas calientes y su cerveza, y llévalo a casa con tacto. Recuerda que los buenos caballos no crecen en el seto como las moras.
Sucedió (como iba diciendo por segunda vez) que Sir John, que salía a cazar durante todo el día y cenaba a las cinco, se dormía cada noche y roncaba de un modo tan terrible que todas las ventanas de Harthover temblaban y el hollín caía de las chimeneas. Por esta razón, la señora, viendo que tenía tantas posibilidades de conseguir una conversación con él como de obtener el canto de un ruiseñor, decidió irse y dejar que todas las noches Sir John, el doctor y el capitán Swinger, el apoderado, roncaran al unísono y a sus anchas. De modo que partió hacia la costa con sus hijos para hacer vida sana gracias a una ligera exposición al yodo. También podría haberse quedado en casa y haber utilizado las vejigas acuosas de caballo de parry, pues había muchas en los establos. En ese caso se habría ahorrado el dinero y la posibilidad de que todos sus hijos enfermaran (como pasa con cientos de niños) por haberlos llevado a un hostal que apestara y estuviera mal drenado, preguntándose después cómo podían haber cogido la escarlatina y la difteria. Pero la gente no será suficientemente lista para comprender eso hasta que haya muerto debido a los malos olores. Y entonces será demasiado tarde. Además, era cierto que Sir John roncaba muy fuerte.
Sin embargo, nadie debe saber adónde fue la señora por si las jóvenes damas empiezan a pensar que allí hay niños del agua. Porque entonces los perseguirían y escarbarían para encontrarlos (además de causar un aumento en el precio de los hostales), y los pondrían en acuarios, igual que las damas de Pompeya (como puedes ver en los cuadros) que solían poner a los cupidos en jaulas. Pero nadie ha oído decir nunca que las damas de Pompeya hicieran pasar hambre a los cupidos o los dejaran morir de suciedad y abandono, como hacen las jóvenes damas inglesas con las pobres bestias del mar. De modo que nadie debe saber adonde fue la señora. Dejar morir a los niños del agua está tan mal como robar los huevos de los pájaros cantarines, porque, aunque haya miles, qué digo, millones de ambos en el mundo, no sobra ninguno.
Pues bien, sucedió que un día, justo en la orilla y por las rocas donde Tom estaba sentado con su amiga la langosta, pasó caminando Ellie, la pequeña y blanca dama, acompañada por un hombre realmente sabio: el profesor Ptthmllnsprts.
Su madre era holandesa y, por lo tanto, nació en Curaçao (evidentemente tú ya sabes geografía y, por consiguiente, ya sabes por qué); y su padre era polaco y, por lo tanto, se crió en Petropaulowski (evidentemente ya sabes de política moderna y, por consiguiente, ya sabes por qué). A pesar de todo, como buen inglés, codiciaba los bienes de sus vecinos. Se llamaba, como he dicho, profesor Ptthmllnsprts, que es un nombre polaco muy antiguo y noble.
Como también he dicho, era un grandísimo naturalista y el profesor principal de Necrobioneopaleonthidroctonantropopitecología de la nueva universidad que había fundado el rey de las islas Caníbal. Como miembro de la Sociedad por la Aclimatación, había venido hasta aquí para recoger todas las cosas asquerosas que pudiese encontrar en la costa de Inglaterra y dejarlas en libertad en las islas Caníbal, porque allí no tenían suficientes cosas asquerosas que se comieran sus sobras.
Sin embargo, era un caballero respetable, amable, bondadoso, pequeño y viejo. Le gustaban mucho los niños (pues no era caníbal en lo más mínimo) y se portaba muy bien con el mundo entero, siempre que éste se portara bien con él. Sólo tenía un defecto (que los petirrojos machos también tienen, como podrás comprobar si miras por la ventana de la habitación): cuando cualquier otra persona encontraba un gusano curioso, daba saltitos a su alrededor, lo picoteaba, levantaba la cola y erizaba las plumas, como haría un petirrojo macho, y aseguraba que él había encontrado al gusano primero y que, por lo tanto, era su gusano. Si no, afirmaba que eso no era un gusano en absoluto.
Había conocido a Sir John en Scarborough, Fleetwood o en alguna otra parte (si a ti no te interesa saber dónde, a los demás todavía menos). Empezó a relacionarse con él, y sus hijos le gustaron mucho. Ahora bien, Sir John no sabía nada de los pajaritos de mar y no le interesaban de ningún modo, siempre y cuando el pescadero le trajera buen pescado para cenar. En cuanto a la señora, sabía tan poco como él; sin embargo, pensó que sería adecuado que los niños supieran algo. Tienes que comprender que en los estúpidos tiempos antiguos a los niños se les enseñaba a saber una cosa y a saberla bien. En cambio, en estos ilustrados y nuevos tiempos se les enseña a saber un poco de todo y a saberlo mal, lo cual es muchísimo más agradable y fácil y, por tanto, muy acertado.