Read Los niños del agua Online
Authors: Charles Kingsley
Citaron a todos los médicos del condado para dar un informe sobre el caso y, evidentemente, todos se contradijeron de forma rotunda entre ellos: si no, ¿qué utilidad hay en ser hombres de ciencia? Al final, la mayoría se puso de acuerdo en redactar un informe en lengua verdaderamente médica: la mitad en mal latín, la otra mitad en un griego todavía peor y el resto en lo que habría sido inglés, si hubieran aprendido a escribirlo. Empezaba así:
«Las anastomosis subanhipaposupernales de diaceluritis peritómica en la región encefalodigital del distinguido individuo de cuyos fenómenos sintomáticos tuvimos el triste honor (subsecuentemente a una inspección diagnóstica preliminar) de hacer una inspección diagnóstica, presentando la diátesis interexclusivamente cuadrilateral y antinómica conocida como los folículos azules de Bumpsterhausen, nos dispusimos a...»
Sin embargo, la señora nunca supo qué se disponían a hacer, pues las largas palabras la asustaron tanto que salió corriendo y se encerró en su dormitorio por miedo a ser aplastada por aquellos términos y estrangulada por la conclusión. Una boa constrictor, afirmó, era una compañía suficientemente mala. Pero, ¿qué era una boa constrictor hecha con losas?
—¡Ha sido espeluznante! ¿Qué creen que le pasa? —le preguntó a la vieja niñera.
—Que está chalado. Puede que por incrédulo y pagano —respondió ella.
—Entonces, ¿por qué no lo dicen?
Y el cielo, el mar, las rocas y los valles resonaron: «¡Eso! ¿Por qué?». Pero los médicos no lo escucharon.
Así que la señora hizo que Sir John escribiera al
Times
para ordenar al ministro de Economía del momento que aprobara un impuesto sobre las palabras largas.
Un impuesto leve sobre las palabras de más de tres sílabas, que son males necesarios como las ratas pero que, al igual que ellas, hay que mantenerlas a raya diplomáticamente.
Un impuesto fuerte sobre las palabras de más de cuatro sílabas, como
heterodoxia,
espontaneidad,
espiritualismo
, etc.
Sobre las palabras de más de cinco sílabas (de las cuales espero que nadie querrá ver ningún ejemplo), un impuesto prohibitivo.
Y un impuesto prohibitivo similar sobre las palabras derivadas de tres o más lenguas a la vez y sobre las palabras derivadas de dos lenguas que se hubieran hecho tan comunes que hubiera las mismas esperanzas de erradicarlas como de erradicar los convólvulos.
El ministro de Economía, un erudito y hombre de sentido común, se lanzó sobre la idea, pues en ella descubrió el único plan para abolir el Impuesto D. No obstante, cuando presentó su proyecto de ley, la mayoría de los diputados irlandeses y (siento decirlo) también algunos de los escoceses, se opusieron enérgicamente, aduciendo que en un país libre ningún hombre tenía la obligación de entenderse a sí mismo ni hacer que los demás le entendieran. Así que el proyecto de ley fracasó tras el primer debate y el ministro, que era un filósofo, se consoló pensando que no era la primera vez que una mujer había dado con una gran idea y los hombres le volvían su estúpido rostro.
Pues bien, los médicos lo hicieron todo a su manera: se pusieron a trabajar muy en serio y le dieron al pobre profesor varias y diversas medicinas, tal como estaban prescritas por los antiguos y los modernos, desde Hipócrates a Feuchtersleben. Eran las siguientes, a saber:
1. Eléboro para la cordura: Eléboro de Aeta, Eléboro de Galacia, Eléboro de Sicilia. Y todos los demás eléboros, según el método de los eleboristas eleborizadores de la era elebórica.
Pero no hicieron efecto. Los folículos azules de Bumpsterhausen no se movieron ni un centímetro de la región encefalodigital.
2. Trataron de descubrir qué le pasaba según el método de Hipócrates, de Areteo, de Celso, de Coelius Aurelianus y de Galeno, pero lo encontraron demasiado dificultoso, como desde entonces le ha sucedido a la mayoría de la gente. De modo que tuvieron que recurrir a:
3. Borraja. Cauterios.
Abrirle un agujero en la cabeza para dejar salir los gases, lo cual, dice Gordonius, «hará, sin duda, mucho bien». Pero no fue así.
Bezoar. Diamargaritum. El cerebro de un carnero hervido en especias. Aceite de ajenjo. Agua del Nilo. Alcaparras. Buen vino (pero no encontraron ninguno). El agua de la forja de un herrero. Ámbar gris. Fustanes de mandragora. Grasa de lirón. Orejas de liebre. Inanición. Alcanfor. Sulfato de magnesia y diasén. Almizcle. Opio. Camisas de fuerza. Intimidaciones. Azotes. Sangrías. Airojamientos de cubos de agua fría. Abatimientos. Aplastarle el pecho con las rodillas, etc., según el método medieval. Pero nada de eso hacía efecto. Los folículos azules de Bumpsterhausen aún estaban allí pegados.
Entonces...
4. Persuasión. Besos. Champán y tortuga. Arenque ahumado y agua con gas. Buenos consejos. Jardinería. Croquet.
Soirées musicales. La Tía Sally. Tabaco suave. El
Saturday Review
. Un carruaje con escoltas, etc., según el método moderno. Pero nada de eso hacía efecto.
Y si hubiera sido un lunático convicto y hubiera disparado contra la Reina, si hubiera matado a todos sus acreedores, para evitar pagarles, o se hubiera permitido cualquier otra pequeña y afable excentricidad de ese estilo, además le habrían dado la mejor ubicación de Inglaterra en la llanura de Easthampstead. Libre acceso al Bosque de Windsor. El
Times
cada mañana. Una escopeta de doble cañón, perros de muestra y permiso para disparar a tres chicos de la Escuela de Wellington a la semana (no más) en caso de que el urogallo negro escaseara.
Sin embargo, como no estaba lo suficientemente loco ni lo suficientemente mal como para que le permitieran lujos así, se desesperaron y cayeron en las malas maneras, a saber:
5. Sufumigaciones de sulfuro. Herrwiggius y su «Incomparable bebida para los locos». Sólo que no pudieron descubrir de qué se componía.
Sufumigación de hígado de pescado.... Sólo que se habían olvidado de su nombre, así que el doctor Gray no pudo facilitarles un espécimen.
Tractores metálicos.
Ungüento de Holloway.
Electrobiología.
Valentine Greatrakes y su remedio por frotación.
Espiritismo dando golpes sobre la mesa.
Pastillas de Holloway.
Movimientos de mesa mediante espiritismo.
Pastillas de Morrison.
Homeopatía.
Pastillas revitalizadoras de Parr.
Mesmerismo.
Puras majaderías.
Exorcismos, para los cuales leyeron Malleus Maleficarum, Mideri Formicarium, Delrio, Wierus, etc.. Pero no pudieron encontrar ninguno que mencionara a los niños del agua.
Hidropatía.
El elixir de la juventud de Madame Rachel.
El visionario de Poughkeepsie y sus profecías.
El licor destilado de huevos podridos.
Piropatía, empleada con éxito igual que los antiguos inquisidores para curar el mal del pensamiento y, actualmente, utilizada por los mollahs persas para curar el reumatismo.
Geopatía, o enterrarlo.
Atmopatía, o cocerlo al vapor.
Simpatía, según el método de Basil Valentine (su triunfo del antimonio) y de Kenelm Digby (su ungüento del arma), que algunos denominan un solo pelo del perro que lo mordió.
Hermopatía o verterle mercurio por la garganta para remover los espíritus animales.
Meteoropatía o ir a la Luna a buscar su cordura perdida, como hiciera Ruggiero para encontrar la de Orlando Furioso, sólo que, no teniendo un hipogrifo, se vieron forzados a utilizar un globo y, al caer en el Mar del Norte, los recogió una embarcación de arenques de Yarmouth y llegaron a casa mucho más sabios y llenos de escamas.
Antipatía o usarlo como «un hombre y un hermano».
Apatía o no hacer nada de nada.
Aplicaron todas las demás ipatías y opatías inventadas por Bobo y probadas por Requetebobo desde que los negros descantillaban sílex en Abbeville (de lo cual hace un tiempo considerable, a juzgar por la Gran Exposición).
Sin embargo, nada hizo efecto. El profesor chilló y gritó todo el día llamando a un niño del agua para que viniese a ahuyentar a los monstruos. Por supuesto, no trataron de encontrar a ninguno, porque no creían en ellos y no pensaban en nada salvo en los folículos azules de Bumpsterhausen. Habían puesto, como es habitual, la carreta delante de los bueyes y habían tomado el efecto por la causa.
Así que, finalmente, se vieron forzados a dejar que el pobre profesor aliviara su mente escribiendo un gran libro, completamente opuesto a todas sus viejas opiniones, en el cual demostraba que la Luna era de queso verde y que todas las motitas que tiene (que a veces se pueden ver nítidamente a través de un telescopio con sólo tener las lentes lo suficientemente sucias, igual que el señor Weekes y su batería voltaica) no pertenecen a nada de este mundo, sino que son bebés pequeñitos que están formándose y pululando allí arriba a millones, listos para bajar a este mundo cuando los niños quieran un nuevo hermano o hermana.
Lo cual tiene que ser un error por la siguiente razón: porque no habiendo atmósfera alrededor de la Luna (aunque hay quien dice que sí, al menos en el otro lado, porque ha dado la vuelta para verlo y ha descubierto que la Luna tenía justamente la forma de un bollo de Bath y que estaba tan húmeda que el hombre de la Luna caminaba durante el día del solsticio estival con macintoshes y botas de Cording, arponeando anguilas y estornudando); así pues, como decía, no habiendo atmósfera, no puede darse la evaporación y, por lo tanto, la temperatura de condensación nunca podrá ser inferior a 24 grados centígrados bajo cero.
Por consiguiente, hacia las cuatro de la madrugada no puede hacer el frío suficiente para condensar los apotegmas mesentéricos de los bebés en sus ventrículos izquierdos y, por tanto, no pueden tener la tos ferina; y si no tienen la tos ferina, no pueden ser bebés en absoluto. Así pues, en la Luna no hay bebés. Q.E.D.
Esto puede parecer una razón indirecta y quizá lo sea, aunque las habrás oído peores y de hombres mejores que tú.
Pero hay una cosa que está clara: que cuando el bueno del profesor acabó de escribir su libro, se sintió considerablemente aliviado de los folículos azules de Bumpsterhausen y de unas cuantas cosas infinitamente peores. A saber, del orgullo y la vanagloria, y de la ceguera y la dureza de corazón, que son las verdaderas causas de los folículos azules de Bumpsterhausen y, además, de un montón de cosas feas. Por lo que el sucio caudal de la crecida que tuvo lugar en su cerebro disminuyó y se aclaró hasta obtener el color de un buen café, como el que les gusta a los peces para hacer piruetas, hasta que unos peces muy grandotes, limpios y acabados de pescar empezaron a dar saltos en su cerebro. Él atrapó a dos o tres (lo cual es una pesca sumamente buena para los ríos cerebrales), los analizó minuciosamente y nunca mencionó lo que había descubierto, salvo a los niños pequeños. Desde entonces se convirtió en un hombre más triste y sabio, lo cual, chiquitín, es muy bueno aunque uno tenga que pagar un alto precio por esa bendición.
¡Severo Legislador! Si bien te arropas
con la gracia más benigna del gran Dios;
y no conocemos nada más hermoso
que la sonrisa que en tu rostro asoma;
las flores se ríen ante ti en sus arriates
y la fragancia se abre paso por tu baluarte;
tú proteges del mal al destino;
y, gracias a ti, el cielo más antiguo es fresco y recio.
W
ORDSWORTH
,
Oda al deber
¿Y qué fue del pequeño Tom?
Se escabulló entre las rocas hacia el agua, como he dicho antes. Pero no podía evitar pensar en la pequeña Ellie. No se acordaba de quién era, pero sabía que era una niñita, aunque fuera cien veces más grande que él. Eso no es sorprendente: el tamaño no tiene nada que ver con el parentesco. Una hierba minúscula puede ser prima hermana de un gran árbol y una perrita como Vick sabe que Lioness también es una perra, aunque sea veinte veces mayor que ella. Así que Tom sabía que Ellie era una niñita y estuvo pensando en ella durante todo ese día. Deseaba que hubiera estado allí para jugar juntos; sin embargo, muy pronto tuvo que pensar en otra cosa. Ahora viene la explicación de lo que le sucedió, tal como salió publicado a la mañana siguiente en la Gaceta a Prueba de Agua, sobre el mejor papel mojado, para la gran hada, la señora Hagancontigocomohiciste, que cada mañana lee las noticias con mucha atención, sobre todo los casos de la policía, como vas a descubrir muy pronto.
Tom iba por las rocas, a tres brazas bajo el agua, mirando cómo el gado cazaba langostinos y los labros mordisqueaban a los percebes y los desenganchaban de las rocas, las conchas y todo eso, cuando vio una jaula redonda de juncos verdes y, dentro, con cara de avergonzada, a su amiga la langosta con las antenas cruzadas, en vez de los brazos cruzados.
—¿Cómo? ¿Has sido mala y te han encerrado en el calabozo? —preguntó Tom.
La langosta se sintió un poco indignada ante una idea como aquélla, pero tenía los ánimos demasiado bajos para discutir, así que sólo dijo: «No puedo salir».
—¿Por qué te has metido ahí?
—Iba detrás de ese asqueroso trozo de pez muerto.
Cuando estaba fuera pensó que tenía muy buen aspecto y que olía muy bien, y, para una langosta, así era. Pero ahora cambió completamente de opinión y lo insultó porque estaba enfadada consigo misma.
—¿Por dónde has entrado?
—Por ese agujero redondo de ahí arriba.
—Entonces, ¿por qué no sales por ahí?
—Porque no puedo —y la langosta hizo girar sus antenas con más fiereza que nunca, pero se vio forzada a confesarlo—: He saltado hacia arriba, hacia abajo, hacia atrás y hacia los lados al menos cuatro mil veces, y no puedo salir. Cada vez que subo hasta ahí arriba no encuentro el agujero.
Tom echó un vistazo a la trampa y, con más tino que la langosta, vio claramente cuál era el problema, como tú bien lo verías si echaras un vistazo a una nasa.
—Estáte quieta —dijo Tom—. Gira la cola hacia mí, yo tiraré de ti por detrás y así no te engancharás en las púas.
Pero la langosta era tan boba y torpe que no acertaba con el agujero. Aunque podía ser muy avispada, siempre y cuando estuviera en su propio territorio, igual que muchísimos cazadores de zorros que, cuando salen de su territorio pierden la calma. De esa forma, la langosta, por así decirlo, perdió la cola.
Tom se abrió paso agarrándose por el agujero hasta que la sujetó; luego, como era de esperar, la torpe langosta tiró de él por la cabeza.