Read Los niños del agua Online
Authors: Charles Kingsley
De modo que los fulmares se pusieron a Tom en la espalda y se lo llevaron volando, riendo y bromeando. ¡Y cómo olían a aceite de tren!
—¿Quiénes sois, alegres pájaros? —preguntó Tom.
—Somos los espíritus de los viejos capitanes de barco de Groenlandia (como bien saben todos los marineros), que cazaban ballenas francas y morsas por estas aguas hace muchísimos años. Pero como éramos descarados y avariciosos, fuimos convertidos en fulmares, destinados a comer esperma de ballena durante el resto de nuestros días. Sin embargo, no somos palurdos y ahora mismo podríamos gobernar un barco en contra de la voluntad de cualquier hombre de los mares del norte, aunque no aprobamos este vapor moderno. Es una vergüenza que esos diablillos negros de petreles nos llamen palurdos. Pero, como son los animales de compañía de su Excelencia, piensan que pueden decir lo que les apetezca.
—Y tú, ¿quién eres? —le preguntó Tom, pues vio que era el rey de todos los pájaros.
—Me llamo Hendrick Hudson, fui un gran capitán y, a pesar de todo el mal que hice, mi nombre perdurará hasta el fin del mundo. Porque yo descubrí el río Hudson y puse nombre a la bahía de Hudson; y hubo muchos hombres que siguieron mi estela y, sin embargo, no se atrevieron a mostrarme el camino. Pero yo era un hombre duro, ésa es la verdad: me llevé a los pobres indios de la costa de Maine y los vendí como esclavos en el sur, en el estado de Virginia. Al final, fui tan cruel con mis marineros, precisamente en estos mares, que me dejaron en un bote descubierto, a la deriva, y nunca se oyó hablar más de mí. Así que ahora soy el rey de todos los fulmares hasta que haya cumplido mi condena.
Entonces llegaron al borde de la placas y, más allá, pudieron ver el Muro Brillante elevándose, majestuoso, por entre la bruma, la nieve y la tormenta. Pero las placas retumbaron de un modo horrible por encima del oleaje y los gigantes de hielo se pelearon y rugieron, saltando por encima de unos y otros y triturándose entre sí hasta convertirse en polvo, de manera que Tom no se atrevió a pasar entre ellos, por miedo a que también lo trituraran hasta convertirlo en polvo. Y aún se asustó más cuando descubrió los escombros de muchos barcos imponentes, algunos con los mástiles y las vergas en pie; otros, con los marineros dentro, totalmente congelados. ¡Ay, pobres! Tenían unos corazones genuinamente ingleses y llegaron a su fin como buenos caballeros andantes, en busca de la puerta blanca jamás abierta.
No obstante, los fulmares se pusieron a Tom y a su perro en la espalda, los llevaron volando sin peligro por encima de las placas y de los rugientes gigantes de hielo, y los dejaron al pie del Muro Brillante.
—¿Y dónde está la puerta? —preguntó Tom.
—No hay ninguna puerta —contestaron los fulmares.
—¿No la hay? —gritó Tom, estupefacto.
—No, nunca ha habido ni una grieta. Ése es el secreto, tal como tipos mejores que tú se han visto obligados a averiguar. Si la hubiera habido, a estas alturas ya habrían matado a todas y cada una de las ballenas francas que nadan por el mar.
—Entonces, ¿qué hago?
—Bueno, pues bucear por debajo del témpano de hielo, si tienes coraje.
—No he llegado hasta tan lejos para dar la vuelta —dijo Tom—, así que ¡a bucear se ha dicho!
—Que tengas suerte en tu viaje, amigo —se despidieron los fulmares—. Sabíamos que eras de los buenos. Adiós.
—¿Por qué no venís? —preguntó Tom.
Pero los fulmares sólo gimotearon con tristeza: «Aún no podemos ir, aún no», y se alejaron volando por encima de las placas.
Así pues, Tom buceó por debajo de la gran puerta blanca jamás abierta y siguió adentrándose en la negra oscuridad de las profundidades del mar durante siete días y siete noches. Sin embargo, no estaba asustado en lo más mínimo. ¿Por qué debería estarlo? Era un inglés valiente, cuyo deber consistía en salir a ver el mundo.
Finalmente, vio la luz; y allí, por encima de él, el agua era muy, muy transparente. Subió mil brazas entre nubes de polillas de mar que revoloteaban alrededor de su cabeza. Había polillas con la cabeza y las alas de color rosa y el cuerpo de ópalo que braceaban por allí lentamente; polillas con las alas marrones que braceaban por allí rápidamente; gambas amarillas que daban unos saltos y brincos rapidísimos y medusas de todos los colores del mundo que ni daban saltos ni brincos, sino que sólo haraganeaban, bostezaban y no se apartaban para dejarlo pasar. El perro hacía como si las mordiera, hasta que sus mandíbulas se cansaban; en cambio, a Tom apenas lo molestaban. ¡Estaba tan ansioso de llegar a la superficie del agua y ver el lago adonde van las buenas ballenas!
Era un lago muy grande, de kilómetros y kilómetros de longitud y el aire era tan nítido que parecía que los acantilados de hielo del otro lado estuvieran al alcance de la mano. A su alrededor se elevaban los acantilados de hielo, formando muros, chapiteles y almenas, cuevas y puentes, pisos y galerías, donde viven las hadas del hielo que alejan a las tormentas y las nubes para que el lago de la Madre Carey esté tranquilo de fin de año a fin de año. El sol hacía de policía, paseando cada día por el exterior, observando justo por encima del muro de hielo para cerciorarse de que todo funcionaba bien. De vez en cuando, hacía trucos de magia o daba exhibiciones de fuegos artificiales para divertir a las hadas del hielo. Se desdoblaba en cuatro y cinco soles a la vez o pintaba el cielo con anillos, cruces y medias lunas de fuego blanco, y se metía justo en el medio y guiñaba el ojo a las hadas.
Yo diría que las divertía mucho, ya que en el campo cualquier cosa es divertida.
Allí, en el mar tranquilo y manchado de aceite, estaban las buenas ballenas, que son unas bestias felices y soñolientas. Tienes que saber que todas eran ballenas francas, yubartas, rorcuales, cachalotes y unicornios de mar con manchas y con unos cuernos largos de marfil. Sin embargo, las ballenas con esperma son tan bravas, furiosas, rugientes y ruidosas que, si la Madre Carey las dejara entrar, en el Lagodepaz no habría paz. Así que las manda a un gran lago especial para ellas en el Polo Sur, a cuatrocientos veinticinco kilómetros al sur-sureste del Monte Erebus, el gran volcán del hielo. Allí se dan golpes mutuamente con sus feas narices, día y noche, de fin de año a fin de año.
En cambio, aquí sólo había unas bestias buenas y tranquilas, vagando como los cascos negros de los balandros y soltando de vez en cuando chorros de vapor blanco o pululando con sus inmensas bocas abiertas para que las polillas de mar nadaran hacia las profundidades de sus gargantas. No había zorros de mar que pudieran trillar sus pobrecitas espaldas, ni peces espada que pudieran atravesarles el estómago, ni peces sierra que pudieran destriparlas, ni oreas que pudieran llevarse pedazos de sus costados de un mordisco, ni balleneros que pudieran arponearlas y clavarles lanzas. Allí eran muy felices y estaban en lugar seguro, y todo lo que tenían que hacer era esperar tranquilamente en el Lagodepaz hasta que la Madre Carey las llamara para convertir a las bestias viejas en bestias nuevas.
Tom nadó hasta la ballena más cercana y le preguntó dónde podía encontrar a la Madre Carey.
—Está allí, sentada, allí en medio —le indicó la ballena.
Tom echó un vistazo, pero en medio del lago no vio nada, salvo un iceberg puntiagudo, y se lo dijo.
—Eso es la Madre Carey —aclaró la ballena—, ya lo verás cuando te acerques. Está allí, sentada, convirtiendo bestias viejas en nuevas durante todo el año.
—¿Cómo lo hace?
—Eso es asunto suyo, no mío —contestó la vieja ballena, y bostezó con la boca tan abierta (pues era muy grande) que le entraron novecientas cuarenta y tres polillas de mar, trece mil ochocientas cuarenta y seis medusas no mayores que una cabeza de alfiler, una cadena de salpas de ocho metros y cuarenta y tres cangrejos pequeños que se dieron todos, unos a otros, un pellizco de despedida, se pusieron las patas debajo del estómago y decidieron morir decentemente, como Julio César.
—Supongo —dijo Tom— que corta a una ballena grande como tú y hace un banco entero de marsopas, ¿no?
Al oír eso, la vieja ballena se carcajeó tan violentamente que tosió y expulsó a todas las criaturas, que se fueron nadando muy agradecidas por haber escapado de esa red de ballena, de cuyos confines ningún viajero regresa. Entonces, Tom se acercó al iceberg, pensativo.
A medida que se aproximaba el iceberg tomó la forma de la dama más grande que jamás había visto: una dama blanca de mármol, sentada en un trono blanco de mármol. Del pie del trono salían nadando, adentrándose más y más en el mar, millones de criaturas acabadas de nacer, de más formas y colores de los que un hombre haya podido soñar. Eran los hijos de la Madre Carey, que crea a partir del agua del mar durante todo el día.
Evidentemente, Tom —como algunos mayores que ya deberían saberlo— esperaba encontrársela tijereteando, remendando, encajando, bordando, arreglando, hilvanando, limando, alisando, martilleando, torneando, puliendo, moldeando, midiendo, cincelando, recortando, etc., como hacen los hombres cuando van al trabajo a hacer cualquier cosa.
Sin embargo, en lugar de eso, estaba sentada tranquilamente, con la barbilla apoyada en la mano, mirando hacia el mar, allá abajo, con dos grandes ojos azules, tan azules como el mar. Tenía el cabello blanco como la nieve, pues era muy, muy vieja; de hecho, era tan vieja como cualquier cosa que te puedas encontrar, salvo la diferencia entre el bien y el mal.
Cuando vio a Tom, lo miró con mucha ternura.
—¿Qué quieres, chiquitín? Hacía mucho tiempo que no veía a un niño del agua por aquí.
Tom le contó cuál era su cometido y le preguntó cómo se iba a El-otro-Lado-de-Ningún-Sitio.
—Ya deberías saberlo, pues has estado allí.
—¿De verdad, señora? Estoy seguro de que lo he olvidado.
—Entonces, mírame.
Cuando Tom miró dentro de sus grandes ojos azules, recordó el camino perfectamente. ¿No te parece raro?
—Gracias, señora —dijo Tom—. Ya no molestaré más a la señora, he oído decir que está muy ocupada.
—Nunca he estado tan ocupada como ahora —comentó ella sin mover un dedo.
—He oído decir, señora, que siempre está creando nuevas bestias a partir de las viejas.
—Eso es lo que la gente cree. Pero no voy a molestarme en crear cosas. Me siento aquí y hago que se creen ellas mismas.
«Realmente, es un hada muy lista», pensó Tom. Es un gran truco, y una gran respuesta, que la buena de la Madre Carey ha tenido la oportunidad de hacer en varias ocasiones a la gente impertinente.
Por ejemplo, una vez hubo un hada tan lista que descubrió cómo hacer mariposas. No me refiero a las falsas, no, sino a las que están vivas y son de verdad, que vuelan, comen, ponen huevos y hacen todo lo que deben hacer. Esta hada estaba tan orgullosa de su habilidad que inmediatamente se fue volando hasta el Polo Norte para fanfarronear delante de la Madre Carey de cómo hacía mariposas. Pero la Madre Carey se rió.
—Tienes que saber, hija mía —le dijo—, que cualquiera puede hacer cosas con sólo tomarse tiempo y dedicarle esfuerzo; sin embargo, no todo el mundo puede, como yo, hacer que las cosas se creen por sí solas.
No obstante, la gente todavía no cree que no haya nadie más listo que la Madre Carey y tampoco lo creerá hasta que no haga el viaje a El-otro-Lado-de-Ningún-Sitio.
—Y bien, pequeño —dijo la Madre Carey—, ¿estás seguro de que sabes cómo se va a El-otro-Lado-de-Ningún-Sitio?
Tom pensó y, mira por dónde, se le había olvidado completamente.
—Eso es porque has apartado los ojos de mí.
Tom volvió a mirarla y lo recordó. Luego apartó la vista y, al cabo de un instante, volvió a olvidarlo.
—Pero, ¿qué tengo que hacer, señora? No podré mirarla cuando esté en otra parte.
—Tienes que arreglártelas sin mí, como tiene que hacer la mayoría de la gente durante novecientas noventa y nueve milésimas partes de sus vidas. En vez de mirarme a mí, mira al perro, pues él conoce bien el camino y no se le olvidará. Además, quizás allí te encuentres a algunas personas con un carácter muy extraño que no te dejarán pasar sin este pasaporte. Debes colgártelo del cuello y cuidarlo bien. Y, evidentemente, como el perro irá siempre detrás de ti, tienes que ir de espaldas durante todo el camino.
—¡De espaldas! —gritó Tom—. Pero así no podré ver por dónde voy.
—Todo lo contrario, si miras hacia delante no vas a poder distinguir ni un paso y seguro que te desviarás. En cambio, si miras hacia atrás, observas con atención todo lo que dejas y no pierdes de vista al perro, que actúa por instinto y por lo tanto no se puede desviar, entonces sabrás todo lo que viene con la misma claridad que si lo vieras en un espejo.
Tom se quedó perplejo pero la obedeció, pues había aprendido a creer siempre lo que las hadas le decían.
—Así es, hijo mío —sentenció la Madre Carey—, y voy a contarte un cuento que te demostrará que tengo toda la razón, como es costumbre en mí. Érase una vez dos hermanos. Uno se llamaba Prometeo, porque siempre miraba hacia delante y fanfarroneaba de que sabía las cosas de antemano. El otro se llamaba Epimeteo, porque siempre miraba hacia atrás y no fanfarroneaba nada, sino que decía humildemente, como los irlandeses, que prefería hacer profecías después de los acontecimientos.
»Pues bien, Prometeo era un tipo muy listo, por supuesto, e inventaba toda clase de cosas maravillosas. Pero, por desgracia, cuando se ponían a funcionar, precisamente lo que no hacían era ponerse en marcha: de modo que han servido de bien poco y bien poco ha quedado de ellas. Ahora nadie sabe qué eran, salvo unos cuantos ancianos arqueólogos que escarban en esquinas raras y encuentran pocas cosas aparte de Ptinum Furem, Blaptem Mortisgam, Acarum Horridum y Tineam Laciniarum.
»Sin embargo, Epimeteo era realmente un tipo muy lento y la gente lo tomaba por zopenco, por chapucero, por gallina, por tardón, por un cualquiera, por inútil, etcétera. Y durante muchos años hizo bien poco: sin embargo, lo que hacía una vez ya no tenía que volver a hacerlo.
»¿Y qué pasó al final? A los dos hermanos se les acercó la criatura más hermosa que se hubiera visto jamás, llamada Pandora, que significa "Todos los regalos de los Dioses". Pero como llevaba una extraña caja en las manos, el Prometeo imaginativo, vaticinador, desconfiado, prudente, teórico, deductivo y profeta, que siempre estaba estableciendo lo que iba a ocurrir, no tuvo ninguna relación con la bonita Pandora.