Read Los niños del agua Online
Authors: Charles Kingsley
Cuando Tom se acercó, oyó tales gruñidos, refunfuños, rezongos, aullidos, gemidos y quejidos, que creyó que estaban anillando a los cochinillos, cortándoles las orejas a los perritos o ahogando a los gatitos. Sin embargo, cuando se acercó todavía un poco más, empezó a oír palabras entre el ruido. Era la canción de los Tepoterpos, que siempre cantan cada mañana, cada tarde y también toda la noche a su gran ídolo, la Examinación:
«No me he aprendido la lección. ¡Y el examinador está a punto de llegar!»
Ésa era la única canción que sabían.
Cuando Tom llegó a la costa, lo primero que vio fue un gran pilar y en uno de sus lados había una inscripción que decía: «Aquí los juegos están prohibidos». Al leer eso, Tom se quedó tan estupefacto que no se paró a ver lo que había escrito en el otro lado. Entonces dio una vuelta por allí para averiguar quién había en la isla. Sin embargo, en lugar de hombres, mujeres y niños, lo único que encontró fueron nabos, rábanos, remolachas azucareras y remolachas forrajeras sin una sola hoja verde. Además, la mitad estaban rotos, podridos y llenos de hongos. Los que quedaban se pusieron a gritar a Tom en media docena de lenguas distintas a la vez y todas mal habladas: «No me he aprendido la lección. ¡Ven, échame una mano!». Y uno gritó: «¿Me puedes enseñar cómo sacar esta raíz cuadrada?».
Y otro: «¿Me puedes decir qué distancia hay entre Lyrae y Camelopardis?».
Y otro: «¿Cuál es la latitud y la longitud de Snooksville, en el Condado de Noman, Oregón, Estados Unidos?».
Y otro: «¿Cómo se llamaba el gato de la criada de la abuela del primo decimotercero de Mutius Scaevola?».
Y otro: «¿Cuánto tiempo necesita un inspector de escuela que realiza una actividad media para ir desde Londres a York haciendo volteretas?».
Y otro: «¿Sabrías decirme el nombre del lugar del que nunca nadie ha oído hablar, donde nunca nada ha ocurrido, de un país que aún no ha sido descubierto?».
Y otro: «¿Puedes enseñarme a corregir este pasaje corrupto e insalvable de Graidiocolosyrtus Tabenniticus sobre la causa de que los cocodrilos no tengan lengua?».
Y así más y más y más, hasta que uno habría creído que estaban tratando de presentarse para el puesto de oficiales de aduanas portuarias o para cometistas de la infantería montada de armas pesadas.
—¿Y qué bien os haría si os contestara? —preguntó Tom. Pues bien, eso no lo sabían; lo único que sabían era que el examinador estaba a punto de llegar.
Entonces, Tom se tropezó con el nabo más ágil de mente, inmenso y suave que hayas visto nunca ocupando un agujero de un campo de nabos suecos, y con un grito inquirió: «¿Podrías contarme cualquier cosa sobre cualquier cosa que te apetezca?».
—¿Sobre qué? —preguntó Tom.
—Sobre cualquier cosa que te apetezca, pues tan pronto como aprendo cosas vuelvo a olvidarlas. Mi mamá dice que mi intelecto no se adapta a la ciencia metódica; dice que tengo que dedicarme a la información general.
Tom le explicó que no sabía información general y que tampoco conocía a ningún oficial del ejército; solamente conocía a un amigo que tuvo que se presentó para tambor. Sin embargo, lo que sí podía hacer era contarle un montón de cosas extrañas sobre lo que había visto en sus viajes.
Se lo contó con mucha gracia mientras el pobre nabo escuchaba con gran atención; y cuanto más escuchaba, más olvidaba y más agua le salía.
Tom creyó que estaba llorando, pero sólo era su pobre cerebro que se le salía de tanto trabajar. A medida que Tom hablaba, el infeliz nabo desprendía jugo; entonces se abrió y se encogió, hasta que lo único que quedó de él fue el pellejo y agua. Al ver eso, Tom se fue corriendo, muerto de miedo, ya que pensó que podían llevárselo por haber matado al nabo.
Sin embargo, ocurrió todo lo contrario: los padres del nabo se mostraron enormemente satisfechos, lo consideraron un santo y un mártir, y pusieron una larga inscripción en su lápida sobre sus maravillosos talentos, su desarrollo prematuro y su precocidad sin parangón. ¿No te parece que eran una pareja de locos? No obstante, junto a ellos había una pareja todavía más loca que pegaba a un miserable rabanito —no más grande que mi pulgar— por su malhumor, su obstinación y su estupidez deliberada, sin saber que la causa de que no pudiera aprender, o incluso apenas hablar, era que tenía un gran gusano dentro comiéndole el cerebro. Y éstos están menos locos que unos dos mil papás y mamás que recurren a la vara, en vez de recurrir a un juguete nuevo, y que mandan a los niños al cuarto oscuro en vez de llevarlos al médico.
Tom se quedó tan perplejo y atemorizado con todo lo que vio que tuvo el deseo de preguntar cuál era su significado. Finalmente, se tropezó con un bastón viejo y respetable que estaba en el suelo, medio cubierto con tierra. Sin embargo, era un bastón muy firme y honorable, pues antiguamente perteneció al bueno de Roger Ascham y, en el puño, tenía esculpida la figura del rey Eduardo VI con una Biblia en la mano.
—Verás —dijo el bastón— hubo un tiempo en que había tantos niños bonitos como hubieras deseado ver y todavía habrían podido seguir siéndolo si por lo menos los hubieran dejado crecer como seres humanos y luego me los hubieran dado a mí. Pero sus estúpidos padres y madres, en lugar de dejar que cogieran flores, robaran nidos de pájaros y bailaran alrededor del grosellero espinoso (como deben hacer los niños), los obligaban a acudir siempre a las clases, trabajando, trabajando, trabajando, aprendiendo las lecciones de los días de cada día todos los días, las lecciones de los domingos cada domingo, haciendo exámenes semanales cada sábado, exámenes mensuales cada mes y exámenes anuales cada año, y todo siete veces, como si con una vez no bastara ni llenara como un banquete... Hasta que el cerebro se les agrandó, el cuerpo se les empequeñeció y todos se convirtieron en nabos, con nada más que agua dentro. Y sus estúpidos padres, además, les sacan las hojas que les crecen para que no tengan nada verde.
—¡Ay! —suspiró Tom—, si la querida señora Hazcomoquisierasquetehicieranati se enterara, les mandaría peonzas, pelotas, canicas y bolos, y les haría estar como unas pascuas.
—No serviría de nada —respondió el bastón—. Ahora, aunque lo intentasen, ya no sabrían jugar. ¿No ves que las piernas se les han convertido en raíces y que han crecido suelo adentro por culpa de no hacer nunca ejercicio, salvo debilitarse y desanimarse, quedándose siempre en el mismo lugar? Cuidado, que viene el Examinador-de-Examinadores. Será mejor que te vayas, te lo advierto, u os examinará a ti y a tu perro en un mismo saco y hará que él examine a los demás perros y tú a los demás niños del agua. No hay posibilidad de escaparse de sus manos porque su nariz mide catorce mil quinientos kilómetros y puede bajar por chimeneas, meterse en los ojos de las cerradura, subir escalera arriba, descender escalera abajo, entrar en la habitación de la señora y examinar a todos los niños y también a todos sus tutores. Pero cuando le den una buena paliza (así me lo prometió la señora Hagancontigocomohiciste) yo seré quien se la dé; y si no me hago cargo con empeño, será una lástima.
Entonces, Tom se fue, aunque muy lentamente y con firmeza, pues tenía ganas de enfrentarse al Examinador-de-Examinadores, que llegó andando entre los pobres nabos, atando cargas pesadas y difíciles de llevar, y poniéndolas sobre las espaldas de los niños (como hacían antiguamente los escribas y los fariseos), sin tocarlos con los dedos, ya que tenía mucho dinero, una bonita casa en la que vivir, etc., lo cual era más de lo que tenían los pobrecillos nabos.
Sin embargo, cuando se acercó a él, le pareció tan grande, corpulento y dictatorial, y profirió un grito tan fuerte, diciéndole que se acercara para que pudiera examinarlo, que Tom salió pitando y el perro también. Se fueron justo a tiempo, ya que los pobres nabos, acuciados y aterrorizados, se pusieron a empollar tan rápidamente para estar preparados ante el examinador, que estallaron y reventaron a su alrededor, hasta tal punto que aquello parecía Aldershot en un día de maniobras. Tom creyó que iba a volar por los aires con el perro y todo.
Cuando bajaba hacia la costa, pasó por la nueva tumba del pobre nabo. Sin embargo, la señora Hagancontigocomohiciste había quitado el epitafio sobre los talentos, la precocidad y el desarrollo, y había puesto uno propio que a Tom le pareció mucho más sensible:
«Yo resistí largo tiempo la herida de la educación,
y empollar fue en vano;
hasta que el cielo alivió mi aflicción
llenándome el cerebro de agua.»
Entonces, Tom se zambulló en el mar y siguió su camino, cantando:
«Adiós, Tepoterpos; doy gracias por mi buena estrella,
porque nada de lo que sé (salvo las tres cosas básicas:
leer, escribir y la aritmética)
me será útil para sobrevivir a las duras y a las maduras.»
Ya ves que Tom no era poeta; como tampoco lo era John Bunyan, aunque fue el hombre más sabio que te puedas encontrar en muchísimos años.
A continuación, Tom llegó a Fabulandia de Esposasviejas, donde eran todos paganos y rendían culto a un mono aullador. Encontró a un chiquillo sentado en medio del camino, llorando con amargura.
—¿Por qué lloras? —le preguntó Tom.
—Porque no estoy tan asustado como querría.
—¿No estás asustado? Mira que eres raro. Pero si lo que quieres es estar asustado, toma: ¡Uuu!
—Ay —exclamó el chiquillo—, muy amable de tu parte, pero no siento que me haya causado ninguna impresión.
Tom le propuso tumbarlo, pegarle un puñetazo, aplastarlo, golpearle la cabeza con un ladrillo o cualquier otra cosa que pudiera consolarlo en lo más mínimo.
Pero él sólo se lo agradeció muy educadamente, con unas ampulosas y largas palabras que había oído decir a la gente y que, por lo tanto, consideró adecuadas y apropiadas para usarlas también. Luego se puso a gritar hasta que acudieron su papá y su mamá, que mandaron que viniera el Powwow de inmediato. A pesar de que eran paganos, se trataba de un caballero y una dama muy buenos; hablaron con Tom afablemente sobre sus viajes hasta que vino el Powwow con su caja de truenos debajo del brazo.
Era el señor mejor alimentado y peor agraciado que haya servido a Su Majestad en Portland. Al principio, Tom se asustó mucho, ya que creyó que se trataba de Grimes. Pero muy pronto se percató de su error, pues Grimes siempre miraba a la cara y este tipo no. Además, cuando hablaba despedía fuego y humo; cuando estornudaba, petardos y tracas; y cuando gritaba (lo cual hacía cuando le venía en gana), brea hirviendo, y seguro que parte de ella se pegaba.
—¡Ya estamos otra vez! —gritó, como un payaso en una pantomima—. Así que no puedes asustarte, ¿eh? Voy a hacerlo por ti. ¡Voy a hacer que te quedes impresionado! ¡Ah! ¡Uuu! ¡Aauuu! ¡Halabaluuu!
Entonces sacudió, golpeó, blandió su caja y chilló, vociferó, bramó, rugió, dio pisotones y bailó el corrobory como hacen los negros. Luego tocó un muelle de la caja y aparecieron nabos fantasma, linternas mágicas, espectros de cartón y muñecos de cajas de sorpresas organizando tal estrépito, traquido, chacoloteo, retumbo, traqueteo y rugido, que el niño puso los ojos en blanco y se desmayó al instante.
Al ver eso, sus pobres y paganos papás se quedaron tan contentos como si hubieran encontrado una mina de oro. Cayeron arrodillados delante del Powwow, le regalaron un palanquín con una vara de plata sólida y cortinas de tela de oro, y lo llevaron a pasear sobre sus espaldas. Sin embargo, tan pronto como lo levantaron, la vara se les enganchó en el hombro y ya no pudieron volver a bajarlo. Así pues, les gustara o no, tuvieron que llevarlo a todas partes, como Simbad llevó al hombre de mar.
Era muy penoso de ver, pues el padre era un oficial muy valiente y llevaba dos espadas y un distintivo azul, y la madre era la mujer más bonita que se haya visto nunca con los pies estrujados como una china. Pero, verás, se habían inclinado por hacer estupideces demasiadas veces, así que, de acuerdo con las leyes de la señora Hagancontigocomohiciste, tuvieron que seguir haciéndolo, tanto si querían como si no, hasta que llegaran las Cocqcigrues.
¡Ay! ¿No te encantaría que alguien fuera allí, convirtiera a esos pobres paganos y les enseñara a no asustar a sus niños hasta el punto de cogerles un soponcio?
—Y bien —dijo el Powwow a Tom—, ¿no te gustaría que te asustase, cariñito mío? Puedo ver claramente que eres un niño muy malvado, travieso, desvergonzado y depravado.
—Y tú también —replicó Tom con decisión.
Y cuando el hombre se abalanzó sobre él y gritó «¡Uuu!», Tom hizo lo mismo: le gritó «¡Uuu!» a la cara y le lanzó al perro, que fue a parar contra sus piernas.
Con lo cual, créetelo, el tipo puso pies en polvorosa, con la caja de truenos y todo, profiriendo un «¡Grrfff!» como el de una cerda del pasto comunal, y salió pitando mientras chillaba: «¡Socorro! ¡Ladrones! ¡Asesinato! ¡Fuego! ¡Me va a matar! ¡Me ha destrozado la vida! Me quiere asesinar y quiere romper, quemar y destruir mi preciosa e inestimable caja de truenos, y entonces en este país dejarán de caer chaparrones y truenos. ¡Socorro!, ¡socorro!, ¡socorro!».
Después de esto, el papá, la mamá y toda la gente de Fabulandia de Esposas viejas se lanzaron sobre Tom, vociferando: «Oh, este niño es un malvado, un insolente, un despiadado y un desvergonzado! ¡Pegadle, pateadlo, pegadle un tiro, ahogadlo, colgadlo, quemadlo!», y así sucesivamente. Sin embargo, por fortuna no tenían nada con qué dispararle, colgarlo o quemarlo, pues las hadas habían escondido todos los avíos de matar un ratito antes, de modo que sólo pudieron apedrearlo. Algunas de las piedras lo traspasaron y le salieron por el otro lado. Pero no le importaba, pues los agujeros se volvían a cerrar justo después de abrirse porque era un niño del agua. No obstante, cuando salió del país se alegró mucho, pues el ruido lo había dejado casi sordo.
Entonces llegó a un lugar muy tranquilo, llamado Dejalcielonpaz. El sol cogía agua del mar para hacer hebras de vapor y el viento las entrelazaba para hacer estampados de nubes, hasta que, entre los dos, lograron confeccionar un velo nupcial de encaje de Chantilly hermosísimo y lo colgaron en su Palacio de Cristal para que lo comprara aquel que se lo pudiera permitir. Mientras tanto, el buen mar nunca se quejó, ya que sabía que, honestamente, lo recompensarían. Así pues, el sol hilaba, el viento tejía y el gran telar de vapor funcionaba de maravilla, lo cual es perfectamente creíble teniendo en cuenta... y teniendo en cuenta... y teniendo en cuenta...