Los niños del agua (6 page)

Read Los niños del agua Online

Authors: Charles Kingsley

De esta manera, la anciana volvió a entrar bastante enfurruñada, creyendo que el pequeño Tom la había engañado con una historia falsa y había fingido estar enfermo, y que luego se había marchado.

Sin embargo, al día siguiente cambió de opinión. Porque cuando Sir John y los demás ya habían corrido hasta perder el aliento y perder a Tom, regresaron con cara de tontos.

Y se les acentuó la cara de tontos cuando Sir John supo más cosas acerca de la historia, gracias a la niñera; y aún más cara de tontos cuando la señorita Ellie, la pequeña dama de blanco, les contó lo ocurrido. Todo lo que había visto era a un pobrecillo deshollinador, todo negro, que llorando y sollozando volvía hacia la chimenea. Por supuesto, se asustó enormemente (y no me extraña). Pero eso fue todo. El chico no se había llevado nada de la habitación; por las marcas de sus piececillos cubiertos de hollín, pudieron ver que no pasó de la alfombra del hogar hasta que la niñera lo sujetó. Todo había sido un error.

Así que Sir John le dijo a Grimes que se fuera a casa y le prometió cinco chelines si le traía al chico pacíficamente, sin pegarle, para poder estar seguro de cuál era la verdad. Porque daba por sentado, y Grimes también, que Tom se había ido a casa.

Pero esa noche Tom no volvió a casa del señor Grimes, así que éste fue a la comisaría de policía para decirles que buscaran al chico. Aunque allí no se sabía nada de ningún Tom. En cuanto a que se hubiera adentrado por esos grandes páramos, hacia Vendale, no se les ocurrió pensarlo, pues era como pensar en la posibilidad de que se hubiera ido a la Luna.

De modo que al día siguiente el señor Grimes se dirigió a Harthover con una cara muy agria; pero cuando llegó allí, Sir John se había ido al monte, muy lejos, y tuvo que quedarse sentado todo el día en la sala de los criados de exterior y beber cerveza fuerte para ahogar sus penas (que ahogó mucho antes de que Sir John volviera).

Pues el bueno de Sir John había dormido muy mal esa noche y le dijo a su esposa:

—Querida, el chico debe haber huido hacia los páramos de los urogallos y debe haberse perdido; el pobrecillo me pesa mucho en la conciencia. Ya sé lo que haré.

Se levantó a las cinco de la mañana y se metió en la bañera, se enfundó en su chaqueta de caza y en sus polainas, y entró en el patio de las cuadras, como un buen caballero inglés tradicional, con la cara roja como una rosa, la mano dura como una mesa y la espalda ancha como la de un buey. Ordenó que le trajeran su poni de caza y que el guardián también montara en el suyo, igual que el cazador, el perrero y el ayudante del perrero; y que el ayudante del guardián trajera al sabueso atraillado (un gran perro, alto como un ternero, del color de un camino de gravilla, con las orejas y el hocico caobas y una garganta como la campana de una iglesia). Lo llevaron hasta el lugar donde Tom se había adentrado en el bosque y, allí, el perro levantó su poderosa voz y les dijo todo lo que sabía.

Entonces los condujo hasta el punto por donde Tom había empezado a trepar el muro; lo derribaron y pasaron todos.

Luego, el espabilado perro los llevó hasta el brezal y el páramo paso a paso, muy despacio, pues verás, el rastro del día anterior era muy tenue a causa del calor y la sequedad. Pero fue por eso que el viejo y astuto Sir John se levantó a las cinco de la mañana.

Finalmente, el perro llegó a la cima del peñasco de Lewthwaite, aulló y los miró a la cara como diciendo: «¡Os digo que ha bajado por aquí!».

No podían creer que Tom hubiera llegado tan lejos y, cuando miraron abajo por ese espantoso acantilado, no pudieron creer que se hubiera atrevido a plantarle cara. Pero si el perro decía que sí, tenía que ser verdad.

—¡Dios nos perdone! —dijo Sir John—. Si lo encontramos, estará tendido en el fondo. —Se dio un golpe con su manaza en su gran muslo y preguntó—: ¿Quién bajará por el peñasco de Lewthwaite para ver si ese muchacho está vivo? ¡Ojalá fuera veinte años más joven, porque iría yo mismo!

Y así lo habría hecho tan bien como cualquier deshollinador del condado. Luego anunció:

—¡Daré veinte libras al hombre que me traiga vivo a ese chico! —Y tal como era habitual en él, tenía la intención de cumplir lo que ofrecía.

Pues bien, entre ellos había un pequeño mozo de cuadra. Era realmente un mozo de cuadra muy pequeño, el mismo que había ido hasta la plazoleta y le había dicho a Tom que vinieran al Hall, y ahora replicó:

—Nada de veinte libras. Si es por el pobre muchacho, yo bajo por el peñasco de Lewthwaite, pues nunca ha habido un deshollinador tan educado como él.

Y empezó a bajar por el peñasco de Lewthwaite: en la cima era un mozo de cuadra muy elegante, pero al llegar abajo se había transformado en uno muy estropeado, pues se rasgó las polainas, se desgarró los bombachos, se hizo jirones la chaqueta, se rompió los tirantes, se estropeó las botas, extravió el sombrero y, lo peor de todo, perdió el alfiler de la camisa, que apreciaba muchísimo, porque era de oro y lo había ganado en una rifa en Malton. En la parte superior del alfiler se distinguía una figura de la vieja y noble yegua Beeswing, real como la vida misma, así que fue una pérdida realmente grande. Y, a pesar de todo, el mozo nunca llegó a ver a Tom.

Mientras tanto, Sir John y los demás dieron un rodeo de casi cinco kilómetros hacia la derecha y retrocedieron otra vez para entrar en Vendale y acercarse al pie del peñasco.

Cuando llegaron a la escuela de la anciana, todos los niños salieron para ver qué pasaba. La anciana también salió y, cuando vio a Sir John, se inclinó mucho para hacerle una reverencia, pues era arrendataria suya.

—¿Cómo está la señora? —inquirió Sir John.

—Dios le bendiga tanto como la anchura que tiene su espalda, Harthover —le respondió ella. No lo llamaba Sir John, sino tan sólo Harthover, pues ésa es la costumbre en el norte de Inglaterra—. Bienvenido a Vendale. Pero ¿no estará cazando zorros en esta época del año, verdad?

—Estoy cazando y además se trata de un venado muy extraño —dijo Sir John.

—Que Dios le bendiga el corazón. ¿Y qué es lo que hace que tenga una cara tan triste esta mañana?

—Estoy buscando a un niño que se ha perdido; es un deshollinador que se ha escapado.

—Ay, Harthover, Harthover —dijo ella—, siempre ha sido un hombre justo y compasivo. No hará daño al pobre muchachito si le doy noticias sobre él, ¿verdad?

—Claro que no, señora. Me temo que lo hemos perseguido desde la casa por un miserable error. El perro lo ha seguido hasta la cima del peñasco de Lewthwaite y...

Al decir eso, la anciana rompió a llorar, sin dejarle acabar la historia.

—¡Así que, después de todo, me contó la verdad! ¡Pobrecito mío! Ay, los primeros pensamientos son los que valen y, de escucharlos, el corazón los guiará por el buen camino. —Y entonces se lo contó todo a Sir John.

—Traedme aquí al perro para que siga la pista —dijo Sir John, sin añadir nada más, y apretó los dientes con fuerza.

El perro arrancó a correr al instante, fue hasta la parte trasera de la casa, cruzó el camino, el prado y un bosquecillo de alisos; allí, sobre la cepa de un aliso, vieron tendida la ropa de Tom. Entonces supieron todo lo que había que saber. ¿Y Tom?

¡Ah! Ahora viene la parte más maravillosa de esta fantástica historia. Cuando Tom se despertó, pues evidentemente se despertó —los niños siempre se despiertan después de haber dormido exactamente el tiempo que les conviene—, se encontró nadando en el arroyo y con diez centímetros de estatura (o, para ser más preciso, 9,85271 cm) y alrededor de la región parótida de sus fauces descubrió un conjunto de branquias externas (espero que entiendas todas las palabras rimbombantes) como las de un tritón lechal. Las confundió con un volante de encaje hasta que les dio un tirón y vio que se hacía daño, por eso llegó a la conclusión de que formaban parte de su cuerpo y de que sería mejor no tocarlas.

De hecho, las hadas lo habían convertido en un niño del agua. ¿Un niño del agua? Tal vez nunca hayas oído hablar de un niño del agua. Justamente por eso se escribió esta historia. Hay muchísimas cosas en el mundo de las que nunca has oído hablar y muchísimas más de las que nunca nadie ha oído hablar, y también innumerables cosas de las que nunca nadie va a oír hablar, al menos hasta que lleguen las Cocqcigrues, cuando el hombre sea la medida de todas las cosas.

—Pero los niños del agua no existen.

Y ¿cómo lo sabes? ¿Has estado allí para verlo? Y aunque hubieras estado allí para verlo y no hubieras visto a ninguno, eso no probaría que no existen. Si el señor Garth no encuentra algún zorro en el bosque de Eversley —tal como la gente teme que pasará—, eso no quiere decir que allí no haya zorros. Así como el bosque de Eversley es a todos los bosques de Inglaterra, las aguas que conocemos son a todas las aguas del mundo. Y nadie tiene derecho a afirmar que los niños del agua no existen hasta que haya visto que los niños del agua no existen, lo cual es muy distinto, fíjate bien, a no haber visto a ningún niño del agua. Además, es algo que nadie ha visto o, quizá, que nunca verá.

—Pero seguro que si los niños del agua existieran, alguien habría encontrado por lo menos uno, ¿no?

Bueno. Y ¿cómo sabes que nadie ha encontrado ninguno?

—Porque lo habrían puesto en alcohol o habría salido en el
Illustrated News
o quizá lo habrían partido en dos, al pobrecillo, y habrían mandado una mitad al profesor Owen y la otra al profesor Huxley para ver qué diría cada uno de ellos.

¡Ay, pequeño! Pero no necesariamente se deduce eso, tal como verás antes de que esta historia termine.

—Es que un niño del agua va en contra de la naturaleza.

Bueno. Pero, chiquitín, cuando seas mayor tienes que aprender a decir esas cosas de un modo muy distinto. No debes decir «no existe» ni «imposible» cuando hables de este maravilloso mundo que te rodea, del cual hasta el más sabio de los hombres solamente conoce la esquina más diminuta y, como dijo el de la caza local, la cual adoptó su nombre en 1842, el gran Sir Isaac Newton, no es más que un niño cogiendo guijarros a la orilla de un océano ilimitado.

No debes decir que tal cosa no existe o que tal otra va en contra de la naturaleza. No sabes qué es la naturaleza, ni de lo que es capaz, ni nadie lo sabe, ni siquiera Sir Roderick Murchison, el profesor Owen, el profesor Sedgwick, el profesor Huxley, el señor Darwin, el profesor Faraday, el señor Grove, ni ninguno de los grandes hombres a quienes a los buenos chicos se les enseña que han de respetar. Son hombres muy sabios y debes escuchar respetuosamente todo lo que digan. Incluso si dijeran, lo cual estoy seguro que nunca harían, que «es imposible que tal cosa exista, que va en contra de la naturaleza», debes esperar un poco y pensarlo, pues puede que hasta ellos se equivoquen. Los únicos que hablan de «es imposible que exista» o «va en contra de la naturaleza» son los niños que leen los
Razonamientos
de la Tía Agitate o las Conversaciones del Primo Cramchild, o los tipos que van a conferencias populares y atienden a un hombre que señala unos cuantos dibujos feos sobre la pared o huele con muy mal gusto botellitas y chorlitos, durante una hora o dos, cualificando eso de anatomía o química. A los hombres sabios les asusta afirmar que exista algo que vaya en contra de la naturaleza, salvo si se opone a una verdad matemática, pues dos más dos no pueden ser cinco, dos líneas rectas no se pueden cruzar dos veces y una parte no puede ser igual de grande que el todo, y así sucesivamente (al menos, de momento así lo parece). Sin embargo, cuanto más sabios son los hombres, menos hablan de «imposible». Ese «imposible» es una palabra muy arriesgada y peligrosa, y si las personas la usan demasiado a menudo, la reina de todas las hadas, la que hace que las nubes truenen y las pulgas piquen, y se esmera para que lo hagan, es capaz de asombrarlas repentinamente con sólo demostrarles que, aunque digan que no son capaces sí que lo son. Es más, lo hará les guste o no.

De ello se desprende que habríamos asegurado que hay docenas y cientos de cosas en el mundo que van en contra de la naturaleza, si no las hubiéramos visto acontecer ante nuestros ojos a lo largo del día. Si la gente no hubiera visto nunca cómo las pequeñas semillas crecen hasta convertirse en grandes plantas y árboles, con una configuración muy distinta de aquéllas, y cómo estos árboles vuelven a producir semillas frescas, para, a su vez, crecer y convertirse en árboles frescos, habrían dicho: «Es algo imposible, va en contra de la naturaleza». Y habrían tenido tanta razón diciendo eso como diciendo que casi todas las demás cosas son imposibles.

Supón de nuevo que fueras un viajero y hubieras llegado, como M. Du Chaillu, de lugares desconocidos, y que ningún ser humano nunca hubiera visto ni oído hablar de un elefante. Supón que lo describieras a la gente y dijeras: «Ésta es la configuración, el esquema y la anatomía del animal, y de sus patas, de su trompa, de sus muelas, y de sus colmillos, aunque no son colmillos en absoluto, sino dos muelas delanteras que se han vuelto locas; y ésta es la sección de su cráneo, más parecido a una seta que a un cráneo razonable de un animal racional o irracional, etc. Y aunque el animal (al que te aseguro que he visto y he disparado) sea primo directo del conejito peludo de las Escrituras, primo segundo de un cerdo y (lo sospecho) decimotercero o decimocuarto primo de un conejo, es, sin embargo, el más sabio de todos los animales y puede hacer de todo salvo leer, escribir y contar». Seguro que la gente habría dicho: «Bobadas, tu elefante va en contra de la naturaleza», y habría pensado que estabas contando cuentos chinos (como pensaron los franceses de Le Vaillant, cuando regresó a París y dijo que había disparado a una jirafa; y como pensó el rey de las islas Caníbal del marinero inglés, cuando éste dijo que en su país el agua se convertía en mármol y la lluvia caía como las plumas). La gente, cuanto más ciencia supiera, te habría dicho: «Tu elefante es un monstruo imposible, contrario a las leyes de la anatomía comparativa a partir de la cual de momento se conoce», y cuanto más pensaras, menos responderías.

Asimismo, ¿no defendieron los hombres eruditos, hasta hace veinticinco años, que un dragón volador era un monstruo imposible? Y ¿no sabemos ahora que se han encontrado cientos de ellos en estado fósil a lo largo y ancho del mundo? La gente los llama pterodáctilos, pero sólo porque les da vergüenza llamarlos dragones voladores después de afirmar durante tanto tiempo que los dragones voladores no podían existir.

Other books

Trial and Terror by ADAM L PENENBERG
The Fourth Season by Dorothy Johnston
The Red King by Rosemary O'Malley
Lucy and the Doctors by Ava Sinclair
A Golden Cage by Shelley Freydont