Los niños del Brasil (31 page)

Read Los niños del Brasil Online

Authors: Ira Levin

Tags: #GusiX, Ciencia ficción, Intriga

Wheelock dejó la pipa.

—Haber empezado por decir eso —respondió mientras se levantaba y hacía chasquear los dedos. Los dobermans se levantaron, saltando, para acudir a su lado—. Vamos, muchachos —les ordenó, conduciéndoles a través de la habitación hasta una puerta abierta junto al sofá—. Idos, que aquí tenemos a otro Wally Montague. —Indicó a los perros que salieran, con el pie apartó una cuña que mantenía abierta la puerta y, tras haberla cerrado, probó el picaporte.

—¿No pueden entrar por otro lado? —preguntó Mengele.

—No. —Wheelock volvió a atravesar el cuarto. Mengele dejó escapar un suspiro.

—Gracias. Ahora me siento mucho mejor. —Se volvió a sentar en el sofá y se desabrochó la chaqueta.

—Cuente de una vez su historia —le urgió Wheelock, mientras se sentaba de nuevo en el canapé y volvía a tomar su pipa—, que no me gusta tenerlos demasiado tiempo ahí encerrados.

Iré directamente al grano —prometió Mengele—, pero antes —levantó un dedo— me gustaría darle a usted un arma para que pueda defenderse en momentos como éste, en que no tiene con usted los perros.

—Ya tengo un arma —dijo Wheelock, recostado con la pipa entre los dientes, los brazos extendidos en el canapé, las piernas cruzadas—. Una «Luger». —Se sacó la pipa de la boca y exhaló el humo—. Y, además, dos escopetas y un fusil.

—Ésta es una «Browning». —Mengele la sacó de la pistolera—. Es preferible a la «Luger», porque el cargador tiene cabida para trece balas. —Con el pulgar le bajó el seguro y, con el arma en posición de disparar, la volvió hacia Wheelock—: Levante las manos —le ordenó—. Primero deje la pipa, lentamente.

Wheelock le miró con el ceño fruncido, erizadas las cejas canosas.

—Bueno —declaró Mengele—, no quiero hacerle daño. No tengo ningún motivo. Para mí, usted es un extraño. En el que me intereso es en Liebermann. «El que me interesa es Liebermann», debería decir.

Wheelock descruzó las piernas y se inclinó lentamente hacia delante, mirando colérico a Mengele, con el rostro congestionado. Dejó la pipa y levantó por encima de la cabeza ambas manos abiertas.

Póngalas en la cabeza —sugirió Mengele—. Tiene usted una cabellera estupenda; se la envidio. Esto, lamentablemente, es una peluca. —Se levantó del sofá y señaló hacia arriba con el cañón de la pistola.

Con las manos cruzadas en lo alto de la cabeza, Wheelock también se levantó.

—A mí no me importan una mierda los asuntos de nazis y judíos —declaró.

—Está bien —asintió Mengele, sin dejar de apuntar con la pistola a la camisa roja de Wheelock—. Pero de todas maneras, me gustaría ponerle en algún lugar donde no pueda dar aviso a Liebermann. ¿Hay un sótano?

—Sí.

—Pues vaya hacia allí. A paso tranquilo. Aparte de esos cuatro, ¿no hay otros perros en la casa?

—No. —Wheelock avanzaba lentamente hacia el vestíbulo, con las manos sobre la cabeza—. Afortunadamente para usted.

Mengele lo siguió, sin dejar el arma.

—Su mujer, ¿dónde está? —le preguntó.

—En la escuela. Es maestra, en Lancaster—. Wheelock entró en el vestíbulo.

—¿Tiene usted fotografías de su hijo?

Wheelock se detuvo un momento y después fue hacia la derecha.

—¿Para qué las quiere?

—Para verlas —respondió Mengele, mientras lo seguía con el arma—. No tengo intención de hacerle daño. Soy el médico que atendió el parto.

—Pero ¿qué
demonios
es todo
esto
? —Wheelock se detuvo junto a una puerta, al costado de la escalera.

—¿Tiene fotografías? —volvió a preguntar Mengele.

—Hay un álbum allí, donde estuvimos. En la parte baja de la mesita donde está el teléfono.

—¿Esa es la puerta?

—Sí.

—Baje una mano y ábrala, un poco nada más.

Wheelock se volvió hacia la puerta, bajó la mano, abrió levemente la puerta, se puso de nuevo la mano sobre la cabeza.

—Lo demás, con el pie.

Con la punta del pie, el prisionero abrió totalmente la puerta.

Mengele se dirigió hacia la pared opuesta y se apoyó contra ella, con el arma próxima a la espalda de Wheelock.

—Entre.

—Tengo que encender la luz.

—Enciéndala.

Wheelock estiró la mano, tiró de un cordón; una luz agresiva se encendió del otro lado de la puerta. Poniéndose otra vez la mano sobre la cabeza, se agachó para bajar a un descanso donde, fijado a la pared de madera, había un surtido de herramientas domésticas.

—Baje, lentamente —le ordenó Mengele. Wheelock se volvió hacia la izquierda y empezó a descender lentamente las escaleras.

Mengele fue hacia la puerta, bajó hasta el descansillo, se volvió hacia Wheelock y cerró la puerta.

Con las manos sobre la cabeza, Wheelock descendía lentamente las escaleras del sótano.

Mengele apuntó con la «Browning» a la espalda de la camisa roja, disparó y volvió a disparar, con un ruido ensordecedor. Las cápsulas volaron y rebotaron.

Las manos cayeron de la cabeza blanca y, tanteando, encontraron el pasamanos de madera. Wheelock se tambaleó.

Mengele volvió a hacer fuego, con un ruido ensordecedor, sobre la espalda de la camisa roja.

Las manos resbalaron sobre el pasamanos y Wheelock se desplomó hacia delante, golpeando con la frente contra el suelo; los pies se le separaron, las piernas y el tronco rodaron un poco por las escaleras.

Mengele miró, mientras se frotaba el oído con el índice.

Abrió la puerta y salió al vestíbulo. Los perros ladraban, furiosamente.

—¡Quietos! —gritó Mengele, mientras con el dedo se frotaba el otro oído. Los perros siguieron ladrando.

Mengele volvió a poner el seguro y se guardó el arma en la pistolera; sacó un pañuelo, limpió el picaporte interior de la puerta, tiró del cordón para apagar la luz y cerró la puerta con el codo.

—¡Quietos! —gritó, guardándose el pañuelo en el bolsillos. Los perros siguieron ladrando. Rascaban y golpeaban una puerta cerrada al extremo del vestíbulo.

Mengele corrió hacia la puerta del frente, miró por un estrecho panel de cristal que ésta tenía, la abrió y salió corriendo afuera.

Se subió a su coche, lo puso en marcha y dio con él la vuelta a la casa para aparcarlo en la parte del garaje. Corrió hacia la casa y cerró la puerta. Los perros ladraban y gemían, rascando, golpeando.

Mengele se miró en el espejo del perchero; se aflojó la peluca, se la quitó, se arrancó el bigote del labio superior; metió ambos en un bolsillo de su abrigo, colgado en la percha y sacó fuera la tapa del bolsillo para que los disimulara. Volvió a mirarse mientras se palmeaba con ambas manos el casi rapado pelo gris. Frunció el ceño.

Se quitó la chaqueta y la colgó en una percha; después, para cubrirla, colgó en la misma percha el abrigo.

Se deshizo el nudo de la corbata negro y oro, se la arrancó rápidamente, la enrolló y la guardó en un bolsillo de la americana.

Se desprendió el cuello de la camisa azul claro y desprendió también el botón siguiente; se abrió bien el cuello; arrugándole las puntas.

Detrás de la puerta, los perros ladraban y gruñían. Mengele aflojó la correa de la pistolera. Mirándose en el espejo, preguntó.

—¿Es usted Liebermann?

Lo volvió a preguntar, con acento más norteamericano, menos alemán:

—¿Es usted Liebermann?

Intentó hacer la voz más parecida a la de Wheelock, más gutural.

—Entre. Tengo que admitir que tengo una tremenda curiosidad. No les haga caso —(qué difícil era imitar el acento norteamericano)—, siempre ladran así. ¿Es usted Liebermann? Pase.

Los perros ladraban.

—¡Quietos! —les gritó Mengele.

7

Liebermann no perdía de vista el kilometraje que lentamente iba registrándose en el tablero del coche, que ya le tenía destrozados los riñones. La casa de Wheelock estaba exactamente a cuatrocientos metros después del giro hacia la izquierda para entrar en Old Buck Road… si es que entendía bien la ornamentada escritura de Rita, cosa que hasta el momento no siempre le había sucedido. Entre la letra de Rita y las paradas de descanso que le imponían las sacudidas del coche, ya se habían hecho las doce y veinte.

Sin embargo, tenía la sensación de que las cosas iban encajando. Claro que se había entristecido al enterarse de que habían encontrado el cuerpo de Barry, pero en realidad eso le favorecía a él, ahora tenía un punto de partida firme y demostrable para apoyarse en Washington. Y Kurt Koehler le esperaba, no sólo con las notas que había tomado Barry —y que al parecer eran útiles e importantes—, sino con la influencia de un ciudadano acomodado, además. Sin duda estaría dispuesto a quedarse algún tiempo para ayudarle en lo que le fuera posible; el hecho de que estuviera en Washington era una prueba de su preocupación.

Y en Filadelfia estaban Greenspan y Stern, presumiblemente listos para acudir con un eficaz comando de la Y. J. D. tan pronto como Wheelock se convenciera de que estaba en peligro. «Es algo relacionado con su hijo, señor Wheelock; con su adopción. La persona que les preparó los documentos a usted y a su esposa fue una mujer llamada Elizabeth Gregory, ¿no es eso? Ahora, debe creerme que nadie…».

Al llegar a los cuatrocientos metros apareció el indicador y Liebermann vio que adelante, por la izquierda, se le aproximaba un buzón. Tenía debajo una tabla en la cual se leía, pintado en letras negras, PERROS GUARDIANES; en la parte alta del buzón estaba escrito
H. Wheelock
. Liebermann disminuyó la velocidad, detuvo el coche, esperó a que pasara un camión que venía hacia él y cruzó. Guió las ruedas del coche entre los profundos baches de un camino de tierra abovedado, que gradualmente trepaba la colina, entre los árboles. Los bajos del coche rozaban el suelo. Liebermann cambió de marcha y condujo con lentitud. Echó un vistazo a su reloj: casi las doce y veinticinco.

Media hora, más o menos, para convencer a Wheelock (sin entrar en el asunto de los
genes
: «No sé por qué matan a los padres de los muchachos, pero el hecho es que los matan»), y después una hora, más o menos, para que llegaran los de la Y. J. D. Para entonces serían las dos de la tarde, o un poco más. Probablemente podría salir hacia las tres, y estar en Washington a las cinco o cinco y media, para llamar a Koehler. Estaba realmente deseoso de encontrarse con él y ver las notas de Barry. Era sorprendente que a Mengele se le hubieran escapado, aunque tal vez Koehler les diera más importancia de la que tenían…

Un tumulto de ladridos de perros le desafió desde un claro soleado donde, en ángulo con él, se alzaba una casa de dos plantas: postigos blancos, aleros marrones. En la parte del fondo, una docena de perros se arrojaban contra una alta cerca de alambre, ladrando y gruñendo.

Siguió conduciendo hasta el comienzo del sendero de losas que llevaba hasta la casa y allí detuvo el coche; puso la palanca en punto muerto, giró la llave y aseguró el freno de mano. Hacia el lado opuesto de la casa, en un garaje, se veían una camioneta roja y un sedán blanco.

Se bajó del coche, cerró la puerta y, con la cartera en la mano, se quedó mirando la casa marrón con detalles blancos. Sería bastante fácil proteger a Wheelock en ese lugar; los perros, que seguían ladrando, constituían por sí solos un sistema de alarma. Y de disuasión. Lo más probable era que el asesino decidiera dar el golpe en alguna otra parte…, en el pueblo o en la carretera. Wheelock tendría que seguir con su rutina habitual y dejar que el asesino tuviera la oportunidad de mostrarse. El problema consistía en asustarle lo bastante para que aceptara la protección que se le ofrecía, pero no tanto que se quedara en casa y decidiera encerrarse en un armario.

Inspiró y empezó a recorrer el sendero, hasta el porche. La puerta tenía una aldaba de hierro, en forma de cabeza de perro, y al lado un botón negro para el timbre. Optó por la aldaba y golpeó dos veces. Como era vieja y estaba mal aceitada, los golpes no eran muy fuertes. Esperó un momento, oyendo cómo ladraban los perros en el interior de la casa, y acercó un dedo al timbre. En ese momento se abrió la puerta y un hombre, menos corpulento de lo que él esperaba, de pelo gris casi rapado y vivaces ojos castaños, le miró alegremente mientras le preguntaba con voz gutural y profunda:

—¿Es usted Liebermann?

—Sí. ¿El señor Wheelock?

Un gesto afirmativo de la cabeza gris, y la puerta se abrió del todo.

—Pase.

Liebermann entró en un vestíbulo que olía a perro y de donde partía una escalera, hacia el piso de arriba. Los perros —cinco o seis, parecía por el ruido— ladraban, gruñían, rascaban detrás de una puerta cerrada, al extremo del vestíbulo. Se volvió hacia Wheelock, que le sonreía, después de haber cerrado puerta.

—Encantado de conocerle —dijo Wheelock, muy elegante con una camisa azul claro con el cuello abierto y los puños vueltos, ajustados pantalones de color gris oscuro y zapatos negros, de buena calidad. El escándalo de los perros no cesaba—. Ya empezaba a pensar que no vendría.

—Es que entendí mal las instrucciones —explicó Liebermann—. ¿Recuerda a la señora que le llamó desde Nueva York? —Sacudió la cabeza, con una sonrisa de disculpa—. Lo hizo por encargo mío.

—Ah —asintió Wheelock, con una sonrisa—. Quítese el abrigo —agregó, mientras señalaba un perchero del cual colgaban un sombrero negro y otro abrigo, junto a una chaqueta marrón, acolchada, con las mangas mordidas y desgarradas.

Liebermann colgó su sombrero, dejó la cartera en el suelo y se desprendió del abrigo. Wheelock era más cordial de lo que se había mostrado por teléfono, incluso parecía satisfecho de verle, pero en su manera de hablar había algo que no tenía nada de amistoso, y que Liebermann percibía aunque no pudiera definirlo.

—Lo decía usted en serio cuando habló de «una casa llena de perros» —comentó, mientras miraba en dirección a la puerta, detrás de la cual ladraban y gemían los animales.

—Sí —respondió Wheelock mientras pasaba junto a él, sonriendo—. Pero no les haga caso, siempre ladran así. Los he encerrado para que no molesten. Hay gente que se pone nerviosa. Venga por aquí —le guió hacia una puerta que había a la derecha.

Liebermann colgó su abrigo, levantó la cartera y, con una mirada pensativa a la espalda de Wheelock, le siguió al interior de un cuarto de estar muy grato. Los perros empezaron a ladrar y a dar golpes contra una puerta que había a la izquierda, próxima a un sofá de cuero negro sobre el cual, en una parte revestida de madera, pendían cintas multicolores concedidas como premios, copas y trofeos, y fotografías enmarcadas en negro. Al fondo de la habitación había una chimenea de piedra, y sobre la repisa más trofeos y un reloj. En la pared de la derecha, unas ventanas con visillos y, entre ellas, un canapé de estilo anticuado; en el rincón, junto a la puerta, una silla y una mesita para el teléfono, algunos libros y un pequeño estante para pipas.

Other books

Broken Honor by Burrows, Tonya
Fated by Sarah Fine
The Last Testament: A Memoir by God, David Javerbaum
Collected Stories by R. Chetwynd-Hayes
Giving It All by Arianna Hart
The Mummy Case by Franklin W. Dixon
East is East by T. C. Boyle
The Spinster Sisters by Stacey Ballis