—¡Mata! —le ordenó Liebermann, pero apenas si le salió un susurro. El dolor que le alanceaba el pecho se hizo más intenso y más agudo.
—
¡Mata!
—volvió a gritar, contra el dolor, y consiguió emitir un áspero gemido.
Los dobermans gruñían, sin moverse.
El ojo de Mengele se cerró; se mordió el labio inferior.
—¡MATA! —bramó Liebermann, y el dolor le desgarró el pecho, se lo hizo pedazos.
Los dobermans gruñían, sin moverse.
Un chillido muy agudo salía de la boca tensamente cerrada de Mengele.
Liebermann dejó caer la cabeza atrás, contra la pared, y cerró los ojos, jadeante. Se tiró hacia abajo el nudo de la corbata y se desprendió el cuello de la camisa. Se desprendió un botón más, debajo de la corbata, y se apoyó los dedos donde estaba el dolor; se encontró el pecho húmedo, en el borde de la camiseta.
Abrió los ojos y se miró la sangre en las yemas de los dedos. La bala lo había atravesado. ¿A qué órganos habría afectado? ¿El pulmón izquierdo? Fuera lo que fuese, cada vez que respiraba le dolía más. Trató de alcanzar el pañuelo que tenía en el bolsillo del pantalón, rodando hacia la izquierda para poder sacarlo, y un dolor peor hizo explosión más abajo de la cadera.
¡Ay!
Consiguió sacar el pañuelo, lo levantó, se lo oprimió contra la herida del pecho y lo dejó allí.
Levantó la mano izquierda y vio que le salía sangre de ambos lados; más de la herida más grande, la de la palma, que del agujerito del dorso. La bala se la había atravesado algo por debajo de los dos primeros dedos, que los sentía entumecidos y no podía moverlos. En la palma le sangraban también las cortaduras.
Aunque pensó que debía mantener la mano en alto para disminuir la hemorragia, no pudo, y la dejó caer. No le quedaban fuerzas. Sólo dolor. Y cansancio… La puerta que había junto a él retrocedió lentamente, cerrándose.
Miró a Mengele, acorralado por los dobermans.
El ojo de Mengele lo vigilaba.
Liebermann cerró los ojos, respirando apenas para que el dolor le quemara menos el pecho.
*
—Fuera…
Al abrir los ojos y mirar a través de la habitación, vio a Mengele despatarrado en el canapé, entre los perros que le gruñían muy próximos.
—Fuera —repitió Mengele, cautelosamente, en voz baja. Pasó la mirada del doberman que tenía delante al que estaba junto a la mejilla y después al otro, que seguía bajo la mandíbula—. Fuera. Ya no hay tiros. Tiros no. Fuera. Vamos. Buenos perros.
Los dobermans gruñían sin moverse.
—Preciosos perros —les decía Mengele—.
¿Samson?
Precioso,
Samson
. Fuera. Vete. —Lentamente, giró la cabeza contra el brazo del canapé; los perros se apartaron un poco, gruñendo. Mengele les dedicó una sonrisa temblorosa—.
¿Major?
¿
Tú
eres
Major
? —preguntó—. Precioso,
Major
; precioso,
Samson
. Buenos perros. Amigos, no más tiros. —Con una mano, la que tenía la muñeca enrojecida, se agarró al brazo del canapé; la otra mano seguía aferrada al marco del respaldo. Lentamente, empezó a enderezarse sobre el costado—. Preciosos, perros. Fuera. Vamos.
El doberman tendido en medio de la habitación estaba inmóvil; las costillas ya no se le movían. El charco de orina que lo rodeaba se había fragmentado en muchos charquitos dispersos que brillaban sobre las tablas.
—Preciosos perros, buenos…
Tendido de espaldas, Mengele empezó a retirarse con lentitud hacia el ángulo del canapé. Los dobermans gruñeron, pero se quedaron donde estaban, cambiando las patas a medida que él se enderezaba más, alejándose de sus dientes.
—Fuera —les repetía—. Soy un
amigo
. ¿Acaso les hago daño? No, soy un amigo.
Liebermann cerró los ojos, respirando apenas. Estaba sentado sobre la sangre que se le escurría de la espalda.
—Precioso,
Samson
; precioso,
Major. ¿Zeppo? ¿Harpo?
Buenos perros. Fuera, fuera.
*
Dena y Gary habían tenido alguna dificultad entre ellos, y él se había callado la boca cuando estuvo allí, en noviembre, pero tal vez no debería haberlo hecho; quizás…
—¿Estás vivo, judío hijo de puta?
Abrió los ojos.
Mengele estaba sentado mirándolo, erguido en el ángulo del canapé, con una pierna recogida y un pie en el suelo. Se apoyaba en el brazo y en el respaldo del canapé, despreciativo, dominando la situación. Salvo por los tres dobermans que le cercaban, gruñendo suavemente.
—Mala suerte —masculló Mengele—. Pero no tendrás para mucho, desde aquí me doy cuenta. Tienes la cara de color ceniza. Si yo me mantengo en calma y les hablo, los perros se desentederán de mí. Tendrán que ir a hacer pis o a beber un poco de agua. ¿Agua? ¿Beber? —preguntó a los dobermans en inglés—. Preciosos perros. Id a beber un poco.
Los dobermans gruñían, sin moverse.
—Hijos de puta —les dijo Mengele, en alemán, con el mismo tono cordial—. Así que no has conseguido nada —continuó, hablando con Liebermann—, judío maldito, salvo morirte lentamente en vez de hacerlo con rapidez, y que a mí me hicieran unos rasguños en la muñeca. En quince minutos me habré ido de aquí, y en su momento morirán todos los hombres de la lista. Se aproxima el Cuarto Reich, y no será solamente alemán, sino panario. Yo viviré para verlo y para estar junto a sus líderes. ¿Puedes imaginarte el espantado respeto que inspirarán? ¿La autoridad mística de que estarán investidos? ¿El temblor de los rusos y de los chinos? Y ni hablemos de los judíos.
Sonó el teléfono.
Liebermann intentó apartarse de la pared, para arrastrarse, si podía, hasta el cable que pendía de la mesita colocada junto a la puerta, pero el dolor de la cadera le atravesó, inmovilizándolo. Con ese dolor era imposible moverse. Volvió a recostarse contra la pared, pegoteado por su propia sangre. Jadeante, cerró los ojos.
—Bien. Así te morirás un minuto antes. Y mientras te mueres, piensa cómo entrarán tus nietos en los hornos.
El teléfono seguía sonando.
Tal vez fueran Greenspan y Stern, que llamaban para ver qué pasaba, por qué no les había llamado. Al no obtener respuesta, ¿no se preocuparían lo bastante para ir y enterarse de la dirección en el pueblo? Si los dobermans seguían manteniendo a raya a Mengele…
Abrió los ojos.
Mengele estaba sentado, sonriendo a los dobermans con una sonrisa relajada, calma, amistosa. Los perros ya no le gruñían.
Dejó que los ojos se le cerraran.
Trató de no pensar en hornos ni en ejércitos, ni en masas vociferantes. Se preguntó si Max y Lili y Esther conseguirían seguir haciendo funcionar el Centro. Podían llegarles contribuciones. Y peticiones.
*
Ladridos, gruñidos. Abrió los ojos.
—¡No, no! —decía Mengele, otra vez sentado en el rincón del canapé, aferrado al brazo y al respaldo, mientras los dobermans lo acorralaban, gruñendo—. ¡No, no! ¡Preciosos! ¡Buenos perros! No, no, si no me voy. ¡No! ¿No veis qué quieto estoy? Preciosos, buenos perros.
Liebermann sonrió, cerró los ojos. Preciosos. Greenspan… Stern. ¿Por qué no vienen…?
*
—¿Judío maldito?
El pañuelo se quedaba pegado en la
herida
, de modo que mantuvo los ojos cerrados, sin respirar (para
pensar
) y después levantó la mano derecha y le mostró el dedo medio.
*
Ladridos, pero lejanos. Los perros que estaban fuera, al fondo.
Abrió los ojos.
Mengele le miraba, echando chispas. Con el mismo odio que Liebermann advirtió por teléfono aquella noche de hacía tanto tiempo.
—Suceda lo que suceda —aseguró Mengele—, ganaré yo. Wheelock fue el decimoctavo. Dieciocho de ellos han perdido al padre a la misma edad en que él lo perdió, y por lo menos uno de ellos llegará a la virilidad como él llegó, se convertirá en lo que él se convirtió. Tú no saldrás vivo de esta habitación, y no podrás detenerlo. Tal vez yo no salga tampoco, pero
tú
, con toda seguridad que no; lo juro.
Se oyeron pasos en el porche.
Los dobermans gruñeron, acercándose a Mengele.
Liebermann y Mengele se miraron fijamente a través de la habitación.
La puerta del frente se abrió.
Se cerró.
Los dos miraron hacia la puerta de la sala de estar.
En el vestíbulo se oyó dejar algo en el suelo, con un ruido de metal.
Pasos.
El chico entró y se quedó en la puerta: era delgado, de nariz afilada y pelo oscuro. Llevaba una chaqueta azul con cremallera, atravesada por una ancha franja roja en el pecho.
Miró a Liebermann.
Miró a Mengele y a los dobermans.
Miró el doberman muerto.
Miró en todas direcciones, muy abiertos los ojos azul pálido.
Con un guante de plástico azul, se apartó de la frente el mechón oscuro.
—¡Shish! —exclamó.
*
—
Mein
… querido muchacho —empezó Mengele, mirándole con adoración—, mi querido, queridísimo muchacho, ¡es
imposible
que te imagines lo feliz que me siento, lo
jubiloso
que me siento al verte ahí tan hermoso, tan fuerte, tan apuesto! ¿Quieres llamar a los perros, a tus perros tan leales, tan admirables? Hace
horas que me tienen aquí inmovilizado, con la errónea impresión de que soy yo
, y no ese maldito judío, el que ha venido aquí para hacerte daño. ¿Quieres llamarlos, por favor? Ya te lo explicaré todo —le sonrió con amor, sentado entre los dobermans gruñidores.
El chico lo miró fijamente un momento y después volvió la cabeza hacia Liebermann.
Liebermann hizo un gesto negativo.
—No te dejes engañar por él —le advirtió Mengele—. Es un criminal, un asesino, un hombre terrible que vino aquí para hacerte daño, a ti y a tu familia. Llama a los perros, Bobby, Ya ves que conozco tu nombre. Y sé todo lo que a ti se refiere… que el verano pasado estuviste en Cape Cod, que tienes una filmadora, que tienes dos primas muy bonitas… Yo soy viejo amigo de tus padres. En realidad, soy el médico que atendió el parto, y acabo de volver del extranjero. El doctor Breitenbach. ¿Nunca te han hablado de mí? Hace mucho tiempo que me fui.
El muchacho le miraba con incertidumbre.
—¿Dónde está mi padre? —preguntó.
—No lo sé —respondió Mengele—. Como este hombre tenía un arma que conseguí arrancarle y por eso, al vernos pelear, los perros se equivocaron y creyeron que era yo el atacante, sospecho que puede haber —bajó gravemente la cabeza— dado muerte a tu padre. Yo acabo de llegar del extranjero, como te he dicho. Venía de visita, y él me hizo pasar, fingiendo que era amigo. Cuando sacó la pistola, conseguí dominarle y arrebatársela, pero entonces él abrió esa puerta y dejó salir a los perros. Llámalos, para que podamos buscar a tu padre. Tal vez no haya hecho más que atarle. ¡Pobre Henry! Esperemos que sea así. Fue una suerte que tu madre no estuviera en casa. ¿Sigue todavía enseñando en la escuela de Lancaster?
El muchacho miraba al doberman muerto. Liebermann movió un dedo, intentando llamarle la atención.
El chico miró a Mengele.
—Ketchup —dijo, y los dobermans se levantaron de un salto y acudieron junto a él. Dos de ellos se sentaron a un lado del chico, el tercero al otro. Los guantes azules acariciaron las cabezas negras.
—¡Ketchup! —exclamó alegremente Mengele, mientras bajaba las piernas del asiento y, enderezándose, empezaba a frotarse los brazos—. ¡Ni en
mil años
se me habría ocurrido decirles ketchup! —apoyó los pies contra el suelo al tiempo que, sonriente, se frotaba los muslos—. Les dije
fuera
, les dije
buenos
, les dije
amigos
, pero ¡ni
una vez
se me pasó por la cabeza decir ketchup!
El muchacho, con el ceño fruncido, estaba quitándose los guantes.
—Será… mejor que llamemos a la Policía —dijo, y el mechón oscuro volvió a deslizársele sobre la frente.
Mengele seguía contemplándole.
—¡Qué maravilla eres! —se admiró—. Estoy tan… —parpadeó, tragó saliva, sonrió—. Sí, —reaccionó—, claro, tenemos que llamar a la Policía. Hazme un favor,
mein
… Bobby. Llévate los perros y ve a buscarme un vaso de agua a la cocina. Y si tienes, también algo de comer —se levantó—. Yo llamaré a la Policía y después me pondré a buscar a tu padre.
El muchacho se metió los guantes en los bolsillos de la chaqueta.
—El que está ahí delante, ¿es su coche? —preguntó.
Sí —le respondió Mengele—. Y el de él, el que está en el garaje… supongo. ¿O es tuyo? ¿O de la familia?
El chico le miraba con escepticismo.
—El que está delante —señaló— tiene pegado un adhesivo donde dice que los judíos no renunciarán a nada de Israel. Y usted dijo que el judío era él.
—Y lo es —le aseguró Mengele—. O por lo menos tiene el aspecto —sonrió—, pero no es éste el mejor momento para hablar de las palabras con que me expresé. Ve a buscarme el agua, por favor, que yo llamaré a la Policía.
El muchacho se aclaró la garganta.
—¿Quiere volver a sentarse? —preguntó—. A la Policía la llamaré yo.
—Bobby…
—¡Escabeche! —dijo el chico, y los dobermans se precipitaron, gruñendo, sobre Mengele, que retrocedió hacia el asiento, con los brazos cruzados ante la cara.
—¡Ketchup! —gritó—. ¡Ketchup!
¡Ketchup!
Los perros seguían sobre él, gruñendo.
El muchacho entró en la habitación, soltándose la cremallera de la chaqueta.
—
A usted
no le harán caso —advirtió, y se volvió hacia Liebermann, mientras se apartaba de la frente el mechón de pelo oscuro.
Liebermann le miraba.
—Él lo contó al revés, ¿no es cierto? —preguntó el chico—. Fue él quien tenía el arma, y quien le hizo pasar a
usted
.
—¡No! —gritó Mengele.
Liebermann indicó que sí con la cabeza.
—¿No puede hablar?
Hizo que no con la cabeza, señaló el teléfono. Con un gesto de asentimiento, el chico se dio la vuelta.
—¡Ese hombre es tu enemigo! ¡Te lo juro ante Dios! —gritó Mengele.
—¿Cree usted que soy retrasado mental? —el muchacho fue hacia la mesa y levantó el teléfono.
—¡No! —Mengele se inclinó hacia él. Bruscamente, los dobermans se enderezaron y volvieron a gruñir, pero él no cambió de posición—. ¡Por favor! ¡Te lo ruego! ¡Es por
ti
, no por mí! ¡Soy tu amigo! Vine aquí para ayudarte… ¡Escúchame, Bobby! ¡Escúchame un minuto, nada más!