—Es una despedida.
Liebermann se iba el 13. ¿Sería para él?
—¿De quién? —preguntó.
—Del rabí. ¿No lo sabe?
—¿Han rechazado la apelación?
—La retiró él. Quiere que la cosa siga adelante.
—¡Oh, cuánto lo siento! Sí, claro que iré.
La chica le dio la dirección: «Smilkstein’s», un restaurante de Canal Street.
El
Times
tenía la información en una columna que a Liebermann se le había escapado, hacia el doblez del medio de la página. En vez de defenderse de la nueva acusación de conspirador, Gorin había decidido aceptar la decisión del juez de revocar la libertad condicional, y el 16 de marzo ingresaría en una penitenciaría federal, en Pennsylvania.
—Mmmm —Liebermann sacudió la cabeza.
El martes 11, poco después de mediodía, apoyándose en un bastón, subió lentamente las escaleras de «Smilkstein’s». Demonios. Un escalón cada vez, apoyándose con la mano derecha en el pasamanos.
En lo alto de la escalera, jadeante y sudoroso, se encontró con un gran salón, un vestíbulo que sobre un estrado tenía un gran dosel verde, montones de mesas sin mantel y sillas plegables, doradas; en el medio, en la pista de baile, una gran mesa rodeada de hombres que leían el menú, mientras un camarero jorobado anotaba los pedidos. Gorin, sentado a la cabecera de la mesa, le vio, dejó el menú y la servilleta, se levantó y fue presurosamente a su encuentro; parecía tan alegre como si hubiera presentado la apelación y la hubiera ganado.
—¡Yakov! ¡Cuánto me alegro de verle! —Le estrechó la mano, lo tomó del brazo—. ¡Está usted estupendo! Demonios, me olvidé de las escaleras.
—No importa —le tranquilizó, mientras recuperaba el aliento.
—¡Cómo que no importa! Fue una estupidez de mi parte. Tendría que haber elegido algún otro lugar —se acercaron a la mesa, Liebermann, ayudado por su bastón, precedido por Gorin—. Los dirigentes de mis grupos —presentó Gorin—. Además de Phil y Paul. ¿Cuándo se va usted, Yakov?
—Pasado mañana. Lamento que usted…
—No hablemos de eso. Allí estaré en buena compañía… la de todo el trust de cerebros de Nixon. Es el lugar más de moda para los conspiradores. Caballeros, éste es Yakov. —Le presentó a Dan, Stig, Arnie…
Eran cinco o seis, aparte de Phil Greenspan y Paul Stern.
—Está usted infinitamente mejor que la última vez que nos encontramos —bromeó Greenspan, mientras partía un panecillo.
—¿Sabe usted —le preguntó Liebermann, sentado frente a él a la mesa— que yo ni siquiera recuerdo
haberle visto
ese día?
—No me extraña —asintió Greenspan—. Si estaba usted de color gris pizarra.
—Qué maravilla de médicos tienen —comentó Liebermann—. Me quedé realmente sorprendido —acercó su silla a la mesa, con ayuda del hombre sentado a su derecha, apoyó el bastón contra el borde de la mesa y tomó el menú.
El camarero dice que el asado no —le aconsejó Gorin, desde su izquierda—. ¿Le gusta a usted el pato? Aquí lo preparan estupendo.
La despedida fue triste. Mientras comían, Gorin hablaba de las líneas de mando, y de los arreglos que estaban acordando él y Greenspan para mantener el contacto mientras Gorin estuviera en prisión. Se plantearon acciones de represalia, se hicieron bromas crueles y amargas. Liebermann intentó suavizar los ánimos con una historia de Kissinger, supuestamente verídica, que le había contado Marvin Farb, pero no le sirvió de mucho.
Después que el camarero despejó la mesa y volvió a bajar, dejándolos en compañía del té y de las pastas, Gorin apoyó los antebrazos sobre la mesa, cruzó las manos y miró con seriedad a todos los presentes.
—Nuestros problemas actuales son los menores que tenemos —declaró, y miró a Liebermann—. ¿No es así, Yakov?
Liebermann hizo un gesto afirmativo, mirándolo a su vez.
Gorin recorrió con la vista a Greenspan y Stern y a cada uno de los cinco jefes de grupo.
—Hay —anunció— noventa y cuatro chicos de trece años (algunos de doce y once) a quienes es preciso matar antes de que crezcan. No —precisó—, no estoy bromeando. Ojalá fuera así. Algunos de ellos están en Inglaterra, Rafe; algunos en Escandinavia, Stig, algunos aquí y en Canadá, algunos en Alemania. No sé cómo daremos cuenta de
ellos
, pero lo haremos; es necesario. Yakov les explicará quiénes son y cómo… llegaron a ser. —Volvió a sentarse y se dirigió a Liebermann—: Lo esencial —le recomendó—. No es necesario que se detenga en los detalles. Yo doy fe de cada palabra que él diga —explicó a los demás—, y también Phil y Paul darán testimonio de ellas; ellos vieron a uno de los muchachos. Adelante. Yakov.
Inmóvil, Liebermann miraba la cucharilla del té.
—Adelante —repitió Gorin.
Liebermann lo miró.
—¿Podríamos hablar un minuto en privado? —preguntó con voz ronca, y se aclaró la garganta.
Gorin le miró con aire interrogante, y después comprendió. Hizo una inspiración, dilatando las narices, y sonrió.
—Claro —asintió, y se puso de pie.
Liebermann tomó su bastón, se apoyó en el borde de la mesa y se levantó de la silla. Trabajosamente, dio un paso, y Gorin le echó una mano sobre la espalda y empezó a andar junto a él, mientras le decía.
—Ya sé lo que quiere usted decirme.
Juntos se dirigieron al estrado, adornado con su dosel.
—Ya sé lo que va usted a decir, Yakov.
—Me alegro de que lo sepa;
yo
todavía no lo sé.
—Está bien, lo diré yo por usted: «No debemos hacer eso. Debemos darles una oportunidad. Hasta los que ya perdieron a su padre pueden resultar personas normales».
—Normales no, no lo creo. Pero no como Hitler.
—De modo que debemos ser judíos comprensivos, a la antigua, y respetar sus derechos civiles. Y cuando algunos de ellos se conviertan efectivamente en Hitler, pues dejaremos que sean nuestros hijos quienes se preocupen. Mientras van camino de las cámaras de gas.
Liebermann se detuvo ante el estrado y se volvió hacia Gorin.
—Rabí —le dijo—, nadie sabe cuáles son las probabilidades. Mengele pensaba que eran buenas, pero
el proyecto
era
de él, la ambición
era
de él
. Podría ser que, aunque fueran mil, ninguno de ellos resultara un Hitler. Son niños, sean sus genes los que fueren. ¿Cómo podemos matarlos? Eso era lo que hacía
Mengele
, matar niños. ¿También nosotros tenemos que hacerlo? Yo ni siquiera…
—Me deja usted pasmado.
—Déjeme terminar, por favor. Yo ni siquiera pienso que debamos hacerlos vigilar por sus Gobiernos, porque eso llegará a saberse, puede usted apostar su vida, y llamará la atención sobre ellos, hará que se congreguen en torno de ellos exactamente la clase de chiflados que pueden convertirlos en Hitler, estimularlos a que lo sean. Y esos chiflados pueden incluso venir desde
dentro
de un Gobierno. Cuanto menos gente lo sepa, mejor.
—Yakov, si
uno
se convierte en Hitler,
uno
y nada más… ¡Dios mío, ya sabe usted lo que nos espera!
—No —dijo Liebermann—. No. Llevo semanas enteras pensando en esto. En mis charlas siempre digo que hacen falta dos cosas para que eso vuelva a suceder, un nuevo Hitler y condiciones sociales semejantes a las de los años treinta. Pero no es verdad. Las cosas necesarias son
tres
: el Hitler, las condiciones… y la gente, que
siga
a un Hitler.
—
¿Y no cree usted que los encontraría?
—No, no en número suficiente. Realmente, pienso que ahora la gente es mejor y más despierta, que ya no está tan convencida de que su líder es Dios. La televisión establece una diferencia enorme. Y también la historia, los conocimientos… Encontraría algunos, sí; pero no más, espero, que los aspirantes a Hitler que tenemos ahora, en Alemania y en Sudamérica.
—Pues tiene usted muchísima más fe que yo en la naturaleza humana —declaró Gorin—. Mire, Yakov, puede usted seguir hablando hasta ponerse morado, que sobre este punto no podrá cambiar mi decisión. No sólo tenemos el derecho de matarlos: tenemos el deber. No los hizo Dios, los hizo Mengele.
Liebermann se quedó mirándolo y asintió con la cabeza.
—Está bien —dijo—. Pensé que tenía que plantear la cuestión.
—Pues ya la ha planteado —declaró Gorin y señaló hacia la mesa—. ¿Quiere explicárselo a ellos ahora? Tenemos muchas cosas que dejar resueltas antes de partir.
—Yo ya he hablado demasiado por hoy —le recordó Liebermann—. Es mejor que se lo explique
usted
.
Juntos regresaron a la mesa.
—Ya que estoy de pie, ¿dónde está el lavabo de caballeros? —preguntó Liebermann.
—Por ese lado.
Cojeando, Liebermann fue hacia las escaleras, mientras Gorin volvía a la mesa y se sentaba.
Liebermann entró en el lavabo y se encerró en el retrete, con el cerrojo bien corrido. Se colgó el bastón de la muñeca derecha, buscó el sobre de piel del pasaporte y sacó de él la lista, muy doblada. Volvió a guardarse el sobre en el bolsillo de la chaqueta, desdobló la lista y empezó a desgarrar las hojas, todavía dobladas por la mitad; superpuso los pedazos y volvió a romperlos; los superpuso de nuevo y, una vez más, los rompió. Dejó caer el montón de papelitos en el inodoro y, una vez que los trozos de papel mecanografiados se separaron y quedaron flotando en el agua, giró hacia abajo la manija negra del depósito de agua. El papel y el agua descendieron en un gorgoteante torbellino. Algunos trozos se pegaban en los costados del inodoro, otros volvieron con el agua que subía.
Liebermann esperó a que el depósito volviera a llenarse.
Ya que estaba ahí, orinó.
Cuando salió, se encontró con la mirada de uno de los hombres, sentado en el extremo más alejado de la mesa, y con un gesto le señaló a Gorin. El hombre dijo unas palabras a Gorin, y éste se dio la vuelta para mirarle.
Liebermann le hizo una señal. Durante un momento, Gorin siguió sentado, y después se levantó y se acercó a Liebermann con aire fastidiado.
—¿Qué pasa ahora?
—Agárrese fuerte.
—¿Por qué?
—Acabo de arrojar la lista por el inodoro.
Gorin se le quedó mirando. Liebermann hizo que sí con la cabeza.
—Era lo que había que hacer, créame.
Gorin seguía mirándolo, muy pálido.
—Me siento raro, diciéndole a un rabí qué es…
—
La lista no era de usted
—articuló Gorin—. Era… ¡de todo el mundo! ¡Del pueblo judío!
—¿Acaso yo no tengo voto? —preguntó Liebermann—. Y el único que estaba ahí dentro era yo —sacudió la cabeza—. Matar un niño está mal… a
cualquier
niño.
El rostro de Gorin enrojeció; le temblaban las narices, sus ojos castaños echaban fuego, enmarcados por oscuras ojeras.
—No me diga a mí lo que está mal y lo que está bien —farfulló—. Imbécil. ¡Viejo de
mierda
, ignorante y estúpido!
Liebermann le miraba fijamente.
—¡Tendría que arrojarle escaleras abajo!
—Si me toca, le rompo el cuello —advirtió Liebermann.
Gorin inspiró profundamente, con los puños contraídos a los costados.
—Son los judíos como usted los que dejaron que eso sucediera la última vez.
Liebermann seguía mirándolo.
—Los judíos no «dejaron» que sucediera —rectificó—. Los nazis
hicieron
que ocurriera. La gente que es capaz hasta de matar niños para conseguir lo que quiere.
La arrebatada mandíbula de Gorin se contrajo.
—Fuera de aquí —ordenó y, girando sobre sus talones, se alejó.
Liebermann lo siguió con la mirada, tomó aire y se volvió hacia las escaleras. Se afirmó en el pasamanos y empezó a bajar lentamente, ayudándose con el bastón, de a un escalón por vez.
*
Por la ventanilla del taxi, entrando en el aeropuerto Kennedy, vio el motel donde Frieda Maloney había entregado los niños a los matrimonios norteamericanos y canadienses. Lo vio pasar velozmente, con sus diez o doce plantas iluminadas en la luz crepuscular…
Tras haber marcado su billete en el mostrador de «Pan Am», llamó por teléfono al señor Goldwasser, de la oficina de conferencias.
—¡Hola! ¿Cómo está usted? ¿Desde dónde me llama?
—Desde Kennedy, antes de partir. Y no estoy tan mal, aunque durante unos meses tendré que tomarme las cosas con calma. ¿Recibió mi nota?
—Sí.
—Gracias, de nuevo. Las flores eran muy hermosas. Fue una buena publicidad, ¿no? La primera página del
Times
, la CBS, toda la red…
—Espero que no vuelva a tener ese tipo de publicidad.
—Fue publicidad, de todas maneras. Escuche, si le doy solemnemente mi palabra de que no habrá cancelaciones, ¿intentaría usted prepararme una gira a fines de la primavera o comienzos del otoño? El médico me jura que para entonces mi voz ya se habrá normalizado.
—Bueno…
—Vamos; si me envió usted tantas flores, es que le interesa.
—Está bien; sondearé a algunos grupos.
—Bueno. Y escuche, señor Goldwasser…
—¿Quiere llamarme Ben, por favor? ¿Cuántos años
hace
ya?
—Ben… nada de templos ni de asociaciones benéficas. Las universidades, los jóvenes. Incluso las escuelas secundarias.
—Ésas no pagan.
—Las universidades, entonces. La Asociación de Jóvenes Cristianos. Cualquier organización donde haya jóvenes.
—De acuerdo. Llenaré los huecos con las escuelas secundarias. Téngame al tanto y cuídese.
Liebermann colgó y metió el dedo en el depósito de devolución de monedas; recogió su cartera y, apoyándose en el bastón, se dirigió hacia la puerta de embarque.
La oscuridad cercaba la habitación. Brillaba un picaporte, un espejo, las puntas de los bastones de esquiar. Una forma oscura: la cama, una forma oscura: la silla. Borde metálico de una jaula dentro de ella, un molino de rueda giraba, se detenía, giraba. Modelos de cohetes. Alas de un pequeño avión plateado que gira lentamente.
En el centro de la habitación, una tersa blancura extendida bajo una lámpara de dibujante, muy baja. Una mano mojó un pincel, lo escurrió, pasó la tinta negra sobre las líneas trazadas a lápiz. Dibujaba un estadio: amplio, circular, con una cúpula transparente.
El chico trabajaba con cuidado, acercando mucho al papel la nariz afilada. Empezó a agregar algunas personas, hileras de pequeñas curvas que eran cabezas, concentradas en la plataforma, en el medio. Mojó el pincel, lo escurrió, con el dorso de la mano se apartó el mechón de la frente, dibujó más cabezas, más gente.