Le habían extraído la bala alojada entre los músculos y el daño había sido reparado. En una semana o poco más podría hablar, y dos semanas más tarde caminar con muletas. Se había notificado el hecho a la Embajada de Austria, aunque —sonrió el médico— probablemente no era necesario. Con los periódicos y la televisión… Un detective quería hablar con él, pero tendría que esperar, naturalmente.
Dena se inclinó para besarle y se quedó junto a él, apretándole la mano y sonriendo. ¿Qué día? Ojerosa, pero bella.
—¿No podrías habértelas arreglado para hacer esto en Inglaterra? —le preguntó.
Después pasó a otra unidad, donde le dejaron sentarse y escribir.
¿Dónde están mis cosas?
—Ya le entregarán todo cuando esté en su habitación —le informó la enfermera, sonriendo.
¿Cuándo?
—El jueves o el viernes, probablemente.
Dena le leyó lo que decían los periódicos. A Mengele lo habían identificado como Ramón Aschheim y Negrín, paraguayo. Había matado a Wheelock, herido a Liebermann y, finalmente, los perros de Wheelock habían acabado con él. El hijo de Wheelock, Robert de trece años, había llamado a la Policía al volver de la escuela. Cinco hombres que habían llegado inmediatamente después de la Policía se habían dado a conocer como miembros de los «Jóvenes Defensores Judíos», y amigos de Liebermann; declararon que pensaban encontrarse allí con él para acompañarlo en un viaje que tenía que hacer a Washington. Expresaron su opinión de que Aschheim y Negrín era un nazi, pero sin poder dar explicación alguna de su presencia (ni de la de Liebermann) en casa de Wheelock, como tampoco del asesinato de éste. La Policía esperaba que, cuando se recuperara (si se recuperaba), Liebermann arrojara alguna luz sobre el misterio.
—¿Puedes? —le preguntó Dena.
Él inclinó la cabeza, haciendo el gesto de que «tal vez».
—¿Cuándo te hiciste amigo de los «Jóvenes Defensores Judíos»?
—La semana pasada.
Una enfermera indicó a Dena que alguien quería verla.
El doctor Chavan entró, estudió las gráficas de Liebermann, le levantó el mentón y lo miró atentamente; después le dijo que lo peor que le pasaba en ese momento era que necesitaba un afeitado.
Dena regresó, doblándose bajo el peso de la maleta de Liebermann.
—Cuando se habla de Roma… —mientras se sentaba junto al tabique. Greenspan había pasado a dejársela. Había ido en busca de su coche, que la Policía no le había querido entregar el jueves, y le había dejado a Dena un mensaje para Liebermann: «Uno, que se mejore; dos, que el rabí Gorin le llamará tan pronto como pueda. Él también anda con problemas. Vea los periódicos».
Le dolía todo el cuerpo, y dormía mucho.
Le pasaron a una agradable habitación con cortinas rayadas y un aparato de televisión en una repisa, contra la pared. Allí estaba su cartera, sobre una silla. Tan pronto como le instalaron en la cama abrió el cajón de la mesilla. Allí estaba la lista, con sus otras cosas. Se puso las gafas para recorrer los nombres mecanografiados. Desde el número uno al diecisiete, estaban tachados. Había que tachar a Wheelock también. Su fecha había sido el 19 de febrero.
Llegó un peluquero, para afeitarle.
Aunque no debía hacerlo, podía hablar, roncamente. En realidad, le daba lo mismo; le daría tiempo para pensar.
Dena escribía cartas. Él leía los periódicos y miraba los noticieros por televisión. Nada sobre Gorin. Kissinger en Jerusalén, entrevistándose con Rabin. Crimen, desempleo.
—¿Qué pasa, Pa?
—Nada.
—No hables.
—Tú me has preguntado.
—¡No hables, escribe, que para eso tienes el bloc! ¡NADA!
Qué insoportable podía ser a veces.
Llegaban flores y tarjetas: de amigos, de contribuyentes, de la oficina de conferencias, de la confraternidad del templo local. Una carta de Klaus, a quien Max le había dada la dirección del hospital:
Por favor, escriba lo antes que pueda. Innecesario decirle que Lana y yo, lo mismo que Nürnberger, estamos ansiosos de saber más de lo que publican los periódicos
.
Al día siguiente de haber sido autorizado para hablar, fue a verle un detective de apellido Barnhart, un joven corpulento y pelirrojo, cortés y de hablar suave. Liebermann no tenía mucha luz para arrojar; jamás había visto a Ramón Aschheim y Negrín antes de que éste disparara sobre él. Ni siquiera había oído hablar de él. Sí, la señora Wheelock estaba en lo cierto: el día anterior, él había llamado a Wheelock para advertirle que era
posible
que un nazi le buscara para matarlo. Era una respuesta a una información que había recibido de una fuente sudamericana, no del todo fiable. Había ido a visitar a Wheelock en un intento de descubrir si podía realmente haber algo de cierto en todo eso; Aschheim le había hecho pasar y había disparado sobre él. Liebermann había conseguido soltar los perros, y éstos habían matado a Aschheim.
—El Gobierno paraguayo dice que su pasaporte es falso, y ni siquiera saben quién es.
—¿No tienen archivadas las huellas digitales?
—No, señor. Pero, fuera quien fuese, da la impresión de que a quien iba persiguiendo era a usted, no a Wheelock. Fíjese que murió poco antes de que nosotros llegáramos allí. Usted debió llegar sobre las dos y media, ¿no es eso?
Liebermann lo pensó e hizo un gesto afirmativo.
—Sí —contestó.
—Pero Wheelock murió entre las once y el mediodía, de modo que «Aschheim» estuvo más de dos horas esperándole a usted. Es posible que esa información que le dieron fuera una trampa, señor. Wheelock no tenía absolutamente nada que ver con la clase de personas a quienes usted persigue, de eso estamos seguros. Más vale que en lo sucesivo tome usted con pinzas esas informaciones, si no le molesta a usted que se lo diga.
—En absoluto. Me parece un buen consejo. Se lo agradezco. «Tomar con pinzas…». Sí.
Esa noche, Gorin apareció en las noticias. Estaba en libertad condicional desde 1973, fecha en que había sido sentenciado a tres años de prisión, en suspenso, por una acusación de conspiración terrorista de la cual se había declarado culpable; ahora, el Gobierno federal quería conseguir que los jueces revocaran la libertad condicional basándose en que había vuelto a conspirar, esta vez al planear el secuestro de un diplomático ruso. Un juez había dispuesto la vista para el 26 de febrero. Si le revocaban la libertad condicional, eso significaría para Gorin ir a prisión durante un año, a cumplir el resto de su sentencia. Sí, vaya si tenía problemas.
Y Liebermann también. Cuando se quedó solo, estudió la lista. Cinco delgadas páginas pulcramente escritas a máquina. Noventa y cuatro nombres. Se quedó mirando la pared; sacudió la cabeza y suspiró; dobló la lista y se la guardó en el sobre de piel del pasaporte.
A Max y a Klaus les escribió sendas cartas, sin decirles mucho. Aunque todavía estaba ronco y no podía hablar con su volumen normal de voz, empezó a hacer y a recibir llamadas telefónicas.
Dena tenía que regresar a su casa. Ella había llegado a un acuerdo con la administración del hospital: Marvin Farb y otros amigos se harían cargo de ella, y cuando Liebermann volviera a Austria y cobrara el seguro, les devolvería el importe.
—No te olvides de la copia de la cuenta —le advirtió su hija—. Y no te des demasiada prisa en caminar. Y no te vayas mientras no te
digan
que puedes irte.
—No, no, no.
Cuando ella se fue, se dio cuenta de que no le había hablado de cómo estaban las cosas entre ella y Gary; eso le hacía sentirse mal. Vaya padre.
Con las muletas, se paseó de un extremo a otro del corredor; tarea difícil, con la mano todavía enyesada. Llegó a conocer a algunos de los otros pacientes, se acostumbró a la comida.
—¿Yakov? ¿Cómo está? —era Gorin quien estaba al teléfono.
—Bien, gracias. En una semana estaré fuera. ¿Cómo está usted?
—No tan bien. ¿Ha visto lo que me están haciendo?
—Sí. Es una vergüenza.
—Estamos tratando de conseguir que se posponga la vista, pero las perspectivas no son buenas. Realmente, se han propuesto echarme el guante. Y se supone que yo soy el conspirador. ¡Ay, Dios! Escuche, ¿cómo está ahí? ¿Puede hablar? Yo estoy en una cabina, así que por mi lado está bien.
—Será mejor que hablemos en yiddish. —Liebermann dio el ejemplo—. Ya no habrá más matanzas. Los hombres fueron relevados.
—¿De veras?
—Y el que disparó sobre mí, el que mataron los perros, era… el Ángel. ¿Entiende a quién me refiero? Silencio.
—¿Está seguro?
—Segurísimo. Hablé con él.
—¡Oh, Dios mío!
¡Gracias
a Dios!
¡Gracias!
¡Los perros eran demasiado buenos para él! ¿Y usted se lo está guardando? ¡Yo convocaría la conferencia de Prensa más grande de la Historia!
—¿Y qué digo cuando me pregunten qué hacía él ahí? Un paraguayo desconocido no es problema, pero ¿él? Y si no lo explico, intervendrá el FBI para averiguarlo. ¿Será conveniente? Todavía no lo sé.
—No, no, claro que usted tiene razón. Pero ¡
saberlo
y no poder decirlo! ¿Vendrá usted a Nueva York?
—Sí.
—¿Cuándo llegará, para ponernos en contacto? —Liebermann le dio el número de los Farb.
—Phil dice que tiene usted una lista.
Liebermann pestañeó.
—¿Cómo lo sabe?
—Usted se lo dijo.
—¿Se lo
dije
yo? ¿Cuándo?
—Allá en la casa. ¿No es así?
—Sí, claro. No lo puedo creer. Es un problema, rabí.
—A mí me lo dice… Que siga bien. Nos veremos pronto.
Shalom
.
—
Shalom
.
Habló con algunos reporteros y con los chicos de las escuelas secundarias. Con las muletas, se paseaba de punta a punta del corredor, para acostumbrarse.
Una tarde fue a verle una mujer robusta, de pelo castaño, con un abrigo rojo y una cartera.
—¿El señor Liebermann?
—Sí.
Ella le sonrió: hoyuelos, hermosos dientes.
—¿Puedo hablar un momento con usted, por favor? Soy la señora Wheelock.
Liebermann la miró.
—Sí, claro.
Entraron en la habitación. La mujer se sentó en una silla, con la cartera sobre la falda, mientras Liebermann apoyaba las muletas contra la cama y se sentaba en la otra silla.
—No sabe cuánto lo siento —expresó.
Ella asintió con la cabeza, mirando la cartera, mientras la frotaba con la uña del pulgar, esmaltada de rojo. Después lo miró.
—La Policía me dijo —empezó— que ese hombre le había tendido una trampa
a usted
, que no vino a matar a Hank. No tenía ningún interés en Hank, ni en nosotros; el único que le interesaba era usted.
Liebermann afirmó con la cabeza, sin hablar.
—Pero mientras esperaba —continuó la señora Wheelock—, estuvo mirando nuestro álbum de fotografías. Estaba en el suelo, allí, donde él… —se estremeció y miró a Liebermann.
—Tal vez su marido estuviera mirándolo, antes de que él llegara —sugirió él.
La mujer negó con la cabeza, las comisuras de sus labios descendieron.
—Él jamás lo miraba —explicó—.
Yo
le tomé las fotografías, yo las fui montando en el álbum y haciendo las inscripciones. El que estuvo mirándolo fue el hombre.
—Tal vez no hiciera más que pasar el rato —conjeturó Liebermann.
Ella siguió en silencio, mirando la habitación, con las manos cruzadas sobre la cartera.
—Nuestro hijo es adoptivo —dijo después—. Mi hijo. Pero él no lo sabe. En el arreglo constaba que no debíamos decírselo. Anteanoche me preguntó si lo era. Antes nunca había tocado el tema —miró a Liebermann—. Ese día, ¿le dijo usted algo que pudiera haberle metido esa idea en la cabeza?
—¿Yo? —Liebermann negó con un gesto—. No. ¿Cómo podría yo haberlo sabido?
—Pensé que podría haber alguna relación —explicó ella—. La mujer que intervino en la adopción era alemana. Aschheim es un apellido alemán. Un hombre con acento alemán llamó para preguntar por Bobby. Y sé que usted está… en contra de los alemanes.
—En contra de los nazis —rectificó Liebermann—. No, señora Wheelock, yo no tenía la menor idea de que fuera adoptivo, y no podía hablar siquiera cuando él entró. Ya ve usted que ahora todavía no puedo hablar del todo bien. Tal vez sea por haber perdido a su padre que piensa de esa manera.
—Tal vez —suspiró ella, e hizo un gesto afirmativo. Después le sonrió—. Lamento haberle molestado. Me preocupa que fuera algo que pudiera afectar a Bobby.
—No se preocupe —la tranquilizó Liebermann—. Me alegro de haberla conocido. Antes de irme, pensaba llamarla para expresarle mis condolencias.
—¿Ha visto usted la película? —preguntó la madre—. No, no creo que pudiera. Es rara, la forma en que resultan las cosas, ¿no le parece? ¿Como no hay mal que por bien no venga? Tanta desgracia: Hank muerto, usted tan gravemente herido, ese hombre… hasta los perros. Tuvimos que hacerlos dormir, imagínese. Y de todo eso, resulta una oportunidad para Bobby.
—¿Una oportunidad? —repitió Liebermann. La señora Wheelock movió afirmativamente la cabeza.
—El noticiero local le compró la película que filmó ese día y pasaron una parte… cuando a usted lo llevan en la ambulancia, los perros todos ensangrentados, ese hombre y Hank mientras los sacaban… y después la CBS, la red que abarca todo el país, también la dio en las noticias de la mañana siguiente. Pero sólo la parte en que a usted lo llevan a la ambulancia. Una cosa así puede ser algo tremendamente importante para un chico de la edad de Bobby. No me refiero a los contactos solamente, sino a la confianza en sí mismo que puede darle.
«Él quiere ser director de cine».
Liebermann la miró.
—Espero que lo consiga —dijo después.
—Creo que tiene buenas probabilidades —dijo mientras se ponía de pie, con una débil sonrisa orgullosa—. Tiene talento.
Los Farb llegaron el viernes 28 de febrero y cargaron a Liebermann, con sus muletas, su cartera y su maleta, en un «Lincoln» nuevo, deslumbrante. Marvin Farb le dio una copia de la cuenta del hospital.
Liebermann la miró y se quedó mirando a Farb.
—Y es barata —le aseguró éste—. En Nueva York, habría salido el doble.
—
Gott im Himmel!
*
Sandy, la muchacha de la oficina de la YJD, le llamó para invitarle a un almuerzo, el martes 11, a mediodía.