Los presidentes en zapatillas (25 page)

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Authors: Mª Ángeles López Decelis

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Cuando Aznar llegó a Madrid, estaba solo. No era democristiano ni liberal, carecía de contactos internacionales y, aunque el partido dispone de varias fundaciones, ninguna es suya. Pero FAES, sí; FAES nació con su denominación de origen y se convertiría en la forja del aznarismo, perviviendo en el futuro y más allá, incluso cuando su autor ya no esté. Y colocó al frente de FAES a sus «chicos», que se trasladaron tras él a Madrid. Habían trabajado mucho y bien en Valladolid, eran cultos, atildados, de ideología neoliberal y convicciones morales colindantes con las del Opus Dei. La mayoría, solteros.

Tras ganar las elecciones, en 1996, lógico era que aterrizase en La Moncloa el núcleo duro de FAES. El propio Cortés, Carlos Aragonés, Alfredo Timermans, Gabriel Elorriaga, Baudilio Tomé, Pilar del Castillo... ¿Y cuál era su credo? Cristiano, liberal y patriótico español. Con un liberalismo radical en economía y una auténtica obsesión por las privatizaciones y, ante la vida, una actitud muy conservadora y un aroma a Opus que se materializaba en la pura satisfacción por el trabajo. Llegaron a tener tanta influencia que consiguieron desbancar a Francisco Álvarez Cascos, último reducto fraguista, como secretario general del Partido Popular... Y les aseguro que no era fácil arrinconar a un hombre de esta entidad, a quien, además, apuntalaba el grueso de la formación política.

Una vez en La Moncloa, Aznar guardó a FAES en un cajón. Ya no necesitaba comprar ideas ni conocer gente. Tenía al Estado.

A su lado, como una sombra alargada, Carlos Aragonés. Hombre culto y refinado; el único que se quedaba a cenar con los Aznar en Palacio sin ser anunciado. Todos los presidentes necesitan a alguien así, de una fidelidad garantizada, listo y sin ambición por ascender en el escalafón. Es el «fontanero» mayor, así que su influencia es máxima y amplísima la gama de asuntos bajo su jurisdicción.

De misa dominical, su vertiente religiosa facilitaba sus relaciones con Ana Botella, que apreciaba especialmente su amistad. De carácter reservado y discreto, a su delgadez natural le ayudaba su escaso interés por los placeres de la mesa, mientras que su carácter, más bien solitario, le llevaba a evitar la ostentación en el ámbito profesional que, sin duda, tenía, prescindiendo prácticamente de cualquier signo externo, aparte del coche oficial que le trasladaba desde su domicilio a La Moncloa cada día. Aunque no era de los primeros que llegaban, sí era de los que más tarde abandonaban el despacho a diario. Era «la tranquilidad» del presidente.

A Francisco Javier Zarzalejos, secretario general de la Presidencia, vasco de origen, en la cuarentena, pero con aspecto de mayor, se le consideraba el «ideólogo» del presidente en todo lo relacionado con el problema vasco. Además, su experiencia en este terreno se veía reforzada por su conocimiento del proceso de paz en Irlanda del Norte y la tregua del IRA durante los años que vivió en Londres como agregado de información de la embajada de España. Hombre silencioso y discreto hasta el extremo, era de los que siempre pasaba desapercibido a pesar de estar en todos los fregados.

«Zarza», como se le conoce en La Moncloa, se convirtió en el colaborador más cercano al presidente entre los encargados de gestionar en la sombra la tregua que ETA declara en septiembre de 1998 y fue él quien llevó el peso de las conversaciones con la banda en Suiza.

Miguel Ángel Cortés, a quien todos consideran el «descubridor» de Aznar, ocupó la Secretaría de Estado de Cultura durante la primera legislatura de los populares, pero la verdad es que no sé si pasaba más tiempo en La Moncloa o en su despacho del Ministerio. Hombre de aspecto más alegre y de maneras más dinámicas que los anteriores, se ocupó, además, de las competencias propias de su departamento, de la organización de la multitud de eventos y saraos que en aquellos años tenían lugar en La Moncloa con la asistencia de todos los colectivos y sectores del variopinto mundo de la cultura española en todas sus vertientes. Toreros y folclóricas, diseñadores y modelos, pintores y poetas, actores, actrices, directores de cine y teatro, cantantes y titiriteros. En fin, que entre todo esto y las largas tardes de fútbol con las viejas glorias del Real Madrid, no había semana de descanso para los compañeros de Protocolo y de Seguridad, que entre confeccionar listas de invitados, listas de DNI y listas de vehículos, con modelos, colores y matrículas, hacíamos más listas que Schindler.

Esta fue la etapa en la que se puede decir, sin temor a exagerar, que La Moncloa vivió su máximo esplendor cortesano. Sus puertas se abrieron de par en par a unos colectivos de ciudadanos que, en mayor o menor medida, tenían la capacidad de convertirse en correa de transmisión de actitudes y planteamientos, muy al uso de la campaña electoral permanente en la que parece vivir este país.

Nosotras estábamos entretenidísimas con los guateques, que además de romper la monotonía del trabajo, nos permitían contemplar de cerca a la España más glamourosa y cambiar impresiones sobre la opinión que nos merecían, en la distancia corta, tanto personaje público y mediático.

Vamos con Miguel Ángel Rodríguez Bajón, que fue nombrado secretario de Estado de Comunicación y portavoz del Gobierno con solo treinta y dos años. Pero su precocidad venía de lejos, porque ocupó el cargo paralelo en la Junta de Castilla y León con veintidós, y la Dirección de Comunicación del Partido Popular a los veinticuatro años.

Como jefe era llevadero, pero su capacidad para crearle problemas al Gobierno le puso al borde del precipicio, y Aznar no tuvo más remedio que empujarle al vacío antes de que le arrastrara con él. Especialista en hacer declaraciones poco inteligentes, en provocar agravios en vez de cerrar heridas, su imprudencia reiterada desde su posición de vocero del Gobierno y su incapacidad para aportar sosiego hicieron que desde las filas del propio partido se pidiera su cabeza, al considerar que degradaba la imagen del Gobierno. Incluso desde el nacionalismo catalán, aliado del Gobierno, se advirtió al presidente en el sentido de que un portavoz que se coloca permanentemente en el terreno de la confrontación y la intimidación no es persona que ayude a la convivencia. 

Fue un asesor certero que aconsejó al presidente que modernizara y centrara a una derecha rancia y autoritaria, pero no supo desprenderse de la agresividad y la unilateralidad con la que puede ser lícito funcionar desde un partido, pero que resulta letal para un portavoz del Gobierno.

Y para terminar, nuestra nueva jefa: Milagros Rodríguez Falcón. ¡No cabe duda, nosotras nos llevamos la guinda del pastel! Al principio fue la extrañeza ante una perfecta desconocida, teniendo en cuenta que la secretaria de José María Aznar de toda la vida era otra, además de la falta de apoyo logístico con la que se presentó la recién llegada. Después, con el paso de los días, comenzamos a comprender los motivos por los que esta mujer, de apariencia joven y atractiva, había venido sola a un lugar tan complejo como este. Sus cualidades: la fe ciega en el Partido Popular y en su jefe, una dedicación absoluta —su total disponibilidad horaria venía propiciada por la falta de familia y amigos—, ninguna preparación especial, pero un claro conocimiento de las tareas del puesto, que llevaba practicando toda la vida, desde sus comienzos en la Secretaría de Manuel Fraga. Inconvenientes: un desequilibrio emocional importante, comportamientos absolutamente incompatibles con la dirección de un equipo de trabajo como el que tenía bajo su responsabilidad, una religiosidad llevada hasta el fundamentalismo, sospechas fundadas de síndrome de Diógenes y síntomas más que preocupantes que no hacían concluir nada bueno respecto de su estabilidad psíquica. En fin, la Secretaría y todos los trabajadores del edificio del Consejo empezábamos a conocer lo que el destino nos tenía deparado en el próximo futuro.

A pesar de esta locura en la que se convirtió nuestra vida, nos empeñamos en sobrevivir con dignidad a las circunstancias y, sobre todo, en poner cordura y sentido de la responsabilidad al funcionamiento de la Presidencia del Gobierno. No cabe duda de que Milagros servía bien al presidente; siempre que este descolgaba el teléfono, ella estaba ahí, dispuesta para lo que fuera menester. Durante ocho años prácticamente vivió en La Moncloa y tan solo se ausentaba cada día unas pocas horas nocturnas para descansar lo justo e imprescindible. Tomó vacaciones en contadas ocasiones, para visitar a sus padres en su pueblo zamorano, más una ocasión especial en que se desplazó a Roma con ellos para ver al Papa. Asidua practicante de fines de semana de «silencio» en monasterios, donde era cliente habitual, nos tocaba soportar, a partir del lunes, las consecuencias de semejantes prácticas.

Impresionante fue su reacción tras descubrirle un tumor cerebral que precisó de una inmediata y delicada intervención quirúrgica a mediados de la primera legislatura. Se encomendó a Dios y se enfrentó, solo con el apoyo y la compañía de una sobrina, a semejante prueba. Pero lo más increíble fue que después de diez días de hospitalización, prácticamente bajo amenaza facultativa, regresó al despacho dispuesta a incorporarse a su rutina habitual con la cabeza cubierta por una gorra y el aspecto fantasmal de una persona que hubiera regresado del más allá. ¡Envidiable la fortaleza que la fe infunde en los que de verdad viven en ella!

Para los que no están familiarizados con el funcionamiento de la Administración, conviene aclarar que los funcionarios que prestan servicio o que desempeñan cierto tipo de tareas en una organización como la que rodea al presidente del Gobierno, requieren una serie de características añadidas a las que se circunscribe estrictamente su categoría profesional. Quiero decir que la especial responsabilidad de la tarea, la discreción exigida y los horarios dilatados son remunerados a través de unos complementos salariales que se pierden si se abandona el citado puesto, ya sea de manera imperativa o voluntaria. Todo esto se traduce en que una parte importante del sueldo queda en el aire al cesar el presidente saliente, hasta que el entrante toma posesión y confirma o no al equipo que encuentra al llegar.

Durante el periodo entre presidentes, la incertidumbre se hace especialmente acusada. En esta ocasión, tras catorce años de «estabilidad en el empleo», la inquietud hizo presa en los trabajadores, que, sinceramente, nunca acabamos de acostumbrarnos a la etapa meritoria por la que inevitablemente hemos de pasar en cada cambio. Nuestro razonamiento acaba siendo de lo más lógico: «Si los nuevos son ellos... Nosotros ya estábamos aquí..., y por algo será».

Otra vez las dudas y los rumores, los optimistas y los pesimistas con sus vaticinios y, en lo que a mí respecta, sin los buenos oficios de mi queridísima Charo, permanecía expectante, con el convencimiento de que la alternancia es buena, que más de dos legislaturas continuas del mismo signo dan como resultado corruptelas y posturas acomodaticias. Había que conceder el beneficio de la duda al nuevo presidente y al Partido Popular, formación conservadora a la europea, que se autodefinía como «centrada y centrista, reformadora y reformista».

Y, efectivamente, las reformas se empezaron a dejar sentir de inmediato. Nuevas actitudes y nuevas formas de trabajar; nuestro papel protagonista pasó a ser secundario, aunque imprescindible, nada de iniciativas ni sugerencias que nos apartaran un ápice del guión establecido y con la sombra de Milagros sobrevolando permanentemente sobre nuestras cabezas, controlando cada papel, cada conversación telefónica y hasta los cruces de miradas, llegando a afirmar que, aunque no nos pronunciáramos, ella siempre sabía lo que estábamos pensando. Aquello se convirtió en una libertad vigilada de la que no podíamos escapar.

Aznar llegó al poder como un político resuelto a no suscitar reacciones desmedidas sobre su persona, ni a favor ni en contra. Su imagen para la opinión pública era la de un hombre sobrio, introvertido, austero en su puesta en escena y con un discurso escueto, pero directo y contundente, del que había dado incontables muestras en sus intervenciones parlamentarias como jefe de la oposición.

Si algo definía a José María Aznar era su autodisciplina y su capacidad de trabajo. Gracias a su pormenorizada organización, sacaba el máximo partido al tiempo, que dedicaba a un sinfín de tareas de las que, en otras etapas y con otras costumbres, nunca se hubiera ocupado el presidente del Gobierno. Como para todo en la vida, en el punto medio está la virtud, y el afán de controlar tanto puede acabar derivando en incapacidad para delegar, además de rayar en la desconfianza.

Por su edad, su cultura y sus vivencias, Aznar tenía muy poco que ver con muchos de sus coetáneos, como González, Pujol o incluso el Rey. Él mismo se ocupó de advertir que su estilo de gobernar iba a ser otro, porque para él el franquismo no suponía «ningún peso sobre sus espaldas», y tampoco tenía «los tics de la Transición».

Aunque ya heredó una coyuntura en la buena dirección, el equipo económico de Aznar, con Rato a la cabeza, la condujo por una senda que, casi inmediatamente, produjo resultados positivos en forma de crecimiento económico y saneamiento financiero, lo que permitió a España afrontar con confianza el cumplimiento de los criterios de convergencia requeridos para participar en la tercera fase de la Unión Económica y Monetaria, el 1 de enero de 1999, que estaba a la vuelta de la esquina.

En el Consejo Europeo de Bruselas de mayo de 1998, España fue certificada como uno de los once Estados de la futura zona euro, con lo que se lograba un objetivo económico, además de un gran éxito para Aznar, que consiguió que la economía nacional experimentara un giro revolucionario.

El paro también comenzó un descenso sensible, y en un plazo de tres años, con inusitada presteza, se completó un calendario de privatizaciones de las llamadas «joyas de la corona» de titularidad pública. Para la primavera de 1999, todas estas operaciones reportaron a las arcas del Estado alrededor de cinco billones de pesetas, pero, entre otros, Endesa, Repsol, Aceralia, Argentaría, Indra, Tabacalera, Hunosa, Astilleros IZAR, Correos, Puertos y Aeropuertos y, por último, Telefónica pasaron a manos privadas. Estas llamativas operaciones se vendieron en el extranjero como el reflejo del dinamismo de la España de Aznar.

En resumidas cuentas: el Gobierno popular hacía retroceder ampliamente el peso del Estado en la economía para cumplir los objetivos de Europa, por lo que ahora tendría que buscar su influencia en el terreno de otros poderes fácticos. Durante esta etapa, el ente público Radio Televisión Española alcanzó unos niveles insospechados de manipulación y sectarismo a favor del Gobierno y su partido. Tanto fue así que en enero de 2004 la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa citó a RTVE como ejemplo de «clientelismo político» en un sistema de «Estado paternalista».

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