Los presidentes en zapatillas (38 page)

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Authors: Mª Ángeles López Decelis

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Como rechazo al concepto, cabe destacar, entre otros, el de José María Aznar desde FAES, que defiende que el nombre correcto para este plan debería ser «Alianza de los civilizados», argumentando que «la civilización es una, con distintas expresiones culturales, diferentes experiencias históricas, bajo diversas creencias y raíces religiosas».

Para terminar, añadir que la Alianza fue distinguida con el Premio Diálogo de Civilizaciones 2007, que recogieron en la Universidad de Georgetown, en Washington, los mandatarios turco y español como máximos exponentes de la misma.

Dentro de nuestras fronteras y con nuestro particular problema de terrorismo con denominación de origen, Zapatero decidió, tras un análisis pormenorizado de las condiciones, iniciar un proceso de paz como intento del Gobierno de la VIII Legislatura de acabar con el terrorismo de ETA en España mediante la negociación con la banda y su entorno.

Desde el primer momento, el tema suscitó no poco debate de la opinión pública española, con movilizaciones sociales y constantes convocatorias de manifestaciones contrarias al proceso, por parte del Partido Popular y de la Asociación Víctimas del Terrorismo, que lograban sacar a la calle a cientos de miles de personas.

El presidente del Gobierno pidió el plácet al Congreso de los Diputados, cosa que nunca se había hecho antes, con el fin de conseguir el máximo respaldo a la operación, además de hacer pública su intención de negociar. Además del PSOE, partido que sustenta al Gobierno, apoyaron el proceso el resto de los grupos parlamentarios, a excepción del Partido Popular. Además, la iniciativa contó con el respaldo de los dos principales sindicatos españoles, UGT y CCOO, e instituciones como la Iglesia católica o la ONU.

El 10 de febrero de 2006, el presidente del Gobierno declaraba su convicción de que el fin del terrorismo podría estar cerca, y el 22 de marzo siguiente la banda anunciaba un alto el fuego permanente. A partir de aquí, las cosas no discurrieron por el camino lógico; ni los miembros de Herri Batasuna acababan por declarar su rechazo al terrorismo y su intención de integrarse en la vida pública española, ni los etarras acababan de dar, según sus premisas, con las condiciones previas para sentarse a negociar. Mientras, el PP y la Asociación Víctimas del Terrorismo, a 25 de noviembre de 2006, iban ya por la quinta manifestación en contra de la política antiterrorista del Gobierno socialista.

Finalmente, y en un clima de enorme confusión, ETA hacía explosionar, el 30 de diciembre de 2006, un coche bomba en el aparcamiento de vehículos de la terminal T4 del aeropuerto de Barajas de Madrid, con el resultado de dos fallecidos de nacionalidad ecuatoriana. En la tarde de ese mismo día, el presidente del Gobierno ordenaba suspender todas las iniciativas para el desarrollo de un proceso de negociación con ETA, dejando claro como el agua que la violencia es incompatible con el diálogo. Mientras, el líder de la ¿legalizada Batasuna, Arnaldo Otegi, culpabilizaba al Gobierno del fracaso, negándose a condenar el atentado.

Otra vez en la casilla de salida y un nuevo intento frustrado, pero para frustración la del presidente del Gobierno, que había apostado con un órdago a riesgo de su propio desgaste personal. Y perdió... Perdió Zapatero, el Gobierno y todos los españoles. Tras el atentado de Barajas, los británicos Tony Blair y Gerry Adams aconsejaron a un Zapatero desanimado y sin esperanzas que escuchara a ETA e intentara salvar el proceso hasta sus últimas consecuencias, pero todo fue inútil, porque la primera premisa para abordar el diálogo, el adiós definitivo e inequívoco de ETA a las armas, nunca se cumplió. El Gobierno y la sociedad española «han escarmentado» con todo lo ocurrido y, desde luego, ninguna posibilidad de negociación podría darse en el futuro cercano.

En cualquier caso, cabe decir que el proceso de paz contribuyó a la debilidad de la banda, que vive ahora sus peores momentos. Recuperado el clima de unidad entre las fuerzas policiales, jueces y fiscales, parece posible deducir que su final está más cerca que nunca, aunque aún nos sigue haciendo sufrir.

A lo largo de la VIII Legislatura, Zapatero remodeló el Gobierno en seis ocasiones y, en todas ellas, mantuvo inamovibles a las dos personas sobre las que hacía descansar su programa de gobierno. Los dos vicepresidentes han tenido un protagonismo singular en esta etapa, avalado, en ambos casos, por un pasado de gran solvencia.

María Teresa Fernández de la Vega es la primera mujer que ostenta una Vicepresidencia del Gobierno en la historia de España. Nació en Valencia, en 1949, y estudió Derecho en la Universidad Complutense de Madrid. Titulada en Derecho Comunitario por la Universidad de Estrasburgo, en 1974 ingresó en la judicatura, entrando enseguida a formar parte de la asociación Jueces para la Democracia. Se afilió al PSUC en 1979 y ocupó diversos cargos públicos desde 1982, en que el Partido Socialista accedió al Gobierno. Como secretaria de Estado de Justicia participó en la instrucción de los sumarios del GAL y en la investigación del caso Roldán.

El 24 de abril de 2004, durante las ocho horas que duró el primer viaje de Zapatero al extranjero, se convirtió en la primera mujer que asumía las funciones del presidente del Gobierno en nuestra historia democrática, y el 28 de mayo siguiente presidió el Consejo de Ministros, siendo la primera en hacerlo en la historia de España, sin ser monarca. El acontecimiento despertó mucha expectación por parte de los medios de comunicación y, tras el Consejo, las mujeres de La Moncloa lo celebramos junto a la «vice», brindando por el logro conseguido que, según declaraba, «era el logro de todas, porque cuando una mujer da un paso, todas avanzamos». Su manera de hacer política ha roto moldes y su labor en favor del Tercer Mundo ha supuesto el inicio de una nueva era en las relaciones de España con África y América Latina. Además de ser respetada por su trayectoria política, es una mujer muy querida por sus compañeros de Gabinete, que le demuestran constantemente su afecto. Se declara valiente, pero sensible, temerosa de la enfermedad y las tormentas... y no es homosexual, aunque los medios se hayan empeñado en adjudicarle varias novias. Está en posesión de algunas distinciones y ha escrito, entre otras obras, La reforma de la jurisdicción laboral y Derechos Humanos y Consejo de Europa.

A la siniestra del presidente en el Consejo de Ministros, se sentaba el que fue su primer vicepresidente segundo, Pedro Solbes Mira, alicantino de nacimiento y con una trayectoria política como pocas tenemos en España. Es doctor en Ciencias Políticas y licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid. También se licenció en Economía Europea por la Universidad Libre de Bruselas. Ha sido subdelegado, delegado, consejero, asesor, vocal, secretario general, director general, y todo un elenco de cargos y nombramientos, algunos incluso anteriores a la Transición. Tras el triunfo socialista de 1982, su nombre pasó a formar parte decisiva del proceso de integración de España en las Comunidades Europeas. En 1991, Felipe González le nombró ministro de Agricultura, por su amplia experiencia y su conocimiento de la materia, en un momento en el que España debía suscribir la Reforma de la Política Agraria Común. Después ocupó la cartera de Economía y Hacienda y, pese al éxito de su política de austeridad, la legislatura entró en crisis al no contar el Gobierno de González con los apoyos necesarios para sacar adelante los Presupuestos Generales del Estado de 1996.

El Gobierno de José María Aznar le propuso y fue designado comisario de Asuntos Económicos y Monetarios en la Comisión Europea, conociéndosele pronto con el apodo de «Míster euro».

La gestión comunitaria de Solbes fue brillante, defendiendo a capa y espada la exigencia del cumplimiento de las normas establecidas para todos los países sin excepción, lo que le supuso ataques furibundos por parte de Francia y Alemania. Zapatero lo rescató en 2004 para la política nacional y apostó por él para dirigir la política económica de su Gobierno, en detrimento de Miguel Sebastián, que se perfilaba como el candidato con más opciones. El papel de Solbes nunca fue cómodo. La mayoría de las veces se encontraba en minoría dentro del Gabinete y a veces sus compañeros se quejaban de su constante crítica a los anuncios que el presidente consideraba claves para despegar en las encuestas electorales. «Resulta irritante», comentaban algunos. Pero Zapatero sabía que «la continuidad de Solbes suponía la mitad de la campaña electoral» de 2008 y, fuera de nuestras fronteras, nadie dudaba de que era nuestro representante más apreciado en los círculos financieros. Para restar importancia a las desavenencias, otros miembros del Ejecutivo argumentaban que se consideraba normal que el responsable de la economía velase por las cuentas del Estado y vigilase con celo que no hubiera iniciativas que pudiesen dilapidar parte de lo conseguido en España en el terreno económico.

Pero más allá de sus conocidas divergencias en relación con las medidas —la devolución de los cuatrocientos euros, el cheque bebé o la política energética—, otras voces aseguraban que el distanciamiento tenía más que ver con la forma de gobernar del presidente que con la diferencia de criterio sobre medidas concretas. Reuniones con banqueros o empresarios a las que no le convocaba, decisiones que se anunciaban en público sin estar los temas cerrados en el terreno económico; numerosos indicadores que, con el paso del tiempo, fueron minando la confianza del vicepresidente y su elevado concepto del servidor público. Tras las elecciones, la crisis económica aún no parecía tan grave, pero, poco a poco, los datos se tornaron cada vez más preocupantes y los choques con el presidente aumentaron su frecuencia. Después, para no votar los Presupuestos Generales de 2010, renunció a su escaño como diputado por Madrid.

No cabe duda de que nadie es insustituible, pero Solbes dejó el listón muy alto. Políglota —habla inglés, francés y alemán—, Pedro Solbes se define como «un hombre corriente absolutamente en todo». Está casado con María Pilar Castro, también funcionaría, con la que tiene tres hijos. Durante sus cinco años como comisario europeo, vivió solo en Bruselas, puesto que su mujer y sus hijos continuaron en Madrid, adonde él se desplazaba los fines de semana.

Ahora preside la Junta de Supervisión del Grupo Asesor Europeo sobre Información Financiera, un organismo que facilita consejo a la Comisión Europea en asuntos financieros y seguro que dispone de más tiempo para disfrutar de la vida en familia y preparar sus magníficas paellas, de las que presume, según sus amigos, justificadamente.

Uno de los grandes retos de Zapatero en su primera legislatura pasaba por reconducir la política exterior española, en choque frontal con la del Gobierno anterior. En la misma medida en que se distanciaba de Estados Unidos y de la política de Bush, se acercaba al tradicional eje francoalemán, considerado el corazón de Europa. Tras la aprobación por parte de España en referéndum del «Tratado por el que se establece una Constitución para Europa», para el que tanto PSOE como PP pidieron el voto afirmativo, Zapatero redefinió con mayor énfasis su posición dentro de la Unión, distanciándose más si cabe de las posiciones del Reino Unido, Italia y Polonia, socios tradicionales del Gobierno norteamericano.

Miguel Ángel Moratinos, incansable ministro de Asuntos Exteriores, ha practicado una política de claro acercamiento a la ONU, de reencuentro con la Unión Europea y de profunda amistad y cooperación con América Latina y el Caribe, así como con Marruecos, cuyas relaciones con España quedaron muy deterioradas durante el Gobierno de Aznar. Como todos sabemos, las de España con Estados Unidos, pasan ahora por uno de sus momentos más dulces, con la llegada de Barack Obama a la Casa Blanca.

¿Y la Iglesia? ¡Contentos los tenía Zapatero! Menudo rosario de leyes se había sacado de la manga, una tras otra. Hay que reconocer que se atrevió con todo y, aunque España, de derecho, es laica desde hace tres décadas, de hecho, la jerarquía eclesiástica nunca había visto reducirse tanto su parcela de poder y en tan poco tiempo. ¡Y para colmo, ahora les tocaban el bolsillo... o el cepillo!

En diciembre de 2005, la Comisión Europea exigió a España la aplicación del IVA a la Iglesia católica, que llevaba quince años haciéndose la remolona, desde que, en 1989, la Comisión dirigiera un escrito de queja a la Representación Permanente de España ante la Unión Europea, en el que advertía de la incompatibilidad entre el Acuerdo de Asuntos Económicos con la Santa Sede y el derecho comunitario. El texto aseguraba que «la Iglesia católica en España es la única confesión religiosa que goza de considerable financiación pública, además de ingentes beneficios fiscales derivados de la exención del IVA». ¿Y quién le iba a poner el cascabel al gato? Pues la vicepresidenta Fernández de la Vega, negociadora de lujo, que parecía tener buena prensa entre las autoridades eclesiásticas; por lo menos, mejor que Zapatero, a quien los obispos acusaban de persecución de lo religioso y de practicar un «laicismo beligerante».

Finalmente, se llegó a una fórmula de consenso, teniendo en cuenta que el Acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede sobre Asuntos Económicos se firmó para tres años, y veinticinco después seguía marcando las relaciones entre la Iglesia y el Estado.

Pero, por aquel entonces, a mí todo aquello me daba igual. Algunos funcionarios y trabajadores andábamos muy revolucionados con la posibilidad de que el Ministerio de Asuntos Exteriores nos concediera la Cruz de la Orden del Mérito Civil en reconocimiento a los servicios prestados al presidente del Gobierno durante veinticinco años o más y, en consecuencia, por nuestra contribución al sistema democrático en España. La propuesta fue elevada en nuestro favor por el secretario general, señor Martínez-Fresno y, como ya se sabe que las cosas de Palacio van despacio, la resolución llegó un año después. Dada la trascendencia que para nosotros tenía el tema, los compañeros me confiaron la misión de pedirle al presidente que fuera él quien nos impusiera la condecoración personalmente. Fácil: en cuanto le expliqué el asunto, aceptó encantado. Gertru quedó encargada de buscar hueco en la agenda y, como estaban cerca las celebraciones patronales de la Guardia Civil y la Policía, nos sumamos a los actos.

¡Qué emoción! Aquel 6 de octubre de 2007 quedará siempre en el lugar de la memoria donde uno guarda los momentos importantes de la vida. Todos juntos, veinticinco años más viejos que cuando empezamos, pero con la misma ilusión y la misma fuerza que el primer día, esperábamos ahora a ser condecorados, entre el orgullo de nuestros familiares y los aplausos de nuestros compañeros, además de las felicitaciones y el cariño del presidente y de su esposa, y de todas las autoridades que asistieron al solemne acto. 

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