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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (117 page)

No omitió nada, ni los conflictos con Broud, el hijo de la compañera del jefe Brun, ni lo mucho que disfrutó aprendiendo el uso de las medicinas con Iza. Habló de lo mucho que quería a Creb e Iza, y también a su hermana en el clan, Uba, y de cómo aprendió a utilizar la honda ella sola y cuáles fueron las consecuencias de ello años después. Vaciló sólo llegado el momento de hablar de su hijo. Pese al lógico y generoso razonamiento de la Primera para explicar que los miembros del clan también eran hijos de la Madre, Ayla sabía, por las expresiones y el lenguaje corporal de varias personas –en especial aquellas que habían presentado objeciones a la unión de Echozar y Joplaya–, que no habían cambiado de opinión. Simplemente habían decidido que era mejor reservarse esa opinión por el momento. Finalmente, Ayla consideró preferible no hacer referencia a su hijo.

Les contó que la habían obligado a abandonar el clan cuando Broud asumió el mando, y si bien intentó explicarles qué era una maldición a muerte, dudó que comprendieran plenamente la magnitud real de su fuerza coactiva. Causaba literalmente la muerte de un individuo del clan si éste no tenía ningún sitio adonde ir, y nadie, ni siquiera sus seres más queridos, reconocían su existencia. Habló brevemente de su etapa en el valle, pero se explayó más al referirse a Rydag, el niño mixto que había adoptado Nezzie, la compañera del jefe del Campamento del León.

–A diferencia de Echozar, Rydag carecía de la fortaleza física de la gente del clan y padecía una debilidad interna; pero, al igual que los miembros del clan, era incapaz de producir ciertos sonidos. Yo enseñé a Rydag y Nezzie, a la vez que al resto del Campamento del León y al propio Jondalar, a comunicarse mediante señas. Para Nezzie, fue una gran alegría la primera vez que el niño la llamó «madre» –concluyó Ayla.

A continuación Jondalar se colocó frente a la concurrencia y contó que él y su hermano Thonolan conocieron a unos hombres del clan poco después de cruzar el glaciar de las tierras altas del este. Luego refirió la graciosa anécdota de cuando capturó sólo medio pez, porque compartió la otra mitad con un joven del clan. Explicó asimismo las circunstancias que los llevaron a pasar unas cuantas noches en compañía de Guban y Yorga, la pareja del clan, y a «hablar» con ellos en el lenguaje que Ayla le había enseñado.

–Si algo descubrí en mi viaje –declaró Jondalar– es que esos a quienes siempre hemos llamado «cabezas chatas» son personas: personas inteligentes. No son más animales que vosotros o yo. Puede que sus costumbres sean distintas; puede que incluso su forma de inteligencia sea diferente, pero no es en modo alguno inferior. Sólo es distinta. Hay ciertas cosas que nosotros somos capaces de hacer, y ellos no; pero también hay algunas cosas que ellos pueden hacer y nosotros no.

Luego se puso en pie Joharran para hablar de sus preocupaciones y la necesidad de desarrollar nuevas formas de relación con la gente del clan. Finalmente, Willamar aludió a la posibilidad de entablar tratos comerciales con ellos. Después se plantearon numerosas dudas, y el debate se prolongó durante mucho tiempo. Aquello fue una revelación para los zelandonia y los jefes de los zelandonii. A algunos les costó creerlo, pero otros escucharon con la mente abierta. Resultaba evidente que la historia de Ayla era cierta; ni siquiera el mejor fabulador podía haber inventado una narración tan convincente. Y otorgaba al clan naturaleza humana, pese a que algunos se negaran a aceptar que sus miembros eran humanos. No se tomó ninguna determinación, pero lo dicho allí dio mucho que pensar a todos.

La Primera se levantó por fin para dar por concluida la reunión.

–Creo que nos hemos enterado de cosas de suma importancia –declaró–, y agradezco a Ayla que haya accedido a venir y nos haya hablado tan libremente acerca de sus insólitas experiencias. Nos ha ofrecido una peculiar visión de la vida de unas personas, por extrañas que nos parezcan, que acogieron a una niña que sabían que era distinta y la trataron como si fuera una de ellos. Algunos de nosotros nos hemos atemorizado si casualmente hemos visto a un cabeza chata al salir de cacería o recolección. Según parece, ese temor no es justificado si son gente dispuesta a acoger a alguien que se encuentra perdido y solo.

–¿Significa eso, en tu opinión, que pudieron haber acogido a aquella mujer de la Novena Caverna que se perdió hace ya tiempo? –preguntó la canosa Zelandoni de la Decimonovena Caverna–. Si no recuerdo mal, estaba encinta cuando regresó. Acaso la Madre decidiera bendecirla cuando se hallaba con los cabezas chatas, y utilizó el espíritu de uno de ellos para…

–¡No! ¡Eso no es verdad! ¡Mi madre no era una abominación! –gritó Brukeval.

–Tu madre no era una abominación, es cierto –confirmó Ayla–. Eso precisamente hemos intentado aclarar. Ninguna persona nacida de espíritus mixtos lo es.

–Mi madre no nació de espíritus mixtos –repuso Brukeval.

Miró a Ayla con tal aversión que ella tuvo que volver la cabeza para eludir la fuerza de su mirada. Acto seguido, Brukeval se marchó indignado.

El debate terminó. La gente se puso en pie y empezó a irse. Cuando se dirigía hacia la salida, la Primera notó que Marona la miraba de un modo descortés e insolente y luego oyó los comentarios de Laramar al Zelandoni de la Quinta Caverna y su acólito Madroman.

–¿Cómo puede estar entre los primeros el hogar de Jondalar? –preguntó Laramar–. El pretexto fue que Ayla poseía un alto rango entre los mamutoi, el pueblo del que supuestamente procedía, y que su categoría debía mantenerse entre los zelandonii, pero, en realidad, ni siquiera conoce a la gente entre la que nació. Si la criaron los cabezas chatas, es más cabeza chata que mamutoi. Y decidme cuál es la categoría de un cabeza chata. Debería ser la última, y, sin embargo, ahora está entre los primeros. No lo considero justo.

Tras la larga y agotadora sesión, que terminó con la vehemente intervención de Brukeval, Ayla se sentía extenuada. Suponía que debía ser inquietante para los zelandonii descubrir de pronto que unas criaturas que hasta entonces consideraban animales eran en realidad personas, seres con raciocinio y sentimientos. Era un cambio radical, y los cambios nunca se asimilaban fácilmente; pero la reacción de Brukeval era irracional, y su mirada llena de rencor le había hecho sentir miedo.

Jondalar propuso ir por los caballos y salir a montar un rato para alejarse de la gente y relajarse después de los intensos momentos vividos en la reunión. Ayla se alegró de ver a Lobo trotar de nuevo junto a ellos, ya sin vendajes pese a no haberse curado aún totalmente.

–He procurado disimularlo, pero estaba furiosa con quienes se opusieron a la unión entre Echozar y Joplaya porque la madre de él era del clan –dijo Ayla–. Y, la verdad, no creo que esta reunión especial celebrada a petición de la Zelandoni y Dalanar haya resuelto nada. Sospecho que en la ceremonia matrimonial algunos dieron su consentimiento únicamente porque los emparejados no eran zelandonii. Se hacen llamar «lanzadonii» pero no veo la diferencia. ¿Qué diferencia hay, Jondalar?

–En cierto sentido, zelandonii se refiere sólo a nosotros, nuestra gente, los hijos de la Gran Madre Tierra, pero lanzadonii significa eso mismo –explicó Jondalar–. El verdadero significado de zelandonii sería Hijos de la Tierra del Suroeste, y el de lanzadonii, Hijos de la Tierra del Noreste.

–¿Por qué Dalanar no siguió llamándose zelandonii y convirtió a su gente en otra caverna con el número que le correspondiera? –preguntó Ayla.

–No lo sé. Nunca se lo he preguntado. Quizá porque viven muy lejos. Uno no llega hasta allí en una tarde, ni siquiera en un día o dos. Creo que sabe que si bien siempre existirán lazos entre nosotros, algún día constituirán un pueblo diferente. Ahora que tienen su propia Zelandoni o, mejor dicho, Lanzadoni, hay aún menos motivos para que hagan el largo viaje a nuestra Reunión de Verano. Probablemente sus doniers continuarán siendo instruidas por la zelandonia durante un tiempo, pero a medida que crezcan, empezarán a instruirse allí.

–Serán como los losadunai –observó Ayla–. La lengua y las costumbres se parecen a las de los zelandonii; en otro tiempo debieron ser un mismo pueblo.

–Posiblemente tienes razón, y quizá por eso mantenemos aún tan buenas relaciones de amistad. Ahora no los incluimos en nuestras listas de títulos y lazos, pero tal vez antiguamente sí se hacía.

–Me pregunto cuánto tiempo hará de eso. Ahora existen muchas diferencias, incluso en los versos de su Canto a la Madre –dijo Ayla. Siguieron cabalgando un rato más–. Si los zelandonii y los lanzadonii son el mismo pueblo, ¿por qué al final cedieron quienes se oponían al emparejamiento entre Echozar y Joplaya? ¿Sólo porque lanzadonii significa que viven en el noreste? No tiene sentido. Pero, claro está, su oposición no ha tenido el menor sentido desde el principio.

–Ya ves quién estaba detrás de todo –comentó Jondalar–. ¡Laramar! ¿Qué interés tiene en armar este alboroto? No has hecho más que ayudar a su familia. Lanoga te adora, y duda que Lorala siguiera viva si tú no hubieras intervenido. Me pregunto si de verdad le importa todo esto o si sólo quiere llamar la atención. Creo que no deberían haberle invitado a una reunión especial como ésa, con las personas de mayor rango, donde varias de ellas, incluida la Primera, le presentaban directamente a él sus argumentos, y otras lo respaldaban. Ahora que Laramar ha saboreado ese pequeño triunfo, me temo que seguirá creando problemas, sólo para continuar recibiendo la atención de los demás. Pero aún no comprendo la actitud de Brukeval. Conoce bien a Dalanar y Joplaya, incluso está emparentado con ellos.

–¿Sabías que la madre de Matagan me dijo que Brukeval estuvo en el campamento de la Quinta Caverna intentando convencer a la gente para que presentara una objeción al emparejamiento de Joplaya antes de la ceremonia matrimonial? –dijo Ayla–. Siente un profundo rechazo contra el clan y, sin embargo, su parecido con Echozar es evidente. Brukeval tiene rasgos característicos del clan, no tan marcados como los de Echozar, pero los tiene. Creo que ahora me odia por decir que su madre nació de espíritus mixtos, pero yo sólo pretendía explicar que las personas mixtas no tienen nada de malo, no son abominaciones.

–Probablemente él todavía piensa lo contrario. Por eso pone tanto empeño en negarlo. Debe ser horrible detestar lo que uno mismo es. Eso no puede cambiarse. Es curioso; Echozar también aborrece al clan. ¿Por qué odian a la gente de la que forman parte?

–Quizá porque otros los hacen sufrir por lo que son, y ellos no pueden ocultarlo porque su aspecto es distinto –contestó Ayla–. Pero la mirada que Brukeval me ha lanzado rebosaba rencor, y eso me asusta. Me recuerda un poco a Attaroa, como si algo no anduviera bien dentro de él, como si hubiera en él algo defectuoso o deforme; semejante a lo que le ocurre a Lanidar en el brazo, pero por dentro.

–Quizá ha penetrado en él algún espíritu maligno, o su elán se ha torcido –aventuró Jondalar–. No lo sé, pero quizá deberías mantenerte alejada de Brukeval, Ayla. Puede que intente crearte más complicaciones.

Capítulo 36

El verano avanzaba y los días eran cada vez más calurosos. La hierba de los prados ganaba altura y adquiría un color dorado, oscilando sus puntas por el peso de la simiente, promesa de nueva vida. También el cuerpo de Ayla aumentaba de peso conforme crecía el niño que llevaba en su vientre. Estaba trabajando al lado de Jondalar, extrayendo semillas de unos tallos de avena silvestre, cuando notó por primera vez un movimiento en su interior. Se detuvo y se apretó el vientre abultado con la mano. Jondalar lo advirtió.

–¿Qué pasa, Ayla? –preguntó preocupado.

–He notado moverse al niño. ¡Es la primera vez que lo noto! –exclamó sonriendo, pletórica de alegría. Tras cogerle a Jondalar la herramienta de desgranar, tomó su enorme mano y se la llevó al vientre–. Aquí. Quizá el niño vuelva a moverse.

Él aguardó expectante.

–No noto nada –dijo al cabo de un momento. De pronto se produjo un leve movimiento bajo su mano, apenas una ondulación–. ¡Sí! ¡Sí! ¡He notado moverse al niño!

–Más adelante esos movimientos serán más fuertes –le explicó Ayla–. ¿No es maravilloso, Jondalar? ¿Qué te gustaría que fuera, niño o niña?

–Me da igual. Sólo quiero que nazca sano, y que tengas un parto fácil. ¿Y tú qué prefieres que sea?

–Creo que me gustaría tener una niña, pero estaría igual de contenta con un niño. La verdad es que no me importa. Sólo quiero un hijo, tu hijo. También es tu hijo.

–¡Eh, vosotros dos! Si seguís holgazaneando de esa manera, seguro que gana la Quinta Caverna.

Al volverse, vieron acercarse a un joven de estatura media y complexión sólida y fibrosa. Caminaba con la ayuda de una muleta y llevaba un odre de agua en la mano libre.

–¿Os apetece un poco de agua? –ofreció.

–¡Hola, Matagan! Con este calor, se agradece esa agua –dijo Jondalar. Cogiendo el odre y, levantándolo por encima de su cabeza, dejó caer en su boca el agua que manaba del pitorro. Luego lo pasó a Ayla y preguntó al joven–: ¿Cómo va esa pierna?

–Más fuerte cada día. No tardaré en poder desprenderme de la muleta –contestó Matagan con una sonrisa–. Se supone que sólo puedo repartir agua entre los de la Quinta Caverna, pero he visto a mi curandera preferida y he pensado que bien podía hacer un poco de trampa. ¿Cómo estás, Ayla?

–Muy bien. Acabo de notar vida dentro de mí por primera vez hace un momento. El bebé crece –respondió ella–. ¿Quién calculas que va por delante?

–No está nada claro. La Decimocuarta ha llenado ya varias cestas, pero la Tercera ha localizado otro bancal grande.

–¿Y la Novena? –preguntó Jondalar.

–Creo que tienen opciones, pero apuesto por la Quinta –respondió el joven.

–No eres imparcial. Quieres los premios. –Jondalar se echó a reír–. ¿Qué ha donado este año la Quinta Caverna?

–La carne ya en cecina de dos uros muertos en la primera cacería, una docena de lanzas y una gran fuente de madera labrada por nuestro mejor tallista. ¿Y la Novena?

–Un gran odre del vino de Marthona, cinco lanzavenablos de madera de abedul con tallas, cinco piedras de fuego y dos de las grandes cestas de Salova, una llena de avellanas y la otra de manzanas ácidas –contestó Jondalar.

–Si gana la Quinta, yo iré a por el vino de Marthona. Espero que los huesos me respondan. En cuanto pueda librarme de esto –levantó la muleta–, volveré a la tienda de los hombres. Creo que, con o sin muleta, podría volver ya, pero mi madre prefiere que aún no me vaya. Me ha tratado de maravilla; nadie me habría cuidado mejor. Pero ahora ya me mima demasiado. Desde el accidente, me da la sensación de que soy un niño de cinco años.

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