Los refugios de piedra (121 page)

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Authors: Jean M. Auel

–Lo sé. Me he dado cuenta. ¿Por qué la gente los odia tanto? –preguntó Ayla–. ¿Qué los hace tan espantosos?

La donier la miró, pensativa, y por fin se decidió.

–Cuando dije en aquella reunión que me había sumido en profundas meditaciones para recordar todas las Historias y Leyendas de los Ancianos, era totalmente cierto. Utilicé todos los estímulos y apoyos a la memoria que conozco para sacar a la luz todo aquello que he memorizado a lo largo del tiempo. Probablemente es algo que debería hacerse con mayor frecuencia; resulta esclarecedor. Sospecho, Ayla, que el problema es que nosotros nos establecimos en sus tierras. Al principio no fue demasiado conflictivo. Había espacio de sobra, y muchos refugios vacíos. No era difícil compartir el territorio con ellos. Ellos tendían a aislarse, y nosotros los eludíamos. Por entonces no los llamábamos animales, sino simplemente cabezas chatas, y era un término más descriptivo que peyorativo. Pero a medida que pasó el tiempo y nacieron más niños, empezamos a necesitar más espacio. Algunos comenzaron a ocupar los refugios de esa gente, a veces luchando contra ellos, a veces matándolos o muriendo ellos mismos en los enfrentamientos. Por esas fechas, llevábamos ya mucho tiempo viviendo aquí, y éste era también nuestro hogar. Quizá los cabezas chatas estuvieran aquí primero, pero nosotros necesitábamos lugares donde vivir, así que nos apropiamos de los suyos. Cuando la gente trata mal a los demás, ha de racionalizarlo para poder seguir viviendo. Nos damos excusas a nosotros mismos. En ese caso la excusa que utilizamos fue que la Gran Madre nos había concedido la Tierra como hogar, «tanto el mar como la tierra, toda su Creación». Eso significa que todas sus plantas y animales son nuestros y podemos utilizarlos. Nos convencimos después de que los cabezas chatas eran animales, y que, por tanto, podíamos despojarlos de sus refugios para quedárnoslos.

–Pero no son animales –dijo Ayla–; son personas.

–Sí, tienes razón; pero oportunamente nos olvidamos de eso. La Madre dijo también que la Tierra es «para hacer uso, sin caer en el abuso». Los cabezas chatas también son Hijos de la Tierra. Eso fue lo otro que descubrí en mis meditaciones. Si la Madre mezcla sus espíritus con los nuestros, ellos deben de ser también personas. Pero no creo que las cosas hubieran cambiado mucho si los hubiéramos considerado personas. Estoy segura de que habríamos actuado del mismo modo. Doni ha creado otras criaturas vivas que han de matar para poder vivir. Dudo que tu lobo se preocupe por las liebres que mata para sobrevivir o por los ciervos que sus congéneres cazan cuando van en manada. Nació para matarlos. Sin ellos no viviría, y Doni ha dotado a todo ser vivo del deseo de continuar viviendo –declaró la donier–. Pero a los humanos se les ha otorgado la facultad de pensar, y eso es lo que nos permite aprender y madurar. También es eso lo que nos lleva a saber que la cooperación y el mutuo entendimiento son necesarios para nuestra propia supervivencia, y eso ha dado origen a la empatía y la compasión, pero esa clase de sentimientos tienen otra cara. La empatía y la compasión que sentimos por los de nuestra propia clase a veces se extiende al resto de los seres vivos. Si permitiéramos que esos sentimientos nos impidieran matar a un ciervo u otros animales, no sobreviviríamos mucho tiempo. El deseo de vivir es el sentimiento predominante, así que aprendemos a sentir compasión de manera selectiva. Encontramos maneras de cerrar la mente. Limitamos nuestro sentido de la empatía.

Ayla, fascinada, escuchaba con mucha atención.

–El problema es saber hasta qué punto podemos restringir esos sentimientos sin pervertirlos. En mi opinión, eso es lo que preocupa a Joharran tras escuchar la información que tú, Ayla, nos has traído. Mientras la mayoría de la gente creía que los miembros del clan eran sólo animales, podíamos matarlos sin pararnos a pensar en ello. Matar a otros seres humanos es diferente; la mente deberá inventar nuevos pretextos para justificar esa acción. Pero si conseguimos de algún modo vincular esas muertes a nuestra propia supervivencia, la mente realizará las maniobras necesarias para racionalizarlas. Eso se nos da muy bien. Pero la gente cambia, aprende a odiar. Tu lobo no necesita odiar a sus presas. Para nosotros, sería más fácil si pudiéramos matar sin remordimientos como tu lobo. Pero en tal caso no seríamos humanos.

Ayla meditó un instante acerca de lo que la Zelandoni acababa de decir.

–Ahora sé por qué eres la Primera Entre Quienes Sirven a la Madre. Es difícil matar. Yo sé bien lo difícil que es. Recuerdo el primer animal que maté con la honda. Era un puerco espín, sentí tanta pena que no volví a cazar durante mucho tiempo, y llegado el momento tuve que encontrar una razón. Decidí matar sólo carnívoros porque a veces robaban la carne a los cazadores, y porque mataban a los mismos animales que el clan necesitaba como alimento.

–Eso es precisamente la pérdida de la inocencia, Ayla. El instante en que tomamos conciencia de lo que debemos hacer para vivir. Por eso es tan importante la primera presa de un joven cazador. No sólo son los cambios físicos del cuerpo los que hacen adulta a una persona. La primera cacería es la más difícil, y no sólo se reduce a vencer el miedo. Un hombre y una mujer deben demostrar que son capaces de sobrevivir, que son capaces de hacer lo necesario para seguir viviendo. También es ése el motivo por el que tenemos ciertas ceremonias destinadas a honrar a los espíritus de los animales que matamos. Es asimismo una manera de honrar a Doni. Necesitamos recordar y saber valorar que la vida de esos animales nos es dada para que podamos vivir. De lo contrario, los humanos podríamos insensibilizarnos demasiado, y eso se volvería contra nosotros. Siempre debemos demostrar agradecimiento por lo que tomamos. Y también es necesario honrar a los espíritus de los árboles, la hierba y otros alimentos que crecen en la tierra. Debemos tratar todos los dones de la Madre con respeto. Ella puede encolerizarse si nos olvidamos de honrarla debidamente y retirarnos la vida que nos ha dado. Puede incluso dejar de aprovisionarnos. Si algún día la Gran Madre decidiera volver la espalda a sus hijos, nos quedaríamos sin hogar.

–Zelandoni, me recuerdas a Creb en muchos aspectos –dijo Ayla–. Era un hombre bondadoso y yo lo apreciaba por eso, pero lo más importante era que comprendía a la gente. Yo siempre podía acudir a él... Espero que no te moleste esta comparación, porque no es ésa mi intención.

La Zelandoni sonrió.

–No, claro que no me molesta. Me hubiera gustado conocer a ese hombre tan valioso del clan. Y espero que sepas que siempre puedes acudir a mí.

Ayla reflexionó sobre su conversación con la Primera mientras se disponía a moler el mineral rojo. Pero cuando comenzó la ardua tarea de triturar los terrones de mineral de hierro con la piedra redondeada sobre una roca plana en forma de fuente, procuró abstraerse para olvidar el incidente con Brukeval. El esfuerzo la ayudó a ello; la monótona actividad física le permitió dejar vagar libres sus pensamientos, que derivaron hacia su conversación con la Zelandoni. «Tiene razón, se dijo. Creo que me he creado un enemigo. Pero ¿qué puedo hacer ahora? El mal ya está hecho. No creo que hubiera podido evitarlo. Brukeval pensará lo que quiera pensar, independientemente de lo que yo diga o haga.»

A Ayla no se le había ocurrido mentir y decirle que en realidad no creía que tenía el aspecto de un miembro del clan. No era verdad. Estaba convencida de que era un espíritu mixto. Comenzó a preguntarse por la abuela de Brukeval. La mujer se había extraviado, y cuando volvieron a encontrarla, declaró que la habían atacado unos animales; todos dedujeron que esos animales debían ser aquellos conocidos como cabezas chatas. Los del clan seguramente la encontraron, ¿cómo, si no, había conseguido sobrevivir? Y si ellos la acogieron y le dieron de comer, seguramente le pidieron que trabajara, como las demás mujeres, y cualquier hombre del clan consideró entonces que podía utilizarla para satisfacer sus necesidades. Si ella se opuso quizá alguien la forzó, como Broud había hecho con ella. Para una mujer del clan era inconcebible resistirse, puesto que podía ser castigada por ello.

Ayla intentó imaginar cómo reaccionaría una mujer nacida entre los zelandonii en una situación así. Para los zelandonii, el placer era un don de la Gran Madre Tierra, y nunca debía hacerse por la fuerza. Estaba destinado a compartirse, pero sólo cuando el hombre y la mujer estaban de acuerdo en ello. La abuela de Brukeval, sin duda, interpretó los requerimientos de que fue objeto como una agresión. ¿Qué podía pensar al verse atacada por alguien a quien consideraba un animal? ¿Forzada a compartir el don del placer con semejante criatura? Una experiencia así bastaría para trastornar su mente. Quizá sí. Las mujeres zelandonii no estaban acostumbradas a recibir órdenes, eran independientes, tanto como los hombres.

Ayla dejó de moler la piedra roja. Tenía que ser cierto que un hombre del clan había obligado a la abuela de Brukeval a aparearse con él, porque ella había vuelto embarazada, y sólo de ese modo podía haberse iniciado la vida que crecía en su interior. Y como resultado de eso nació la madre de Brukeval. Era una mujer débil, había dicho Jondalar. Rydag también era débil. «Quizá haya algo en la mezcla entre razas que a veces provoca hijos enfermizos.»

Su hijo Durc, sin embargo, no era débil, ni tampoco Echozar o los s’armunai. Eran personas fuertes, y muchas de ellas presentaban las facciones del clan. Quizá los débiles morían jóvenes, como Rydag, y sólo sobrevivían los más fuertes. ¿Serían acaso los s’armunai el resultado de una mezcla de razas iniciada mucho tiempo atrás? A ellos no les preocupaban tanto los mestizajes, tal vez porque estaban más acostumbrados. Parecían personas corrientes, pero tenían ciertas características propias del clan.

¿Habría sido ese el motivo por el que el compañero de Attaroa había intentado dominar a las mujeres antes de que ella le matara? ¿Acaso se transmitía el concepto que tenían los hombres del clan sobre las mujeres del mismo modo en que se transmitían sus rasgos físicos? ¿O se trataba sólo de algo que cada hombre aprendía conviviendo con ellos? Pero los s’armunai poseían también muchas cualidades positivas. Bodoa, la S’Armuna, había descubierto cómo sacar arcilla de un río y quemarla hasta convertirla en piedra y su acólita era una excelente tallista. «Y Echozar es realmente una persona muy especial», se dijo Ayla. Los lanzadonii, al igual que los zelandonii, pensaban que el aspecto de esa clase de gente se debía a la mezcla de espíritus, pero la madre de Echozar había sido atacada por uno de los Otros.

Ayla continuó moliendo el mineral. «¡Qué ironía!, pensó. Brukeval odia a la gente que inició la vida de la que él nació. Son los hombres quienes inician la vida que crece en el interior de las mujeres, de eso estoy segura. Son necesarios el hombre y la mujer. No es extraño que la caverna de los s’armunai estuviera desapareciendo bajo el mando de Attaroa. No podía obligar a los espíritus de las mujeres a mezclarse entre sí para crear vida. Las únicas mujeres que tenían hijos eran aquellas que escapaban furtivamente por las noches para visitar a sus hombres.»

Ayla pensó en la vida que crecía dentro de ella. Sería hijo de Jondalar tanto como de ella. Estaba convencida de que se inició cuando dejaron atrás el glaciar. Ella no había preparado su infusión especial; estaba convencida de que era esa infusión la que había impedido que se iniciara una vida en su interior durante el largo viaje. Ella había sangrado por última vez poco antes de que empezar a cruzar el glaciar. Se alegraba de no haber tenido náuseas la mayor parte de ese tiempo, o al menos no tantas como cuando estuvo embarazada de Durc. Los niños que resultaban de una mezcla de razas acarreaban más problemas a las mujeres durante el embarazo y el parto, y a veces eran los propios niños los que lo padecían. Esta vez se sentía perfectamente. ¿Sería niña o niño? ¿Y qué tendría Whinney?

Capítulo 37

La Novena Caverna construyó un refugio para los caballos bajo el saliente de piedra en la sección sur, la menos usada, cerca del puente de Río Abajo. Ayla había preguntado a Joharran si alguien se opondría a que ella y Jondalar construyeran una estructura para proteger a los animales. Había pensado en algo sencillo, que sirviera para protegerlos de la lluvia y la nieve arrastradas por las ráfagas de viento. Cuando el jefe de la Novena Caverna convocó una reunión en la Piedra de los Oradores para tantear las reacciones de la gente, todos se ofrecieron a ayudar y les construyeron una sólida morada con muros bajos de piedra y paneles encima para impedir el paso del viento. Pero no tenía cortinas en la entrada, ni cerca para mantenerlos encerrados.

Los caballos seguirían disfrutando de la libertad para ir y venir a su antojo a la que estaban acostumbrados. Whinney había compartido la Caverna de Ayla en el valle, y los dos caballos se habían acostumbrado al refugio que la gente del Campamento del León les había construido en su largo albergue. En cuanto Ayla les enseñó su nueva casa, les dio de comer hierba seca y avena y les puso agua, los animales empezaron a comprender que aquel espacio era para ellos. Al menos volvían con frecuencia, utilizando el camino más directo desde la orilla del Río, más cercana a esa sección de la caverna. Rara vez iban por el sendero que ascendía desde el valle del Río del Bosque y cruzaba frente a la concurrida área de viviendas a menos que los llevara Ayla.

Una vez construido el refugio para los caballos, Ayla y Jondalar decidieron hacer un abrevadero de madera, un cajón cuadrado con entalladuras al estilo de los recipientes de los sharamudoi, y cuando empezaron, su trabajo despertó mucho interés entre la gente. Les costó varios días, pese a que contaban con numerosos ayudantes, y aún más espectadores. Primero tuvieron que localizar el árbol adecuado, y eligieron un pino muy alto situado en medio de un espeso bosquecillo. La escasa distancia entre los árboles los obligaba a crecer a gran altura para alcanzar la luz del sol, y tenían pocas ramas en la parte inferior, con lo cual la madera estaba libre de nudos.

El árbol se cortó con hachas de pedernal, tarea de por sí ardua. Un hacha de pedernal tenía poco filo y apenas se hincaba. Eso obligó a realizar la incisión en el tronco en un ángulo muy abierto e ir arrancando fragmentos y delgadas astillas. Al final daba la impresión de que el tocón había sido mordisqueado por un castor. Una vez caído el árbol, tuvo que cortarse otra vez, justo por debajo de las ramas inferiores. La copa del árbol no se desperdició; los tallistas y fabricantes de herramientas examinaron enseguida aquella gran cantidad de madera, y los trozos sueltos se utilizaron como leña. El mismo árbol permitió hacer también un comedero. Conforme a la tradición sharamudoi, Jondalar y Ayla plantaron semillas del pino en torno al árbol talado, en agradecimiento a la Gran Madre. La Zelandoni quedó muy impresionada por la ceremonia.

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