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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (122 page)

A continuación hicieron una demostración de cómo extraer tablones del tronco mediante cuñas y mazos. Los tablones resultantes, más estrechos por un lado que por el otro, tenían muchas utilidades, por ejemplo, como estantes. Los cajones entallados les parecieron a todos una idea ingeniosa. Usando un buril de pedernal o cualquier otra herramienta similar, cortaban un tablón para separar una sección alargada con los extremos rectos, que luego se rebajaban hasta formar un ángulo en el borde. A distancias previamente medidas, se practicaban en la tabla tres entalladuras transversales, es decir, surcos en forma de cuña que no llegaban a traspasar totalmente la madera. Con la ayuda de vapor, la tabla se doblaba entonces por las entalladuras, hasta cerrar completamente sobre sí mismo cada uno de los surcos y formar un cajón rectangular al juntarse los extremos. Con un taladro de pedernal, se realizaban varios agujeros en los extremos rebajados. Para conseguir un acabado suave, la madera se restregaba con arena y piedras.

Para el fondo se nivelaba y daba forma a otro tablón mediante cuchillos y piedras de lijar a fin de introducirlo en el cajón y encajarlo en la acanaladura previamente realizada a lo largo del borde inferior del cajón. Cuando estaba ensamblado, los extremos rebajados en ángulo de la cuarta esquina del cajón se aseguraban mediante estaquillas insertadas a golpes de mazo en los orificios hechos con el taladro. Aunque al principio perdía agua por las rendijas, la madera se hinchaba al empaparse y el cajón quedaba completamente estanco, lo cual lo convertía en un recipiente útil para líquidos o grasas, y si se usaban piedras calientes, muy eficaz como vasija para guisar. También eran buenos recipientes para contener agua y comida para los caballos. Era muy probable que en el futuro se hicieran más cajones como aquél.

Marthona observó a Ayla subir por el sendero con las mejillas rojas y el aliento empañado a causa del frío. Calzaba unos mocasines de suela gruesa y, unidas a éstos, unas polainas que le ceñían las pantorrillas por encima de las perneras de los calzones. Llevaba el abrigo forrado de piel que le había regalado la madre de Matagan, y que no ocultaba su evidente embarazo, sobre todo porque ella se ataba muy alto el cinturón del que pendían su cuchillo y varios saquitos. La capucha le caía sobre la espalda, y llevaba el pelo recogido en un cómodo moño, pero el viento agitaba unos cuantos mechones sueltos.

Usaba aún su morral mamutoi en lugar de una mochila al estilo zelandonii, y la llevaba llena de algo. Ayla se había habituado al morral, que colgaba de un solo hombro, y lo solía utilizar en las salidas cortas. Le dejaba un hombro libre, lo que le permitía cargar las piezas cobradas en sus cacerías. En ese momento tres perdices, atadas por las patas con plumas, colgaban de su hombro a la espalda y, a modo de contrapeso, por delante pendían dos liebres de buen tamaño.

Lobo la seguía. Ayla acostumbraba a llevárselo en sus salidas. No sólo era útil para espantar aves o animales pequeños, sino que, además, podía ver dónde habían caído entre la nieve las blancas aves o las liebres.

–No sé cómo te las arreglas, Ayla –dijo Marthona colocándose junto a ella y caminando a su lado cuando llegó al porche de piedra–. Cuando yo estaba de tantos meses, me notaba tan torpe y pesada que ni me planteaba ya ir de caza. Tú, en cambio, aún sales, y raro es el día que no traes algo.

Ayla sonrió.

–Me noto torpe y pesada, pero no se requiere mucha agilidad para arrojar una vara o lanzar una piedra con una honda, y Lobo me ayuda más de lo que imaginas.

Marthona sonrió al animal que andaba entre ellas. Pese a lo mucho que se había preocupado por él cuando lo atacaron otros lobos, ahora le gustaba su oreja ligeramente caída. Entre otras cosas, porque lo hacía más fácilmente reconocible. Esperaron mientras Ayla dejaba la caza frente a su morada sobre un bloque de piedra caliza que a veces se usaba como soporte, y a veces para sentarse.

–Nunca se me dio muy bien cazar animales pequeños –comentó Marthona–, salvo con cepos o trampas. Pero me divertía salir con las partidas de caza mayor. Hace tanto tiempo que no cazo, que creo que ya se me ha olvidado cómo se hace; pero tenía buen ojo para seguir los rastros. Ahora ya tampoco veo tan bien como antes.

–Mira qué más he traído –dijo Ayla descolgándose el abultado morral para enseñarle el contenido a Marthona–. ¡Manzanas!

Había encontrado un manzano sin una sola hoja, pero adornado aún con pequeñas y lustrosas manzanas rojas, ya menos duras y ácidas después de las primeras heladas, y había llenado el morral.

Las dos se dirigieron hacia el refugio de los caballos. Ayla no esperaba verlos allí en pleno día, pero echó un vistazo al abrevadero. En invierno, cuando la temperatura bajaba de cero grados, ella les deshelaba el agua, pese a que en su hábitat natural los caballos se las arreglaban perfectamente sin ayuda de nadie. Dejó unas cuantas manzanas en el comedero.

Luego se acercó al borde de la terraza y miró hacia el Río, flanqueado por árboles y matorrales. No vio a los caballos, pero lanzó un silbido, la señal que los animales habían aprendido a contestar, esperando que estuvieran lo bastante cerca para oírla. No tardó en ver a Whinney subir por la empinada cuesta, seguida de Corredor. Lobo y Whinney se rozaron los hocicos cuando la yegua llegó a lo alto; parecía su saludo formal. Corredor relinchó, y en respuesta recibió un aullido juguetón, tras lo cual el corcel y el lobo se rozaron también los hocicos.

Marthona todavía se sorprendía del control que Ayla tenía sobre sus animales. Se había acostumbrado a Lobo, que siempre estaba entre las personas y le respondía a ella con naturalidad. Pero los caballos eran más asustadizos, no tan cordiales, y parecían menos dóciles, excepto con Ayla y Jondalar. Los veía más parecidos a los animales salvajes que ella había cazado en otro tiempo.

Ayla emitía los sonidos que Marthona la había oído usar ya otras veces con los caballos mientras les rascaba y acariciaba; luego los llevó al refugio. Ayla cogió una manzana para cada uno, y los animales comieron de sus manos mientras ella seguía hablándoles a su extraña manera. Marthona intentó discernir los sonidos que emitía. No eran exactamente una lengua, pensó. No obstante, tenían cierto parecido con algunas de las palabras que Ayla había usado en sus demostraciones del lenguaje de los cabezas chatas.

–Se te está poniendo una tripa enorme, Whinney –dijo Ayla y, dándose palmadas en el vientre, añadió–: Igual que a mí. Probablemente darás a luz en primavera, quizá a finales, cuando empiece a mejorar el tiempo. Por entonces mi hijo habrá nacido ya. Me encantaría montar un rato, pero supongo que en mi estado no es conveniente. Dijo la Zelandoni que podía ser malo para el niño. Me encuentro bien, pero no quiero correr riesgos. Jondalar te sacará a pasear cuando vuelva, Corredor.

Eso era lo que quería decir a los caballos, y lo que les decía en su mente, si bien la combinación de señas y palabras del clan y los otros sonidos de su lenguaje particular no se habrían traducido exactamente así… si alguien hubiera sido capaz de traducirlos. Poco importaba. Los caballos entendían el tono cordial de su voz, el contacto afectuoso y ciertos sonidos y señas.

El invierno llegó de improviso. A media tarde empezaron a caer pequeños copos blancos. Poco a poco se hicieron más grandes y gruesos, y al anochecer caía una intensa tormenta de nieve. En la caverna todos exhalaron suspiros de alivio cuando los cazadores que habían salido esa mañana llegaron al refugio antes de oscurecer por completo, con las manos vacías, pero sanos y salvos.

–Joharran ha decidido volver cuando hemos visto a los mamuts dirigirse a buena marcha hacia el norte –dijo Jondalar después de saludar a Ayla–. Ya conoces el dicho: «No des un paso más si los mamuts al norte van». Los mamuts se marchan al norte, donde hace más frío, pero el clima es más seco y la nieve no se acumula en capas tan profundas. En la nieve blanda y abundante pierden movilidad. Joharran no quería correr riesgos, pero esos nubarrones se desplazaban tan rápidamente que quizá hayan alcanzado incluso a los mamuts. La nieve ya llega hasta las rodillas. Hemos tenido que ponernos raquetas en los pies para volver.

La tormenta duró toda la noche y el día y la noche siguientes. No se veía nada, excepto aquella cortina blanca movediza, ni siquiera podía distinguirse el Río. A veces la nieve, atrapada en una contracorriente de aire que azotaba la pared rocosa, sin encontrar otra salida, rebotaba contra la dirección de los vientos dominantes formando un vertiginoso remolino de copos. A ratos, cuando el viento amainaba, la nieve caía a plomo, pesadamente, en un continuo movimiento hipnótico.

Ayla agradecía el protector saliente de piedra del refugio que se extendía hasta el lugar donde estaban los caballos, aunque la primera noche estuvo preocupada, ya que no sabía si los animales habían encontrado el camino hasta allí antes de acumularse mucha nieve, y temía que hubieran quedado aislados, aprisionados, por el espeso manto de nieve, si habían buscado cobijo en otra parte.

Sintió alivio al oír un relincho cuando se acercó al refugio a la mañana siguiente temprano y dejó escapar un hondo suspiro al ver a los animales. Pero al saludarlos percibió su nerviosismo. Tampoco ellos estaban familiarizados con aquella cantidad de nieve. Decidió quedarse un rato con ellos y los cepilló con espinosas hojas de cardencha, lo cual los reconfortaba, y a la propia Ayla le resultaba relajante.

Viéndolos a salvo en su refugio, se preguntó dónde se guarecerían los caballos salvajes. ¿Habrían emigrado a la región más fría y seca que se extendía al norte y al este, donde la nieve no alcanzaba tanta profundidad y no cubría el heno seco del que se alimentaban en invierno?

Se alegró de haber recogido hierba en abundancia para Whinney y Corredor, además de grano, para complementar su forraje. Había sido idea de Jondalar. Él sabía lo profunda que podía llegar a ser la capa de nieve; ella no. Ahora se preguntaba si habrían almacenado suficiente comida. Los caballos se adaptaban al frío, eso no la preocupaba. Su pelaje había crecido y se había espesado para proteger sus cuerpos robustos y compactos, pero ¿tendrían hierba suficiente?

Los inviernos en la región donde vivía la gente de Jondalar eran fríos, pero no secos. Su principal característica era la nieve, una densa nieve que saturaba el aire e iba de un lado a otro impulsada por el viento. Ayla no había visto tanta nieve desde que vivía con el clan. Se había acostumbrado a las heladas estepas de
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que absorbían la humedad de la atmósfera, situadas más al interior en torno a su valle y en el territorio de los cazadores de mamuts. Aquí, donde el clima estaba sujeto a las influencias marinas de las Grandes Aguas del oeste, el paisaje se conocía como estepas continentales. En invierno llovía y nevaba más, clima parecido en cierto modo al del lugar donde ella se había criado, el extremo montañoso de una península que se adentraba en un mar interior mucho más al este.

La pesada nieve apilada en el porche delantero formaba ante la abertura del refugio una alta y sólida barrera que resplandecía de noche con el reflejo dorado de las hogueras encendidas bajo el saliente de piedra. Ayla entendía ahora por qué se usaban gruesos troncos para sostener los numerosos travesaños del armazón cubierto de cueros que protegía el pasadizo por el que se accedía al cercado utilizado en invierno como vertedero en lugar de las zanjas.

La segunda mañana después del comienzo de la nevada Ayla despertó y se encontró la cara sonriente de Jondalar, que la sacudía con delicadeza, de pie al lado de la plataforma de dormir. Tenía las mejillas rojas a causa del frío y en su pesado abrigo había aún restos de nieve sin deshacer. Sostenía un vaso de infusión caliente.

–Venga, levanta ya, dormilona –dijo–. Recuerdo los tiempos en que estabas en pie mucho antes que yo. Aún queda un poco de comida. Ha parado de nevar. Abrígate y sal. Quizá deberías ponerte debajo aquellas prendas que te regalaron Marona y sus amigas.

–¿Tú ya has salido? –preguntó Ayla incorporándose para tomarse la infusión–. Últimamente parece que necesito dormir más.

Conteniéndose para no apremiarla, Jondalar esperó mientras ella se lavaba, tomaba un bocado y empezaba a vestirse.

–Jondalar, no puedo atarme estos calzones a la cintura, y la túnica ya no me cabe. ¿De verdad quieres que me ponga esto? No quiero estirarla.

–Los calzones son importantísimos. Da igual si no puedes atártelos. Haz lo que puedas. Encima llevarás tu otra ropa. Aquí tienes las botas. ¿Dónde está tu abrigo?

Mientras se encaminaban hacia el exterior del refugio, Ayla vio el radiante cielo azul y el brillo de la luz del sol que bañaba el saliente de piedra. Saltaba a la vista que algunas personas habían madrugado. Habían limpiado de nieve el sendero que bajaba al Río del Bosque y esparcido grava de piedra caliza por la pendiente para hacerla menos resbaladiza. A ambos lados las paredes de nieve llegaban a la altura del pecho, pero cuando Ayla contempló el paisaje, se le cortó la respiración.

Alrededor, todo se había transformado. La reluciente capa blanca había suavizado los contornos del terreno y, por contraste con aquella intensa y cegadora blancura, el cielo parecía aún más azul. Hacía frío; la nieve crujía bajo los pies y el aliento se le condensaba. Vio a unas cuantas personas en el llano que se extendía al otro lado del río.

–Cuidado al bajar por el sendero –advirtió Jondalar–. Puede ser peligroso. Dame la mano.

Llegaron al pie de la cuesta y cruzaron el pequeño río helado. Algunos de los que los vieron acercarse los saludaron con la mano y se dirigieron hacia ellos.

–Pensaba que no ibas a levantarte nunca –protestó Folara–. Hay un sitio al que vamos todos los años, pero se tarda media mañana en llegar. Le he preguntado a Jondalar si podíamos llevarte, pero le parecía que era demasiado lejos para ti en tu estado. Cuando la nieve esté más dura, podemos hacerte un asiento en un trineo y turnarnos para tirar de ti. Normalmente los trineos se usan para acarrear leña o carne o cualquier otra cosa, pero cuando no se los necesita para eso podemos utilizarlos nosotros –estaba eufórica.

–Cálmate, Folara –dijo Jondalar.

La nieve era tan profunda que cuando Ayla intentó caminar a través de ella, se tambaleó, perdió el equilibrio y se agarró a Jondalar, arrastrándolo en su caída. Quedaron los dos sentados y cubiertos de nieve, riendo de tal modo que no podían levantarse. Folara reía también.

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