Los refugios de piedra (53 page)

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Authors: Jean M. Auel

Jondalar apartó la cortina de la entrada y salió de la morada de su madre. Vio que el cielo estaba encapotado y gris. Una fría llovizna inducía a la gente a quedarse bajo el refugio de piedra y, por tanto, la zona comunitaria cercana al área de viviendas estaba totalmente ocupada. No había horarios establecidos para la práctica de los oficios y actividades concretas, pero aquél era uno de esos días que muchos elegían para desarrollar sus proyectos. Se habían colocado paneles y pieles atadas con cuerdas como protección contra el viento y la lluvia y se habían encendido unas cuantas hogueras para dar luz y calor, pese a que las frías corrientes de aire imponían el uso de ropa de abrigo.

Jondalar sonrió al ver a Ayla dirigirse hacia él. Se saludaron rozándose las mejillas, y él percibió su aroma de mujer. Eso le recordó que no habían dormido juntos esa noche. Le asaltó el deseo de llevarla a la cama y hacer algo más que dormir.

–Ahora iba a casa de Marthona a buscarte –dijo ella.

–Me he levantado con ganas de trabajar la piedra y he cogido un poco del pedernal de Dalanar para hacer herramientas nuevas –explicó Jondalar alzando el fardo de piel–. Pero parece que todo el mundo ha decidido ponerse a trabajar al mismo tiempo. –Lanzó una ojeada hacia el abarrotado espacio de trabajo–. No quiero quedarme aquí.

–¿Adónde irás? –preguntó ella–. Voy a hacer una visita a los caballos, pero después puedo pasar a verte.

–Creo que iré Río Abajo. Allí siempre hay muchos artesanos haciendo herramientas –contestó Jondalar. Tras pararse a pensar, añadió–: ¿Quieres que te acompañe a ver a los caballos?

–Si no te apetece, no –dijo Ayla–. Sólo voy a echarles un vistazo. Hoy no creo que salga a cabalgar, pero podría llevarme a Folara y, si quiere, dejarle montar a Whinney. Se lo propuse, y me dijo que le hacía ilusión.

–Me gustaría verla montar, pero hoy tengo ganas de trabajar un poco.

Fueron juntos hasta el área de trabajo, y allí Jondalar siguió hacia Río Abajo mientras Ayla y Lobo fueron a buscar a Folara.

La llovizna se había convertido en una lluvia constante, y mientras esperaba a que se despejase, Ayla se dedicó a observar a las personas que trabajaban en diversos proyectos. Siempre la habían fascinado los distintos oficios, y de inmediato encontró en aquello una buena fuente de distracción. Se respiraba un ambiente ajetreado, pero apacible. Ciertos aspectos de cada oficio requerían una intensa concentración; no obstante, las tareas repetitivas dejaban tiempo para conversar. A casi todos les complacía contestar a sus preguntas, enseñarle sus técnicas y explicarle sus métodos.

Vio a Folara que estaba extendiendo un telar con Marthona. La muchacha le aseguró que le encantaría acompañarla a ver a los caballos, pero que en ese momento estaban en plena faena. Ayla no habría tenido inconveniente en quedarse a observarlas mientras trabajaban, pero pensó que los caballos debían de necesitarla, así que prometió a Folara que irían a ver a los caballos en otro momento, y en cuanto paró de llover salió antes de que empezara de nuevo.

Encontró a Whinney y Corredor un poco más allá del Valle del Bosque. Estaban contentos y se alegraron de verla, a ella y también a Lobo. Habían descubierto un pequeño prado en medio de la boscosa cañada, y un refugio bajo los árboles muy útil cuando llovía. También había un manantial de agua clara que había formado una laguna. Los ciervos rojos que compartían el lugar con ellos huyeron al ver a la mujer y el lobo, mientras que los caballos relinchaban y corrían hacia ellos.

«Estos ciervos se han encontrado ya con alguna partida de caza, pensó Ayla. Unos ciervos adultos nunca huirían ante la presencia de un solo lobo. El viento lleva mi olor hacia ellos, y deben de saber por experiencia que han de cuidarse de los cazadores humanos.»

Había salido el sol, y aprovechó para recoger unas flores secas de cardencha del año anterior y, de paso, utilizó la planta espinosa para almohazar a los caballos. Cuando acabó, advirtió que Lobo estaba en actitud alerta. Cogió la honda, que llevaba colgada del cinturón, y un guijarro de la rocosa orilla de la laguna, y cuando el animal asustó a un par de liebres, acertó de pleno a una de ellas al primer tiro. Dejó que Lobo persiguiera a la otra.

Una nube tapó el sol. Ayla alzó la vista, calculó la posición del astro en el cielo y se dio cuenta de que el tiempo había pasado muy deprisa. Había estado tan ocupada durante los últimos días que había disfrutado de poder pasar un rato sin tener alguna obligación concreta que realizar. Pero cuando empezaron a caer unas gotas, decidió volver a la Novena Caverna a lomos de Whinney. Corredor y Lobo las siguieron. Se alegró de su decisión cuando vio que la lluvia se hacía más intensa en el preciso momento en que llegaba al refugio. Condujo a los caballos hasta el porche de piedra y siguió en dirección a la parte menos utilizada, dejando atrás la zona de viviendas.

Pasó junto a unos hombres sentados al lado de una fogata y le pareció que estaban jugando. Los hombres se interrumpieron un momento para observarla. A ella le pareció una grosería que la miraran tan directamente, y optó por mostrar más educación que ellos no mirándolos siquiera. Pero conservaba su aptitud de mujer del clan para mirar discretamente y asimilar mucha información. Notó que hacían comentarios y le dio la impresión de que olían a barma.

Más adelante vio a un grupo de personas adobando pieles de bisonte y ciervo. «A ellos también debía de parecerles demasiado concurrida el área de trabajo», pensó Ayla. Llevó los caballos hasta el final del saliente, cerca del canal que separaba la Novena Caverna de Río Abajo, y llegó a la conclusión de que aquél sería un buen sitio donde levantar un refugio para los animales antes del invierno. Hablaría de ello con Jondalar. Enseñó a los caballos el sendero que llevaba a la orilla del Río y los observó para ver qué hacían. Lobo se inclinó por seguir a los caballos cuando éstos comenzaron a bajar por el sendero. Con o sin lluvia preferían pacer cerca del Río que quedarse en el árido refugio para no mojarse.

Ayla se planteó ir a ver a Jondalar, pero cambió de idea y regresó al lugar donde adobaban las pieles. Todo el mundo se alegró de tener un pretexto para descansar un rato y, más aún, para charlar con una mujer que se hacía seguir por un lobo y de la que los caballos no huían. Ayla vio que estaba allí Portula. La muchacha le sonrió, deseosa de hacer las paces. Parecía sinceramente arrepentida de su participación en la mala jugada de Marona.

Ayla quería hacer ropa para Jondalar, para ella y para el niño que esperaba, y se acordó del macho joven de ciervo gigante que había matado. No sabía dónde había ido a parar, pero ya que estaba allí decidió que como mínimo despellejaría la liebre que llevaba colgada del cinturón para hacerle alguna prenda al niño.

–Si hay sitio, querría despellejar a esta liebre –dijo.

–Hay espacio de sobra –respondió Portula–. Y te dejaré con mucho gusto mis herramientas si las necesitas.

–Las necesito, sí. Gracias por el ofrecimiento, Portula. Tengo muchas herramientas, lo que no es extraño viviendo con Jondalar –dijo Ayla con una irónica sonrisa. Muchos esbozaron sonrisas de complicidad–. Pero no las llevo encima.

A Ayla le complacía trabajar con personas dedicadas a las labores que dominaban. ¡Qué diferencia respecto a los días de soledad en su caverna del valle! Aquello se parecía más a su infancia en el Clan de Brun, donde todos trabajaban en grupo. Destripó y despellejó rápidamente la liebre y después preguntó:

–¿Te importa si lo dejo todo aquí? He de ir a Río Abajo. Lo recogeré a la vuelta.

–Yo te lo vigilaré –dijo Portula–. Y si no has vuelto cuando acabe, me lo llevaré.

–Te lo agradecería –contestó Ayla. Le caía bien la joven, que obviamente se esforzaba por mostrarse amable. Al irse dijo–: Luego volveré.

Tras atravesar el puente de troncos del canal, vio a Jondalar con un grupo de personas en el primer refugio. Saltaba a la vista que aquel lugar se usaba desde hacía tiempo para tallar pedernal. El suelo estaba salpicado de esquirlas afiladas debido al proceso de tallado de la piedra, por lo que no era aconsejable caminar descalzo por allí.

–¡Por fin apareces! –exclamó Jondalar–. Ya nos preparábamos para volver. Ha venido Joharran a informarnos de que Proleva ha organizado un banquete con la carne de uno de los bisontes. Lo hace tan bien y tan a menudo que me temo que acabaremos acostumbrándonos. Pero hoy todo el mundo ha estado muy ocupado, y Proleva ha pensado que sería lo más cómodo. Puedes volver con nosotros, Ayla.

–Me había dado cuenta de que ya es casi mediodía –dijo ella.

Cuando regresaban a la Novena Caverna, Ayla vio a Joharran un poco más adelante. No lo había visto dirigirse hacia allí. «Debe de haber pasado por mi lado mientras yo charlaba con Portula y los otros cuando he parado a despellejar la liebre», pensó. Vio que se acercaba a los hombres groseros sentados junto al fuego.

Al pasar apresuradamente por allí para anunciar a los artesanos de Río Abajo el banquete preparado por Proleva, Joharran había visto que Laramar y unos cuantos más estaban jugando. En ese momento había pensado que eran unos holgazanes, que se dedicaban a jugar mientras otros hacían el trabajo, seguramente consumiendo la leña que otro había recogido. Al volver seguían allí, y esta vez decidió intervenir. Aunque la aportación de aquellos hombres fuera escasa, pertenecían a la Novena Caverna y algo debían hacer.

Enfrascados en su conversación, los hombres no vieron acercarse a Joharran, y cuando éste se hallaba a unos pasos, oyó comentar a uno de ellos:

–¿Qué puede esperarse de alguien que dice que aprendió a curar con los cabezas chatas? ¿Qué pueden saber esos animales de medicinas?

–Esa mujer no es curandera. Si lo fuera, Shevoran no hubiera muerto –dijo Laramar.

–¡Tú no estabas allí! –lo interrumpió Joharran tratando de dominar su genio–. Como de costumbre, no te tomaste la molestia de participar en la cacería.

–No me encontraba bien –pretextó Laramar.

–Por culpa de tu barma –reprochó Joharran–. Te aseguro que nadie podría haber salvado la vida de Shevoran. Ni la Zelandoni ni el curandero más apto del mundo. ¿Qué hombre puede soportar el peso de un bisonte? A no ser por Ayla, dudo que Shevoran hubiera vivido lo suficiente para ver por última vez a Relona. Ella encontró la manera de aliviarle el dolor. Hizo lo que pudo. ¿Por qué haces correr rumores malintencionados sobre ella? ¿Qué te ha hecho?

Guardaron silencio mientras Ayla y Jondalar pasaban con un grupo de personas.

–¿Y tú por qué vienes a escondidas y escuchas conversaciones privadas? –contraatacó Laramar, aún a la defensiva.

–No creo que acercarse a plena luz del día pueda considerarse «venir a escondidas», Laramar. Me he acercado para deciros que Proleva y un grupo de gente han preparado un banquete para todos, y que ya está listo –contestó Joharran–. Os he oído porque hablabais en voz alta y era imposible que no os oyera –se dirigió a los otros–. La Zelandoni está convencida de que Ayla es una buena curandera, ¿por qué no la dejáis en paz? Deberíamos alegrarnos de contar con una persona tan apta. Nunca se sabe cuándo se la puede necesitar. ¿Por qué no venís a comer?

Los miró a todos uno por uno, dejando claro que los reconocía y los recordaría, y luego se alejó.

El grupo se disolvió, y por separado siguieron a Joharran hacia el otro extremo del refugio. Algunos coincidían con el jefe de la caverna, como mínimo en cuanto a dar a Ayla la oportunidad de demostrar su valía, pero otros no podían o no querían vencer sus prejuicios. A Laramar, pese a que había dado la razón al hombre que había criticado a Ayla, en realidad lo mismo le daba una cosa que otra. Tendía a acomodarse a la opción más fácil.

Mientras iba con el grupo de artesanos de Río Abajo hacia el área de trabajo, bajo la protección del saliente de roca porque volvía a llover con fuerza, Ayla pensó en las distintas aptitudes y habilidades en que a la gente le gustaba ocuparse. Muchas personas disfrutaban haciendo cosas, pero elegían diferentes materiales para ello. A algunas, como a Jondalar, les gustaba trabajar el pedernal para crear herramientas y armas de caza; otras preferían trabajar la madera, el marfil o el hueso, y otras se inclinaban por las fibras y pieles. Se le ocurrió que también había personas, como era el caso de Joharran, a las que les gustaba trabajar con la gente.

A medida que se acercaban y su olfato captaba los deliciosos olores de los guisos, cayó en la cuenta de que cocinar y manipular los alimentos era otra de las tareas preferidas por algunos. Saltaba a la vista que Proleva disfrutaba organizando reuniones comunitarias, y que ése era posiblemente el verdadero motivo de aquel festín improvisado. Ayla pensó en sí misma y en sus actividades predilectas. Le interesaban muchas cosas, y le complacía especialmente aprender habilidades nuevas, pero sobre todo le gustaba ejercer de curandera.

La comida se sirvió cerca del amplio espacio donde la gente trabajaba, pero cuando se aproximaban, Ayla vio que preparaban un área contigua para una tarea que debía de ser mucho más ingrata y que debía llevarse a cabo. Entre unas estacas, se habían extendido, a medio metro del suelo, varias redes para poner a secar la carne de las piezas cazadas. Había una capa de tierra sobre la superficie de piedra del refugio y el porche delantero, poco profunda en algunos puntos pero lo suficiente en otros para sostener las estacas. Algunas estaban clavadas permanentemente en grietas de la piedra o en hoyos cavados en la tierra. A menudo se añadían pilas de piedras como sostén adicional.

Había otras estructuras similares, aseguradas al suelo o atadas entre sí, construidas, sin duda, con el mismo propósito, y que se usaban sobre todo como secadores portátiles de comida. Podían levantarse y apoyarse contra una pared para quitarlas de en medio cuando no se necesitaban. Pero cuando hacía falta poner a secar carne o verdura, los armazones portátiles eran prácticos porque podían colocarse donde conviniera. A veces se secaba la carne, para conservarla, cerca del sitio donde se mataba la pieza, o en las herbosas llanuras, pero cuando llovía o la gente quería trabajar a menor distancia de casa, se inventaban formas de colocarla en cuerdas o redes.

Había ya unas cuantas piezas de carne en forma de lengua en los secadores, y ya ardían con abundante humo varias hogueras cuya finalidad era alejar a los insectos y dar más sabor a la carne. Ayla decidió que después de comer se ofrecería para ayudar a cortar la carne que debía ponerse a secar. Ella y Jondalar acababan de elegir la comida y buscaban un sitio donde acomodarse cuando vieron a Joharran, que se aproximaba a grandes zancadas y con cara de pocos amigos.

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