Los refugios de piedra (55 page)

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Authors: Jean M. Auel

A unos metros del puente había una estaca clavada en el suelo, de la cual colgaba un vaso hecho con hojas de enea cortadas en tiras y entretejidas de manera que formaban una trama impermeable; estaba atado con una cuerda, porque si no lo ataban se perdía con frecuencia. El vaso se cambiaba regularmente cuando estaba muy gastado, pero Jondalar recordaba que siempre había habido uno allí. Todo el mundo sabía que ver agua fresca provocaba sed, y aunque una persona pudiera agacharse para coger el agua con las manos era mucho más fácil beber si se tenía un vaso. Los tres bebieron y después continuaron por el hollado camino. Cruzaron el Río por el Paso, y en Roca de los Dos Ríos doblaron hacia el Valle de la Hierba, atravesaron otro río y siguieron por el sendero que discurría paralelo al cauce. Gente de otras cavernas los saludó cuando pasaban, pero nadie los entretuvo. Todos los zelandonia de la zona, incluidos los acólitos, estaban ya en Roca de la Fuente, y todo el mundo se imaginaba adónde se dirigían las dos personas que iban con el acólito de la Zelandoni.

También podían imaginarse para qué. En una comunidad tan estrechamente relacionada había corrido el rumor de que la pareja había traído algo que podía ayudar a los zelandonia a localizar el espíritu errante del hermano muerto de Jondalar, Thonolan. Por más que supiesen lo importante que era guiar a un elán recién liberado hacia el lugar que le correspondía en el mundo de los espíritus, la idea de entrar en el otro mundo antes de que los llamase la Madre no gustaba a nadie. Ya resultaba bastante escalofriante pensar en ayudar al elán de Shevoran, que acababa de fallecer y seguramente estaba cerca, como para ponerse a pensar en el espíritu de alguien que había muerto lejos de allí y hacía mucho tiempo. Poca gente, salvo los zelandonia –y ni siquiera todos ellos–, habría deseado estar en la piel de Jondalar y Ayla. Prácticamente todo el mundo dejaba con mucho gusto que Quienes Servían a la Madre trataran con el mundo de los espíritus. Pero no podía hacerlo nadie más: sólo ellos sabían dónde había muerto el hermano de Jondalar. Incluso La Que Era La Primera sabía que aquél sería un día agotador y no tenía la certeza de que consiguieran encontrar al espíritu errante de Thonolan. Ayla, Jondalar y Jonokol continuaron río arriba, y encontraron un imponente afloramiento de roca a la izquierda. De cerca, el enorme conjunto de rocas se alzaba con tal verticalidad que parecía un monolito, pero de hecho era sólo la primera de una sucesión de paredes rocosas que se retiraban en ángulo recto respecto al Río de la Hierba. La colosal piedra situada en primer plano se elevaba desde el lecho del valle, formaba una protuberancia redondeada en su franja central, se estrechaba en la cima y acababa en un remate plano y vistoso.

Desde delante, y mirando hacia la roca, con cierta imaginación podía verse, en las grietas y formas redondeadas, el remate como si fuera pelo, una recta frente bajo el remate, una nariz achatada, y dos ojos casi cerrados que miraban enigmáticamente por encima del pedregal y la maleza de la pendiente. Para los que sabían cómo mirar, la visión frontal sutilmente antropomórfica se interpretaba como una cara oculta de la Madre, una de las pocas fisonomías que Ella accedía a mostrar, e incluso ésta aparecía muy disimulada. Nadie podía mirar directamente la cara de la Madre, ni siquiera una representación aproximada, porque aun así su rostro misteriosamente desprendía un poder indescriptible.

La hilera de precipicios flanqueaba un pequeño valle con un arroyo en medio que descendía hacia el Río de la Hierba y que nacía de un manantial que brotaba de la tierra con tanta energía que creaba un profundo estanque en medio de una cañada boscosa. Se le conocía como Fuente de las Profundidades y el arroyo que allí se formaba se llamaba Arroyo de la Fuente, pero los zelandonia le daban otros nombres que casi todo el mundo conocía. El manantial y el estanque eran las Aguas del Nacimiento de la Madre y el arroyo era el Agua Bendita. Se sabía que tenían un gran poder curativo y que, sobre todo, y si se utilizaban correctamente, ayudaban a las mujeres a concebir.

Por un ángulo de la pared rocosa, detrás del saliente principal, ascendía un camino de unos trescientos metros hacia una terraza no muy alejada de la cima con una pequeña cornisa de piedra que cubría las entradas de dos cuevas. A las numerosas cavidades de aquella región de precipicios de piedra caliza se las llamaba a veces «cuevas», pero se las consideraba espacios vacíos en la roca y a menudo se aludía a ellas también como «vacíos». Del mismo modo, una cueva especialmente larga u honda se llamaba «profundidades». La abertura situada a la izquierda de la pequeña terraza penetraba en la roca unos sesenta metros y los zelandonia sobre todo la utilizaban de vez en cuando como refugio. Popularmente se conocía como Roca de la Fuente, pero algunos la llamaban el Vacío de la Doni.

La cueva de la derecha conducía a un profundo pasadizo que entraba unos cien metros en el corazón del inmenso precipicio, con cámaras, entrantes, nichos y otros pasadizos menores que se bifurcaban del principal. Aquél era un lugar tan sagrado que normalmente su nombre esotérico ni siquiera se pronunciaba. El lugar era tan conocido, tan reverenciado, que por lo general no era necesario mencionar su santidad y su poder. Como mucho, quienes conocían su verdadero significado preferían darlo por hecho y no convertirlo en un tema de la vida cotidiana. Por eso todo el mundo conocía aquel lugar simplemente como Roca de la Fuente, y por eso la cueva se llamaba la Caverna Profunda de la Roca de la Fuente o a veces Profundidades de la Doni.

No era el único lugar sagrado de la región. Prácticamente todas las cavernas tenían cerca algún lugar sagrado, y también habían sido bendecidos algunos sitios fuera de las cavernas, pero la profunda cueva de roca de la fuente era uno de los lugares sagrados más importantes. Jondalar conocía otros comparables a Roca de la Fuente, pero ninguno de ellos lo superaba en importancia. Ascendiendo al precipicio con Jonokol, Jondalar sentía una mezcla de emoción y aprensión, y a medida que se acercaba a la terraza un sentimiento de expectación temerosa. No tenía el menor deseo de hacer lo que tenía que hacer pero por grande que fuera su miedo quería que la Zelandoni localizase el espíritu de su hermano. No sabía qué se esperaba de él ni cómo se sentiría.

Cuando llegaron a la elevada terraza que se extendía entre las cuevas, los recibieron otros dos acólitos, un hombre y una mujer. Estaban esperándolos a la entrada de la profunda cueva de la derecha. Ayla se detuvo un instante y se volvió para contemplar el camino que habían recorrido. Desde lo alto del porche de piedra podía verse el valle del Río de la Fuente y parte del Valle de la Hierba con su río. Era una vista imponente, pero lo que vio de cerca en la oscura cavidad cuando entraron en el pasadizo la impresionó mucho más. Entrar en la cueva, sobre todo de día, impactaba y sobrecogía; se pasaba de estar en un espacio amplio y abierto a uno estrecho y cerrado; de contemplar el sol reflejado en la piedra a experimentar el desasosiego de la oscuridad. El cambio iba más allá de un simple hecho físico o externo, sobre todo para aquellos que comprendían y aceptaban el poder inherente del paraje: representaba dejar atrás lo conocido y familiar para penetrar en lo desconocido, en lo que produce temor, pero también era experimentar una transición hacia alguna cosa fecunda y extraordinaria.

Con la claridad exterior sólo se veían los primeros metros del pasadizo, pero a medida que los ojos se acostumbraban a la escasa luz de la entrada, las paredes de roca del angosto pasillo insinuaban el camino hacia el lóbrego interior. En un pequeño vestíbulo justo a la entrada había un candil de piedra encendido no muy grande sobre un saliente de la pared y otros que estaban apagados. En un nicho natural de la piedra había antorchas. Jonokol y el otro muchacho cogieron un candil cada uno, además de un palo seco y delgado, que acercaron a la llama del candil de la entrada para encender las mechas de musgo de sus respectivos candiles. Las mechas estaban apoyadas en el borde del recipiente, en el lado opuesto del gancho, empapándose en la grasa parcialmente solidificada. La mujer encendió una antorcha y, con una seña, les indicó que la siguiesen.

–Vigilad donde pisáis –aconsejó. Mantenía la antorcha baja para mostrarles el suelo desigual y la arcilla húmeda y reluciente que llenaba algunos de los espacios formados entre las rocas–. Podéis resbalar.

Cuando entraron en el pasadizo, pisando con cuidado, aún había un poco de claridad exterior, pero al cabo de unos treinta metros la oscuridad era absoluta, disipada únicamente por el resplandor tenue de las pequeñas llamas. Entre las estalactitas suspendidas del techo pasaba una ligera corriente de aire que hacía temblar las diminutas luces de los candiles y que a ellos les provocaba escalofríos de miedo. Sabían que, una vez dentro, si se apagaba la luz, una oscuridad más cerrada que la de la noche más negra les impediría ver, y que entonces deberían buscar el camino a tientas con manos y pies en la roca fría y húmeda, por lo que podrían equivocarse y adentrarse por un pasadizo sin salida en lugar de ir hacia la entrada de la cueva.

Una oscuridad aún más intensa a la derecha, ya sin el reflejo de las pequeñas llamas en las paredes de piedra húmeda, revelaba que quizá aquello era un nicho o el punto de partida de otro pasadizo. Por delante y por detrás de ellos, las tinieblas eran casi palpables y la oscuridad de una densidad agobiante. La corriente de aire era la única manifestación de la existencia de un pasaje que llevaba hacia el exterior. Ayla habría deseado coger de la mano a Jondalar. Un poco más adelante se añadieron otras luces a los candiles que sostenían los acólitos. Había candiles de piedra en forma de cuenco colocados en el suelo, a intervalos regulares, a lo largo del oscuro corredor y emitían una claridad que resultaba extrañamente intensa en la oscuridad de la cueva. Pero las llamas de un par de ellos ya se desvanecían. O necesitaban más grasa en el cuenco, o una nueva mecha de musgo. Ayla deseó que alguien las sustituyera cuanto antes. Aquellos candiles despertaron en ella la misteriosa sensación de que ya había estado allí antes y se sintió presa de un miedo irracional por hallarse allí. No quería seguir a la mujer que la precedía, no se consideraba una persona con miedo a las cuevas, pero aquélla en particular tenía algo que la impulsaba a darse la vuelta y echar a correr, o a tocar a Jondalar para tranquilizarse. Recordó entonces haber caminado por el oscuro corredor de otra cueva siguiendo los puntos de luz de candiles y antorchas hasta encontrarse delante de Creb y los otros mog-ures. El recuerdo la hizo estremecer y de pronto se dio cuenta de que tenía frío.

–¿Queréis parar para poneros la ropa de abrigo? –preguntó la mujer volviéndose con la antorcha hacia Ayla y Jondalar–. En la cueva hace mucho frío, sobre todo en verano. En invierno, cuando afuera nieva y todo está helado, dentro se está mucho más caliente. Las cuevas profundas se mantienen a la misma temperatura todo el año.

El alto para hacer una cosa tan corriente como ponerse la túnica de manga larga serenó un poco a Ayla. A pesar de que había estado a punto de darse media vuelta y salir corriendo de la cueva, cuando la acólita reanudó la marcha, Ayla respiró hondo y la siguió. El largo pasadizo le parecía ya estrecho y la temperatura había bajado gradualmente. Después de unos quince metros el rocoso pasillo se estrechó todavía más. El aumento de la humedad en el ambiente se notaba por el brillo de las paredes y los carámbanos de hielo que pendían del techo y se alzaban desde el suelo. Unos sesenta metros más adentro el suelo del pasadizo ascendía sin llegar a bloquear el camino, pero hacía más difícil el avance. Habría sido fácil ceder a la tentación de volverse en aquel mismo instante, y decidir que ya era suficiente; seguramente más de uno lo habría hecho. Se requería determinación para seguir adelante a partir de aquel punto.

Sosteniendo la antorcha, la mujer que la precedía trepó por la roca hacia una estrecha abertura superior. Ayla subió tras la trémula luz apoyándose en las pulidas rocas y respirando hondo hasta llegar al lado de la mujer. La siguió por una estrecha abertura saltando por encima de otras rocas y pasando por un hueco que bajaba hacia el centro del precipicio de roca.

La suave corriente de aire del primer tramo se echaba en falta. Tras atravesar el estrecho agujero era imposible advertir el menor movimiento de aire. El primer indicio de que alguien había pasado por allí antes que ellos eran tres puntos rojos en la pared de la izquierda. Poco después, Ayla distinguió a la luz trémula de la antorcha que mantenía en alto la mujer de delante algo que la sorprendió. No podía dar crédito a sus ojos y habría deseado que la acólita se parara un momento y acercase más la luz a la pared de la izquierda. Se detuvo y esperó a que Jondalar, que iba detrás, la alcanzase.

–Me parece que hay un mamut pintado en la pared –susurró Ayla.

–Sí, hay más de uno –confirmó Jondalar–. Imagino que si la Zelandoni no creyera que tenemos por delante una tarea más importante, te enseñaría esta cueva con la debida ceremonia. A casi todos nos ha traído de pequeños. Bueno, no demasiado pequeños, a una edad suficiente como para entender lo que nos enseñaba. Es escalofriante, pero extraordinario cuando lo ves por primera vez si te lo explican bien. Aunque sepas que forma parte de una ceremonia te pone la carne de gallina.

–¿Para qué hemos venido, Jondalar? –preguntó ella–. ¿Por qué es tan importante?

La acólita se había dado la vuelta y había retrocedido al notar que Ayla ya no la seguía.

–¿No te lo han explicado? –preguntó.

–Jonokol sólo me ha dicho que la Zelandoni quería vernos a Jondalar y a mí –contestó Ayla.

–No estoy del todo seguro –dijo Jondalar–, pero me parece que hemos venido para ayudar a la Zelandoni a localizar el espíritu de Thonolan, y si es necesario ayudarlo a encontrar su camino. Somos los únicos que vimos el lugar donde murió. Con la piedra que me aconsejaste que recogiera, posiblemente la Zelandoni lo conseguirá. Ella dijo que había sido buena idea traerla.

–¿Qué es este sitio? –preguntó Ayla.

–Tiene muchos nombres –respondió la mujer. Jonokol y los otros acólitos habían llegado junto a ellos–. Mucha gente lo llama la Cueva Profunda de la Roca de la Fuente y también Profundidad de la Doni. Los zelandonia conocen su nombre sagrado, y también mucha gente, pero no suele mencionarse. Ésta es la Entrada a la Matriz de la Madre, una de las diversas entradas. Hay otras que son igual de sagradas.

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