Los refugios de piedra (94 page)

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Authors: Jean M. Auel

Comprendió la situación. Muchos consideraban ya a Ayla una especie de Zelandoni, y la Primera la quería dentro del grupo para poder controlarla, y no fuera de su alcance, donde podía crearle complicaciones. Pero Ayla ya había dejado muy claro que sólo quería emparejarse y tener hijos, ser como cualquier otra mujer. No quería incorporarse a la zelandonia, y conociendo a su hijo, Marthona estaba segura de que él tampoco le insistiría mucho en que fuera Zelandoni. Sin embargo, Jondalar tendía a sentirse atraído por mujeres que lo eran. Sería un enfrentamiento interesante.

Ya se disponían a marcharse cuando Ayla se volvió.

–Quería hacerte otra pregunta –dijo–. Cuando hablabas de los niños y de la posibilidad de provocar el aborto para poner fin a un embarazo no deseado, ¿por qué no has hablado de la manera de impedir que se inicie una vida?

–Eso no es posible. Sólo Doni tiene el poder de iniciar la vida y sólo Ella puede impedir que se inicie –terció la Zelandoni de la Decimocuarta, que se había quedado cerca de ellas escuchando la conversación.

–¡Claro que es posible! –replicó Ayla.

Capítulo 29

La Primera lanzó una severa mirada a la joven. Quizá debería haber hablado antes con Ayla sobre esa cuestión. ¿Era posible que conociera algún medio para frustrar la voluntad de Doni? Ésa no era la manera correcta de plantearlo, pero ya era demasiado tarde. Los zelandonia que se hallaban cerca vociferaban y gesticulaban, algunos tan alterados como la donier de la Decimocuarta. Decían que aquello era inadmisible. Los demás volvían a aproximarse al espacio central para averiguar qué ocurría. Ayla no imaginaba que su afirmación suscitaría semejante revuelo.

Las mujeres que la acompañaban permanecían unos pasos detrás de ella y observaban. Aunque su expresión no lo revelaba, Marthona contemplaba la escena con ironía. Joplaya no salía de su asombro ante la vehemente disputa de los respetados zelandonia, pero en realidad estaba tan conmocionada como ellos. Jerika escuchaba con sumo interés, pero ya había decidido hablar con Ayla en privado, ya que lo que acababa de anunciar a la zelandonia podía ser la solución a un grave problema que la preocupaba desde hacía un tiempo.

La primera vez que lo vio, Jerika se enamoró perdidamente del apuesto gigante que, a su vez, quedó cautivado por aquella mujer de exquisita delicadeza y que al mismo tiempo mostraba un carácter tan independiente. Pese a su tamaño, él era un hombre tierno y un magnífico amante, y ella disfrutaba enormemente de los placeres. Cuando él le pidió que fuera su compañera, ella aceptó sin vacilar. Más tarde, cuando descubrió que estaba encinta, sintió una profunda satisfacción. Pero el bebé que llevaba dentro era demasiado grande para su menudo cuerpo, y en el parto estuvieron a punto de morir ella y su hija. Le causó lesiones internas, y nunca volvió a quedar embarazada para su pesar, aunque en cierto modo fue también un alivio.

Ahora su hija había elegido a un hombre quizá no tan alto, pero sí más robusto, con poderosos músculos y grandes huesos. A pesar de ser alta, Joplaya era delgada y frágil, y tenía –como Jerika bien sabía– la cadera estrecha. Desde el momento en que adivinó a quién elegiría su hija como compañero y quién sería, por tanto, el hombre cuyo espíritu tendría más posibilidades de ser elegido por la Madre para iniciar los hijos que pudiera tener, le preocupaba que Joplaya pudiera padecer su mismo destino, o algo peor. Sospechaba que ya estaba encinta, porque había empezado a tener violentas náuseas matinales en el viaje a la Reunión de Verano. No obstante, se había negado a interrumpir el embarazo como le sugería su madre.

Jerika sabía que no podía hacer nada al respecto. Era la decisión de la Gran Madre. Joplaya sería bendecida o no según Ella deseara, y viviría o moriría según fuera su voluntad; pero Jerika sospechaba que, con el hombre que Joplaya había elegido, eran altas las probabilidades de que su hija muriera joven en un parto doloroso, si no en el primero, en otro. Cifraba sus esperanzas en que su hija sobreviviera al primer parto y en que, como le había ocurrido a ella, las lesiones que sufriera al dar a luz le impidieran volver a quedar encinta… Ésas eran, efectivamente, sus esperanzas hasta ahora; pero Ayla acababa de decir que sabía cómo prevenir el inicio de una nueva vida, y decidió de inmediato que si su hija tenía tantas dificultades como ella había tenido y conseguía sobrevivir al nacimiento de su primer hijo, se aseguraría, para salvarle la vida, de que no volviera a quedar embarazada.

–Silencio, por favor –dijo la Primera y, finalmente, el alboroto disminuyó–. Ayla, quiero ver si te he entendido bien. ¿Estás diciendo que sabes prevenir un embarazo antes de que se inicie, que sabes impedir la vida desde antes del comienzo?

–Sí –contestó la joven–. Pensaba que también vosotras lo sabíais. Durante el viaje desde el este con Jondalar usé ciertas plantas. No quería tener un hijo mientras viajábamos. No contaba con ayuda de nadie.

–Me dijiste que Doni ya te había bendecido –recordó la donier–. Me dijiste que hacía tres lunas que no sangrabas. Entonces aún viajabas.

–Estoy prácticamente segura que este niño se inició cuando acabábamos de cruzar el glaciar –dijo Ayla–. Nos habíamos llevado muy pocas piedras de quemar de los losadunai, las justas para fundir y convertir en agua el hielo necesario para que los caballos, Lobo y nosotros pudiéramos beber. Durante ese tiempo del viaje no herví agua para infusiones, pero sí tomé una dosis de esas plantas especiales todas las mañanas. La travesía fue muy dura, y casi no lo conseguimos. Cuando llegamos a este lado y dejamos atrás el glaciar, paramos a descansar unos días y ya no volví a tomar la medicina. Entonces ya no me importaba que se iniciase una nueva vida, porque estábamos a punto de llegar. Me alegré mucho al descubrir que estaba encinta.

–¿De quién aprendiste el uso de esa medicina? –preguntó la Zelandoni.

–De Iza, la entendida en medicinas que me crio.

–¿Cómo, según ella, actuaba esa planta? –inquirió la Zelandoni de la Decimocuarta.

La Primera la miró, tratando de contener su irritación. Ella formulaba las preguntas según una secuencia lógica. No necesitaba ni ayuda ni intromisiones, pero Ayla contestó de todos modos.

–Según las creencias del clan –explicó–, el espíritu del tótem de un hombre lucha con el espíritu del tótem de una mujer, y por eso ella sangra. Cuando el tótem del hombre es más fuerte que el de la mujer, lo vence y se inicia una nueva vida. Iza me explicó que ciertas plantas dan fuerza al tótem de una mujer y lo ayudan a luchar contra el espíritu del tótem del hombre.

–Primitivo, pero me sorprende que se lo hayan planteado –declaró la Zelandoni de la Decimocuarta, y recibió una dura mirada de la Primera.

Ayla percibió el desdén en la voz de la mujer y se alegró de no haber expuesto antes su idea de que era el hombre quien iniciaba un niño dentro de la mujer. Ella no creía que se tratara de una mezcla de espíritus de la Doni, como tampoco creía que fuera fruto de la derrota de un tótem, pero supuso que, para la donier de la Decimocuarta y algunos otros zelandonia, sus ideas merecerían más críticas que consideración.

–Has dicho que tomaste esas hierbas durante el viaje –dijo la Primera, reasumiendo el control del interrogatorio–. ¿Qué te llevó a pensar que la medicina daría resultado?

–Los hombres del clan atribuyen un gran valor a los hijos de sus compañeras, sobre todo si son varones –respondió Ayla–. Cuando sus compañeras tienen un hijo, aumenta el prestigio de ellos. Creen que es una prueba de la fuerza de su tótem, que en otro sentido representa la fortaleza interior. Iza me explicó que había utilizado ella misma esas plantas para no quedarse embarazada con la intención de deshonrar a su compañero. Era un hombre cruel, que la pegaba para demostrar su autoridad sobre una entendida en medicinas de su rango, y por eso ella decidió demostrarle que el espíritu de su tótem no era lo bastante fuerte para vencer al de ella.

–¿Y ella por qué toleraba ese trato? –nuevamente fue la Zelandoni de la Decimocuarta quien intervino–. ¿Por qué no cortó el nudo y se buscó a otro compañero?

–Las mujeres del clan no pueden elegir con quién se emparejan –aclaró Ayla–. Lo decide el jefe y los otros hombres.

–¡No pueden elegir! –exclamó la Zelandoni de la Decimocuarta.

–Dadas las circunstancias, considero que esa mujer… ¿Iza, se llamaba?… demostró una inteligencia muy aguda –terció de inmediato la Primera, antes de que la Zelandoni de la Decimocuarta hiciera otra pregunta–. ¿Todas las mujeres del clan conocen las propiedades de esas plantas?

–No, sólo la entendida en medicinas, y creo que ese preparado en concreto sólo lo conocían las mujeres de la estirpe de Iza. Ella preparaba el brebaje para otras mujeres si consideraba que lo necesitaban. Pero no sé si les decía qué era. Si los hombres lo hubieran descubierto, se habrían puesto furiosos; pero a Iza nadie le preguntaba nada. Los hombres están al margen de los conocimientos de las entendidas en medicinas. Es una sabiduría que se transmite de madres a hijas, quienes también se hacen curanderas si demuestran aptitudes. Iza me consideraba hija suya.

–Me sorprende que tengan una medicina tan poderosa –comentó la Zelandoni, consciente de que hablaba en nombre de otros muchos.

–Mamut del Campamento del León sabía hasta qué punto era eficaz la medicina del clan. De joven hizo un viaje y se rompió un brazo; era una fractura grave. Fue a parar a la cueva de un clan, y la entendida en medicinas le colocó el hueso en su sitio y lo cuidó. Llegamos a la conclusión de que se trataba del mismo clan con el que yo viví. La mujer que lo curó era la abuela de Iza.

Cuando Ayla terminó de hablar se produjo un silencio absoluto en el alojamiento. Los zelandonia de las cavernas cercanas habían oído a Joharran y Jondalar hablar de los cabezas chatas, quienes, según Ayla, se autodenominaban clan y no eran animales, sino personas. Se había debatido ampliamente al respecto, pero muchos se negaban a aceptar que algo así fuera cierto. Podía ser que los cabezas chatas fueran más inteligentes de lo que ellos pensaban, pero no humanos. Sin embargo, aquella mujer les contaba que habían curado a un miembro de los mamutoi, y que habían reflexionado sobre el modo en que empezaba la vida. Incluso insinuaba que sus prácticas medicinales podían ser más avanzadas que las de los zelandonii.

La zelandonia comenzó de nuevo a discutir sobre el tema, y el alboroto del interior se oía incluso fuera del alojamiento. Los zelandonia que habían actuado como vigilantes en el exterior durante la reunión de mujeres se morían de curiosidad por saber cuál era la causa de tal algarabía, pero no tenían más remedio que esperar a que los invitaran a entrar. Sabían que aún quedaban mujeres dentro, pero les extrañaba el alboroto porque no era habitual que una reunión de mujeres fuera tan acalorada.

La Primera ya había oído hablar mucho a Ayla del clan, y se apresuró a extraer consecuencias y aplicarlas. Estaba ya definitivamente convencida de que los cabezas chatas eran personas, y consideraba importante que los zelandonii comprendieran lo que eso significaba. Sin embargo, ni siquiera ella se había dado cuenta de lo avanzados que estaban. Había supuesto que llevaban una vida sencilla y más primitiva, y creía que su medicina estaría al mismo nivel que la de los zelandonii. No obstante, veía que Ayla había recibido una buena formación básica, que ella podía desarrollar. Tenía que meditar. Sus propias leyendas se remontaban a una época en que los zelandonii hacían una vida más sencilla, pero su comprensión de los alimentos vegetales y las medicinas siempre había ido por delante de otros ámbitos del conocimiento. Sospechaba que el conocimiento de las plantas era muy antiguo, que se remontaba mucho en el tiempo. Si el clan era tan antiguo como Ayla creía, no era imposible que sus conocimientos en este terreno estuvieran bastante evolucionados. Sobre todo si era cierto, como había dicho Ayla, que tenían una forma de memoria especial a la que podían recurrir. La Zelandoni habría preferido hablar con Ayla antes de plantearlo a la zelandonia, pero tal vez era mejor así. Quizá se requería una conmoción como aquélla para que los zelandonia comprendieran el impacto que podía llegar a tener en ellos la gente que Ayla llamaba «clan».

–Guardemos silencio, os lo ruego –dijo la Zelandoni, intentando calmar los ánimos. Cuando por fin se restableció el orden, habló de nuevo–: Parece que Ayla puede proporcionarnos una información muy útil. Los mamutoi fueron muy perspicaces cuando la adoptaron en el hogar del Mamut, que de hecho es lo mismo que ser adoptada por la zelandonia. Más adelante hablaremos a fondo con ella y exploraremos el alcance de sus conocimientos. Si realmente conoce maneras de prevenir el inicio de una nueva vida, podría ser sumamente beneficioso, y deberíamos dar gracias por poseer un conocimiento así.

–Debo advertiros que no siempre da resultado –dijo Ayla–. El compañero de Iza murió cuando su cueva se desmoronó a causa de un terremoto, pero ella estaba encinta cuando me encontró. Su hija, Uba, nació poco después. Pero Iza contaba entonces unos veinte años, una edad muy avanzada para que una mujer del clan tuviera su primer hijo. Allí, las niñas se hacen mujeres a los ocho o nueve años. En todo caso, la medicina le dio resultado durante muchos años, y a mí me hizo efecto a lo largo de casi todo el viaje.

–Son pocos los conocimientos referentes a la medicina o el arte de curar que pueden considerarse absolutamente ciertos e infalibles –declaró la Zelandoni–. En último extremo, sigue siendo la Gran Madre quien decide.

Jondalar se alegró de ver regresar a las mujeres. Esperaba a Ayla desde hacía rato. Se había quedado en el campamento con Lobo cuando Dalanar decidió ir a la zona principal con Joharran, y les había prometido que también él iría en cuanto volviera Ayla. Marthona había dicho a Folara que preparara una infusión y un poco de comida, y había invitado a Jerika y Joplaya a su alojamiento. Ella y Jerika hablaron de los parientes, y Folara explicó a Joplaya algunas de las actividades que planeaban los jóvenes.

Ayla se quedó con ellas un rato, pero después de la discusión final en el alojamiento de la zelandonia, deseaba estar sola. Dijo que tenía que ir a ver a los caballos, cogió la mochila y se marchó con Lobo. Fue río arriba, pasó un rato con los caballos y luego continuó hasta el estanque. Estuvo tentada de bañarse, pero finalmente decidió seguir caminando. Continuó por un sendero muy poco transitado, y cuando se halló cerca de la nueva cueva, advirtió que había recorrido el mismo camino que Jondalar con los Otros el primer día.

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