Los refugios de piedra (95 page)

Read Los refugios de piedra Online

Authors: Jean M. Auel

A cierta distancia del pequeño monte donde estaba la cueva, veía claramente la entrada, y notó que habían limpiado de matorrales el acceso. También habían quitado tierra y piedras del contorno de la abertura, por lo que ahora parecía más ancha. Seguramente, pues, la mayoría de las personas que asistían a la Reunión de Verano de los zelandonii habían estado ya en el interior de la cueva como mínimo una vez, pero las visitas no habían dejado rastro. La cueva era tan bella, y tan poco comunes sus paredes blancas, que se consideraba un lugar sagrado y, como tal, inviolable. La zelandonia y los jefes de las cavernas no habían asimilado aún plenamente el hallazgo, y todavía no habían decidido cuándo y cómo convenía utilizarla. No había habido tiempo de crear una tradición; era demasiado nueva.

El sitio donde ella había encendido un pequeño fuego para encender la antorcha y había dejado restos de carbón se había convertido en un hogar de fuego con un círculo de piedras y unas cuantas antorchas a medio quemar al lado. Ayla sacó la yesquera de la mochila, encendió rápidamente una pequeña hoguera y acercó una de las antorchas; a continuación fue hacia la entrada de la cueva.

Con la antorcha en alto, entró en el oscuro espacio. La claridad diurna que penetraba por la abertura iluminaba la tierra blanda de la galería descendente, donde se acumulaban ya las pisadas de todos los tamaños, distinguiéndose huellas de pies descalzos y también calzados. Vio una pisada de un pie largo y estrecho descalzo, seguramente de un hombre alto; otra de un tamaño medio, más ancha, probablemente de una mujer adulta o un muchacho. Había una huella de una suela de sandalia de tallo de hierba o juncos entretejidos y al lado el perfil borroso de otra huella de un mocasín de piel, seguida de una fila de diminutas pisadas muy espaciadas y vacilantes, seguramente de un niño que estaba aprendiendo a caminar. De entre todas ellas destacaban las de Lobo. Ayla se preguntó qué conclusiones extraería un rastreador que no supiera que ella había entrado en la cueva con el animal delante.

Notó que el aire se hacía más fresco y húmedo y el espacio más oscuro a medida que bajaba por la galería. Visitar la cueva, o al menos la cámara principal, no requería especial agilidad. Era una cueva que podían utilizar familias enteras, pero no como espacio habitable. Las cuevas subterráneas eran demasiado oscuras y húmedas para vivir, sobre todo considerando que la región estaba llena de refugios abiertos a la luz diurna, con suelos uniformes y salientes de piedra que protegían el interior de la lluvia y la nieve. Aquella cueva poseía tal belleza que parecía un santuario, una entrada extraordinaria a la matriz de la Madre.

Ayla y Lobo bordearon la gran cámara de paredes blancas por su lado izquierdo, y después ella entró en el pasadizo estrecho del fondo, con las paredes que se ensanchaban en su parte superior y se redondeaban en lo alto. Se detuvo en la zona ancha que envolvía la columna redonda que descendía desde el techo y no llegaba al suelo. Empezaba a tener frío. Buscó la piel suave de ciervo gigante que llevaba en la mochila y se cubrió los hombros. Era la del ciervo que había batido con el lanzavenablos antes de la cacería de bisontes en que había perdido la vida Shevoran. Desde entonces habían ocurrido tantas cosas que tenía la sensación de que habían pasado años. «Pero no hace tanto tiempo», pensó.

Caminó hasta el final del pasadizo, giró en torno a la columna colgante, retrocedió y se sentó. Le gustaba la sensación de amplitud de aquel espacio. Lobo se le acercó para frotarse la cabeza contra su mano.

–Ya veo que quieres un poco de atención –dijo ella pasándose la antorcha a la mano izquierda para rascar al animal detrás de las orejas.

Cuando Lobo se fue a explorar otra vez, Ayla reflexionó sobre la reunión anterior con las mujeres que iban a emparejarse y los zelandonia, y las posteriores discusiones.

Pensó en las señales de linaje y recordó que la de Marthona era el caballo y que no sabía cuál era la suya. Le resultaba interesante que en el mundo de los espíritus los caballos, los uros y los bisontes fueran animales vitales más importantes que los lobos, los leones cavernarios e incluso los osos cavernarios. En ese mundo las cosas iban al revés. Notó entonces una sensación que no era nueva. No le gustó e intentó resistirse, pero no podía dominarla. Era como si recordara alguna cosa, como si recordara sus sueños, pero iba más allá del recuerdo, era más bien un sueño; como si reviviese sus sueños y recuerdos con la vaga sensación de recordar cosas que no habían sucedido.

Estaba angustiada, había hecho algo mal y apuró el líquido que quedaba en el cuenco. Siguió las luces parpadeantes por una cueva larga e interminable; de pronto había mucha luz y vio a los mog-ures. Se sintió aturdida y a la vez paralizada de miedo, como si cayera en un abismo negro. Súbitamente Creb la ayudaba, la sostenía, aplacaba sus temores. Él era sabio y bueno. Entendía el mundo de los espíritus
.

La escena cambiaba. En medio de un destello rojizo, el felino se abalanzó sobre los uros y derribó a la enorme vaca parduzca, que bramó aterrorizada. Ayla se asustó e intentó fundirse en la sólida roca de la diminuta cueva. Un león cavernario rugió, y una garra gigante penetró en la cueva y le señaló el muslo izquierdo con cuatro cortes paralelos
.

–Tu tótem es el león cavernario –dijo el viejo Mog-ur
.

Volvió a cambiar. La fila de luces que señalaba el camino por el pasadizo de una cueva larga y tortuosa iluminaba unas formaciones ligeras, con hermosos revestimientos. Vio una que parecía una larga cola de caballo. Se convirtió en una yegua amarillenta que corría entre la manada. Relinchó y sacudió la oscura cola como si la llamara. Ayla miró para ver hacia dónde se dirigía y se sobresaltó al ver que Creb surgía de las sombras. Él le hizo una seña, como si quisiera indicarle que se diera prisa. Ayla oyó un relincho. La manada se alejaba al galope hacia el borde del precipicio. Estaba aterrorizada y corrió tras los caballos. Se le contrajo el estómago de nuevo. Oyó gritar a un caballo como si se estuviera cayendo por el precipicio, dando vueltas y más vueltas en el aire
.

Ella tenía dos hijos, hermanos que nadie habría creído que lo fuesen. Uno era alto y rubio como Jondalar, el otro, el mayor, ella sabía que era Durc, pese a que tenía la cara oculta entre las sombras. Los dos hermanos se acercaron desde puntos opuestos hacia una pradera vacía, asolada y barrida por el viento. Ella sentía una gran angustia; estaba a punto de suceder algo horrible, y debía impedirlo. Entonces, aterrorizada, supo que uno de sus hijos mataría al otro. Los dos se acercaron, y ella intentó llegar a ellos, pero se interponía un muro grueso y viscoso. Ellos estaban ya muy cerca uno del otro, con los brazos en alto en ademán de atacar. Ayla silbó
.

–Despierta, hija –dijo Mamut–. Es sólo un símbolo, un mensaje
.

–¡Pero uno de los dos morirá! –exclamó Ayla
.

–No es lo que tú crees, Ayla –dijo Mamut–. Has de averiguar el significado real. Posees el don. Recuerda que el mundo de los espíritus no es igual que el nuestro, que en él todo parece invertido, cabeza abajo
.

Ayla se sobresaltó cuando cayó la antorcha. La recogió antes de que se apagara la llama; después contempló la parte de arriba de la columna colgante que parecía sostener algo, pero que, en realidad, no llegaba al suelo. Estaba invertida. Se estremeció. Entonces, por un instante, la columna se convirtió en un muro viscoso y transparente. Al otro lado, un caballo caía cabeza abajo, dando vueltas en el aire, después de saltar por el borde de un acantilado.

Lobo estaba detrás de ella tocándola con el hocico, gimoteando, apartándose y acercándose. Ayla se levantó y miró al lobo, que trataba de llamar su atención.

–¿Qué quieres, Lobo? ¿Qué me quieres decir? ¿Quieres que te siga? ¿Es eso?

Se dispuso a salir del pasadizo, y cuando llegó al principio, vio bajar por la rampa de la entrada otra antorcha. Obviamente la persona que se iluminaba con ella también vio a Ayla, pese a que el fuego de su antorcha empezaba a chisporrotear y extinguirse. Se detuvo, notó que la luz que se acercaba se movía más deprisa. Se sintió mejor, pero antes de que la otra persona llegara a su lado, sus ojos se adaptaron a la oscuridad. Veía alguna cosa gracias a la débil luz que procedía de la gran cámara exterior, y pensó que de todos modos habría encontrado la salida si hubiera sido necesario, pero se alegraba de que con ella hubiera alguien más. Sin embargo, le sorprendió ver quién era.

–¡Eres tú! –dijeron los dos al mismo tiempo.

–No sabía que hubiera alguien. No quería molestar...

–Me alegro mucho de verte –le interrumpió Ayla, y sonrió–. De verdad que me alegro, Brukeval. Se me ha apagado la antorcha.

–Ya lo he visto –dijo él–. Si quieres salir, te acompaño.

–Ya hace demasiado rato que estoy aquí. Tengo frío. Tengo ganas de salir al sol. Debería ir con más cuidado.

–Es fácil distraerse en esta cueva. Es preciosa y provoca un efecto… no sé, especial –dijo él al tiempo que alzaba la antorcha entre ambos.

–Sí, es verdad.

–Para ti, debió de ser muy emocionante ser la primera en verla –dijo Brukeval–. Nosotros hemos estado en estos montes muchas veces, no sabría expresarlo con palabras de contar y, sin embargo, no hemos conocido su existencia hasta que tú has venido.

–Su contemplación despierta muchas emociones; lo de menos es haber sido la primera en entrar en ella. Creo que para todo el mundo debe ser igual de emocionante la primera vez que la ve. ¿La habías visitado ya?

–Sí –contestó Brukeval–. Todo el mundo hablaba de la cueva, así que antes de que oscureciera cogí una antorcha y vine a verla. No pude ver gran cosa porque ya era muy tarde. Pero me quedé con ganas de volver hoy.

–Pues me alegro –declaró Ayla mientras subían por la rampa hacia la entrada–. Seguramente habría podido salir de todos modos, porque allí atrás llega un poco de luz, y Lobo me habría ayudado, pero te aseguro que he sentido un gran alivio al ver tu antorcha.

Brukeval bajó la vista y vio al lobo.

–Sí, seguro que Lobo te habría ayudado. No lo había visto. Él también es especial, ¿verdad?

–Para mí, sí. ¿Ya lo conoces? –preguntó Ayla–. Le presento a las personas de una manera formal para que sepa que son amigas.

–Me gustaría ser amigo tuyo –dijo Brukeval.

El modo en que lo dijo indujo a Ayla a mirarlo de la forma discreta propia de las mujeres del clan. Sintió un escalofrío y una sensación de mal augurio. En la declaración de Brukeval parecía haber algo más que un deseo de amistad. Presintió un anhelo de poseerla; pero decidió que debía de estar equivocada. ¿Por qué habría de desearla Brukeval? Apenas se conocían. Le sonrió, en parte para disimular su malestar.

–Pues te presentaré a Lobo –dijo.

Cogió la mano de Brukeval y llevó a cabo todo el proceso de dejársela olfatear al animal al mismo tiempo que manifestaba su aprobación.

–Creo que nunca te he dicho la admiración que sentí por ti el día que te enfrentaste a Marona –dijo Brukeval una vez concluida la presentación–. Puede llegar a ser una mujer cruel y perversa. Lo sé porque viví con ella cuando era pequeño. Supuestamente somos primos, primos lejanos, pero cuando mi madre murió, su madre era la parienta más cercana a la mía que podía amamantar a un niño, y tuvo que quedarse conmigo. Aceptó la responsabilidad, aunque no era algo que le complaciera demasiado.

–He de reconocer que Marona no me inspira mucha simpatía –admitió Ayla–. No obstante, siento lástima por ella porque algunas personas creen que no puede tener hijos.

–No sé si no puede o sencillamente no quiere. También se dice que hace lo posible para perderlos siempre que es bendecida. De todas formas, no sería buena madre. Es incapaz de pensar en nadie aparte de en sí misma –declaró Brukeval–. No es como Lanoga. Ella sí será una madre excelente.

–Ya lo es –dijo Ayla.

–Y gracias a ti, hay muchas posibilidades de que Lorala sobreviva.

Ayla volvió a sentirse incómoda por el modo en que él la miraba. Bajó la vista y acarició a Lobo para disimular.

–Son las otras madres las que amamantan a Lorala, no yo.

–Pero nadie más se había preocupado de saber que la niña no tenía leche con que alimentarse, ni ayuda de ningún tipo. Te he visto con Lanoga. La tratas como si fuera una persona importante.

–Porque lo es –dijo Ayla–. Es una niña admirable, y será una mujer extraordinaria.

–Sí, es cierto, pero sigue siendo de la familia con menos rango de la Novena Caverna –afirmó Brukeval–. Yo me emparejaría y compartiría mi posición con ella; al fin y al cabo no me sirve de nada. Pero dudo que ella quisiera. Soy demasiado mayor para ella, y además… En fin… no le gusto a ninguna mujer. Espero que encuentre a alguien que la merezca.

–También yo, Brukeval, pero ¿por qué crees que no te querrá ninguna mujer? –protestó Ayla–. Por lo que sé, en la Novena Caverna tienes un rango muy cercano al primero. Además, Jondalar dice que eres un magnífico cazador y que tu aportación es muy importante para la caverna. Él tiene muy buena opinión de ti. Si yo fuera una zelandonii que buscara compañero, y no fuera a unirme a Jondalar, te tendría en cuenta. Tienes mucho que ofrecer.

Él la miró atentamente, como si quisiera asegurarse de que no decía todo aquello para engatusarlo y después burlarse de él, como hacía Marona. Sin embargo, Ayla parecía sincera, y sus sentimientos, genuinos.

–¡Pero, desgraciadamente, no buscas compañero! –dijo Brukeval–. Si algún día decides buscar a otro, házmelo saber –añadió, esforzándose en que pareciera que bromeaba.

Desde el instante en que había visto a Ayla, pensó en que ella era la mujer que siempre había soñado. El problema era que iba a unirse con Jondalar. «¡Qué suerte!, pensó. Pero, de hecho, Jondalar siempre ha tenido suerte. Espero que sepa valorar lo que tiene, porque si no lo hace, yo sí podría valorarlo. La aceptaría sin pensármelo dos veces, si ella quisiera.»

Oyeron unas voces y alzaron la cabeza. Vieron que se acercaban algunas personas procedentes del campamento de la Novena Caverna. Los dos hombres altos que tanto se parecían eran fáciles de identificar. Ayla saludó con la mano y sonrió a Jondalar y Dalanar. Ellos la reconocieron y le devolvieron el saludo. Las dos muchachas altas que los acompañaban no podían haber sido más distintas y, sin embargo, eran primas lejanas; ambas estaban emparentadas en mayor o menor grado con Jondalar. A Ayla le habían explicado los complejos vínculos familiares entre los zelandonii, y en eso pensaba mientras los veía aproximarse.

Other books

The Widow's Revenge by James D. Doss
A Prayer for the Damned by Peter Tremayne
Book by Book by Michael Dirda
Shalimar the Clown by Salman Rushdie
El rebaño ciego by John Brunner
The Argonauts by Maggie Nelson
Chosen by the Bear by Imogen Taylor
I'm Feeling Lucky by Edwards, Douglas