Los refugios de piedra (63 page)

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Authors: Jean M. Auel

–Lanoga, ahora te enseñaré para qué sirve esta planta –dijo Ayla. La niña la observó–. Se llama jabonera, y hay muchas variedades. Algunas van mejor que otras. Primero le quitaremos la tierra en el arroyo –explicó enseñando a Lanoga cómo debía lavar las plantas. Después buscó una piedra dura y un sitio plano en una de las rocas caídas cerca de la balsa–. A continuación han de chafarse las raíces. Basta con triturarlas, pero si se remojan es posible extraer toda la sustancia.

La niña miraba atentamente, pero no decía nada.

Ayla sacó una cestita tupida de la mochila y fue hacia la balsa.

–Sólo con agua a veces cuesta eliminar la suciedad, y con la jabonera es más fácil. El agua de esta balsa está más caliente que el agua del río. ¿Quieres probarla?

–No lo sé –contestó la niña mirándola como si no acabase de entenderla.

–Ven y mete la mano en el agua –instó Ayla. La niña se acercó e introdujo en el agua la mano libre.

–¿Verdad que está más caliente? ¿Te gusta la sensación? –preguntó Ayla.

–No lo sé –respondió Lanoga.

Ayla puso un poco de agua tibia en la cesta, añadió la jabonera chafada y lo mezcló todo con la mano. Entonces cogió unas fibras de la planta chafada y se frotó las manos.

–Lanoga, deja al bebé, coge un poco de jabonera y haz lo mismo que yo –indicó Ayla.

La niña la observó, dejó a su hermana en el suelo junto a sus pies y lentamente cogió un poco de jabonera. La mojó y se restregó las manos. Salió un poco de espuma, una momentánea expresión de interés iluminó el rostro de Lanoga. Las fibras de jabonera no producían mucha espuma, pero sí la suficiente para lavarse las manos.

–La jabonera es resbaladiza y hace un poco de espuma –dijo Ayla–. Ahora acláratelas, así. ¿Ves qué limpias tengo las manos ahora?

La niña hundió las suyas en el agua y luego se las miró. Otra expresión de interés asomó a su cara.

–Ahora podemos comer.

Ayla fue hacia la mochila y sacó unos paquetes. Uno era un cuenco de madera pulida con tapa, atado con un cordel. Desató el cordel, retiró la tapa y tocó con la punta del dedo el contenido.

–Todavía está caliente –dijo enseñándole la masa coagulada de granos cocidos de distintas variedades y luego picados–. Recogí este grano el otoño pasado cuando Jondalar y yo estábamos de viaje. Hay semillas de centeno y trigo y también de cebada. He añadido una pizca de sal al agua antes de cocerlas. Las semillas negras pequeñas son de una planta que yo llamo «ajedrea», pero tiene otro nombre en zelandonii. Las hojas también son comestibles. He preparado esto para Lorala. Me parece que hay suficiente también para ti y para mí, pero probemos antes si le gusta la carne que hemos raspado.

La carne estaba envuelta en grandes hojas de plantas. Ayla se la entregó a Lanoga y la observó para ver qué hacía. La niña abrió el paquete, extrajo un poco de aquella sustancia pulposa con los dedos, y la acercó a la boca del bebé que volvía a tener apoyado en la cadera. La pequeña abrió la boca de inmediato, pero el sabor la sorprendió. Se paseó la comida por la boca, examinando el gusto y la textura, y cuando finalmente se la tragó volvió a abrir la boca pidiendo más. Recordaba a un pajarito.

Lanoga sonrió. Ayla se dio cuenta de que era la primera vez que la veía sonreír. Lanoga dio el resto de la carne a su hermana y después empezó con los cereales. Primero los probó ella, después puso un poco en la boca de su hermana. Las dos observaron la reacción del bebé al nuevo sabor. Con una expresión de intensa concentración, saboreó el pastoso preparado, masticándolo un poco. Tras pensárselo un momento se lo tragó, y luego volvió a abrir la boca para que le dieran más. Ayla se quedó asombrada de todo lo que comió la pequeña; Lanoga no había dejado de darle hasta que su hermana dejó de abrir la boca.

–Si le das a Lorala una cosa para coger, ¿se la lleva a la boca? –preguntó Ayla.

–Sí –contestó la niña.

–He traído un trozo de hueso de la médula. Conocí a un niño al que le encantaba cuando era bebé –dijo Ayla con una sonrisa de afecto y pena provocada por el recuerdo–. Dáselo, a ver qué hace –Ayla le tendió el trozo de hueso de ciervo, con un orificio en el centro lleno de sabrosa médula. En cuanto Lanoga le dio el hueso, la pequeña se lo metió en la boca volvió a adoptar una expresión de sorpresa mientras examinaba el sabor y enseguida comenzó a chuparlo–. Ahora déjala en el suelo y come tú también, Lanoga.

Lobo había estado observando a la pequeña a unos metros de distancia, donde Ayla le había ordenado que permaneciera. Se arrastró poco a poco hacia el bebé que habían dejado sentado sobre la hierba, y que emitía sonidos infantiles. Lanoga miró por un momento a Lobo y se volvió hacia Ayla con cara de preocupación. Hasta ese instante ni siquiera se había fijado en la presencia del animal.

–A Lobo le encantan los niños –explicó Ayla–. Quiere jugar con ella, pero me parece que el hueso podría desorientarlo. Si ella lo deja caer, Lobo puede pensar que está dándoselo. He traído un hueso con un poco de carne para él. Se lo daré allí, al lado del río, para que lo devore mientras nosotras comemos.

Ayla sacó de la mochila un paquete grande envuelto en piel que contenía unos pedazos de carne de bisonte asada y un hueso crudo de grandes dimensiones todavía con jirones de carne seca y parduzca adheridos. Se levantó, hizo una seña a Lobo para que la siguiese y se acercó al arroyo. Allí le entregó el hueso. El animal se quedó royéndolo con satisfacción.

Cuando regresó al lado de la niña, sacó otras cosas de la mochila. Llevaba distintas clases de comida. Además de la carne y los cereales tenía aún algunas sobras del viaje. Había algunos trozos secos de raíces feculentas, piñones asados, avellanas con la cáscara, y rodajas de manzana seca, agrias y sabrosas.

Mientras comían, Ayla habló con la niña.

–Lanoga, te he dicho que iríamos a bañarnos y a lavarnos un poco antes de ir a ver a las mujeres, pero quiero explicarte por qué. Sé que has hecho todo lo que has podido para alimentar a Lorala, pero para crecer sana ella necesita alguna cosa más que raíces chafadas. Te he enseñado a preparar otras cosas para alimentarla, como trocear la carne para que pueda comérsela aunque no tenga dientes. Pero lo que ella más necesita es leche, aunque sólo sea un poco –continuó Ayla. La niña la observaba sin dejar de comer, pero guardaba silencio–. Donde yo me crie, las mujeres alimentaban a veces a los recién nacidos o lo hacían entre todas, amamantándolos por turnos. Proleva me ha dicho que las zelandonii también se ayudan en estos casos, pero normalmente sólo cuando los niños son de la familia o de amigos íntimos. Tu madre no tiene hermanas ni primas que estén dando de mamar, por eso quiero pedir a las otras mujeres que estén amamantando ya o que vayan a hacerlo dentro de poco que nos ayuden. Pero las madres son muy protectoras con sus hijos. No les gustaría llevarse al pecho a un bebé que estuviera sucio u oliera mal, y después tener que amamantar a su propio hijo.

»Tenemos que lavar a Lorala para que esté fresca y guapa a la hora de enseñársela a las otras madres. Usaremos la jabonera con la que nos hemos lavado las manos. Te enseñaré cómo bañarla, porque deberás mantenerla siempre bien limpia, y como seguramente serás tú quien se la lleve a la mujer que la amamante, también tendrás que bañarla tú. Te he traído un poco de ropa. Me la ha dado Proleva. Ya está usada, pero está limpia. A su dueña se le ha quedado pequeña. –Lanoga no contestó y Ayla no llegó a comprender por qué hablaba tan poco. Preguntó–: ¿Me has entendido?

Lanoga asintió con la cabeza y siguió comiendo, lanzando alguna que otra mirada a su hermana, que aún roía el hueso de la médula. Ayla pensó que a la niña le deleitaban los alimentos que le ofrecían para la nutrición que le faltaba. Las raíces feculentas hervidas no bastaban para un niño en pleno crecimiento. Cuando Lanoga quedó harta, la pequeña parecía adormilada, y Ayla decidió que debían lavarla enseguida antes de que se durmiese por completo. Apartó los recipientes y se levantó. Entonces notó mal olor. La niña también lo notó.

–Se ha ensuciado –dijo Lanoga.

–En el arroyo hay musgo. Limpiémosla antes de bañarla –propuso Ayla.

La niña la observó. Ayla cogió a la pequeña, que se sorprendió, pero no protestó. La acercó al arroyo, se agachó en la orilla, arrancó un puñado de musgo adherido a las rocas, lo sumergió en el agua y, sosteniendo a la niña con el brazo usó el musgo para limpiarle el trasero. Con otro puñado, repitió la operación. Mientras la examinaba para asegurarse de que quedaba limpia, la pequeña se orinó. Ayla la sostuvo en alto hasta que terminó, la limpió de nuevo y se la devolvió a Lanoga.

–Llévala a la balsa, Lanoga. Tenemos que bañarla. ¿Por qué no la dejas allí? –sugirió Ayla indicando la concavidad de la piedra llena de agua.

La niña la miraba desconcertada, con el entrecejo fruncido, pero no se movía. Ayla la observó con atención. No creía que la pequeña fuese retrasada pese a que apenas hablaba; parecía más bien que no sabía qué se esperaba de ella. De repente recordó la época en que acababa de ser adoptada por el clan y no sabía qué tenía que hacer, y eso la indujo a pensar. Había notado que la niña aparentemente respondía mejor a las órdenes directas.

–Lanoga, deja a la niña en el agua –dijo. No era una petición, sino una afirmación, casi una orden.

Lanoga se acercó lentamente a la concavidad de la piedra y alzó a la niña desnuda que sostenía en la cadera, pero la pequeña parecía reacia a dejar a su hermana. Ayla cogió a Lorala por detrás, sujetándola por debajo de las axilas de manera que quedase de cara a Lanoga, con los pies colgando, y poco a poco la colocó sentada dentro del agua, en la piedra.

El agua tibia fue una nueva sensación para la pequeña, que la impulsó a explorar su alrededor. Metió la mano en el agua, la sacó y se la miró. Volvió a intentarlo y se salpicó por casualidad, cosa que la intrigó; después sacó la mano y se la metió en la boca.

«Al menos, no llora, pensó Ayla. Buena señal.»

–Mete la mano en la cesta, Lanoga, y verás qué jabonosa está el agua –la niña hizo lo que le pedían–. Ahora coge un poco y utilízala para restregar a Lorala.

Mientras la frotaban con el líquido jabonoso, la pequeña se quedó quieta con la frente un poco arrugada. Era una sensación nueva, pero no del todo desagradable.

–Ahora tenemos que lavarle la cabeza –dijo Ayla, que sabía que eso sería más problemático–. Empezaremos frotándole la nuca con un poco de jabonera. Tú puedes lavarle las orejas y el cuello.

Ayla observó a la niña y vio que bañaba a su hermana con seguridad y que cada vez parecía más tranquila. De pronto, la asaltó un pensamiento: «Yo no era mucho mayor que Lanoga cuando tuve a Durc. Quizá tenía uno o dos años más que ella, como mucho. Pero yo contaba con Iza, que me enseñaba a cuidarlo».

–Ahora tiéndela boca arriba, aguantándole la cabeza con una mano para que no se le moje la cara, y lávale el pelo con la otra mano –indicó Ayla. Ayudó a Lanoga a colocar a la pequeña. Lorala se resistió un poco, pero la niña la manejaba con firmeza, y la pequeña no protestó por el agua tibia una vez que se sintió sumergida y segura en manos de su hermana. Ayla la ayudó a lavarle el pelo y después, con las manos todavía jabonosas, le lavó las piernas y el trasero. Ya estaba casi toda ella sumergida en el agua, que empezaba a estar un tanto turbia–. Ahora lávale la cara con mucho cuidado, sólo con las manos y el agua. Que no le entre nada en los ojos. No le haría daño, pero le molestaría.

Cuando terminaron volvieron a sentar a la pequeña. Ayla sacó de la mochila una piel amarillenta y suave plegada, la extendió, sacó a la criatura del agua y la envolvió. Se la entregó nuevamente a Lorala.

–Ten, ya está bien limpia –notó que la niña frotaba la piel suave de la toalla–. Es agradable y esponjosa, ¿verdad?

–Sí –contestó Lanoga mirando a la mujer.

–Me la regalaron durante el viaje. Unas personas conocidas como los Xaramuroi, famosos por las suaves pieles de gamuza que elaboran. Las gamuzas son animales que viven en las montañas cerca de su territorio. Se parecen a las cabras, pero son más pequeñas que un íbice. ¿Sabes si hay gamuzas por aquí, Lanoga?

–Sí –respondió la niña. Ayla esperó sonriente. Había descubierto que Lanoga respondía a las preguntas u órdenes directas, pero no sabía cómo continuar una conversación. No sabía cómo hablar con otra persona. Ayla siguió esperando con una sonrisa en la boca. Lanoga arrugó la frente y por fin dijo–: Unos cazadores trajeron una.

«¡Sabe hablar! Ha pronunciado una frase voluntariamente», pensó Ayla, encantada. Sólo necesitaba un pequeño empujón.

–Puedes quedártela si quieres –ofreció Ayla.

En el rostro de Lanoga se manifestó una serie de estados de ánimo que Ayla no preveía. Primero se le iluminó la mirada, después expresó duda y, finalmente, miedo. Luego frunció el entrecejo y movió la cabeza en un gesto de negación.

–No. No puedo.

–¿Quieres la piel?

La niña bajó la vista.

–Sí.

–Entonces, ¿por qué no puedes quedártela?

–No puedo quedármela –declaró la niña, insegura–, no me dejarían. Me la quitarían.

Ayla empezó a entender.

–¿Sabes qué haremos? Tú me la guardas, y así la tendrás si necesitas usarla.

–Me la quitarán –repitió Lanoga.

–Si alguien te la quita me lo dices, y yo iré a recuperarla –dijo Ayla.

Lanoga hizo ademán de sonreír, pero arrugó la frente y volvió a negar con la cabeza.

–Se enfadarán.

Ayla asintió.

–Ya lo entiendo. La guardaré yo, pero siempre que quieras usarla, para Lorala o para ti, puedes venir a buscarla. Si alguien intenta quitártela, le dices que es mía.

Lanoga quitó la piel que envolvía a su hermana y se la entregó a Ayla, después la dejó desnuda sobre la hierba.

–La ensuciará –dijo.

–No importa. La lavamos y listo. Envuélvela. Es más suave que la hierba –insistió Ayla. Extendió la toalla en el suelo y colocó encima a la niña notando que conservaba un ligero y agradable olor a ahumado.

Después de lavar y raspar una piel, se adobaba, a menudo con el cerebro del animal; luego se trabajaba y se estiraba mientras iba secándose, hasta obtenerse un acabado suave y con un poco de pelusa. Entonces la piel casi blanca se tostaba sobre un fuego humeante. La leña y el resto del combustible que se quemaba, determinaba el color de la piel –normalmente tostado con un matiz pardo o amarillentoy en cierta medida la textura de la pieza acabada. Sin embargo, el tostado no se hacía inicialmente por el color, sino para conservar la elasticidad. Una piel podía ser flexible antes de tostarla, pero si se mojaba y volvía a trabajarse y estirarse, quedaba dura y rígida. En cambio una vez que el humo revestía las fibras de colágeno se producía una transformación que mantenía la piel flexible incluso después de lavarla. Era el proceso de tostado con humo lo que hacía realmente útiles las pieles de animales.

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