Los refugios de piedra (62 page)

Read Los refugios de piedra Online

Authors: Jean M. Auel

–Aún me asusto cuando le veo hacerte eso, Ayla –comentó Willamar levantándose del almohadón.

–Antes, a mí también me daba miedo –dijo Jondalar–. Pero ahora confío plenamente en Lobo, y ya no sufro por ella. Sé que no le hará ningún daño, y he visto lo que es capaz de hacer a las personas que intentan agredirla; pero reconozco que esa manera suya de saludar todavía me sorprende a veces.

Cuando Willamar se acercó, los dos se rozaron las mejillas rápidamente. A esas alturas Ayla había aprendido ya que ese gesto era un saludo informal obligado entre miembros de una familia o amigos íntimos.

–Lástima que no haya podido ir esta mañana contigo a ver a los caballos –dijo Folara mientras las dos se saludaban de la misma manera.

–Tendrás tiempo de sobra para conocerlos –afirmó Ayla, y después rozó la mejilla de Marthona con la suya.

El saludo con Jondalar fue parecido pero más largo e íntimo, más bien un abrazo.

–He de volver a ayudar a la Zelandoni –anunció Ayla–, pero he venido porque estaba intranquila por Lobo. Me alegro de que haya vuelto aquí. Eso quiere decir que ya sabe que esto es su casa aunque yo no esté.

–¿Cómo se encuentra Bologan? –preguntó Marthona.

–Se ha despertado y ya puede hablar. Acabo de decírselo a Joharran. –Ayla no sabía si hablar de su preocupación por cómo estaba siendo cuidada la hija de Tremeda. Aún era forastera, y quizá si planteaba ese tema podían considerar que estaba haciendo una crítica a la Novena Caverna. Pero es que nadie más parecía al corriente de la situación, y si ella no lo planteaba, ¿quién lo haría?–. He hablado con Proleva de un asunto que me preocupa.

La familia de Jondalar la miró con curiosidad.

–¿Qué? –preguntó Marthona.

–¿Sabíais que a Tremeda se le ha retirado la leche? No ha vuelto a casa desde el entierro de Shevoran y ha dejado al bebé y a los otros niños a cargo de Lanoga, para que los cuide y alimente. La niña sólo tiene diez años y no puede amamantar a su hermana. Lo único que come la pequeña son raíces chafadas. Necesita leche. ¿Cómo puede crecer un bebé sin leche? ¿Y dónde está Laramar? ¿Se preocupa por sus hijos? –Ayla habló sin detenerse ni siquiera para tomar aliento.

Jondalar los observó a todos. Folara estaba impresionada; Willamar parecía un poco aturdido, y a Marthona todo aquello la había cogido desprevenida, cosa que no le gustaba en absoluto. Al ver sus expresiones tuvo que disimular una sonrisa. No le sorprendía la reacción de Ayla ante las necesidades de un desvalido, pero sabía que Laramar, Tremeda y su familia eran un problema para la Novena Caverna desde hacía tiempo. Mucha gente hablaba del asunto; Ayla simplemente lo había sacado a la luz.

–Proleva me ha dicho que no sabía que a Tremeda se le había retirado la leche –prosiguió Ayla–. Reunirá a las mujeres que pueden ayudarnos, les explicaremos cuáles son las necesidades de la pequeña y les pediremos que le den un poco de su leche. Creo que debemos proponérselo a las madres recientes y a las que están a punto de dar a luz. Es una caverna tan poblada que debe de haber muchas mujeres que puedan colaborar a amamantar a un niño.

Jondalar sabía que podían hacerlo, pero no estaba seguro de si querrían, y se preguntó a quién se le habría ocurrido la idea. Se lo imaginaba, sabía que a veces las mujeres daban el pecho a otros niños aparte de los suyos, pero normalmente eran los de una hermana o una amiga, niños con los cuales estaban dispuestas a compartir su leche.

–Me parece una idea magnífica –aprobó Willamar.

–Suponiendo que estén dispuestas –añadió Marthona.

–¿Por qué no iban a estarlo? –preguntó Ayla–. Las mujeres zelandonii no dejarán morir a un bebé por falta de leche, ¿no? Le he dicho a Lanoga que iré mañana por la mañana y le enseñaré a preparar más raíces chafadas para su hermana.

–¿Qué come un bebé aparte de leche? –preguntó Folara.

–Muchas cosas –contestó Ayla–. Si se raspa la carne cocida, se obtiene una sustancia blanda que puede comer un bebé, y pueden beber el líquido que queda después de hervir la carne. También les sientan bien los frutos secos chafados y mezclados con algún líquido y el grano molido muy fino y cocido. Pueden hervirse verduras hasta que queden muy blandas y hay frutas que sólo han de triturarse, pero antes deben extraerse las semillas. Yo pasaba el zumo de fruta a través de unos tallos de galio recién cogido. Tenía muchas espinas que se entrecruzan y retienen las semillas. Los niños pueden comer prácticamente todo lo que comen sus madres si es bastante blando y no tiene grumos.

–¿Cómo es que sabes tanto acerca de lo que pueden comer los bebés? –preguntó Folara.

Ayla se sonrojó, desalentada. No esperaba esa pregunta. Sabía que los recién nacidos podían alimentarse de otras cosas además de leche porque Iza le había enseñado a preparar comida para Uba cuando la mujer se había puesto enferma y se le había retirado la leche. Pero los conocimientos de Ayla se habían ampliado mucho cuando murió Iza, y ella quedó tan consternada por la pérdida de la única madre que había conocido que se le retiró la leche. A pesar de que las otras mujeres del pequeño Clan de Brun en período de lactancia habían alimentado a Durc, Ayla había tenido que darle comida para saciarlo y para que creciera sano. Pero aún no estaba preparada para hablar de su hijo a la familia de Jondalar. Acababan de anunciarle que querían aceptarla como zelandonii, pese a que la hubiera criado el pueblo al que ellos llamaban cabezas chatas y al que no consideraban humano. Nunca olvidaría el dolor que había sentido ante la primera reacción de Jondalar cuando ella le había dicho que tenía un hijo mezcla de las dos razas, de espíritus mixtos. Por el hecho de que el espíritu de aquellas personas que ellos consideraban animales se había mezclado con el suyo para iniciar una vida dentro de ella, la había mirado como si fuera una hiena repugnante y la había llamado abominación. Para él, ella era peor que el niño porque le había dado la vida. Desde entonces Jondalar había aprendido más cosas del clan, y ya no pensaba del mismo modo, pero ¿y su gente y su familia?

Pensó rápidamente: ¿qué diría la madre de Jondalar si supiese que su hijo quería unirse con una mujer que era una abominación? ¿Y Willamar, y Folara, y el resto de la familia? Ayla miró a Jondalar, y pese a que normalmente sabía discernir sus sentimientos interpretando la expresión de su rostro o su postura, esta vez le fue imposible. No supo qué quería que dijera.

La habían educado con la idea de que debía responder a una pregunta directa con una respuesta sincera. Desde entonces Ayla había descubierto que, a diferencia del clan, los Otros, la gente como ella, eran capaces de decir cosas que no eran verdad. Incluso tenían una palabra para expresar eso. Lo llamaban «mentir». Por un momento pensó en salir del paso con una mentira, pero ¿qué podía decir? Estaba segura de que se darían cuenta si lo intentaba; no sabía mentir. A lo sumo, podía omitir alguna cosa, pero le resultaba difícil no contestar ante una pregunta directa.

Ayla siempre había supuesto que aquella gente acabaría descubriendo la existencia de Durc. Ella pensaba a menudo en su hijo, y sabía que llegaría un momento en que lo mencionaría sin darse cuenta o decidiría hablar de él. No quería mantener en secreto a Durc toda la vida. Era su hijo. Pero todavía no había llegado el momento de revelarlo.

–Sé preparar comida para bebés, Folara, porque al nacer Uba, a Iza se le retiró la leche muy pronto y me enseñó a hacer comida para su hija. Un bebé puede comer lo mismo que su madre si es blando y fácil de tragar –contestó Ayla.

Era la verdad, pero no toda la verdad. Había omitido la existencia de su hijo.

–Has de hacerlo así, Lanoga –explicó Ayla–. Pasas el raspador por la carne. Extraes la esencia y eliminas la parte fibrosa. ¿Lo ves? Ahora inténtalo tú.

–¿Qué hacéis?

Ayla se sobresaltó al oír la voz de Laramar y se dio media vuelta.

–Estoy enseñando a Lanoga a preparar alimentos que pueda comer la pequeña porque su madre no tiene leche para alimentarla –respondió. Estaba segura de haber percibido una expresión de sorpresa en la cara del hombre. «O sea, que él tampoco lo sabía», pensó.

–¿Y eso por qué ha de preocuparte? No creo que le importe a nadie –repuso Laramar.

«A ti tampoco», pensó Ayla, pero se mordió la lengua.

–Sí que me importa, nos importa a todos. Pero los demás no lo sabían –dijo Ayla–. Lo descubrimos cuando Lanoga vino a avisar a la Zelandoni de que Bologan se había hecho daño.

–¿Bologan se ha hecho daño? ¿Qué le ha pasado?

Ahora sí parecía sinceramente preocupado. «Proleva tenía razón –se dijo Ayla–. Quiere a su hijo mayor.»

–Bebió tu barma y…

–¡Bebió mi barma! ¿Dónde está? ¡Ya le enseñaré yo a beber mi barma! –gruñó Laramar.

–No es necesario –dijo Ayla–. Ya ha aprendido la lección. Se peleó con alguien y salió mal parado, o se cayó y golpeó con una piedra. Lo trajeron a casa y aquí lo dejaron. Lanoga lo encontró inconsciente y fue a buscar a la Zelandoni. Ahora está en la morada de la donier. Estaba malherido y había perdido mucha sangre, pero con reposo y las debidas atenciones se recuperará. Pero no le quiere decir a Joharran quién le pegó.

–Ya me encargaré yo; sé cómo hacerle hablar –dijo Laramar.

–No hace mucho que vivo en esta caverna, y no soy quién para darte consejos, pero creo que antes deberías hablar con Joharran. Está muy enojado y quiere saber quién lo hizo y por qué. Bologan ha tenido suerte. Podría haber sido peor.

–Tienes razón. No eres quién para darme consejos –replicó Laramar–. Ya me encargaré yo.

Ayla calló. No podía hacer nada, salvo explicárselo a Joharran. Se volvió hacia la niña.

–Vamos, Lanoga, coge a Lorala y vámonos –dijo al tiempo que recogía su mochila mamutoi.

–¿Adónde vais? –preguntó Laramar.

–Vamos a bañarnos y a lavarnos un poco, antes de hablar con las mujeres sobre la lactancia de la pequeña. Les pediremos que den un poco de leche a Lorala –explicó Ayla–. ¿Sabes dónde está Tremeda? También debería venir con nosotras.

–¿No está aquí?

–No. Ha dejado a los niños con Lanoga, y no ha vuelto desde el entierro de Shevoran. Por si te interesa los otros niños están con Ramara, Salova y Proleva en este momento.

Había sido Proleva quien había propuesto a Ayla que lavara a Lanoga y Lorala antes de que las vieran las mujeres. Las que tenían niños podían negarse a aceptar a una criatura sucia por temor a que ensuciara a sus hijos.

Lanoga cogió a la pequeña, y Ayla hizo una seña a Lobo que había observado las actividades medio escondido detrás de un tronco. Laramar no había visto al animal, y cuando Lobo se levantó y vio al poderoso carnívoro, abrió desmesuradamente los ojos y retrocedió unos pasos. Luego dirigió una falsa sonrisa a Ayla.

–¡Vaya animal tan grande! ¿Seguro que no es peligroso que se acerque a la gente, en especial a los niños? –preguntó.

«Los niños le traen sin cuidado, pensó Ayla interpretando el sutil lenguaje corporal del hombre. Habla de los niños para dar a entender que yo hago algo que puede poner en peligro a los demás, y ocultar así su propio miedo.» Otras personas habían expresado esa misma preocupación sin ofenderla, pero a ella no le gustaba que Laramar demostrase tan poca preocupación por los niños de quienes era responsable. Aquel hombre no era de su agrado, y sus objeciones le provocaron una reacción hostil.

–Lobo nunca ha puesto en peligro a un niño, la única persona a quien ha hecho daño ha sido a una mujer que me atacó –dijo Ayla mirándolo directamente a los ojos. Entre la gente del clan una mirada tan directa habría constituido una amenaza. Añadió–: Lobo la mató.

Laramar retrocedió un paso más con una sonrisa nerviosa.

«¡Qué estupidez!, se dijo Ayla mientras salía hacia el porche acompañada de Lanoga, la pequeña y el Lobo. No sé por qué lo he dicho. Miró al animal que trotaba confiadamente a su lado. Me he comportado como la jefa de una manada de lobos, intimidando a un miembro poco importante del grupo. Pero esto no es una manada de lobos, ni yo soy la jefa. Laramar ya habla mal de mí; no hace ninguna falta que yo complique aún más las cosas.»

Cuando se dirigían hacia el extremo más bajo de la terraza, Ayla se ofreció a llevar al bebé un rato, pero Lanoga se negó, al tiempo que lo cambiaba de cadera. Lobo olfateó la tierra, y Ayla vio unas huellas de cascos. Los caballos habían pasado por allí. Iba a comentárselo a la niña, pero se abstuvo. Lanoga era poco habladora, y Ayla no quería incomodarla haciéndola conversar si no era ése su deseo.

En cuanto llegaron a la orilla del Río, Ayla empezó a detenerse de vez en cuando a examinar las plantas. Con un palo para excavar que llevaba colgado del cinturón, extrajo algunas plantas con las raíces. La niña la observaba. Ayla habría querido enseñarle las distintas características de la vegetación para que pudiera buscar las plantas ella misma, pero decidió esperar a que conociera el uso.

El canal lleno de agua de primavera que separaba la Novena Caverna de Río Abajo descendía desde el porche de piedra en forma de estrecha cascada y después se convertía en afluente del Río. Ayla se detuvo cuando llegó al agua que brotaba del canal que se había formado en la piedra caliza y caía por el lado en una cascada de líquido espumoso y borboteante. Bajo la cascada, unas piedras grandes se habían desprendido de la pared y habían creado una especie de presa, como un estanque. Una de las piedras formaba una balsa natural con plantas acuáticas.

El agua que llenaba la concavidad procedía sobre todo de la lluvia y también de las salpicaduras de la cascada. En verano, cuando llovía menos el nivel de la balsa bajaba, y Ayla supuso que el sol habría calentado el agua. Metió la mano. Como esperaba, la encontró tibia, quizá un poco fría, pero más caliente que el agua del estanque, y gracias a las plantas acuáticas el fondo de la balsa era blando.

Ayla dejó la mochila en el suelo.

–He traído comida. ¿Quieres dársela ahora a Lorala o después? –preguntó.

–Ahora –contestó Lanoga.

–De acuerdo, comamos ahora –accedió Ayla–. Llevo grano cocido y la carne que hemos raspado. He traído comida para todas. Incluso unos huesos para el lobo. ¿Qué utilizas para darle de comer a tu hermana?

–La mano –respondió Lanoga.

Ayla le miró las manos sucias. Ya debía de haber dado de comer a la niña con las manos sucias muchas veces, pero de todas maneras decidió enseñarle a lavárselas. Levantó una de las plantas que había recogido por el camino.

Other books

Forty Days at Kamas by Preston Fleming
Reckoning by Laury Falter
Code of Siman by Dayna Rubin
A Dangerous Deceit by Marjorie Eccles
Queen of Diamonds by Cox, Sandra
Breathless by Dakota Harrison
A Fragile Peace by Paul Bannister
Paradise Found by Mary Campisi