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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (65 page)

–Ayla se disculpó por mencionarlo antes de que yo decidiera hacer pública la noticia; fue un desliz. Dijo que conocía bien los síntomas porque es una entendida en medicinas, que es como ella llama a veces a las curanderas. Ciertamente parece una curandera, pero cuesta creer que haya aprendido tanto de…

–Lo sé –convino Joharran–. ¿Es posible que quienes la criaron sean realmente como los que rondan por esta zona? Si es así, me parece preocupante. No los hemos tratado bien, y me pregunto por qué no han tomado represalias. ¿Y qué pasaría si un día decidiesen contraatacar?

–No creo que ahora debamos inquietarnos por eso –dijo Proleva–. Estoy segura de que aprenderemos sabiendo más cosas acerca de ellos a medida que conozcamos mejor a Ayla. –Guardó silencio, volvió la cabeza hacia donde dormía Jaradal y escuchó. Había creído oír algo, pero el niño estaba ya tranquilo. «Probablemente ha sido un sueño», pensó, y se volvió de nuevo hacia su compañero–. ¿Sabes que quieren hacerla zelandonii antes de que salgamos hacia la Reunión de Verano para que sea ya de los nuestros antes de unirse a Jondalar?

–Sí, lo sé. ¿Te parece un poco prematuro? Da la impresión de que la conozcamos hace mucho tiempo, pero, en realidad, no hace tanto que ella y Jondalar llegaron –comentó Joharran–. Normalmente no me importa acceder a las propuestas de mi madre. No acostumbra a hacer sugerencias a menudo, pese a que continúa siendo una mujer poderosa, y cuando las hace, generalmente se trata de algo razonable que a mí no se me había ocurrido. Cuando asumí la jefatura de la caverna, me pregunté si realmente ella renunciaría por completo al mando, pero ella deseaba tanto como los demás que fuera yo el nuevo jefe, y siempre ha procurado no entrometerse. No obstante, no veo una razón de peso para otorgar ese reconocimiento a Ayla con tanta urgencia. En todo caso, se la considerará de los nuestros tan pronto como se una a Jondalar.

–Pero no será una zelandonii por derecho propio, sino sólo como compañera de Jondalar –puntualizó Proleva–. A tu madre le preocupa el prestigio, Joharran. ¿Recuerdas el entierro de Shevoran? Como forastera, Ayla debería haberse colocado al final de la fila, pero Jondalar insistió en que él iría a su lado, dondequiera que la colocaran. Tu madre no quería que su hijo fuera por detrás de Laramar. Habría inducido a pensar que la mujer con la que iba a emparejarse tenía un rango insignificante. Luego la Zelandoni declaró que el lugar de Ayla estaba entre los curanderos, y por eso se la situó al frente, pero Laramar no lo vio bien e importunó a Marthona.

–No estaba informado –admitió Joharran.

–El problema es que no sabemos cómo valorar el rango de Ayla –continuó Proleva–. Según parece, la adoptaron unos mamutoi de elevada posición, pero ¿qué sabemos de ellos? No es lo mismo que si fueran lanzadonii, ni losadunai. Yo ni siquiera había oído hablar de ellos, aunque algunos sostienen que sí los conocen. ¡Y se crio entre los cabezas chatas! ¿Qué rango le da eso? Si no se le reconoce un alto rango, podría rebajar la categoría social de Jondalar, y eso tendría un efecto negativo en los títulos y lazos de todos nosotros, los de Marthona, los tuyos, los míos, los de todos sus parientes.

–No había pensado en eso –dijo Joharran.

–La Zelandoni también insiste en que debe concedérsele ese reconocimiento. Trata a Ayla como si perteneciera a la zelandonia, como a una igual. No sé bien qué razones tiene, pero está decidida a conseguir que se la considere una mujer de elevada posición.

Proleva volvió otra vez la cabeza en dirección a su hijo al oír los sonidos que emitía. Era una reacción automática de la que ni siquiera se daba mucha cuenta. «Debe de tener sueños muy inquietos», pensó.

Joharran reflexionó sobre los comentarios de Proleva, complacido de que su compañera fuera perspicaz, además de estar bien preparada para su labor. Como jefe de la caverna, ella era para él una verdadera ayuda, y valoraba en mucho sus dotes. En ese preciso momento agradecía especialmente su capacidad para desentrañar las motivaciones de su madre. A su manera, Joharran sabía escuchar y comunicarse con los demás, y por eso era un jefe competente, pero carecía de aquel sentido innato de Proleva para calcular las consecuencias y repercusiones de una situación.

–¿Bastará con que sólo nosotros demos nuestra aprobación? –preguntó Marthona inclinándose hacia adelante.

–Joharran es el jefe; tú eres consejera y ex jefa; Willamar es maestro de comercio…

–Y tú eres la Primera –completó Marthona–. Pero, rangos aparte, todos nosotros somos parientes, excepto tú, Zelandoni, y todo el mundo sabe que eres amiga.

–¿Quién se opondría?

–Laramar. –Marthona seguía molesta y en cierto modo abochornada por el hecho de que Laramar le hubiera reprochado un incumplimiento del protocolo, y su irritación se reflejaba en su semblante–. Sacaría el asunto de quicio, sólo por crear problemas. Lo hizo ya en el entierro.

–Eso no lo sabía. ¿Qué hizo? –preguntó la corpulenta donier. Estaban las dos en la morada de ésta, tomándose una infusión y charlando. La Zelandoni se alegraba de que por fin se hubiera marchado su último paciente, devolviéndole la intimidad y permitiéndole así meditar a solas y hablar en privado.

–Me dio a entender que Ayla debería haber ocupado el último lugar en la procesión.

–Pero es curandera, y su sitio estaba entre los zelandonia –afirmó la donier.

–Puede que sea curandera, pero, por más que su sitio esté entre los zelandonia, no es zelandoni, y Laramar lo sabe.

–Pero ¿qué puede hacer ese hombre?

–Puede sacar a relucir la cuestión. Es miembro de la Novena Caverna. Quizá otros compartan su opinión, pero no se atreven a decirlo en voz alta. Si él lo plantea, esos otros pueden secundarlo. Creo que deberíamos conseguir la aprobación de más gente –propuso Marthona con tono concluyente.

–Puede que tengas razón. ¿A quiénes sugieres? –preguntó la Zelandoni. Tomó un sorbo de infusión y frunció el entrecejo pensativamente.

–Stelona y su familia son una posibilidad –dijo la ex jefa–. Según Proleva, fue la primera en acceder a amamantar a la hija de Tremeda. Es una mujer respetada y apreciada, y no está emparentada con nosotros.

–¿Quién se lo pedirá?

–Podría ser Joharran, o yo misma, de mujer a mujer –respondió Marthona–. ¿Tú qué crees?

La Zelandoni dejó el vaso, y las arrugas de su frente se hicieron aún más profundas.

–Creo que antes deberías hablar con ella, tantearla. Luego, si la notas predispuesta, debería planteárselo Joharran, pero no como jefe, sino como miembro de la familia. Así, no parecerá que presenta una solicitud oficial y utiliza su posición de jefe para coaccionarla. Será más bien como si estuviera pidiéndole un favor.

–Y se lo estará pidiendo –añadió Marthona.

–Naturalmente. Pero el hecho mismo de que sea el jefe quien hace la petición lleva implícita la fuerza del cargo. Todos conocemos su rango. No es necesario mencionarlo. Y ella podría considerar un halago que él le pida su colaboración. ¿La conoces bien?

–La conozco, sí. Stelona proviene de una familia solvente, pero no hemos tenido ocasión de relacionarnos en un plano personal. Proleva la conoce mejor. Fue ella quien la hizo ir a su casa cuando Ayla quería hablar sobre la niña de Tremeda. Sé que siempre está dispuesta a colaborar cuando hay que organizar reuniones o preparar comida, y siempre la veo ayudar cuando hay trabajo que hacer.

–Siendo así, debería acompañarte Proleva cuando vayas a ver a Stelona –aconsejó la Zelandoni–. Pregúntale cuál es, en su opinión, la mejor manera de abordarla. Si tiende a colaborar y está dispuesta a ayudar, quizá deberías apelar a esa faceta de ella.

Las dos meditaron en silencio un momento mientras bebían a sorbos la infusión. Finalmente, Marthona preguntó:

–¿Prefieres una ceremonia de aceptación sencilla o algo más espectacular?

La Zelandoni la miró y dedujo que Marthona tenía algún motivo para plantear la cuestión.

–¿Por qué lo preguntas?

–Ayla me enseñó una cosa que posiblemente causaría un gran impacto si se maneja como es debido –respondió Marthona.

–¿Qué te enseñó?

–¿La has visto hacer fuego alguna vez?

La voluminosa donier dudó apenas un instante y luego se recostó sonriendo.

–Sólo una vez, cuando lo necesitábamos para hervir agua y preparar una bebida calmante para Willamar después que recibió la noticia de la muerte de Thonolan. Dijo que me enseñaría la manera de hacer fuego tan rápido, pero admito que, con el funeral, los preparativos para la Reunión de Verano y todo lo demás, se me había olvidado.

–Una noche, cuando llegamos a casa, se había apagado el fuego, y ella y Jondalar nos hicieron una demostración –explicó Marthona–. Willamar, Folara y yo encendemos fuego a su manera desde entonces. Se necesita una cosa que ella llama «piedra de fuego» y, según parece, han encontrado piedras de esa clase cerca de aquí. No sé cuántas, pero suficientes para distribuirlas entre algunas personas más. ¿Por qué no vienes a casa esta noche? Me consta que tenían previsto mostrártelo, así que podrían hacerlo hoy. Mejor dicho, ¿por qué no compartes una comida con nosotros? Aún me queda un poco de aquel vino de la última cosecha.

–Por mí, encantada. Sí, iré.

–Has estado tan bien como siempre, Marthona –declaró la Zelandoni dejando un vaso vacío junto a un cuenco casi limpio.

Estaban sentados en almohadones en torno a la mesa baja. Desde el principio de la comida, Jondalar miraba y sonreía a los demás creando en el ambiente la expectación de que iban a presenciar algo especialmente delicioso. La donier admitió que la actitud de Jondalar había despertado su curiosidad, aunque no tenía la menor intención de exteriorizarla.

Había alargado la comida recreándolos con historias y anécdotas, animando a Jondalar y Ayla a hablar de su viaje e incitando a Willamar a contar las aventuras de sus expediciones. Había sido una grata velada para todos, pero Folara parecía a punto de reventar de impaciencia y Jondalar estaba tan ufano y satisfecho de sí mismo que a la donier, viéndolo, le entraban ganas de sonreír.

Willamar y Marthona estaban más acostumbrados a esperar hasta el momento oportuno; era una táctica utilizada a menudo en las negociaciones comerciales y los tratos con otras cavernas. Ayla también parecía dispuesta a esperar, pero para La Que Era la Primera resultaba difícil sondear los verdaderos sentimientos de la joven. Aún no conocía lo suficiente a la forastera. Ayla era un enigma, pero eso la hacía más interesante.

–Si has acabado, desearíamos que te acercaras al hogar –dijo Jondalar con una sonrisa nerviosa.

La corpulenta mujer se levantó de la pila de almohadillas en la que estaba sentada y se dirigió hacia el hogar de cocinar. Jondalar se apresuró a coger los almohadones y fue a colocarlos junto al hogar, pero la Zelandoni se quedó de pie.

–Será mejor que tomes asiento, Zelandoni –recomendó Jondalar–. Vamos a apagar el fuego y todas las luces, y esto quedará tan a oscuras como una cueva.

–Como tú quieras –respondió ella, y se sentó en los almohadones apilados.

Marthona y Willamar cogieron sus cojines y se sentaron también mientras los más jóvenes reunían todos los candiles y los colocaban alrededor del hogar, incluido –advirtió la Zelandoni, un tanto sorprendida– el que alumbraba la hornacina de la donii. El mero hecho de juntarlos todos sumía en la oscuridad el resto de la morada.

–¿Todos listos? –preguntó Jondalar, y cuando los tres que esperaban asintieron con la cabeza los otros empezaron a soplar las llamas.

Nadie habló mientras las apagaban una a una. Las sombras se hicieron más densas, hasta que una oscuridad absoluta devoró el último resto de claridad e invadió todo el espacio creando una misteriosa sensación de espesor impenetrable. Estaba oscuro como en una cueva, pero en la morada, que hasta hacía un momento se hallaba iluminada por una cálida claridad dorada, el efecto era inquietante, estremecedor y, por alguna razón, más escalofriante que en las frías profundidades de una cueva, donde las tinieblas eran algo normal. Las hogueras de una vivienda solían apagarse, pero siempre se mantenía encendido a propósito algún elemento de la iluminación. Con aquella oscuridad parecían querer tentar a la suerte. El impacto místico no pasó inadvertido a la Primera.

Pero conforme pasaba el tiempo y la vista se acostumbraba a la oscuridad, la Zelandoni comprobó que la negrura no era total. No veía la forma de su mano delante de los ojos, pero por encima de la morada sin techo, en un ángulo del saliente de roca, se reflejaban débilmente las luces de otras fogatas. Era una claridad mínima, pero gracias a ella tenía la sensación de no estar tan a oscuras. Pensó que debía recordarlo.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por una luz a corta distancia que hirió su vista, en ese momento acostumbrada ya a la oscuridad. Iluminó por un instante el rostro de Ayla y luego se apagó, pero poco después surgió una pequeña llama que inmediatamente aumentó de tamaño.

–¿Cómo lo has hecho? –preguntó.

–¿Qué? –dijo Jondalar con una estúpida sonrisa.

–Iniciar un fuego tan rápidamente. –La Zelandoni veía ya que todos los demás sonreían también.

–¡Es la piedra de fuego! –explicó Jondalar, y le entregó una–. Cuando la frotas con un fragmento de pedernal salta una chispa intensa y duradera. Y si tienes buena yesca y apuntas bien, la chispa prende y hace llama. Te haré una demostración.

Formó un pequeño montón de leña menuda y unas cuantas astillas de madera mezcladas con hierba seca. La Primera se levantó de las almohadillas y se sentó en tierra cerca del hogar. Prefería los asientos altos porque luego no le costaba tanto levantarse, pero eso no significaba que no pudiese agacharse si quería, o si era por una razón importante. Y aquel truco del fuego lo era. Jondalar hizo su demostración y luego le dio las piedras. La Zelandoni lo probó varias veces sin lograrlo, cada vez más irritada.

–Ya lo conseguirás –aseguró Marthona para animarla–. Ayla, ¿por qué no le enseñas?

La joven cogió el pedernal y la pirita de hierro, preparó la pila de yesca y, con paciencia, enseñó a la mujer la posición correcta de las manos. Entonces provocó una chispa que cayó en la yesca. Apareció un hilo de humo, lo apagó y después entregó las piedras a la Zelandoni.

Sosteniendo las piedras ante sí, la donier empezó a frotarlas, pero Ayla la interrumpió para hacerle cambiar la posición de las manos. La Zelandoni probó de nuevo. Esta vez vio una chispa que caía cerca de la yesca, varió ligeramente la posición de las manos y volvió a frotar las piedras. En esta ocasión la chispa fue a parar a la leña seca. Ahora ya sabía lo que debía hacer. Cogió la yesca, se la acercó a la cara y sopló. La pequeña chispa cobró una coloración más roja. Al soplar por segunda vez convirtió la leña menuda en una pequeña llama y a la tercera el fuego prendió en las astillas. La Zelandoni dejó la yesca en tierra, añadió trozos pequeños de madera y después otros más grandes. Al acabar, sonrió satisfecha de su proeza.

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