Los ríos de color púrpura (37 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaco, Thriller

—Varios centenares. No veo por qué usted…

—En su artículo, ¿citaba los nombres de las fichas, de las familias implicadas?

—Sólo redacté unas líneas, ya se lo he dicho.

—¿Puedo ver su artículo?

—No los guardo nunca.

Permanecía con los brazos cruzados, rígida, inclinada. Niémans prosiguió:

—¿Cree que ciertas personas han podido ir a consultar esas fichas? ¿Personas susceptibles de encontrar su nombre o el de sus padres en esos documentos?

—Ya le he dicho que no cité ningún nombre.

—¿Lo cree posible? ¿Que alguna persona haya bajado allí?

—No lo creo, no. Ahora todo está bajo llave… Pero, ¿qué importancia, qué relación tiene esto con su investigación?

Niémans no contestó enseguida. Evitando mirar a Fanny, atacó con una nueva pregunta, que se parecía más bien a un golpe bajo:

—¿Y usted consultó esas fichas con detalle?

El silencio por toda respuesta. El policía levantó los ojos: Fanny no había cambiado de lugar, pero le pareció de repente muy lejana. Al final, respondió.

—Ya le he dicho que sí. ¿Qué quiere saber?

Niémans vaciló un instante, y luego:

—Quiero saber si encontró en esas fichas el nombre de sus padres. O de sus abuelos.

—No, no encontré nada. ¿Por qué esa pregunta?

El comisario se levantó sin contestar. Ahora estaban ambos de pie, enemigos, como dos polos invertidos. Niémans vislumbró su cabeza vendada en un espejo del extremo de la habitación. Se volvió hacia la joven y murmuró, en tono contrito:

—Gracias. Y discúlpeme por mis preguntas.

Agarró su abrigo y articuló:

—Por increíble que pueda parecer, pienso que esas fichas han costado la vida a uno de los policías que trabajaban en esta investigación. Un joven teniente que debutaba con este caso. Quería estudiar esos papeles. Y creo que lo han matado para impedírselo.

—Es ridículo.

—Ya lo veremos. Iré a los archivos a comparar las fichas y los historiales.

Se ponía el abrigo empapado cuando la joven le detuvo:

—¡No irá a ponerse otra vez esos horribles andrajos! Espere.

Fanny salió y reapareció a los pocos segundos con los brazos cargados con una sudadera, un jersey, una chaqueta forrada de fibra polar y unas polainas impermeables.

—Esto no es de su talla —precisó—, pero al menos está seco y caliente. Y, sobre todo, póngase esto…

Con un solo gesto le encajó sobre el cráneo vendado una capucha de poliéster, cuyos bordes levantó por encima de las orejas. Niémans, sorprendido al principio, puso enseguida unos ojos cómicos. Prorrumpieron en una carcajada, al unísono.

Por un breve instante, su complicidad volvió, como arrancada al tejido de las tinieblas. Pero el policía dijo con voz grave:

—Debo partir. Continuar la investigación. Ir a los archivos.

Niémans no tuvo tiempo de reaccionar. Fanny, con un solo gesto, le enlazó y le besó. Se quedó bruscamente rígido. Un calor le inundó de nuevo. No sabía si eran las fiebres que volvían a atacarle o la dulzura de esa pequeña lengua que se insinuaba entre sus labios, irradiándole como una brasa. Cerró los ojos y murmuró:

—La investigación. Debo continuar la investigación.

Pero ya tenía los dos hombros pegados al suelo.

X
51

Karim arrancó el cordón que prohibía el paso y se arrodilló cerca de la puerta del panteón, todavía entornada. Se calzó los guantes, deslizó los dedos en la grieta y tiró con violencia. La pared se apartó. Sin vacilar, el poli encendió su linterna y se coló en el sepulcro. Encorvado bajo el nicho, descendió los peldaños. El haz de luz rebotó contra una superficie de agua negra: un verdadero estanque. La lluvia se había filtrado por la puerta y llenado la tumba hasta media altura.

Se dijo: «No hay otra elección». Contuvo la respiración y entró en el agua. Sosteniendo la linterna con la mano izquierda, avanzó iniciando algunas brazadas. La luz halógena cortaba la oscuridad. A medida que Karim se internaba en el panteón, los gorgoteos de la lluvia descendían hasta las tumbas y los olores de moho y turba se intensificaban. Con el rostro vuelto hacia el techo, el poli escupía y chapoteaba, acorralado entre el agua y la bóveda.

De improviso, se golpeó la cabeza con el ataúd. Gritó, presa de pánico, y luego dio media vuelta, moderando sus movimientos, esforzándose en calmarse. Miró entonces la pequeña sepultura, que se bamboleaba en el agua como un esquife.

Se repitió: «No hay otra elección». Rodeó el féretro, nadando, observando cada uno de sus ángulos. Varios tornillos sellaban la tapa y se fijó, con la linterna entre los dientes, en un detalle que no había tenido tiempo de ver aquella misma mañana, cuando le había sorprendido el guarda. Alrededor de los tornillos, la madera clara se retorcía en pequeñas astillas más oscuras; la pintura había saltado. Alguien —quizás— había abierto este ataúd. «No hay otra elección». Karim se sacó de la chaqueta una pinza plegable cuyos dos extremos juntos formaban un destornillador afilado, y con él atacó las junturas de la tapa.

Progresivamente, la pared de madera cedió. Por fin saltó la última fijación. Golpeándose la cabeza contra la bóveda —el agua seguía subiendo, cubriéndole los hombros—, Karim logró apartar la tapa. Se secó los ojos con el reverso de la manga y escudriñó el fondo del ataúd, preparado para contener la respiración.

Fue inútil: le pareció que él mismo había muerto.

El ataúd no contenía el esqueleto de un niño. Aún menos el vacío de una superchería, o las trazas de una profanación. Su lecho estaba cubierto por una capa de huesos minúsculos, puntiagudos y blanquecinos. Algo como un santuario de roedores. Miles de esqueletos resecos. Hocicos gredosos, puntiagudos como puñales. Cajas torácicas, cerradas como zarpas. Una infinidad de varillas, tan tenues como cerillas, correspondientes a fémures, tibias, húmeros en miniatura.

Con los músculos temblorosos, siempre apoyado en el reborde, Karim alargó la mano hacia el osario. Las miríadas de esqueletos, refractando la luz de la linterna, parecían brillar con reflejos prehistóricos.

Fue entonces cuando una voz se elevó a sus espaldas, cortando el martilleo de la lluvia:

—No deberías haber vuelto, Karim.

El poli no tuvo que volverse para saber quién hablaba. Cerró los puños y bajó la cabeza hasta rozar el osario. Murmuró:

—Crozier, no me diga que trabaja en esto…

La voz continuó:

—Nunca habría debido dejarte esta investigación.

Karim dirigió una breve ojeada al hueco del panteón: la silueta de Henri Crozier se recortaba con gran nitidez. Sostenía una Manhurin, modelo MR 73… la misma arma que Niémans. Seis balas en el tambor. Cargadores rápidos en los bolsillos. Unos segundos para sacar los cartuchos y reemplazarlos, sin ningún riesgo de entorpecimiento. Toda una escuela. El teniente repitió:

—¿Qué diablos hace usted en este antro?

El hombre no contestó. Karim continuó, levantando los codos empapados:

—¿Puedo al menos salir de esta mierda?

Crozier esbozó un gesto con el arma.

—Ven hacia mí. Pero despacio. Muy despacio.

Karim se deslizó por el agua y llegó a los escalones, abandonando el ataúd profanado. Su linterna, que había vuelto a ponerse entre los dientes, lanzaba rayos de luz inestable contra el techo de piedra. Destellos que daban vueltas, como relámpagos de locura.

El teniente alcanzó la escalera y se encaramó por los peldaños. A medida que saltaba, Crozier retrocedía hacia el exterior sin dejar de apuntarle. La lluvia crepitaba a ráfagas. El árabe se enderezó, mojado hasta los huesos, ante el comisario. Preguntó otra vez:

—¿Cuál es su papel en todo esto? ¿Qué sabe exactamente?

Crozier habló por fin:

—Fue en 1980. Cuando llegó, me fijé enseguida en ella. Es mi pueblo, pequeño. Es mi territorio. Y entonces, yo era casi el único poli de Sarzac. Esta buena mujer, demasiado bella, demasiado alta, que venía para el puesto de profesora… Adiviné enseguida que escondía algo…

El
beur
murmuró:

—«Crozier, el ojo de Sarzac.»

—Sí. Hice mi pequeña investigación. Descubrí que tenía a su cargo una criatura… Conseguí ganar su confianza y me lo contó todo. Decía que los diablos querían matar a su hija.

—Todo esto ya lo sé.

—Lo que no sabes, es que decidí proteger a esa familia. Les tramité documentos falsos y…

Karim tuvo la sensación de contemplar el precipicio.

—¿Quiénes eran los diablos?

—Un día vinieron dos hombres. Buscaban, según ellos, viejos libros escolares en las escuelas. Llegaron de Guernon, el pueblo de donde procedía también Fabienne. Pronto comprendí que los diablos eran ellos…

—¿Sus nombres?

—Caillois y Sertys.

—No me tome el pelo: ¡en aquella época, Rémy Caillois y Philippe Sertys tenían unos doce años!

—No se llamaban así. Eran Étienne Caillois y René Sertys. Debían de rozar la cuarentena. Unos tipos huesudos, con ojos de fanáticos.

Un regusto ácido quemó la garganta de Karim. ¿Cómo no se le había ocurrido? La «falta» de los ríos de color púrpura se remontaba a varias generaciones. Antes de Rémy Caillois estaba Étienne Caillois. Antes de Philippe Sertys estaba René Sertys. Karim susurró:

—¿Y después?

—Jugué al poli inquisidor. Control de identidad y todo. Pero no había nada que reprocharles. Más legal que ellos sólo es el código civil. Se marcharon sin haber podido descubrir a Fabienne y su hija. Por lo menos, eso es lo que yo creía.

»Pero Fabienne, cuando supo que esos tipos merodeaban por Sarzac, quiso huir enseguida. Por segunda vez, no formulé ninguna pregunta. Destruí los documentos, arranqué las páginas de los cuadernos, lo borré todo… Fabienne había cambiado la identidad de su hija, pero…

Karim le interrumpió. Una cortina de lluvia se erizaba entre los hombres.

—Sertys hijo volvió la noche del domingo: ¿tiene idea de qué buscaba en este panteón?

—No.

Abdouf señaló la entrada del panteón.

—Ese jodido ataúd está lleno de huesos de roedores. Un truco de pesadilla. ¿Qué significa?

—No lo sé. No deberías haber abierto ese ataúd. No respetas a los muertos…

—¿Qué muerto? ¿Dónde está el cuerpo de Judith Hérault? ¿Está realmente muerta?

—Muerta y enterrada, pequeño. Yo fui quien se ocupó de los funerales.

El
beur
se estremeció.

—¿Y es usted quien cuida de la tumba?

—Sí, soy yo. Por la noche.

Karim gritó bruscamente, acercándose al cañón del arma:

—¿Dónde está ella? ¿Dónde está ahora Fabienne Hérault?

—No hay que hacerle daño.

—Comisario, este asunto va mucho más allá de una profanación de cementerio. Se trata de asesinatos.

—Ya lo sé.

—¿Lo sabe?

—Ha salido en todas las cadenas de la tele. En las últimas ediciones.

—Entonces sabe que se trata de una jodida serie de crímenes, con mutilaciones, puestas en escena macabras y todo lo demás… Crozier ¡dígame dónde puedo encontrar a Fabienne Hérault!

Los rasgos de Crozier estaban ahogados en la sombra, como un rostro fraudulento. Aún mantenía el arma apuntada contra el torso del árabe.

—No hay que hacerle daño.

—Crozier, nadie le hará daño. Fabienne Hérault es hoy la única persona que puede decirme algo sobre este jodido asunto. Todo acusa a su hija, ¿comprende? ¡Todo acusa a Judith Hérault, que debería reposar en esta tumba!

Durante unos segundos más hicieron frente al aguacero y después, lentamente, Crozier bajó el arma. El magrebí sabía que si debía cerrar la boca una vez en su vida, era en aquel momento. Por fin, la voz del comisario se elevó:

—Fabienne vive a veinte kilómetros de aquí, en la colina Herzine. Voy contigo. Si le haces daño, te mataré.

Karim sonrió y retrocedió. Entonces se giró bruscamente y lanzó un golpe de talón a la garganta del comisario. Crozier se vio propulsado contra las estelas de mármol.

El árabe se inclinó enseguida sobre el viejo inanimado. Le cerró la capucha y lo arrastró al abrigo de una tumba de granito. Mentalmente, le pidió perdón.

Pero tenía que seguir siendo libre de sus actos.

52

—Caliente, Abdouf. Caliente, caliente.

La voz de Patrick Astier atravesó una tempestad de interferencias. El teléfono móvil había sonado cuando Karim cruzaba una verdadera estepa, mineral y gris. El poli había saltado y evitado por los pelos salirse de la carretera. Astier continuó en tono febril:

—Tus dos misiones eran dos bombas de relojería. Y me han explotado en plena jeta.

Karim sintió que los nervios se le tensaban bajo la piel.

—Te escucho —dijo, aparcando al borde de la carretera, con los faros apagados.

—Primero, el accidente de Sylvain Hérault. He encontrado el expediente. Y obtenido confirmación de tus propias informaciones. Sylvain Hérault murió circulando en bicicleta por la D17, bajo las ruedas de un cacharro que nunca fue identificado. Caso triste, caso cerrado. Los gendarmes de la época llevaron a cabo una investigación rutinaria. Ningún testigo. Nada que pudiera motivar otra interpretación,…

El tono de voz exigía una pregunta. Dócil, Karim dio la réplica:

—¿Pero?

—Pero —prosiguió el químico—, desde aquella época lejana hemos dado pasos de gigante en materia de tratamiento de imágenes…

Karim ya veía perfilarse un nuevo discurso tecnológico. Intervino:

—¡Por piedad, Astier, ve derecho al grano!

—Vale. En el expediente he encontrado fotos. Clisés en blanco y negro tomados por el fotógrafo de un periodicucho local. En ellos se ven las huellas de neumáticos de bicicleta, entrecruzadas con huellas del cacharro. Todo es tan minúsculo y vago que uno se pregunta por qué se han tomado la molestia de conservar esos clisés.

—¿Y qué más?

El científico guardó silencio, cuidando el efecto:

—Pues que en el campus de Grenoble poseemos un instituto de óptica de enormes prestaciones.

—Joder, Astier, vas a…

—Espera. Esos tíos son capaces de tratar las imágenes hasta un grado que no puedes imaginarte. Amplían, contrastan, borran las interferencias, cambian las tramas… En suma, pueden poner en evidencia detalles invisibles a simple vista. Conozco bien a esos ingenieros. Me he dicho que quizá merecía la pena despertarlos y ponerlos a trabajar sobre el expediente. He usado el CMM a modo de escáner y les he enviado las fotografías. Incluso recién desvelados, esos tíos son geniales. Han tratado inmediatamente las imágenes y…

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