Los robots del amanecer (23 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Se lavó pensativamente las manos, tocando de vez en cuando la tira de mando para cambiar la temperatura. Y sin embargo, los auroranos eran tan innecesariamente extravagantes en sus decoraciones interiores, insistían tanto en pretender que vivían en un estado de naturaleza cuando habían domesticado y destruido la naturaleza... ¿O sólo Fastolfe lo era? Al fin y al cabo, el establecimiento de Gladia parecía mucho más austero. ¿O sólo era porque ella había sido educada en Solaria?

La cena que siguió fue una verdadera delicia. También ahora, como en el almuerzo, Baley tuvo la clara sensación de estar más cerca de la naturaleza. Los platos fueron numerosos —todos distintos, todos en pequeñas porciones— y, en muchos casos, vio que en otro tiempo habían sido parte de plantas y animales. Empezaba a considerar los inconvenientes —un huesecillo ocasional, un cartílago, una hebra de fibra, que antes le habrían repelido— como una especie de aventura.

El primer plato fue un pescado pequeño —un pescado pequeño que se comía entero, con todos los órganos internos que pudiera tener— y eso le pareció, en el primer momento, otro modo estúpido de integrarse en la Naturaleza con una «N» mayúscula. Pero se tragó el pescado, tal como hizo Fastolfe, y el sabor le hizo cambiar de opinión. Nunca había experimentado nada por el estilo. Fue como si de repente se hubieran inventado las papilas gustativas y se las hubieran insertado en la lengua.

Los sabores cambiaban de un plato a otro y algunos eran muy extraños y no del todo agradables, pero a Baley no le importó. La emoción de un sabor concreto, de distintos sabores concretos (a instancias de Fastolfe, tomó un sorbo de agua ligeramente condimentada entre uno y otro plato) era lo que contaba, no los pequeños detalles.

Intentó no dar muestras de avidez, no concentrar toda su atención en los alimentos, no lamer el plato. Continuó observando e imitando a Fastolfe y haciendo caso omiso de la expresión amable pero claramente divertida del otro.

—Confío —dijo Fastolfe— en que esto sea de su gusto.

—Muy bueno —consiguió articular Baley.

—Le ruego que no lleve la cortesía hasta el extremo de forzarse. No coma nada que le parezca extraño o desabrido. Haré que se lo cambien por cualquier cosa que le guste.

—No es necesario, doctor Fastolfe. Lo encuentro todo muy satisfactorio.

—Bien.

Pese a la proposición de Fastolfe de comer sin robots, fue un robot el que sirvió. (Fastolfe, acostumbrado a ello, probablemente ni siquiera advirtió ese hecho, pensó Baley; y él no mencionó el asunto.)

Como era de esperar, el robot se movía en silencio y con movimientos impecables. Su bonita librea parecía sacada de algún drama histórico como los que Baley había visto por hiperondas. Sólo desde muy cerca se veía hasta qué punto el traje era una ilusión causada por la iluminación y hasta qué punto el exterior del robot era semejante a un suave acabado metálico... y nada más.

Baley preguntó:

—¿Ha diseñado Gladia la superficie del camarero?

—Sí —contestó Fastolfe, visiblemente complacido—. Se sentiría muy halagada de saber que ha reconocido su estilo. Es muy buena, ¿verdad? Su trabajo está alcanzando una gran popularidad y resulta muy útil para la sociedad aurorana.

La conversación durante la cena había sido agradable pero trivial. Baley no había sentido la necesidad de «hablar de trabajo» y, de hecho, había preferido guardar largos silencios mientras saboreaba la comida y dejaba que su subconsciente —o la facultad que sustituyera a la reflexión— decidiese cómo enfocar el asunto que ahora le parecía ser el punto central del problema de Jander.

Sin embargo, Fastolfe se le adelantó diciendo:

—Y ahora que ha mencionado a Gladia, señor Baley, ¿puedo preguntarle a qué se debe que haya partido hacia su establecimiento casi desesperado y haya vuelto tan animado y hablando de tener quizá la clave del enigma? ¿Ha averiguado algo nuevo, e inesperado, tal vez, en casa de Gladia?

—Así es —contestó Baley distraídamente, pues estaba absorto en el postre, que no logró reconocer, y del cual (después de que sus anhelantes miradas sirvieran de inspiración al camarero) le fue ofrecida una segunda ración. Se sentía repleto. Nunca en su vida habia gozado tanto del acto de comer y por primera vez lamentaba que los límites fisiológicos le impidieran seguir comiendo indefinidamente. No pudo dejar de sentirse avergonzado por ello.

—¿Y qué es eso nuevo e inesperado que ha descubierto? —preguntó Fastolfe con paciencia—. ¿Algo que yo mismo ignoro, tal vez?

—Tal vez. Gladia me ha dicho que usted le dio a Jander hace aproximadamente medio año.

Fastolfe asintió.

—Eso ya lo sabía. Así fue.

Baley preguntó vivamente:

—¿Por qué?

La afable expresión del rostro de Fastolfe se desvaneció lentamente. Luego preguntó:

—¿Por qué no?

Baley replicó:

—No sé por qué no, doctor Fastolfe. No me importa. Mi pregunta es: ¿Por qué?

Fastolfe meneó levemente la cabeza y no dijo nada.

Baley declaró:

—Doctor Fastolfe, estoy aquí para desenmarañar lo que parece ser un verdadero lío. Nada de lo que usted ha hecho, nada, me ha facilitado las cosas. Más bien, tengo la impresión de que se ha complacido en demostrarme lo enrevesado que es el lío y en destruir cualquier especulación que yo exponga como una posible solución. No espero que los demás respondan a mis preguntas. Carezco de categoría oficial en este mundo y no tengo derecho a hacer preguntas, y aún menos a exigir respuestas.

»Sin embargo, usted es distinto. Yo estoy aquí a petición suya y estoy intentando salvar su carrera al mismo tiempo que la mía y, según su propia versión de los hechos, tratando de salvar a Aurora al mismo tiempo que a la Tierra. Por lo tanto, espero que conteste mis preguntas extensa y sinceramente. Le ruego que no adopte tácticas dilatorias, tales como preguntarme por qué no cuando yo le pregunto por qué. Y ahora, de nuevo... y por última vez: ¿Por qué?

Fastolfe echó los labios hacia fuera y adoptó una expresión sombría.

—Discúlpeme, señor Baley. Si he vacilado en responder es porque, pensándolo bien, no parece haber ninguna razón demasiado dramática. Gladia Delmarre... no, ella no quiere que se use su apellido... Gladia es una extranjera en este planeta; ha sufrido experiencias traumáticas en su mundo natal, como usted ya sabe, y experiencias traumáticas en éste, como quizá no sepa...

—Si que lo sé. Haga el favor de ser más directo.

—Pues bien, me compadecí de ella. Estaba sola y pensé que Jander la ayudaría a sentirse menos sola.

—¿Se compadeció de ella? Nada más. ¿Son amantes? ¿Lo han sido?

—No, de ningún modo. Yo no me ofrecí. Ella, tampoco... ¿Por qué? ¿Le ha dicho ella que fuimos amantes?

—No, no lo ha hecho, pero necesito una confirmación independiente, en todos los casos. Le avisaré cuando surja una contradicción; no debe preocuparse por eso. ¿Cómo es que, con su compasión por ella y el agradecimiento que Gladia siente por usted, no se ofreció ninguno de los dos? Tengo entendido que ofrecer sexo en Aurora es algo así como hablar del tiempo.

Fastolfe frunció el ceño.

—Usted no sabe nada de eso, señor Baley. No nos juzgue según las normas de su propio mundo. El sexo no es una cuestión de gran importancia para nosotros, pero cuidamos cómo lo utilizamos. Quizá a usted no se lo parezca, pero ninguno de nosotros nos ofrecemos con ligereza. Gladia, desconocedora de nuestras costumbres y sexualidades frustradas en Solaria, quizá se ofreció con ligereza, o desesperación, más bien, y, por lo tanto, no es sorprendente que no disfrutara con los resultados.

—¿No intentó usted mejorar la situación?

—¿Ofreciéndome? No soy lo que necesita y tampoco ella es lo que yo necesito. Me compadecí de ella. Me gusta. Admiro su talento artístico. Y quiero que sea feliz... Al fin y al cabo, señor Baley, convendrá conmigo en que las simpatías de un ser humano por otro no necesitan descansar sobre un deseo sexual o algo más que un honesto sentimiento humano. ¿Nunca se ha compadecido de nadie? ¿Nunca ha querido ayudar a alguien por la simple satisfacción de poner fin a sus desdichas? ¿Qué clase de planeta es el suyo?

Baley repuso:

—Lo que dice está justificado, doctor Fastolfe. No cuestiono el hecho de que sea usted un ser humano decente. Sin embargo, póngase en mi lugar. Cuando le he preguntado por qué había cedido Jander a Gladia, no me ha dicho lo que acaba de contarme ahora... y con considerable emoción, si me permite decirlo. Su primer impulso ha sido eludir la cuestión, titubear, ganar tiempo preguntando por qué no.

«Suponiendo que lo que finalmente me ha contado sea verdad, ¿por qué ha querido eludir la respuesta? ¿Qué razón, que usted no quería admitir, se le ha ocurrido antes de dar con la razón que sí quería admitir? Perdóneme por insistir, pero debo saberlo... y no por curiosidad personal, se lo aseguro. Si lo que me dice no afecta en ningún sentido a este lamentable asunto, puede considerarlo arrojado a un agujero negro.

Fastolfe contestó en voz baja:

—Con toda sinceridad, no estoy seguro de por qué he evadido la respuesta. Es posible que su pregunta me haya recordado algo que no quiero afrontar. Déjeme pensar, señor Baley.

Ambos guardaron silencio durante unos momentos. El camarero despejó la mesa y abandonó la habitación. Daneel y Giskard estaban en algún otro lugar (seguramente vigilando la casa). Baley y Fastolfe se encontraban al fin solos en una habitación sin robots.

Al cabo de unos minutos, Fastolfe declaró:

—No sé qué debo decirle, pero permítame retroceder algunas décadas. Tengo dos hijas. Quizá ya lo sepa. Son de dos madres distintas...

—¿Preferiría haber tenido hijos varones, doctor Fastolfe?

Fastolfe pareció sinceramente sorprendido.

—No. En absoluto. Creo que la madre de mi segunda hija quería un varón, pero yo no di mi consentimiento para la inseminación artificial con esperma seleccionado, aunque fuese mío, e insistí en seguir la arbitrariedad natural de la genética. Antes de que me pregunte por qué, le diré que prefiero una cierta intervención del azar en la vida y porque creo que, en el fondo, quería la posibilidad de tener una hija. Habría aceptado un varón, naturalmente, pero no quería abandonar la posibilidad de una bija. No sé por qué, me gustan las hijas. Pues bien, tuve una segunda hija y quizás ésta fue una de las razones por las que su madre disolvió el matrimonio poco después de dar a luz. Por otra parte, un alto porcentaje de matrimonios se disuelven después de tener un hijo, de modo que quizá no deba buscar razones especiales.

—Deduzco que la madre se llevó a la criatura consigo.

Fastolfe lanzó una mirada perpleja a Baley.

—¿Por qué iba a hacer tal cosa? Pero olvido que viene usted de la Tierra. No, claro que no. La niña habría sido llevada a una guardería, donde la habrían cuidado debidamente. Sin embargo —arrugó la nariz como si sus recuerdos le produjeran cierta turbación—, no fue criada allí. Decidí encargarme yo mismo de ella. Es legal hacerlo así, aunque muy poco frecuente. Yo era muy joven, claro, pero aunque todavía no había alcanzado el primer siglo de edad, ya destacaba en robótica.

—¿Lo logró?

—¿Criarla? Oh, sí. Me encariñé mucho con ella. La llamé Vasilia. Era el nombre de mi madre, ¿sabe? —Se rió entre dientes—. Tengo una extraña vena de sentimentalismo... como mi afecto por mis robots. Por supuesto, no conocí a mi madre, pero su nombre constaba en mis gráficas. Creo que aún vive, de modo que podría verla, pero resulta muy embarazoso conocer a alguien que te ha llevado en sus entrañas. ¿Por dónde iba?

—Llamó Vasilia a su hija.

—Sí... y la crié y me encariñé con ella. Mucho. Yo veía los atractivos de hacer algo así, pero, naturalmente, eso incomodaba a mis amigos y tenía que mantenerla fuera de su vista cuando estaba con ellos, por razones sociales o profesionales. Recuerdo una vez... —Se interrumpió.

—¿Sí?

—Hacía décadas que no pensaba en ello. Entró corriendo, llorando por algún motivo, y se echó a mis brazos cuando el doctor Sarton estaba conmigo, discutiendo uno de los primeros programas de diseño para robots humaniformes. Creo que sólo tenía siete años y, naturalmente, la abracé, la besé y abandoné lo que estaba haciendo, lo cual fue imperdonable por mi parte. Sarton se marchó, tosiendo y atragantándose... y muy indignado. Pasó una semana entera antes de que volviéramos a reunimos para proseguir las deliberaciones. Supongo que los niños no deberían producir ese efecto sobre las personas, pero es que hay muy pocos niños y casi nunca se les ve.

—¿Y su hija, Vasilia, le quería?

—Oh, sí... al menos, hasta que... Me quería mucho. Yo supervisaba su instrucción para que su mente se desarrollara al máximo.

—Ha dicho que ella le quiso hasta que... algo. No ha terminado la frase. Así pues, llegó un día en que dejó de quererle. ¿Cuándo fue eso?

—Se empeñó en tener su propio establecimiento cuando fue lo bastante mayor. Algo muy natural.

—¿Y usted se opuso?

—¿Cómo iba a oponerme? No, claro que no me opuse. Sigue usted suponiendo que soy un monstruo, señor Baley.

—¿Debo suponer, en cambio, que cuando ella alcanzó la edad en que debía tener su propio establecimiento, ya no sentía el mismo afecto por usted que cuando era efectivamente su hija y vivía en su establecimiento dependiendo de usted?

—No es tan sencillo. De hecho, fue bastante complicado. Verá... —Fastolfe pareció turbado—. La rechacé cuando se me ofreció.

—¿Se ofreció a usted? —repitió Baley, horrorizado.

—Nada más natural —dijo Fastolfe con indiferencia—. No conocía a nadie mejor que a mí. Yo la había instruido en todo lo referente al sexo, había alentado sus experimentos, la había llevado a los Juegos de Eros, había hecho todo lo posible por ella. Era algo de esperar y fui un tonto por no esperarlo y dejarme sorprender.

—¿Pero el incesto...?

Fastolfe dijo:

—¿Incesto? Ah, sí, un término utilizado en la Tierra. En Aurora no existe tal cosa, señor Baley. Muy pocos auroranos conocen a su familia inmediata. Naturalmente, si se trata de contraer matrimonio y se solicitan hijos, se realiza una investigación genealógica, pero, ¿qué tiene eso que ver con el sexo social? No, no, lo anormal es que yo recharaza a mi propia hija. —Enrojeció, especialmente sus grandes orejas.

—¡Qué desatino! —murmuró Baley.

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